Los irreductibles I

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Aus der Reihe: Los irreductibles #1
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Entre el fijar el día y la hora y un par de frases motivadoras de Raúl, del tipo de las que hablan del gran propósito de nuestra empresa y demás tonterías, la conversación terminó igual de fríamente que había comenzado.

Kino colgó y se quedó pensativo, a decir verdad, llevaba toda la semana pensando en lo mismo desde que se había reunido con su hermano. No hacía más que repetirse todos los motivos que se le ocurrían para convencerse de que hurgar dentro de los recuerdos de su padre muerto no podría traer nada bueno. Sin embargo, sentía algo, como si a una parte de él la idea de la propuesta laboral de Raúl le fuese irresistible, y no se debía solo al dinero. Algo de todo aquello le atraía, y no le gustaba el sentimiento. Siempre había tenido una sensación de inferioridad frente a su padre, como si aquel cabrón de Ricardo hubiese tenido siempre una respuesta preparada para cualquier cosa que sus hijos le pudieran decir y terminar él siempre teniendo la razón y la última palabra. Cuando discutía (o, mejor dicho, cuando había discutido) con su padre, se sentía indefenso, como si no pudiera confiar en sus capacidades intelectuales para argumentar con él.

Siempre había terminado sintiendo que no tenía razón y aquello había acabado desencadenando en un profundo resentimiento hacia su figura paterna. Y aunque él jamás lo hubiese admitido, a Kino le hubiese gustado que las cosas entre su padre y él fuesen diferentes. Haber tenido otro tipo de relación. ¿Y si entrando en la memoria de su padre se llegaba a ver como lo había visto este, desde sus propios ojos, ahora que ya no podía hacer nada para cambiar la opinión de Ricardo? Después de que esa noción le atravesase la mente, sintió como si un puño invisible le apretase el estómago, dificultándole respirar.

«Basta —se dijo a sí mismo—, es hora de pensar en cosas productivas». Como, por ejemplo, la manera de compaginar su trabajo con el proyecto de Raúl. Kino no sabía cuánto tiempo sería capaz de soportar trabajar con su hermano, y en caso de echarse atrás se preguntaba también si cobraría algo dependiendo del trabajo que llevara hecho. Por tanto, todavía no estaba listo para dejar su trabajo en 5 Minutos, nunca se sabía. En el mejor de los casos, terminaría el proyecto de investigación, y con los trescientos mil euros en su cuenta ya podría empezar a preocuparse de que le echaran del trabajo, y llevarse así también una indemnización que le ayudara a tener algo más de seguridad económica.

Por ahora, Raúl le había dicho que empezara trabajando solo los viernes, lo que a Kino le venía de perlas. Así que no preguntó por qué iban a trabajar un solo día en un proyecto del que, según su hermano, dependía el futuro de la empresa. Genial, trescientos mil euros por un día a la semana de trabajo sonaba incluso mejor de lo que sonaba esa cantidad de dinero por sí sola.

Su futuro inmediato comenzaba a tomar forma, y si todo salía bien tendría suficiente dinero para estar sin trabajar el tiempo necesario que le tomase terminar su novela. Este pensamiento lo tranquilizó. Pensar en su libro siempre lo tranquilizaba.

«¡Eso es! Tranquilidad». Después de esta revelación Kino se volvió a incorporar sobre su teclado y empezó a teclear el octavo motivo por el que la gente con pareja es más guapa: la tranquilidad. Saber que hay alguien que nos espera nos da la tranquilidad necesaria para pasar nuestro día a día con ilusión, y eso se refleja en el exterior.

Mientras escribía estos argumentos, su mente volvió a posarse en Rebe, con quien había intercambiado apenas unas frases por WhatsApp en las últimas semanas. No creía que ella fuera a querer quedar próximamente, siempre le decía que estaba muy ocupada en el hospital y nunca tenía tiempo libre, lo que significaba que él no iba a tener a nadie que le esperase en ese futuro cercano con el que estaba fantaseando. Eso lo desanimó y perdió algo de fuelle a la hora de teclear. Ahora sonaban los Arctic Monkeys.

3 Tarde o temprano Dios te pondrá en tu sitio.

XIV

Kino le dio la última calada al cigarro antes de tirar la colilla a un lado con dos dedos mientras empezaba a subir las escaleras de la Iglesia. Ese día había tomado la precaución de tener el cigarro liado al salir del metro para ir fumando por el camino y que no le pasara lo mismo que la última vez que había estado por allí.

Aquel día la Iglesia tenía un aspecto diferente también al de la última vez, menos imponente pero más brillante. El día era frío y gris pero claro, lo que hacía resplandecer al edificio blanco y acristalado. Y a aquella hora había bastante ajetreo y vida en las calles. Mucha gente eran oficinistas de la zona, que volvían de comer en restaurantes de franquicias con precios hinchados, camino de nuevo a sus cubículos en sus rascacielos de la Castellana. El resto era gente ociosa que iba caminando de un centro comercial a otro aprovechando el despegue del fin de semana antes de que terminasen las horas de sol del viernes.

Al entrar por las puertas de cristal la mirada de Kino fue automáticamente al puesto de información, donde con una sonrisa radiante la misma recepcionista de la última vez atendía a todo aquel que se le acercara para resolverle sus dudas. Cuando Kino se acercó caminando hasta ella, pareció que le reconocía y abrió mucho los ojos, y cuando él le sonrió ella también lo hizo, pero bajando la mirada y enarcando una ceja.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle, señor…? —dijo ella esforzándose por recordar su nombre.

—Jade. Joaquín Jade. Bueno, Kino. Llámame como quieras, que ya me han llamado de todo.

Ella tuvo la cortesía de reírle el chascarrillo, aunque Kino todavía no estaba seguro de si le estaba dando coba o si se lo estaba imaginando él.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Jade?

—Era por una cita —dijo él lo más ambiguamente que pudo, solo para ver cómo reaccionaba ella.

—¿Con quién? Creía que ya sabía que nuestro horario de cierre era a las siete.

—¿Perdón?

—Que a esa hora salgo yo.

Vale, no se lo había imaginado, le estaba dando coba. Kino se rio con algo más de confianza en sí mismo de la que tenía hacía diez minutos.

—Es verdad, sí que lo sabía. Por desgracia lo que no sé es a qué hora saldré yo hoy de la mía.

—Entonces… ¿otro día?

—Otro día… —asintió Kino poniendo cara de circunstancias—. Cuando también sepa más cosas.

—¿Qué cosas?

—Tu nombre, por ejemplo.

—Antes dígame el nombre de su cita de hoy —dijo ella después de quedársele mirando un rato con una sonrisa.

—Raúl Lázaro.

—Un momento, por favor.

Hizo un par de pulsaciones en su teclado y en la pantalla apareció un recuadro negro con el símbolo de la videollamada mientras daba tono. El tono sonó un par de veces más, y la cara de una compañera suya de otra planta apareció en la pantalla. En un breve diálogo, más frío que el que mantuvo con la otra compañera la otra vez que Kino había ido por allí, la enlazaron con Isidoro.

—«Despacho del Sr. Lázaro».

—Buenas tardes, Isidoro. Tengo aquí en recepción a Joaquín Jade, que había quedado con el Sr. Lázaro ahora, ¿es posible?

—«Envíalo otra vez hacia el auditorio este».

—Vale. —Y sin más, Isidoro colgó. Kino se imaginó las cosas que le diría la recepcionista a la pantalla, de nuevo negra, si él no estuviera allí. Por su cara, dudaba que le llamara algo bonito—. Majísimo el Isidoro —dijo ella recuperando la compostura y volviendo a sonreír a Kino.

—Entiéndelo, mujer. Con ese nombre es lo normal.

Los dos rieron de forma cómplice.

—¿Sabes llegar al auditorio este? —dijo ella haciendo un amago de levantarse.

—Sí, no te preocupes, esto… lo que no sé todavía es tu nombre.

—Danny —dijo ella con una sonrisa mientras se volvía a sentar en su butaca.

—Pues hasta otro día, Danny.

—Hasta otro día, Kino.

Cinco minutos después, Kino llegaba andando lentamente a las puertas del auditorio este, al lado de los ascensores. Había ido caminando sin prisa porque el otro día Isidoro le había hecho esperar. Y aquel día tampoco estaba allí, todavía. Kino se quedó por allí cerca arrastrando los pies sin dirigirse a ninguna parte, esperando a Isidoro. Y de repente, oyó una voz a su espalda.

—Madre mía, ya dejan entrar aquí a cualquiera.

Aquella era una voz jovial y alegre, y aunque no la reconoció al instante, Kino sabía que le era familiar. Al darse la vuelta vio quien le había hecho el comentario: una chica de veintidós años, pálida, delgada y risueña. Iba vestida con unos vaqueros, una camiseta vainilla en la que un dibujo en tonos pastel de un payaso alcohólico y con un puro en la boca agarraba a un tipo asustado de la solapa y le gritaba «Cheer up!» apuntándolo con un dedo amenazador. La chica tenía una desaliñada pero compacta mata de pelo corto, rizado y rubio que le caía sobre los ojos azules, y su boca de dientes algo separados le lanzaba una sonrisa burlona. Cuando Kino la reconoció se echó a sus brazos.

—¡Spiegel!

—¡Kino!

Spiegel era la única persona que trabajaba en Industrias Lázaro que le caía bien a Kino. Se suponía que era una auténtica niña prodigio de la informática, y aunque Kino no tenía idea suficiente de ordenadores para corroborar los rumores, sí que sabía atar cabos.

Spiegel había empezado a trabajar para Industrias Lázaro hacía ocho años, cuando aún era una cría, reclutada directamente por Ricardo. El motivo por el que una niña de catorce años había llamado la atención de Ricardo Lázaro era debido a su profesión. Spiegel era gestora de influencers. No solo les gestionaba sus patrimonios, sino que también las vistas, analizando la respuesta de sus seguidores a los contenidos que iban subiendo, y esta joven era capaz de aumentar las vistas y por tanto los ingresos de cualquier influencer. Eso antes de los quince años.

 

A Ricardo Lázaro le gustó lo que hacía y cómo lo hacía, y es que, al fin y al cabo, fue ella quien acuñó el término de «gestor de influencers». Eso mostraba iniciativa. Y tras hablar con ella, descubrió que Spiegel estaba aburrida de su trabajo, aquel en el que era tan buena, pues no le suponía ningún desafío. Bueno, mejor dicho, el auténtico desafío era aguantar a sus clientes, esos malditos niñatos de papá que se habían vuelto celebrities de la red. Eso sí que era un reto. De manera que Ricardo, después de dejar que le explicase los métodos que tenía Spiegel para optimizar las vistas de sus clientes analizando la información brindada por los consumidores para valorar su metodología de trabajo, le ofreció un puesto en donde podría encontrar los suficientes desafíos tecnológicos como para saciar sus ansias de mejorar. Y aquella niña aceptó.

Kino y Spiegel se separaron del abrazo.

—Bienvenido de nuevo a mi humilde morada —dijo ella con mucha teatralidad.

—Que no te oiga mi hermano decir eso. ¿Qué haces aquí fuera, tía? Si no tienes cuidado te va a terminar dando la luz del sol.

—Pues ya ves, tío. He salido de mi cueva porque ha llegado a mis oídos un rumor muy feo.

—¿Qué rumor es ese?

—Que ya no pasas a saludar. Que oí que estuviste aquí la semana pasada, cacho perro.

—Ya, bueno, pero llegué tarde. Ya era la hora de salida.

—La hora de salida de los drones es mi hora del bocata.

—Ya, tía, yo qué sé. Sí que podía haberte dicho algo.

—A ver, que no te rayes, hombre, lo digo de broma. Normal, venías a ver a tu hermano, ¿no?

—Claro, y yo qué sé… se me pasó.

—Que no pasa nada, de verdad. Pero bueno, si estás aquí es que aceptas, ¿no?

—¿Cómo que…? ¿Tú sabes por qué me reuní con mi hermano?

—Claro, tío. Por el Ánima Fenestra.

—¿El qué?

—El Ánima Fenestra.

—¿Es ese el nombre que le ha puesto Raúl a su proyecto?

—Hostias, que no lo sabías. Oye, pues cuando te lo cuente hazte el sorprendido. Que le encanta hacer la introducción y luego soltar el nombre. Todo muy dramático. Ya sabes, qué te voy a contar, es tu hermano.

—Sí… y el único capaz de ponerle un nombre tan hortera. Ánima Fenestra… «Ventana al alma», vamos. —Spiegel asintió encogiéndose de hombros—. ¿Y cómo es que tú estás al tanto del proyecto? Por lo que me dijo Raúl se suponía que esto era un proyecto ultra-top-secret-de-la-hostia.

—Me ofendes, Kino. Aunque me imagino que no es culpa tuya. ¿De verdad piensas que Raúl Lázaro sería una persona capaz de llevar a cabo por sí mismo algo tan ambicioso, algo que cualquiera diría que es imposible?

—Pues supongo que…

—¡Pues claro que no! —dijo Spiegel exagerando una entonación dramática—. Bueno, ¿qué? ¿Vamos?

—¿A dónde?

—A la Caverna.

—¿Qué es eso?

—Vamos, que te lo enseño. —Y Spiegel comenzó a caminar hacia los ascensores—. Tu hermano debería de estar esperándonos allí ya.

—Se supone que tenía que esperar aquí a Isidoro para que me lleve donde mi hermano.

—¿En serio? ¿Por eso estabas aquí, porque el capullo del Isidoro sentía la necesidad de hacerte esperar? Pobrecito, ¿eh?

—Supongo que sí —dijo Kino riendo.

—Qué malos son los complejos, ¿eh? Vámonos, anda, antes de que llegue. Así con suerte se pasará un rato buscándote y dando vueltas por aquí.

A Kino le caía bien Spiegel.

Fueron caminando juntos hacia un ascensor sin preocuparse por haber quedado allí con Isidoro, mientras Spiegel le preguntaba a Kino entre risas que qué tal en el trabajo. Oyendo las quejas de Kino entraron en un ascensor, y para sorpresa de este, Spiegel presionó el botón que ponía S3 y el ascensor empezó a descender suavemente.

—¿No vamos a I+D?

—Sí, pero a la de verdad —respondió Spiegel—. Las plantas de I+D que hay por encima del suelo son para turistas.

El ascensor quedó parcialmente iluminado por las luces fluorescentes azules de la cabina en cuanto empezó a descender a niveles subterráneos, pues el cristal que daba al exterior y permitía una vista privilegiada de la ciudad al dirigirse a los pisos superiores ahora había quedado oscurecido por la negrura del túnel por el que descendían. Por fin el ascensor se detuvo, y por el lado contrario al que habían entrado se abrieron las puertas.

Las instalaciones del sótano 3 parecían las de un hospital. Era un ambiente muy aséptico con paredes de colores claros e iluminado tenuemente con neones azulados. Comenzaron a caminar por los pasillos, que estaban prácticamente desiertos salvo por algún ingeniero informático que, ocasionalmente, aparecía caminando por los pasillos (a veces en parejas y hasta grupos de tres) ataviado con una bata blanca y completamente absorto en los datos de las tabletas que todos allí llevaban. Todos menos Spiegel.

—Lo de las batas blancas es pasarse un poco, ¿no crees?

—Oye, al menos ha llamado tu atención. Ya sirven para algo —contestó Spiegel mientras se encogía de hombros.

Caminaron por el pasillo alejándose del ascensor. Kino seguía a la joven Spiegel, que dobló una esquina de los pasillos a la izquierda, luego otra vez a la derecha y siguieron caminando durante un rato largo, y finalmente otra vez a la izquierda. A sus lados iban pasando habitaciones, en algunas de ellas había ingenieros haciendo todo tipo de seguimientos, pruebas y cálculos, pero la mayoría de aquellas habitaciones estaban destinadas a almacenar servidores. Allí era donde se hacía la magia. Donde se almacenaban todos los datos que iban a parar a la emisión de senseries, donde se aplicaban todos los guiones y se programaban dentro de las narrativas y desde donde se coordinaban los datos generados por una acción u otra de las tomadas por los usuarios. Allí quedaban registradas todas las decisiones que eran tomadas por los clientes cuando pensaban que no había nadie que les observase.

Aquello era una obvia violación de la Ley de Protección de Datos, y Kino se preguntaba cómo reaccionaría la emoción pública si se enterasen de que había un registro de todos los oscuros impulsos a los que el propio público daba salida cuando entraban en las senseries. Probablemente les diese igual. Sería una de tantas noticias polémicas que crearían indignación y serían trending topic durante una semana o puede que dos, para luego ser olvidada cuando apareciese la próxima temporada de la senserie a la que cada uno estuviese enganchado. Al fin y al cabo, a nadie le importa la invasión de la privacidad si el de al lado tiene tantas cosas que esconder como tú. Casi se convierte en un asunto de interés general el que nadie empiece a destapar trapos sucios.

Por fin llegaron hasta el final del pasillo, donde había una puerta cerrada con llave. Todas las habitaciones de aquella planta tenían puertas automáticas accionadas por tarjeta, pero aquella no. Kino se preguntaba qué habría detrás. Spiegel sacó del bolsillo sujeto a su pantalón por una cinta elástica un pequeño manojo de llaves, seleccionando una con cuidado. La introdujo en la cerradura y abrió la puerta de lo que parecía ser un almacén a oscuras. Prendió un interruptor y las luces se encendieron temblorosas con un ruido de los neones. Al fondo de aquella habitación había una especie de jaula metálica, y fue solo cuando los dos se acercaron que Kino se dio cuenta de que aquello era un antiguo montacargas.

—Venga ya —dijo mirando a Spiegel—. ¿Hay que seguir bajando? Joder, parece que vayamos al Área 51.

Spiegel se rio.

—A ver, yo no estoy tan segura de que sean tantas precauciones. —Ante el silencio de Kino, se giró para mirarle y vio el escepticismo reflejado en su cara—. De verdad —siguió mientras reía—, ya te enterarás a medida que tu hermano te vaya informando de las auténticas implicaciones de este proyecto.

—¿Las auténticas implicaciones?

Spiegel se encogió de hombros una vez más.

—Ya verás. Trabajar en un proyecto como este es un auténtico lujo. Jamás me habría imaginado que colaboraría en crear algo así… Tu padre era un auténtico visionario.

Aquel comentario no le gustó nada a Kino, pero hizo como si no lo hubiera escuchado. Spiegel abrió la reja del montacargas y los dos entraron. Una vez dentro, la chica volvió a cerrar y se giró hacia el panel del elevador, que solo tenía un botón. Lo apretó y al presionarlo no solo el montacargas empezó a descender, sino que se encendió una luz naranja que estaba sujeta a la jaula justo encima de ellos.

—Creía que este era el proyecto de mi hermano Raúl…

—Por favor… —se reconocía un deje de desprecio en la voz de Spiegel—. Tu hermano no tiene imaginación ni conocimientos técnicos suficientes para idear un proyecto semejante. Sin ánimo de ofender.

—Ni te preocupes.

—Pero ojo, tampoco me atrevería a decir yo que esto es mi proyecto. Aunque repito que es una suerte poder trabajar en algo así. Es verdad que los últimos dos años he sido yo la única que ha estado trabajando en el AF01 y la única que ha hecho avances, pero la idea es de tu padre.

—Una idea no vale nada. Cualquiera puede tener una idea. Yo tengo cinco ideas cada vez que estoy sentado en el váter. Es el trabajo lo que diferencia una idea de algo más, de un proyecto exitoso.

—Pero sin una idea que le dé nacimiento, no puede haber trabajo. No se puede desarrollar el proyecto. —Esta vez fue Kino quien se encogió de hombros—. Hay que saber diferenciar entre una simple idea y una que merezca la pena llevar a cabo, y para saber distinguir, hacen falta muchas otras cosas. Eso es lo difícil. Saber ver qué recursos tenemos a nuestra disposición o cómo utilizarlos, por ejemplo, o saber qué necesidades conviene satisfacer a la hora de abordar un proyecto destinado a un público. Experiencia, en una palabra. No sé. Yo solo soy una ingeniera, tu padre era el auténtico artista.

Hubo un breve momento de silencio mientras el montacargas descendía con un leve traqueteo metálico hasta que Kino retomó la palabra:

—Dices que llevas dos años trabajando en esto.

—Llevo dos años trabajando yo sola, antes tuve algo de ayuda. Es un gusto de por sí el volver a tener a alguien con quien hablar, así que imagínate mi reacción cuando tu hermano me dijo que iba a trabajar conmigo la única persona que me cae bien de Industrias Lázaro.

Mientras decía esto, Spiegel le dio un afectivo puñetazo en el hombro guiñándole un ojo a Kino, quien le devolvió una sonrisa agradecida.

—Pero entonces… ¿cuánto tiempo se lleva trabajando en este proyecto?

Spiegel guardó silencio durante un rato largo.

—Kino, podría decirse que este proyecto es el motivo por el que tu padre me reclutó. —Con un ruido y un golpe seco el montacargas se detuvo, y los dos salieron en cuanto Spiegel hubo abierto la reja. Delante de ellos la estancia consistía en un pasillo que estaba completamente a oscuras—. Vamos.

Kino le seguía intranquilo, aunque no sabía por qué. Estaban a bastante profundidad en un pasillo que parecía sacado de alguna película de terror hasta el que habían bajado por un viejo montacargas. Probablemente fuera eso, que había visto demasiadas películas. Pero una cosa sí que era cierta, ese sótano parecía más antiguo que el resto del edificio. Y si a eso se le sumaba lo que le acababa de contar Spiegel… ¿cuánto tiempo llevaba trabajando Ricardo en aquel proyecto?

En cuanto empezaron a caminar, unas luces situadas a nivel del suelo se iban encendiendo a medida que ellos llegaban a la altura de estas.

—¿A dónde me llevas…?

Siguieron por el pasillo que se iba iluminando ante ellos durante unos metros más, y cuando se acercaban al final pudieron ver una puerta metálica de doble hoja iluminarse también. Al lado de la puerta, había un perchero del que colgaba un chaquetón blanco de plumas y con una capucha con pelo en los bordes. Spiegel recogió el chaquetón y se lo puso sobre los hombros, y luego sacó del bolsillo contrario al del manojo de llaves una tarjeta que también iba sujeta a su pantalón con una cinta elástica.

—Deberías abrocharte el tuyo.

Kino le hizo caso, y Spiegel pasó la tarjeta por la banda magnética que hacía de cerradura. Cuando la puerta se abrió, una bocanada de aire frío salió hacia fuera junto con una nube de vapor. Kino entró siguiendo a Spiegel, y los dos se estaban abrochando los chaquetones hasta la altura de la nariz. Allí hacía un frío de mil demonios, y con cada expiración una nube de vapor se materializaba ante sus caras.

 

Era una habitación enorme y bastante alta. A diferencia del exterior, esta sala sí que estaba bien iluminada, pero la luz blanca de las bombillas se veía empañada por el vaho que había por todas partes.

En toda la estancia retumbaba el eco de un zumbido, y Kino se imaginó que sería el ruido producido por los sistemas de refrigeración que tenían para almacenar lo que fuera que allí estaban guardando. De hecho, ahora que se fijaba, a Kino le recordaba mucho al interior de un frigorífico industrial, como los de los supermercados o pescaderías, pero mucho más grande. Y fue entonces cuando se fijó en que, al fondo de la sala, detrás de su hermano Raúl y de mucho vaho que formaba una espesa neblina, había una inmensa máquina.

La máquina en cuestión tenía la apariencia de un generador enorme, o más bien medio generador. Era una media esfera incrustada en el suelo y su superficie, que de lejos parecía una placa de metal, estaba en realidad compuesta por infinidad de placas base y circuitos. En la parte inferior, en el centro, había algo que parecía una silla que se incorporaba dentro de los circuitos de la esfera. Una especie de trono futurista. Más arriba, sobre dicho «trono», había dos ranuras horizontales, y Kino se dio cuenta de que era de ahí de donde también salía un zumbido constante. El zumbido no solo provenía del sistema de refrigeración, sino también de aquella máquina.

Aquella media esfera debía de tratarse de algún tipo de ordenador, de dispositivo. Aunque la máquina ocupaba gran parte de la habitación, no era la única. Pegados a las paredes había multitud de ordenadores, servidores y terminales más pequeños, y de todos ellos nacían cables que los conectaban con la máquina central. El proyecto de Ricardo, heredado por Raúl. Aquello era lo que almacenaban allí, de forma tan secreta y segura. Y aquella gran máquina central tenía que ser la que necesitaba tanta refrigeración.

Kino no sabía nada de informática ni de ordenadores más que lo suficiente para comprender que no se puede descargar la mente de una persona a una máquina. Es demasiada información que procesar, aún en el supuesto de que se pudieran cuantificar todas las conexiones neuronales que nos hacen quienes somos. Ninguna máquina podría hacer algo así… aunque de haber alguna que pudiera, la que tenía delante era lo que uno cabría esperarse. No un cómodo y sofisticado artilugio futurista de ciencia ficción como en Black Mirror, sino un ordenador tan grande como un cobertizo.

—Impresionante, ¿verdad?

Kino apartó por fin la mirada de la máquina y la dirigió hacia su hermano, que había demostrado que, ya que había estado allí abajo esperando por su llegada, podía esperar otro poco más y dejar que su hermano contemplara su bebé antes de hablar. Raúl iba vestido con un enorme abrigo de cuero y lana, y llevaba también de lana un gorro calado hasta las orejas.

—¿Esto es…? —empezó Kino dubitativamente.

—Sí. Esto es. Oíd, a todo esto… ¿Isidoro no venía con vosotros?

—¿Isidoro? —preguntó Kino haciéndose el loco. Miró a Spiegel, quien también actuó como si no supiera por qué Raúl preguntaba por su secretario—. ¿Por qué iba a venir con nosotros?

—Por nada… Ya hablaré con él. Antes que nada, Kino, creo que deberíamos ultimar los detalles de los contratos.

—¿Qué…?

—Los contratos.

—Tío, pensaba que tenías prisa por empezar.

—Raúl —intervino Spiegel—, ¿de verdad crees que es necesario?

—Ya me habéis traído hasta aquí. De habérmelo hecho firmar, me lo hubieras dado antes de bajar.

—Ya, bueno…

—¿Por qué no lo interpretamos como un contrato verbal? —volvió a intervenir Spiegel.

—¿Cómo? —preguntaron los hermanos al unísono.

—Pues que el hecho de que Kino esté aquí abajo significa que acepta tácitamente las condiciones del contrato.

—Bueno, yo no voy a aceptar nada que no haya leído…

—Qué pesado eres, Kino. Vale. Pues entonces el hecho de que Kino esté aquí abajo significa que acepta tácitamente las cláusulas de confidencialidad en todo lo referente al proyecto AF01. ¿Contentos?

—A mí me vale —dijo Kino.

—Bueno…

—Pues ya está. Lo que acaba de pasar tiene valor de contrato verbal. Además, que está todo grabado —dijo Spiegel, mientras señalaba distraídamente tres o cuatro puntos en el techo de los que, como pudo fijarse Kino, asomaban unas cámaras recubiertas de cristal oscurecido, como las de los casinos.

—¿Pensabas decirme que ibas a grabar todo esto? —preguntó Kino molesto a su hermano.

—Bueno, oye, está en el contrato —contestó Raúl mostrando las palmas de las manos.

—Bueno, pues entonces explícame. ¿De qué va esto?

—Esto, Kino, es la herramienta que nos ayudará a trazar un Mapa de los Recuerdos. La llave al subconsciente, si se permite la expresión.

—Y ahí dentro… ¿está papá?

Raúl suspiró incómodo.

—A ver, ahí dentro lo que hay es lo más parecido que jamás habrá a una réplica exacta de la consciencia de nuestro padre. Él estuvo trabajando durante años con Spiegel para reproducir sus patrones de conducta y, al mismo tiempo, descargar todos los recuerdos que nos fue posible.

—¿Todos los que os fue posible? ¿Y cuáles faltan?

—Eso es imposible de saber. ¿Cómo vamos a conocer nosotros algo que olvidó nuestro padre?

—Entonces, ¿cómo esperas que los resultados sean fiables si nos falta información?

Parecía que Spiegel iba a abrir la boca para empezar a hablar, pero Raúl le interrumpió:

—Puede que nos falten datos superficiales, pero tenemos toda la información principal. Todas las memorias angulares han sido registradas, y con ellas, los eventos que han definido la personalidad de nuestro padre.

—¿Memorias angulares?

—Son los eventos clave en la vida de un individuo en torno a los cuales se construye la forma de ser de dicha persona. Y eso sí que lo hemos conseguido, como comprobarás en cuanto te conectes a la máquina —prosiguió Raúl viendo el escepticismo en la cara de Kino—. Puede que nuestra principal motivación sea la de encontrar una manera óptima de ofrecerle nuestro producto a nuestros clientes, pero las implicaciones de este proyecto son casi infinitas. Nos encontramos en terreno inexplorado, Kino, este es un trabajo único para el que no hay precedentes. Aunque fracasemos, el potencial de este experimento es ilimitado. Nos encontramos a las puertas de descubrimientos que, me temo, aún no somos capaces de comprender. O, dicho de otra forma: desentrañar los misterios de la psique humana, y todo gracias a esta maravilla de la ingeniería —dijo Raúl señalando con una mano la máquina—. Kino, te presento el «Ánima Fenestra».

—Hala, Ánima Fenestra. ¡Qué nombre más guapo! ¿No?—exclamó Kino en dirección a Spiegel, fingiendo un entusiasmo y una sorpresa descomunales que resultaron creíbles en un Raúl henchido de orgullo—. Es latín, ¿verdad?

—Así es —contestó Raúl.

—¿Y qué significa?

—«La Ventana al Alma» —dijo Raúl saboreando cada palabra.

—Joder, tío, qué sutil. Qué nombre más bueno.

La expresión en la cara de Raúl pareció agriarse, como si empezara a percibir la ironía en la voz de su hermano.

—Aunque bueno —intervino Spiegel reprimiendo una sonrisa—, yo le llamo AF01. Para abreviar.

—Ese es un nombre muy frío, Spiegel —comentó Raúl algo dolido.

—Sí, bueno. Ya te digo que es para abreviar.

—Bueno, pues entonces, ¿qué? —cortó Kino antes de que a Raúl le diese tiempo a contar cuántas sílabas tenía «Ánima Fenestra» y cuántas tenía decir «AF01»—. ¿Qué tengo que hacer yo?

—Tú solo tienes que sentarte ahí —dijo Raúl señalando al trono.

—¿Y ya está?

—No exactamente.

—Verás, Kino —intervino nuevamente Spiegel—, lo que nosotros necesitamos es que encuentres un recuerdo que tú compartas con tu padre. Eso nos permitiría enlazar los patrones de conducta, corregir la desviación de los parámetros debida a la interpretación subjetiva de los acontecimientos y la propia experiencia personal, y una vez establecidos esos puntos en común se podría utilizar para traducir toda la información que nos dejó tu padre. Bueno, todo eso después de haber descargado también la información suficiente para codificar tus patrones de conducta más fundamentales. Obviamente.

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