La alcaldización de la política

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Este rescate castrense de las organizaciones intermedias fue reforzado por la influencia gremialista, expresada en la Declaración de Principios, donde Jaime Guzmán reivindicó al municipio y le otorgó el rango de expresión ciudadana. La Declaración planteaba la creación de una nueva institucionalidad que diera estabilidad a la futura democracia y la depurara de sus vicios. Para ello era necesario crear un sistema des-centralizado en lo funcional y territorial, logrando una “verdadera participación social”. La nueva institucionalidad, según este documento, distinguiría entre poder político y poder social, entendido este último como la facultad de los cuerpos intermedios para desarrollarse con legítima autonomía hacia la obtención de sus fines específicos. Acorde con ello, el poder social debía convertirse en el “cauce orgánico más importante de expresión ciudadana. Chile tiene una larga tradición de organización social, que se remonta a su origen hispánico. Los cabildos, la comuna autónoma, el sindicalismo laboral y el gremialismo… Es imperioso restituir a los municipios el papel trascendental e insustituible que les corresponde como vehículos de organización social… incompatible por tanto con la politización a la cual se los ha arrastrado”.45 Desde ese punto de vista, aunque el corporativismo militar y el gremialismo no tenían la misma fuente inspiradora, coincidían en que la despolitización del país requería centrar la actividad ciudadana en lo local, en el municipio, coadyuvando a la desestatalización de la política. En ese sentido, Guzmán le dio contenido al papel que el municipio jugaría en la nueva institucionalidad, algo que los oficiales aún no lograban articular bien.

Este interés cívico-militar por redefinir políticamente el municipio avanzó en su articulación cuando Chile se ofreció como sede para el XV Congreso Interamericano de Municipios, que se realizó en Santiago en noviembre de 1975. El objetivo de la Organización Interamericana de Cooperación Intermunicipal era el fortalecimiento y perfeccionamiento del sistema municipal, de modo de apuntar a un órgano estable y autónomo. Los congresistas abordaban en dichos eventos los problemas comunes de crecimiento de las urbes, concentración poblacional y las dificultades en materia de servicios y de contaminación. En el caso del XV Congreso, Chile presentó como un eje central del debate la acción social municipal, entendiendo que el órgano comunal debía desarrollar una acción directa de apoyo a la comunidad, especialmente respecto a los sectores más necesitados, considerando el grave problema de la migración campo-ciudad. En ese sentido, se informaba que la reforma municipal chilena tenía dos propósitos: por una parte, dinamizar el ente comunal, en tanto a nivel local, según el general Pinochet, los municipios eran los mejor dotados para “cumplir y ejecutar las funciones que requiere el crecimiento de un país, en sus aspectos físicos, sociales y económicos”, participando del desarrollo integral de la comuna. Ello era así porque, a su entender, el municipio “sigue siendo la célula básica en que se asienta el progreso de una nación y está dispuesto a convertirlo en un elemento apto para cumplir las importantes tareas que la civilización moderna exige a la comunidad organizada”.46 La definición pinochetista del municipio aclaraba la dependencia que bajo la nueva norma tendría el municipio chileno, por cuanto se lo definía como un ente ejecutor de políticas ya decididas, e integrado al plan general de desarrollo, pero trabajando en un microespacio. Desde este punto de vista, este aspecto de la reforma municipal encajaba con la óptica geopolítica de mayor control político territorial y la puesta en vigencia de un plan general de desarrollo dirigido desde el poder central.

Un segundo propósito de la reforma decía relación con la dimensión política propiamente tal, pues se enfocaba a la “participación” y el papel de las organizaciones comunitarias. De acuerdo al criterio militar, el desarrollo social debía sostenerse en el hombre, la familia y la comunidad para mejorar sus condiciones de vida a través de nuevas normas de participación y convivencia. De acuerdo a ello, las políticas de desarrollo social se dirigían a combatir la marginalidad, dar estructura orgánica y suprasectorial a la planificación social y reconocer a los municipios como “canal de expresión de las organizaciones comunitarias y de la población con el gobierno. Se busca convertir a los municipios en sujetos determinantes y rectores del desarrollo global local, para que apoyados en la organización vecinal, recuperen su verdadero rol de la célula primaria del gobierno comunal”.47 Esta valorización de las organizaciones comunitarias en el problema de la participación ciudadana mostraba ciertas líneas de continuidad con los últimos dos gobiernos democráticos, los que se habían preocupado especialmente de ese tema, pero desde una óptica democratizadora, como lo fueron la promoción popular y el poder popular. En este caso, las organizaciones comunitarias podrían existir, pero bajo el control del municipio, en tanto ellas encajaban dentro de un proyecto macro que el municipio ejecutaría, careciendo de autonomía. Ello era así, pues estas entidades eran entendidas por las autoridades militares solo como órganos de expresión, de comunicación entre la población y el gobierno y sin capacidad decisoria.

El potencial despolitizador que se percibió en el municipio se materializó en la ley municipal entregada al final del Congreso recién reseñado, diseñada por CONARA y que se publicó en enero de 1976. El municipio fue definido como una institución de derecho público, funcional y territorialmente descentralizada, cuyo contenido era la satisfacción de las necesidades de la comunidad local y, en especial, participar en la planificación y ejecución del desarrollo económico y social de la comuna, ya fuera a través de la acción directa o actuando coordinadamente con otros municipios o con los demás servicios públicos y organismos del sector privado, con lo cual sentó las bases para su posterior transformación. Consistente con esto, la estructura administrativa contemplaba en la dirección a un alcalde y un comité comunal, los Consejos de Desarrollo Comunal, CODECOS, presididos por la autoridad municipal y compuesto por representantes de las organizaciones comunitarias y de las actividades relevantes de la comuna (industriales, comerciantes, entre otros, a excepción de los sindicatos). Los vecinos estarían representados a través de las uniones vecinales, los centros de madres, organizaciones juveniles, todas controladas por el gobierno. Los CODECOS asesorarían al alcalde en las tareas del municipio, lo que se consideraba la “verdadera participación social”, toda vez que esas expresiones comunitarias serían el canal de comunicación entre gobernantes y gobernados, pues a través de ellos la autoridad comunal conocería los problemas e inquietudes de la población, pudiendo planificar más eficientemente las políticas municipales.48

Como puede apreciarse, las preocupaciones por el desarrollo, la extrema pobreza, la migración campo-ciudad, la urgencia de polos regionales de desarrollo y la despolitización social encontraron en la regionalización parte de la respuesta. La exigencia de un mayor control territorial no remitía a una lectura estrecha de las tesis de la seguridad nacional, sino también a problemas estructurales, que, al entender militar, no habían encontrado una solución hasta ese momento. En general se ha afirmado que para 1976, la Doctrina de Seguridad Nacional estaba hegemonizando a las autoridades, lo cual se expresaba en el recrudecimiento de la represión y en los temores a la instalación de un régimen militar permanente, como las Actas Constitucionales de ese año parecían poner en evidencia.49 Lo ilustrado hasta aquí pretende mostrar cómo esas tendencias represivas iban a la par de la búsqueda de una respuesta a los desafíos económico-sociales y políticos que se habían asumido desde un comienzo. Podrá argumentarse en contra que por esos años el régimen ya había tomado una opción proyectual, cual era el neoliberalismo. Sin embargo, en tanto proyecto –una respuesta global e integral equivalente a lo que fueron la “planificaciones globales–50 solo estuvo listo en 1978; mientras tanto, las autoridades militares fueron aplicando medidas de ese orden y comprometiéndose cada vez más –en particular el general Pinochet– con las propuestas monetaristas y de desmantelamiento del Estado.51 Mientras los “Chicago boys”afinaban su proyecto entre 1973 y 1978, las propuestas militares en el plano de la reforma administrativa se hacían cargo, no obstante, de problemas centrales que estaban siendo examinados por los tecnócratas neoliberales, aunque ellas corrieran por senderos aparentemente paralelos al Ministerio de Hacienda. La dupla neoliberal-gremialista lograría articular ese proyecto y responder a las distintas inquietudes militares, pero en el intertanto las fuerzas armadas, especialmente el ejército, no abandonaban los problemas que estaban en la base de sus preocupaciones: subdesarrollo y subversión.

La regionalización lograba, al menos en teoría, responder al problema de la concentración urbana, pero solo potencialmente a la cuestión económica. En efecto, identificaba la necesidad de activar distintas regiones del territorio, evitando la concentración en la capital y otras pocas provincias, pero era incapaz de precisar los factores que provocarían la dinamización regional. Ello era así porque aún el paradigma industrializador no había sido abatido totalmente, y no lo sería hasta 1978. Igualmente, el proyecto participativo comunal estaba en ciernes, pues la comuna carecía de la autonomía de recursos y de atribuciones suficiente para convertirse en el centro de la nueva ciudadanía.

 

En suma, las fuerzas armadas que llegaron al poder estaban convencidas de que para derrotar al marxismo lo prioritario era encontrar un nuevo impulso modernizador, que detuviera la expansión de la marginalidad y por ende la seducción que ejercían las utopías socialistas. Para ello necesitaban un proyecto global de transformación. A pesar de su defensa de la regionalización, ella era insuficiente como respuesta al desafío propuesto. La solución llegaría de la mano de la tecnocracia neoliberal y de los gremialistas.

Como ya ha sido establecido, en 1978 se dio inicio a lo que se conoció como el “milagro chileno” (1978-1981), el período en el cual los índices económicos apuntaron al crecimiento y disminuyó la inflación. Esos años del boom coincidieron con la implementación ortodoxa del plan neoliberal, el que partiendo del ámbito económico se extendió a los planos sociales, urbanos y culturales. Fue en ese momento cuando esa tecnocracia logró responder de manera global al problema del desarrollo económico y sus correlatos sociales. Simultáneamente, en el plano institucional la Comisión Constitucional, donde el gremialista Jaime Guzmán había ejercido la influencia más importante, entregaba su Anteproyecto, dando respuesta al problema político. En pocas palabras, para fines de la década de 1970 el régimen contaba al fin con el proyecto que le permitiría cumplir su promesa de crear una nueva institucionalidad y hacer de Chile “una gran nación”.

En términos económicos, el proyecto planteaba la imposición ortodoxa de las teorías neoliberales, en lo que Eduardo Silva denominó el “neoliberalismo radical”52, es decir, la apertura total de la economía chilena, tanto desde un punto de vista productivo como financiero y comercial, a la vez que la reducción generalizada del aparato estatal y la privatización de las empresas en sus manos, pues desde 1975 se presenciaba el ocaso del modelo ISI y se planteó el desarrollo a través de la explotación de productos con ventajas comparativas. Para fines de los setenta, Chile era repuesto en el mercado mundial como productor de recursos primarios mineros y agrícolas.53 De acuerdo a la apuesta Chicago54, solo el mercado y la iniciativa individual eran capaces de proporcionar crecimiento y asegurar bienestar social, haciendo de la libertad un concepto estrictamente económico, toda vez que solo en el mercado, supuestamente, el individuo era libre del Estado, la burocracia y los partidos. En ese sentido, se abandonó la democracia como un ideal para transformarla solo en un medio para la consecución de la “sociedad libre”. Para entonces la “utopía neoliberal” consistía en una sociedad autorregulada por el mercado, para lo cual era necesario que este penetrara todos los intersticios de la vida individual y social. Ello supuso aplicar las lógicas de mercado a los ámbitos laborales, previsionales, educacionales, de salud, urbana, de reforma administrativa, en lo que se conoció como las “modernizaciones”, atomizando la vida social, pues todas las decisiones serían individuales, coartando la influencia que las organizaciones sociales y políticas habían tenido en la vida democrática. Sería en esos años que debería empezar a producirse la posteriormente llamada “revolución silenciosa” y que consistiría en el ejercicio de la libertad económica, la que en palabras de Lavín se reflejaba en “millones de personas tomando decisiones”.55 Como queda en evidencia, tales decisiones remitían estrictamente a cuestiones que hasta 1973 se consideraban públicas y que pasaron a considerarse como privadas: la elección individual respecto a los sistemas de salud, educación, vivienda, previsión, etc. En ese sentido, la vida y las preocupaciones se privatizaron.

La reforma municipal de 1979 engarzó con esta lógica privatizadora y des-centralizadora, haciendo del municipio el eje de las modernizaciones. A través de un decreto de rentas municipales se afianzó la autonomía económica comunal, posibilitándole realizar tareas sociales económicas y culturales, antes en manos del Estado central. Este decreto favorecía el traspaso a los municipios de la administración de escuelas, centros de salud, atención de menores, como emprender obras de desarrollo local y asistencia social, lo cual significó la privatización de una variedad de actividades sociales, potenciando al capital, desestatizando y dando vida al Estado Subsidiario, neoliberal. De acuerdo a esa concepción, debía reducirse el tamaño y las funciones del Estado, dejando a la iniciativa y capital privado la responsabilidad del desarrollo, mientras el primero solo debería preocuparse por el segmento de los extremadamente pobres. En ese sentido, la autonomía comunal alcanzada con el decreto de 1979 dio al municipio el protagonismo en el despliegue del proyecto neoliberal, toda vez que sería a través del municipio que se produciría la privatización de las funciones sociales, permitiendo que el mercado entrara a la vida social, tal como los neoliberales planteaban. Asimismo, el municipio fue clave en la materialización de la subsidiariedad, pues desde él se podría identificar a los segmentos sociales de los que el Estado debía preocuparse. En ese mismo año, el Ministerio del Interior y la Intendencia Metropolitana crearon los Comités de Acción Social (CAS) en los municipios, con el fin de identificar a los beneficiarios de los programas de ayuda social, los que confeccionaban la ficha de estratificación social que recolectaba información acerca de los hogares en extrema pobreza.56

Desde ese punto de vista, el régimen militar transformó al municipio en el nuevo aparato institucional, encargado de cuestiones sociales claves, cayendo bajo su responsabilidad la política diseñada. La selectividad y focalización de las políticas sociales que desarrollaría el municipio introdujo una importante modificación en el quehacer político, pues otorgó al jefe comunal un alto protagonismo, considerando que la lógica descentralizadora nunca implicó real autonomía, sino ejecución de las decisiones provenientes del poder central. Lo que se descentralizaba eran las etapas del proceso, pero no su lógica centralista. De allí que el alcalde fuera visto –como analizaremos en la siguiente sección– como un representante del Ejecutivo, en quien radicaría el proyecto global y a quien debía subordinación.

En ese sentido, los intereses geopolíticos y de seguridad nacional de los militares lograron acoplarse con los planes neoliberales de los tecnócratas, toda vez que las políticas, a pesar de diseñarse a nivel central, desestatizarían, permitiendo el despliegue territorial del capital y posibilitando el desarrollo de polos regionales que debían des-estimular la migración y la concentración urbana con sus efectos políticos. Asimismo, la atomización que resultaría del individualismo neoliberal destruiría el poder de los partidos y de las organizaciones sociales históricas, despolitizando a la vieja sociedad chilena.

2. La alcaldización de la política

La globalidad del proyecto neoliberal parecía satisfacer todas las inquietudes militares. Prácticamente la totalidad de los trabajos acerca del régimen militar pinochetista concluyen en que dicho proyecto logró dominar el pensamiento de las fuerzas armadas, pues su conjunción con el autoritarismo consagrado en la Constitución de 1980 destruía el Chile democrático, estatista y movilizado del siglo XX. Tras el éxito neoliberal quedaban derrotadas las tendencias restauradoras del comienzo, como el corporativismo de nacionalistas, del mismo Guzmán, y del gremialismo. En la batalla de las ideas, los tecnócratas neoliberales habían logrado la victoria total.

A pesar de que efectivamente el neoliberalismo y el autoritarismo gremialista daban respuesta al desafío económico y social del golpe, solo respondían parcialmente a la cuestión política. La Constitución de 1980 y su neopresidencialismo, efectivamente parecían debilitar de modo permanente a los partidos, el sufragio universal y el equilibrio de poderes. Chile al fin sería un país estable y el capital podría desplegarse libremente. Esta interpretación, sin embargo, supone una ruptura total con lo que había sido el pensamiento castrense, dejando de prestar atención a la obsesión militar por el imperativo resocializador, centrando el análisis en los ministerios de Hacienda y de Trabajo y en los organismos de seguridad como agentes principales. Desde nuestro punto de vista, ello aleja la mirada de los militares –salvo en la seguridad– e insiste en colocarla en los civiles, por lo que proponemos fijarla en un Ministerio que estuvo casi todos esos años en manos militares, salvo en parte de los años ochenta: el Ministerio Secretaría General de Gobierno, un ministerio eminentemente político.

A pesar de que la Secretaría General de Gobierno fue el Ministerio más cercano a Pinochet y que estuvo estrechamente vinculado al carácter personalista del régimen, los estudios acerca de este período prácticamente lo han ignorado, dirigiendo la atención hacia los ministerios que fueron cruciales en la transformación económico-social. Cuando se aborda el problema político, la mirada se desplaza hacia la Comisión de Estudios Constitucionales, el Consejo de Estado o el gremialismo. Sin embargo, la Secretaría General de Gobierno fue la que estructuró la base social de apoyo al régimen, la que dirigía su política comunicacional a través de DINACOS; fue uno de los pilares del fortalecimiento de Pinochet dentro de la Junta y dirigió, junto al Ministerio del Interior, todos los plebiscitos realizados. En resumidas cuentas, fue la cartera política con que contaron las autoridades militares y estuvo casi siempre en manos suyas. En ese sentido, desde nuestro punto de vista, para no perder de vista la preocupación militar por la despolitización de la sociedad chilena, nos centraremos en la labor de esta Secretaría, desde diciembre de 1976 Ministerio.57 El imperativo despolitizador que acompañó a todos los golpes militares del Cono Sur en los años setenta no fue sinónimo, en el caso chileno, de desmovilización social total, sino solo en lo referido a la caída Unidad Popular y los sectores políticos ajenos al gobierno. Las fuerzas armadas en el poder, desde un comienzo organizaron a sus bases civiles de apoyo a través de la Secretaría que estamos analizando. En efecto, la Secretaría General de Gobierno fue creada por la Unidad Popular en 1972 y reestructurada por las nuevas autoridades para coordinar a los ministerios y la Junta, precisar las tareas de difusión y crear la Coordinación Jurídica. Como parte de esa reestructuración administrativa, se amplió el Departamento encargado de algunos grupos sociales y se lo transformó en la Dirección de Organizaciones Civiles, destinada a establecer contacto con sectores gremiales, juveniles y de mujeres. De ello surgieron las Secretarías de la Juventud, de la Mujer y, más tarde, de los Gremios. Estas, como es sabido, fueron la base del pinochetismo, actuando como un partido oficialista, aunque no oficial.58

El carácter eminentemente político de la Secretaría General de Gobierno fue explicitado claramente por el general René Vidal Basaure, ministro de esa cartera en 1978, cuando lo definió como “de difusión política: el Ministerio encargado de entregar la doctrina política que inspira al gobierno. De ahí que la acción del Ministerio… está destinada… [a] afianzar aún más la doctrina que es lo que tenemos que llegar a la ciudadanía”[sic]. 59 En ese sentido, se buscaba promover y facilitar la comunicación entre el gobierno y la comunidad, de modo de “ir logrando en esa forma la adhesión de esta última a los planes y programas que se ejecutan”. Para la consecución de dichos propósitos, el Ministerio subdividía su acción a través de DINACOS y la Dirección de Organizaciones Civiles (DOC), destinando esta última a “impulsar la adhesión de la civilidad al gobierno”,60 pues, como explicaba su Director, coronel Sergio Badiola, la DOC era un canal de información con la civilidad, recogía la adhesión ciudadana, propendía a su integración al proceso de cambio que vivía el país y daba “formación cívica mediante una amplia capacitación”. Por su parte, DINACOS analizaba la opinión pública, realizando sondeos y encuestas, y controlaba la información entregada por los medios de comunicación, mientras su Dirección de Operaciones estaba encargada de elaborar los planes de comunicación social, en base a los cuales se confeccionaban los programas y acciones concretas para “satisfacer las necesidades de información y adoctrinamiento”.61 Como queda claro, la SGG era la prueba fehaciente de la decisión militar de reeducar a la población chilena, lo cual no podía ser entregado únicamente a las fuerzas del mercado, aunque el individualismo, la atomización social y el consumo como experiencia concreta jugaran un papel crucial en la emergencia de un nuevo Chile. Con todo, la dictadura adaptó parte de la estructura administrativa existente para resocializar a la sociedad, particularmente a sus sectores populares, bajo las nuevas verdades, para lo cual se requería un contacto estrecho y permanente con ellos, como de un proceso de adoctrinamiento político, denominado por las autoridades como “capacitación”. La “capacitación” era entendida como una educación “no formal”, condición del desarrollo de la comunidad, pues se trataba de acciones educativas que tendían a provocar ciertos “cambios conductuales en los individuos, con el fin de obtener el logro de una mayor eficiencia social y económica”.62 Todo el personal del régimen, las esposas de los oficiales, el voluntariado y los asesores fueron sometidos a “capacitación”, ya que sería su voz la que llegaría a la población objetivo. Como lo ratificaría el coronel Badiola, Ministro Secretario General de Gobierno en 1980, su cartera “no realiza acción social prioritaria; la acción social es coadyuvante. Nosotros impartimos doctrina, somos el Ministerio de la doctrina… entre 1973 y 1980 [la DOC] ha cumplido su misión de buscar un efectivo acercamiento hacia todos los ciudadanos del país y desarrollar un cuerpo de valores”.63 En ese sentido, las autoridades militares estaban convencidas, que no solo la destrucción de las anteriores lógicas políticas, sino su reemplazo por otras, podría cumplir el objetivo de “despolitizar” a la sociedad chilena, entendiendo por esto, su resocialización o reeducación cívica –como expresó el coronel Ewing en 1973–; es decir, volver a la sociedad chilena funcional al proyecto refundacional elegido.

 

Casi textualmente así lo expresó el general Julio Bravo Valdés: “La creciente importancia que han ido teniendo las municipalidades dentro del desarrollo institucional del país, las ubica en un lugar privilegiado de vanguardia para el desenvolvimiento de las instituciones recién creadas y de la nueva mentalidad que deberá ir naciendo en nuestra patria”.64 El éxito de esta tarea implicaba centrarse en el mundo popular, el cual había sido el núcleo de las utopías ensayadas. A pesar de que la tesis del Estado Burocrático Autoritario es correcta en tanto efectivamente las dictaduras repusieron su alianza con el gran capital y su transnacionalización, en el caso chileno ello fue acompañado de un trabajo sistemático en el mundo popular para alejarlo de las teorías políticas democráticas y socialistas y acercarlo al capitalismo, en su versión neoliberal-autoritaria. Sin la transformación de los pobladores, la refundación no tendría éxito. Así lo explicitó el entonces Director de la Comisión de Estudios Constitucionales, Sergio Fernández, quien caracterizó la Constitución de 1980 como la de la “Libertad”, en tanto consagraba la libertad económica, laboral, educacional, por lo que el sentido de la transición política en los años ochenta, hasta que dicha norma se concretara realmente a fines de ella, era la de “formar conciencia en cada ciudadano acerca del ejercicio de estas libertades y que las puedan ejercitar adecuadamente, pasando a formar parte de su patrimonio moral”, pues aquello constituía el “consenso indispensable”.65 Según explicaba, cada sociedad dictaba sus normas y principios básicos en torno a los cuales se regulaba, principios que “todos deben respetar y por ello, el ejercicio de estas libertades tiene también ese sentido: ir formando ese consenso que es absolutamente indispensable para el establecimiento y posterior vigencia del nuevo sistema democrático que consagra la Constitución. Sin ese consenso básico… cualquier esfuerzo pasa a ser meramente estéril”.66 Por eso debe entenderse que el desafío político estaba estrechamente unido al problema de la pobreza y su conexión con la “subversión”: la miseria como caldo de cultivo de la expansión de las utopías socialistas entre los pobres, especialmente el mundo poblacional, asociado a la izquierda radical durante la UP. El plan de desarrollo iba junto con el de resocialización y por eso era clave la imposición del concepto de Estado Subsidiario, pues focalizaba su acción social en los más pobres, los más “débiles” frente a los peligros de la “subversión”. Por eso, Fernández señalaba enfáticamente que era entre ellos que el Estado debía centralizar su acción:

Es allí, en la lucha contra la extrema pobreza donde debe centrarse, fundamentalmente, la acción y la labor del Estado…pues allí el Estado concurre cumpliendo una función social que resulta ineludible…que contribuye a la formación de ese consenso mínimo…por cuanto en la medida que no logremos erradicar la extrema pobreza o reducirla a términos que no tengan alguna significación, ese consenso mínimo básico para avanzar en el nuevo régimen en que se está empeñado, va a adolecer de un grave defecto, porque van a haber personas que atendido su desarrollo cultural insuficiente, no se van a sentir comprometidas por el sistema…[y] no puede establecerse las bases sólidas de un sistema político en el futuro.67

En otras palabras, la nueva mentalidad chilena, a la que desde un principio aspiró el régimen militar, no habría de surgir solo de la represión o de la economía neoliberal, sino sería producto también de un trabajo sistemático de reeducación cívica desarrollado por organismos oficialistas, cuya tarea sería generar un nuevo sistema de valores que constituiría el nuevo consenso social. Como se puede observar, en medio de la crisis de los ochenta, las autoridades no retrocedieron en su afán, sino, contrariamente, comprendieron más cabalmente la importancia de alcanzar esa nueva mentalidad, cuando la oposición democrática había hecho su reaparición y, por ende, el peligro de la seducción “subversiva” también. El objetivo de resocialización fue permanente.

Las Secretarías de la Mujer y de la Juventud fueron los brazos políticos del régimen durante los años setenta, toda vez que, como señala Huneeus, jugaron el papel de partido único en regímenes totalitarios. Consistente con esto, respondieron, en parte, a los intereses de los propios civiles que habían participado en los movimientos que lucharon contra la Unidad Popular y que deseaban seguir activos para colaborar con el nuevo gobierno y, en el caso del gremialismo, seguir desplegando sus propios objetivos.68 Ello coincidió con el deseo militar de encauzar la energía política de esos sectores, pero quitándoles autonomía y subordinándolos a los intereses del régimen para sumarlos a la reconstrucción nacional. Ello fue alimentado por el contexto de aislamiento internacional, el cual hizo urgente demostrar que no se trataba de un cuartelazo, sino de un régimen legítimo, sostenido por amplios núcleos de la sociedad chilena. Fueron, en ese sentido, las Secretarías las que demandaron y organizaron la primera manifestación conmemorativa del 11 de septiembre en 1974, saliendo a las calles y desfilando frente a la Junta, al tiempo que coreaban el nombre de Pinochet como líder de ella. En el marco de la lucha de poder al interior de la Junta de Gobierno, los dirigentes de esas dos Secretarías se aliaron con Pinochet, en desmedro de los otros generales, ya que estaba más decidido a apoyar personal y financieramente, a través de la Secretaría General de Gobierno, a esas entidades y favorecer, en el caso de los gremialistas, un proyecto refundacional, el cual era rechazado por el general Leigh.