La alcaldización de la política

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1. “Este no será un gobierno de transición”: en la búsqueda de un proyecto

Como es sabido, en un discurso del general Pinochet al mes de ocurrido el golpe de Estado, el nuevo régimen explicitó su intención de permanecer en el poder más allá de su declarado propósito de restaurar la institucionalidad quebrantada, afirmando que no sería un mero gobierno de transición entre dos administraciones civiles, pues lo guiaban metas y no plazos. En general esas palabras han sido interpretadas como prueba de la influencia alcanzada por los civiles que acompañaban a las autoridades militares, quienes, dominados por un agudo antiliberalismo, ansiaban reestructurar el país bajo otras lógicas. La Declaración de Principios de cinco meses más tarde vino a confirmar la naturaleza proyectual que el régimen pretendía, aunque ella fuera redactada por el líder del gremialismo, Jaime Guzmán, y no por oficiales militares. Compartiendo en parte tal hipótesis8, este trabajo quiere centrar la mirada en las fuerzas armadas, en las cuales existían, igualmente, pulsiones transformadoras, que apuntaban a un nuevo país. La visión de unas fuerzas militares vacías más allá de un pensamiento anticomunista, desde nuestro punto de vista, oscurece lo que fue su trayectoria, especialmente del Ejército y de la Fuerza Aérea, en los años sesenta, donde los conatos de rebelión estuvieron ligados a problemas que excedían el marco institucional. Si bien las críticas que estuvieron en la base de esos movimientos eran de carácter profesional, ellas se relacionaban con el papel social de las fuerzas armadas, los problemas de seguridad nacional y el desarrollo9. Como ya ha sido planteado10, las fuerzas armadas chilenas estuvieron debatiendo acerca de los problemas de estancamiento y subdesarrollo que afectaban al país, recibiendo con optimismo las reformas auspiciadas por la Alianza para el Progreso, en tanto apuntaban a la modernización del agro y a impulsar la industrialización, la cual debía pasar a una segunda fase. Desde la óptica militar, tales cambios ayudarían a combatir los altos niveles de pobreza existentes, a la vez que dinamizarían una economía estancada, considerados ambos problemas vinculados a la seguridad nacional. Es importante no olvidar que las fuerzas armadas son instituciones modernas, cuya operatividad o eficiencia depende de la actualización permanente de sus equipos e instalaciones, requisito para cumplir con su misión de defensa territorial. En ese sentido, todos los conatos de rebeldía ocurridos en el siglo XX estuvieron relacionados, en gran medida, con las deficiencias que en esos planos aquejaban a esas instituciones, las que temían por el efecto que el estancamiento económico tenía sobre su capacidad de cumplir con la misión asignada, demandando su modernización. Esta perspectiva castrense de mirar el problema no significaba que su interés por lo económico remitiera solo a ese ámbito, sino a una cuestión más global, que incluía la estrategia nacional de desarrollo en curso.

Insistimos en este punto, pues la superación de los problemas económico-sociales era un tema de preocupación para el mundo militar. Al momento del golpe, en las fuerzas armadas existía no solamente el deseo de terminar con el gobierno de la Unidad Popular, la influencia del marxismo y reponer la institucionalidad, sino había también interés por enfrentar problemas que se consideraban centrales para detener la seducción que provocaba el marxismo y lo que se consideraba su correlato, la subversión. Debe recordarse que al interior de las filas militares chilenas la conexión entre pobreza y marxismo tenía fuerte arraigo, por lo que existía la convicción de que la mejor manera de detener la influencia izquierdista era el desarrollo más que la coerción, situación distinta al caso argentino, donde el marxismo constituía para el mundo militar un mal en sí mismo y su seducción no se relacionaba con el atraso. En el período de la Unidad Popular, las fuerzas armadas fueron tensionadas por el dilema reforma versus coerción, tomando en cuenta la polarización política y sus efectos sobre la economía y la movilización social y, si bien el anticomunismo creció, como las tesis de la Doctrina de Seguridad Nacional, ello no anuló la preocupación desarrollista. Las figuras de los generales Óscar Bonilla y Gustavo Leigh, como las más simbólicas, expresaron tales corrientes, pero ellos no constituían una excepción.11 En otras palabras, es cierto que los civiles del régimen querían traspasar sus ideas a las nuevas autoridades, pero no lo es menos que dentro de las propias fuerzas armadas existía interés por usar el golpe y la toma del poder para enfrentar el problema del desarrollo. Entre los militares chilenos la Doctrina de Seguridad Nacional, si bien acicateó su anticomunismo y hubo preocupación por el clima político de fines de los sesenta, fue a la vez leída en clave desarrollista, pues tal como señalaba Robert MacNamara: “La seguridad no es la fuerza militar, aunque pueda incluirla. La seguridad es desarrollo, y sin desarrollo no puede haber seguridad”,12 razón por la cual vieron con buenos ojos la propuesta de Kennedy y, posteriormente, las experiencias nacionalistas tercermundistas, anticomunistas. Tal perspectiva se afincaba, igualmente, en la influencia que entre los oficiales tenía la geopolítica, la cual relacionaba la geografía y la acción política, en tanto podía ofrecer soluciones a problemas prácticos, pues su naturaleza de ciencia permitía definir objetivos políticos a partir de criterios científicos y resultados técnicos. La concepción orgánica del Estado de la geopolítica, entendido como “organismo territorial”, fue reformulada por los oficiales latinoamericanos con la importancia del “poder nacional, considerado este último no como la expansión física del territorio, sino en cuanto ‘seguridad y desarrollo’”.13 La creciente migración campo-ciudad de los años sesenta-setenta y su correlato en la marginalidad urbana en Chile realzaron el problema del subdesarrollo, especialmente por el protagonismo que alcanzó el movimiento poblacional y la radicalización política de algunos “campamentos”. En ese sentido, la conexión entre subversión y pobreza ya existente en la mente militar se acentuó durante la Unidad Popular, lo cual exigía su erradicación, requiriéndose de un nuevo impulso económico. Desde la óptica militar, la modernización económica era urgente y la marginalidad debía ser detenida, pues alimentaba la subversión. La preocupación por este tema es posible que también se viera agudizada por la crisis económica que vivió el país antes y después del golpe, y que volvió imperativo hacerse cargo de temas estructurales. Después de todo, serían los propios militares los que deberían solucionar los conflictos sobre la propiedad privada y pública. De hecho, el Secretario General de Gobierno, coronel Pedro Ewing, apelaba a la geopolítica como plataforma para encontrar una solución a los problemas de Chile:

Nosotros estamos, en este momento, en una situación de gran trascendencia y ante un grave compromiso con el futuro. La geopolítica –como ciencia asesora al estadista– tiene en la actualidad una gran importancia para la conducción futura del Estado, en la identificación real y concreta de objetivos de tipo nacional, que obedezcan a las características geográficas del país y a la idiosincrasia de su pueblo. De allí tiene que salir una doctrina que sea realmente chilena, realmente nuestra; esa es la única forma de satisfacer, tanto en lo espiritual como en lo material, al pueblo de Chile.14

La existencia de estas inquietudes militares es determinante para entender la importancia que le asignaron al tema del desarrollo en todos los documentos emitidos en los primeros meses después del golpe. Aunque el libro 1974. Primer año de la reconstrucción nacional15 fuera una respuesta a la crítica internacional y un medio de propaganda y de legitimidad del golpe, es revelador de los intereses que dominaban a los militares: gran parte de los documentos allí consignados abordaba el problema del desarrollo desde distintas aristas. Esto es importante, porque parte de nuestra hipótesis afirma que lo que le dio sentido al golpe de Estado y cohesión a las instituciones armadas para mantenerse en el poder fue la esperanza de transformar al país, esto es, la posibilidad de un proyecto modernizador. Los golpes de Estado requieren de justificación, de donde proviene su legitimidad. El golpe del 11 de septiembre de 1973 en Chile se fundamentó en la acusación del quebrantamiento institucional, la parálisis económica, la polarización política, la supuesta inmoralidad de sus autoridades y la amenaza que para la seguridad nacional revestían los grupos armados de izquierda.16 No obstante, las fuerzas armadas controlaron completamente el país ese mismo día y los conatos de resistencia fueron aislados; la izquierda fue desarticulada y carecía de un aparato militar equivalente; el 18 de ese mes, el general Pinochet afirmó que todo estaba en calma. En otras palabras, el peligro subversivo no existía. Hacemos hincapié en este punto, toda vez que al no existir amenaza subversiva real, el golpe perdía gran parte de su sentido y su legitimidad.

Que tal fuera la situación lo demuestra el efecto que tuvo la violencia desmedida del día del golpe y los sucesos inmediatamente posteriores, los que le alienaron el apoyo internacional, lo cual derivó en las invenciones del Plan Z y los asesinatos de la “Caravana de la Muerte”.17 Ambos sucesos buscaban “probar” que la amenaza subversiva era real. La falsedad de esta acusación fue lo que incidió para que el proyecto se volviera prioritario: sería el proyecto lo que le daría sentido, legitimidad y cohesión al núcleo golpista. La importancia de estos elementos para el éxito de un golpe y la toma del poder queda de manifiesto, de modo comparativo, en la experiencia de la dictadura militar argentina de 1976, la cual se justificó y obtuvo adhesión por la violencia que vivía el país desde 1969. Para el momento del derrocamiento de la presidenta Isabel Martínez, los grupos guerrilleros realizaban ataques a instalaciones militares, secuestros políticos y atentados, mientras las bandas de ultraderecha sembraban el terror, todo lo cual había permitido que la lucha contrainsurgente hubiera comenzado y que el golpe no fuera resistido. Existe consenso entre los estudiosos del caso argentino de que lo que dio cohesión al golpe y al régimen instalado fue la lucha contrasubversiva –leída en clave represiva–, siendo su razón de ser el desarme de los grupos guerrilleros. Ello explica por qué, a pesar de los cambios implementados en relación al mundo obrero, los ataques a los partidos y de hablarse de planes de reestructuración capitalista neoliberal, ello nunca logró constituirse en un proyecto que le diera sentido a la intervención, pues ella tenía su origen y justificación en la existencia de una amenaza civil-armada que, a pesar de no poner en jaque el poder institucional, había constituido un problema grave.18 En el caso chileno, contrariamente, la ausencia de peligro subversivo realzó la cuestión proyectual. En ese sentido, creemos necesario complementar la interpretación de Tomás Moulian acerca de que la violencia excesiva del golpe fue lo que impuso la necesidad de un proyecto, pues ella debió ser justificada. Tal fue el neoliberalismo.19 Desde nuestro punto de vista, en el caso chileno hubo dos fenómenos: por una parte, la inexistencia de subversión armada amenazó con debilitar la legitimidad del golpe y mantener la cohesión de las filas;20 por otra parte, la violencia militar golpista tuvo efectos internacionales inesperados que significaron el aislamiento del régimen. Ambas cuestiones sirvieron como justificativo para dar curso a preocupaciones militares existentes, pero hasta cierto punto frenadas por el discurso restaurador. Si el enemigo ya estaba derrotado y no revestía peligro armado alguno, ¿cómo justificar la toma del poder?: apuntando a la conexión pobreza-marxismo, aspecto presente en todos los documentos de origen castrense de los meses siguientes al golpe.

 

Lo hasta aquí planteado no supone desconocer el carácter terrorista del régimen y el profundo antimarxismo que dominaba a las fuerzas armadas, el cual, sin duda, se agudizó en los meses anteriores y posteriores al golpe, existiendo consenso en la necesidad de una “dosis de violencia” como parte de la toma del poder.21 No obstante, este consenso básico tenía un sustrato diferente a otros casos del Cono Sur respecto a la creación de un aparato represivo institucional, que aplicara la tortura y la desaparición forzada de personas como método de lucha antisubversiva. Si bien el caso de Chile forma parte de lo que fueron las dictaduras militares de nuevo tipo en los años setenta en esta parte del continente, presenta algunas particularidades que deben ser precisadas. Acorde con la mentalidad militar, la violencia sería consustancial al golpe, entendiendo por ella las ejecuciones sumarias, los arrestos masivos de dirigentes políticos y sociales y el uso de poder militar en las calles, pues como afirmó el general Pinochet en su calidad de Jefe de la Zona de Emergencia en 1973, cuando las fuerzas armadas salen a la calle, “salen a matar”. En ese sentido, nadie en el mundo militar chileno habría supuesto una toma del poder al estilo de Velasco Alvarado en Perú y compartían la idea de una “dosis de violencia necesaria”. Sin embargo, tal situación no era equivalente a la creación de un aparato de seguridad, con centros clandestinos de reclusión, con utilización masiva de la tortura, como la desaparición forzada de personas. La aparición de la DINA y los otros organismos de seguridad no era parte de esa dosis de violencia que se consideraba inevitable en la toma del poder. Es posible que esto no sea aplicable a la Armada, donde se comenzaron a usar dichos métodos contrainsurgentes en los meses previos al derrocamiento del presidente Salvador Allende en las personas de los marineros acusados de colusión subversiva con el MIR y dirigentes socialistas. Esta distinción tal vez pueda hacer inteligible la dureza inicial de un general Óscar Bonilla y su abierto y explícito rechazo a los métodos usados por el entonces coronel Manuel Contreras en el Regimiento de Tejas Verdes.22 La mayoría de los uniformados no formó parte de los organismos de seguridad ni fue ejecutor material de los métodos terroristas utilizados y, por ende, la represión no comprometió “personalmente” al conjunto de la oficialidad y de la suboficialidad.23 Esto es importante, porque la cohesión institucional no provino de la responsabilidad de todos en la represión, como sí ocurrió en el caso argentino, donde desde sus comandantes en jefe hasta el último eslabón de la cadena estaban comprometidos personalmente y donde la tortura ya era una práctica antes del golpe.24 En Chile, la DINA y los otros organismos pretendieron ser secretos y sus acciones negadas hasta décadas después, porque nunca existió una verdadera guerrilla ni organización armada de consideración. La izquierda era peligrosa, no por su poder armado, sino por las transformaciones impulsadas desde el Estado y por su profunda inserción en la sociedad chilena. Era su dimensión proyectual lo amenazante.25

Esto, por supuesto, no aminora la responsabilidad institucional, pues la represión tuvo ese carácter, en tanto fue parte de su aparato, usó recursos y personal del Estado y dependió de la autoridad máxima institucional, cuestión reconocida pública y oficialmente por el general Juan Emilio Cheyre en su calidad de Comandante en Jefe del Ejército en el 2004.26 Más aún, a pesar de que los oficiales y suboficiales comprometidos con los aparatos de seguridad eran una minoría, la mayoría siguió desarrollando sus funciones institucionales donde sus jefes los destinaran, sin que los métodos terroristas utilizados les provocaran cuestionamiento ético-profesional alguno, no existiendo conatos de rebelión contra la represión. En ese sentido, hubo consenso en torno al carácter represivo del régimen, considerando la aceptación de la existencia institucional de la DINA, de la CNI, así como de los otros organismos represivos y la legitimidad de la tarea que realizaban, aunque no todos participaran en esa misión. El mundo militar parece haber vivido un bifrontismo, una disociación entre la responsabilidad institucional respecto de los crímenes y la modernización estructural en marcha, posible por la compartimentación de funciones, esto es, la posibilidad de vivir la carrera militar al margen de la acción terrorista, en algún regimiento del país y dedicado a tareas relacionadas con lo económico o lo social, aunque sabiendo cuál era la función que los organismos de seguridad realizaban.27 Desde ese punto de vista, fue posible una represión institucional sin la participación material de todo su personal.

Desde esa perspectiva, la lucha contrasubversiva no podía justificar la toma del poder, la cual debería provenir de otra fuente. En parte ella se buscó en el apoyo social obtenido por el golpe, pero era insuficiente. Solo un proyecto podría legitimar la toma y la permanencia en el poder, con todo lo que ello implicaba.

Esta urgencia por dotar a la acción militar de una trascendencia se relacionaba, también, con el tipo de declaración de guerra al marxismo hecha desde el primer momento, explicitada en las palabras del Comandante en Jefe de la FACH, general Gustavo Leigh, la noche del 11 y proseguida en todos los discursos de los oficiales en los meses siguientes. La guerra contra el marxismo en la que se hallaba enfrascado el régimen no se remitía exclusivamente a la represión, aunque ella jugara un papel crucial, sino respondía a una lectura amplia de la tesis de la guerra contrasubversiva. Esta, como es sabido, se entendía como una guerra ideológica cuyo eje era la subversión, la que era vista como un arma del comunismo internacional dirigida desde Moscú, destinada a la destrucción del mundo libre. A partir de la experiencia cubana, reforzada por las revoluciones en China, Vietnam y Argelia, Estados Unidos concluyó que el comunismo no sería detenido solo con las armas, sino destruyendo el atractivo que despertaba y utilizando las mismas herramientas atribuidas a la subversión. Ello significaba que la guerra era por la “conquista de la población”, terreno en el cual los éxitos militares no eran lo más importante, sino la conquista física y psicológica de los habitantes, pues la insurgencia buscaba controlar sus “mentes”. Por ello, los métodos de la subversión eran preferentemente políticos y psicológicos, infiltrándose en las distintas organizaciones sociales, de modo de controlarlas. De allí que la guerra se peleara en frentes de batalla que excedían el terreno militar propiamente tal para desarrollarse en frentes económicos, sociales, políticos, culturales y psicosociales.28 La mayoría de los estudios acerca de las dictaduras sudamericanas de los años setenta se ha concentrado de preferencia en el aspecto represivo de esta tesis –salvo en el caso de Uruguay–29, descuidando los otros frentes de combate. Considerando la inexistencia de la amenaza subversiva militar y la importancia que los uniformados le atribuían al problema del desarrollo en el atractivo del marxismo, a nuestro criterio en el caso chileno también se trató de una “guerra social”, es decir, que la derrota del marxismo requirió de batallas en los frentes sociales, económicos y psicociales, y no solo represivos, aunque esta fuera central.30 Tal lectura “social” de la guerra se imbricó con las inquietudes castrenses por la cuestión del desarrollo y la modernización económica, favoreciendo en el régimen una aspiración proyectual. Si el marxismo habría de ser derrotado era necesario convencer a la población de su malignidad, del deber social de arrancarlo de su sistema político y cultural y de todas aquellas corrientes que lo hicieran posible. En otras palabras, era imperativo resocializar a la población, “conquistando sus mentes”. En ese sentido, compartimos la tesis de Brunner de que se trataba de un régimen con ambiciones hegemónicas.31

Ese afán resocializador fue explicitado por el general Pinochet en su discurso del 11 de octubre, cuando señaló que el gobierno pretendía derrotar al marxismo en la “conciencia de los chilenos”32 cambiando su mentalidad, pues en el diagnóstico militar el marxismo solo podría ser extirpado cuando el pueblo de Chile contara con un nuevo sistema de ideas. Ello requería un proceso de resocialización, el cual puede ser entendido como aquel en el cual “se adquieren actitudes, valores y creencias acerca del sistema político o la manera como asimilan una determinada orientación política de su entorno… El objetivo de la socialización política es convertir el comportamiento… en formas políticas y sociales aceptables, hacerlos miembros funcionales de la sociedad”.33 Desde ese punto de vista, una plataforma programática o proyectual era un imperativo para un régimen que estaba decidido a destruir las bases de lo que había sido la convivencia política histórica chilena, corroyendo el papel de los partidos y de ciertas organizaciones sociales. Era urgente un programa que asegurara crecimiento económico, erradicación de los bolsones de pobreza, seguridad nacional y debilitamiento partidario. En tanto se trataba de un desafío cuádruple, el proyecto debería tener un carácter global.

La primera expresión de esta ambición programática la constituyó el Decreto de Reforma Administrativa de fines de 1973, el cual establecía que la administración debía obedecer a una política global y a un mayor control, explicitando una crítica a la supuesta inexistencia previa de un proyecto global de desarrollo, de carácter nacional, que imprimiera dinamismo al quehacer gubernativo e impulsara la economía.34 Por ello, el Primer Objetivo Nacional destacó la importancia del control territorial y tuvo su materialización más plena en el proyecto de regionalización con la creación de la Corporación Nacional de Reforma Administrativa, CONARA, a cargo de oficiales de Ejército, en diciembre de 1973. Los estudios sobre la descentralización del país habían comenzado en 1965, con participación de ODEPLAN, análisis que se retomaron y reevaluaron inmediatamente después de ocurrido el golpe.35 La regionalización se proponía una mayor integración territorial a través de un proceso de descentralización, entendida como la división de la ejecución de las política respondiendo a un mando central. La reforma administrativa permitiría un mayor equilibrio entre el aprovechamiento de los recursos naturales, la distribución geográfica de la población y la seguridad nacional, de manera que “se establezcan las bases para un desarrollo más racional de todas las regiones que integran el territorio nacional”.36 El Estatuto que estamos citando dejaba en claro que la decisión de regionalizar el país estaba ligada a la necesidad de lograr de forma más plena las metas del desarrollo económico y social, lo cual requería de una mejor utilización del territorio y de sus recursos, pues le daba gran importancia a los efectos nocivos que provocaba la ausencia de focos regionales de desarrollo. De allí que la nueva división político-administrativa posibilitaría “la planificación del desarrollo… una administración centralizada con adecuados niveles de decisión en función de unidades territoriales definidas con tal objeto”.37 Tal proceso frenaría la migración campo-ciudad, dada la concentración productiva en pocos centros urbanos, que generaba barriadas marginales. La creación de focos regionales de desarrollo, contrariamente, permitiría implementar una política demográfica que reubicara a la población, atenuando la pobreza.38

 

El estrecho vínculo que, a su entender, el problema del desarrollo tenía con la subversión quedó de manifiesto en el Primer Objetivo Nacional, en el cual se planteaba como meta “erradicar la pobreza de los sectores ciudadanos más postergados… la marginalidad activa y pasiva serán combatidas hasta reducirlas, en el corto y mediano plazo y, en definitiva, lograr obtener la erradicación de la pobreza”.39 De acuerdo a este propósito primario se daría prioridad al problema de las poblaciones marginales a través de una política habitacional, en una acción coordinada de los recursos estatales y los de la comunidad, al tiempo que se frenaría y detendría el crecimiento de los centros urbanos. Para los militares, la extrema pobreza estaba ligada a la falta de polos regionales de desarrollo que impulsaban la migración y la politización de los marginales, de modo que “las dimensiones que ha alcanzado el problema de los pobladores es tal, que… en los últimos tres años surgieron como hongos, solamente en el Gran Santiago, quinientos veinte campamentos”.40 Por ello, en la lógica castrense, atentaban contra la seguridad los “espacios vacíos”, o sea, zonas poco pobladas o de bajo desarrollo relativo, el desaprovechamiento de recursos en determinadas regiones y la migración “que crea alrededor de las metrópolis cinturones de poblaciones marginales, en que proliferan ciudadanos frustrados, inadaptados, proclives a la delincuencia y la subversión”.41 Estas preocupaciones hacen inteligible el interés de las nuevas autoridades por conocer las dimensiones de la pobreza en el país, por lo cual se ordenó a ODEPLAN los estudios de un plan para la erradicación de ese flagelo, cuya primera etapa sería un “Mapa de la extrema pobreza”, pues era urgente identificar a aquellos que requerían de ayuda social. Considerando el tipo de vivienda, hacinamiento y equipamiento del hogar según el censo de 1970, los técnicos a cargo concluyeron que el 21% de la población era extremadamente pobre, de los cuales 67,8% eran urbanos y 32,2% rurales.42 En pocas palabras, para los militares, la extrema pobreza era sinónimo de falta de vivienda, concepto que excluía otras variables, incluyendo el nivel de ingreso familiar. De acuerdo a ese criterio, el gobierno debía focalizar su acción en el terreno habitacional y en ese supuesto porcentaje de extremadamente pobres.

Como se observa, las políticas propuestas trasuntaban una aspiración proyectual que estaba sostenida en la preocupación por la seguridad nacional y su vínculo con el problema del desarrollo, lo que, a su vez, tenía un impacto clave, a juicio militar, en la situación social y política.

Lo anterior estaba relacionado con la decisión militar de despolitizar la sociedad chilena, la cual exhibía altos niveles de politización y de movilización. El éxito de ese proceso, a juicio de las fuerzas armadas, dependía, en parte, de quebrar los vínculos de la sociedad con los partidos, los que actuaban como canalizadores de las demandas ciudadanas. El antipartidismo militar era de antigua data: provenía de la prusianización de fines del siglo XIX y se acentuó a lo largo de la siguiente centuria. Al entender militar, los partidos solo respondían a sus intereses parciales y personales, careciendo de perspectiva nacional. Las dificultades técnico-armamentísticas que afectaron a las instituciones armadas, especialmente en los años de 1960, acentuaron la crítica a los partidos, la que alcanzó sus cotas máximas con las experiencias de la DC y de la UP, y su incapacidad para detener el quiebre político. Por ello, el golpe estuvo acompañado de un discurso furibundamente antipartidario, distanciándose de esas colectividades una vez en el poder, a la vez que se desplegaba un discurso nacionalista, regenerador y moralista. El problema principal para la mente militar era encontrar una fórmula de despolitización social, la cual debía tener la fuerza de una contraofensiva ideológica, toda vez que la crisis en Chile había sido un enfrentamiento de ese tipo, entre socialismo y capitalismo. En ese sentido, a diferencia de las otras dictaduras en el Cono Sur americano, la despolitización requería de una resocialización, es decir, de una plataforma programática.

Por ello, la regionalización abordaba también el problema político: cómo dar vida a un orden distinto al existente en 1973. La fuerte influencia del corporativismo entre los oficiales les impulsó, después del golpe, a concentrarse en las organizaciones comunitarias, las que mantuvieron vigentes, aunque controladas por el Estado, pues ellos aspiraban a una sociedad organizada pero despolitizada, entendida como ajena a los partidos. En efecto, desde el Ministerio del Interior –a cargo del general Óscar Bonilla– se reglamentó a las organizaciones comunitarias, redefiniendo el Departamento de Desarrollo Social de la Corporación de Servicios Habitacionales del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, el que fue bautizado como Consejería Nacional de Desarrollo Social, la que debía promover la integración de la comunidad, capacitar a dirigentes y miembros de las organizaciones populares de carácter comunitario, entre otros objetivos. Se mantenía la convicción de que dichas entidades debían subsistir, pero alejadas de los partidos y mucho más controladas, por lo que se ordenó un reempadronamiento nacional de todas las orgánicas territoriales y funcionales, la confirmación o modificación de sus directivas y se vigiló el temario y realización de sus reuniones. Todo ello apuntaba a “despolitizarlas”.43 Coherente con esa lógica, el problema era la centralidad de los partidos en la vida política, razón por la que el Objetivo Nacional reformuló el sentido de la “participación”. Él debía referirse al “estilo que lleve a todos los chilenos a incorporarse al quehacer de los núcleos en que se desarrolla su vida en comunidad”, propiciando la participación de las organizaciones comunitarias, las de la mujer y de la juventud, en el proceso de desarrollo “en los ámbitos local, comunal, regional y nacional… la administración local y comunal, especialmente, considerarán de un modo fundamental a las organizaciones comunitarias”.44 Como queda en evidencia, los oficiales tenían una noción corporativa de la participación, focalizada en lo social y local, por lo cual desde un comienzo hubo interés por dominar los municipios y las organizaciones vecinales. Pudiendo haber eliminado esas orgánicas o haber decretado su ‘receso’, tal como ocurrió con los partidos políticos, las autoridades militares las conservaron, aunque intervenidas, pues veían en ellas a las verdaderas expresiones ciudadanas, una vez erradicada la injerencia partidaria.