Los irreductibles I

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Aus der Reihe: Los irreductibles #1
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IV

A Kino le encantaba el distintivo sonido característico de las bandas sonoras de hacía un siglo. Esas melodías sinfónicas y grandiosas, que a pesar de sonar rasgadas y antiguas seguían siendo majestuosas. Era un sonido característico. Los violines y el piano dieron paso a los nombres de Rita Hayworth y Orson Welles flotando sobre la superficie del mar en blanco y negro, y a Kino su cena precocinada le supo infinitamente mejor desde el momento en el que una de sus películas favoritas dio comienzo.

Tenía recuerdos muy gratos de aquella película, pues fue una de las primeras que recordaba ver de pequeño. A sus padres, cuando todavía estaban juntos, les gustaba acurrucarse en el sofá y ver películas antiguas. Y cuando sus hijos los acompañaban, pues mejor. Al principio acostumbraban a ver una película cada noche, pero con el tiempo aquello derivó en que solo los fines de semana eran las noches de película, y con el tiempo quien quería ver una película se la veía en su cuarto.

Cuando Kino hablaba de «películas para todos los públicos», era a películas como aquella que estaba viendo ahora a las que se refería. Por supuesto que no era una película para niños y en ella se trataban temas adultos, pero el guion de La dama de Shanghái era lo suficientemente ingenioso como para no decir nada abiertamente, con diálogos astutos repletos de dobles sentidos. Y aunque había violencia y suspense, no era nada que pudiera traumatizar a un niño, ni mucho menos. De manera que si un niño ve esta película, no entenderá todo lo que se dice, pero sí sabrá seguir el hilo de la acción. Y tal y como ocurre con las mejores películas, esta era una que, a medida que vas creciendo y la vuelves a ver una y otra vez, descubres cosas nuevas con cada visionado.

Era cierto que Orson Welles no era el mejor actor del mundo, y en aquella película el acento irlandés que había escogido no sonaba particularmente convincente (Kino, por supuesto, veía todas las películas en versión original), si bien no importaba, pues sabía controlar los matices de una forma suficientemente sutil. Además, ayudaba mucho tener a Rita Hayworth y Everett Sloane adueñándose de la pantalla cada vez que entraban en plano. Pero no eran las interpretaciones la magia de esta película, no, sino el ritmo trepidante con el que se iba deshilando el intrincado argumento, culminando en el magistral clímax en la casa de los espejos. Una escena que se había imitado, parodiado e intentado replicar hasta la saciedad con el devenir de los años, pero nunca llegando al efecto logrado por un director famoso por crear técnicas de rodaje revolucionarias.

Para cuando Michael O’Hara entra a trabajar en el barco del perverso matrimonio que lo enredará en un peligroso triángulo amoroso, Kino ya había terminado la cena y se sentía con el estómago lleno, por lo que apartó la bandeja sobre la que había cenado y cogió su cajita de turrón. Al abrirla, sacó papel largo, cartón, el grinder y su bolsita de marihuana, que estaba más mermada de lo que a él le gustaría.

Su cajita era un recuerdo de la infancia. Era una caja redonda de latón color beige de turrones El Almendro, y desde siempre la había usado como su cofre del tesoro. Solo que, con el tiempo, los juguetes y recuerdos de la infancia habían dejado paso a uno de sus vicios, el único que no se planteaba dejar. En su cajita tenía sus suministros, tanto de hachís como de marihuana, pero como ya era de noche y no tenía nada que hacer optó por la segunda. Tenía la norma de no fumar marihuana antes de las nueve de la noche; antes de la cena. De esa manera, podía seguir fumando hachís durante el día y seguir rindiendo a un ritmo normal, ya que había desarrollado tolerancia con los años y él se los hacía poco cargados. A Kino le gustaba considerarse como un fumeta funcional.

Se lio el porro con mucha parsimonia, pues no había nadie con quien compartirlo y le gustaba prestar atención a la película que ya había visto decenas de veces antes, con la intención de descubrir detalles que hasta ahora se le hubiesen pasado por alto. Al mismo tiempo que Orson perseguía a Rita por las calles de Acapulco al ritmo de los tambores, Kino se recostó en el sofá y, tras contemplar brevemente y con satisfacción lo bien que se lo había liado, se lo puso en los labios y lo encendió.

Algo más de cuarenta minutos más tarde, con la colilla consumida y mientras los créditos finales ponían el cierre, Kino se incorporó con un suspiro. Miró alrededor y vio el desorden que reinaba en su piso. Hacía como mínimo dos semanas que no se ponía a limpiar, y las sábanas empezaban a pedir a gritos que alguien las cambiase. Aunque, obviamente, en aquellos momentos no se iba a poner.

Se levantó y se acercó hasta la mesa, que era donde descansaba su pulsera, y la esperanza ardió en él cuando vio parpadear la lucecita que indicaba que tenía mensajes nuevos sin leer. En la fracción de segundo que tardó en ponerse la pulsera y abrir el chat se imaginó diez versiones diferentes de la conversación que le apetecía mantener con Rebe, pero cuando lo abrió y vio que las tres burbujas de chat no eran de quien él quería saber, la esperanza y las conversaciones desaparecieron al instante de su cabeza.

El Tarro y Álex le escribían para salir de fiesta cualquier día de la próxima semana, le decían que dejase de comportarse como un ermitaño amargado y saliera de su cueva a que le diera el aire con los colegas. Tres cuartos de lo mismo era lo que le decía Belén, que le recordaba que le debía un café desde hacía tres meses. La verdad es que a Kino le apetecía ver a los tres; Belén tenía que contarle qué tal le iba desde que se fue a vivir con su novio, y la verdad es que le apetecía pillarse una borrachera con los otros dos. A lo mejor podía organizar para quedar con los dos el mismo día e irse los tres por ahí. Sabía lo que sus amigos pretendían hacer sacándolo de casa, y les agradecía sus intenciones.

Pero lo cierto es que en aquellos momentos la única persona con la que Kino quería relacionarse era la única persona que no le hacía caso. Abrió la burbuja del chat de Rebe, y para su disgusto vio que, una vez más, lo había leído, pero no le contestaba. Escribió un tímido «¿Hablamos mañana?», y al cerrar la conversación volvió a ver una vez más el correo de su hermano, colocado primero en la bandeja de entrada. Dejó la pulsera sobre la mesa con la misma cara que si le acabaran de decir que a partir de mañana le obligarían a seguir una dieta estricta y exclusiva de brócoli, pero esta vez dejó las notificaciones de audio activas. Por si acaso respondía Rebe.

Se lavó los dientes con rabia, sintiendo una mezcla de tristeza y rencor, y al terminar apagó todas las luces del piso y se fue a dormir pensando en Rebe, pero su mente le traicionó y terminó pensando en su hermano. ¿Qué diablos querría Raúl?

Kino se metió en la cama sin saber qué pensar. Hacía más de medio año que no se intercambiaba palabra con su hermano Raúl. No por ningún motivo en particular, es solo que Kino pensaba que Raúl era gilipollas, y el sentimiento era mutuo. Simplemente se ignoraban siempre que podían evitar tener que dirigirse el uno al otro directamente y entablar una conversación como dos personas adultas. Lo que de verdad le intrigaba era el asunto del mensaje. Kino se preguntaba cuáles serían los motivos que podría tener su hermano para que la primera frase que usara para ponerse en contacto con él fuese el mayor cliché de lo que una pareja que está a punto de convertirse en ex te puede decir cuando menos te lo esperas.

Y la parte de «cuando menos te lo esperas», la había clavado. Además, tampoco es que quisiera divorciarse y dejar de ser su hermano por el hecho de ser un capullo. De mamá no creía que se tratara, porque acababa de volver de estar el fin de semana con ella. Así que no entendía qué podía haber en el mundo que causase que Raúl Lázaro necesitase hablar con su hermano. Lo sabría si leyera el correo, pensaba mientras miraba su holo-pulsera apoyada en la mesilla de noche, pero al darse la vuelta volviéndole la espalda a la mesilla se dijo a sí mismo que «El mundo está lleno de misterios».

V

La calada fue tan fuerte y larga, que después de apartar el filtro de sus labios, a Kino le quedó mal sabor de boca y se vio obligado a escupir por la ventana, preguntándose si le acertaría a algún calvo. Estaba en la cafetería de las oficinas de 5 Minutos, la misma donde hacía tres días se había parado a hablar durante un minuto con los tres postadolescentes de casi treinta años. Y a una hora como aquella, la cafetería estaba prácticamente vacía.

Más o menos se había aprendido los hábitos de sus compañeros (no le gustaba pensar en ellos de esa forma) de trabajo, cosa que no era muy difícil para alguien que fuese mínimamente observador. El grueso de la plantilla iba a comer a las dos de la tarde, y eran muy pocos, poquísimos, los que se quedaban a comer en la oficina. La mayoría iban a por un menú de Starbucks, en grupitos de tres o cuatro personas, y allí pasaban las dos horas que tenían de tiempo para comer, sentados en círculos mientras atendían sus redes sociales.

Los raritos antisociales (término alcanzado por mutuo acuerdo del resto, que conste), eran los que se quedaban a comer en la oficina, solían terminar de comer a las dos y media y volvían a ponerse con su trabajo de inmediato con la esperanza de poder abandonar aquel edificio lo antes posible. Aquello permitía a Kino tener, por lo general, una hora en la que normalmente tenía la cafetería entera para él solo. Sin nadie que le molestase. Lo que hacía en ocasiones como aquella, era abrir la ventana de par en par y encenderse el porro de después de comer, que él siempre decía que era el mejor del día.

 

Los días que hacía mucho frío, como aquel, se arrepentía y pensaba que en realidad no había motivos para abrir las ventanas, ya que allí estaba permitido fumar. Aunque hubiese más gente en la cafetería, la generación próxima a la suya no había llegado a saber lo que era el cannabis, por lo que no reconocían el olor de los canutos de Kino. Así que nadie le diría nada por fumar porros en el trabajo.

El hecho de que las nuevas juventudes no reconocieran el olor de un cigarro aliñado, a diferencia de Kino que tenía un auténtico radar en su nariz para todo lo relacionado con lo cannábico, no se debía a que las nuevas juventudes ya no se drogaran. Ni muchísimo menos. El motivo era algo mucho más esperpéntico.

Hacía casi doce años desde que se había legalizado tanto la marihuana como el hachís, debido principalmente a dos factores: el primero era la ridícula y abrumadora cantidad de pruebas y estudios que había sobre los beneficios médicos del cannabis, así como una clarísima evidencia de que otras drogas ya legales (como el alcohol) eran mucho más perjudiciales, pero el segundo motivo fue el motivo de peso. Con la proliferación en los años veinte de las nuevas drogas de diseño, lo cierto era que el dinero había dejado de estar en el tráfico de cannabis y lo que realmente daba beneficios a los narcotraficantes eran los nuevos viales de Python, la droga de moda. Por tanto, desde que los beneficios en el narcotráfico de hachís y marihuana empezaron a descender, curiosamente hubo una corriente de legalización del cannabis apoyada por la mayoría de los Gobiernos de países occidentales.

De manera que, por patético que pueda parecer desde que se legalizó, lo cierto es que el cannabis perdió grandísima parte de su sex appeal entre las juventudes, que siguieron consumiendo cocaína de forma mayoritaria. Seguía siendo ilegal, pero nadie enarcaba siquiera una ceja si veía a alguien meterse una raya en medio del bus. El único motivo por el que un policía se acercase a ti si te ve metiéndote una raya de farlopa, es que a él se le acabó la suya. Por supuesto la gente seguía bebiendo alcohol para evadirse en sus ratos libres como si no hubiese un mañana, pero era con la cocaína con lo que empezaban la mayoría de los adolescentes a salir de fiesta. Y luego ya estaba el Python.

El Python era una droga líquida de diseño que venía pegando fuerte durante los últimos cinco o seis años. Se transportaba en pequeños viales con un pequeño botón en un extremo. Cuando dicho botón se apretaba, un aerosol salía despedido por el lado opuesto, con una dosis individual aplicada directamente al globo ocular. Y es que esta nueva droga se ingería por vía ocular, de esa manera llegaba más rápido al cerebro al filtrarse a los vasos sanguíneos del ojo.

El alcohol, por supuesto, seguía siendo legal, pero como tardaba mucho más en matarte que la cocaína y que por supuesto el Python, había descendido mucho su consumo. Así, el cannabis que no mata y aún encima van y lo hacen legal, pues perdió toda el aura de peligro que lo rodeaba, de manera que a medida que pasaba el tiempo los únicos que seguían fumando eran aquellos que tenían alguna condición médica y la veían mejorada gracias a su consumo, o la gente que simplemente le gustaba.

Kino era de los últimos, a no ser que se considerase condición médica el tener claros síntomas de depresión crónica. En ese caso, el noventa y cinco por ciento de la población necesitaba tratamiento (o fumarse un porro). Lo cierto es que unos años después de terminar la carrera empezó a sufrir ataques de ansiedad al poco tiempo de incorporarse al mercado laboral, y fumar le ayudaba bastante a mantener la ansiedad bajo control. Pero más que nada lo hacía porque le gustaba. Le ayudaba a poner sus pensamientos en orden.

Era verdad que cuando estaba fumado actuaba más lento y estaba un poco más espeso, pero oye, no se puede tener todo. Por lo demás, a Kino fumar le daba la serenidad necesaria para pensar las cosas más de dos veces. Muchas veces, cuando intentaba explicárselo a alguien, les preguntaba:

—«¿Nunca te ha pasado que estás de fiesta, todo borracho, y tienes una idea que piensas que es la idea del siglo pero a la mañana siguiente, de resaca, te acuerdas de la idea y dices “Menuda gilipollez”? Pues a mí con los porros me pasa justo lo contrario. A lo mejor estoy sereno, tengo una idea que me parece buenísima, me fumo un porro, me sereno, me la pienso bien… y digo: Menuda gilipollez».

VI

Kino volvió a escupir a través de la ventana, pues el regusto amargo aún no había desaparecido de su boca. «Menuda calada que le acabo de pegar… las prisas no son buenas», pensó mientras una lenta canción del grupo inglés The Beat sonaba en sus auriculares.

Aquella larga calada había sido fruto de que eran casi las cuatro de la tarde, lo que significaba que debía reanudar su jornada en breve y, lo que era peor, que dentro de poco los pasillos de 5 Minutos se volverían a llenar de todos los que habían ido a comer al Starbucks. Volvió a mirar la hora en su pulsera, que marcaba las 15:52 en números iridiscentes, y observó su canuto, que estaba por la mitad. Si le daba con prisa lo echaría a perder, pensó. Se inclinó sobre la mesita que había colocado al lado de la ventana, que era también donde había dejado posado su humeante café con leche, y le dio un sorbo. Después, volvió a apoyarse en el marco de la ventana abierta con los antebrazos, contemplando la línea del horizonte de Madrid, cubierta como siempre de su perenne cúpula de contaminación. Parecía un campo de césped cuyas briznas estaban hechas de cemento y vidrio.

Desde aquella distancia no se distinguían, pero Kino llevaba su mirada de forma inconsciente hacia los edificios del Paseo de la Castellana y, más en particular, la sede de Industrias Lázaro. El no haber leído el correo de su hermano ya no era otra cosa más que cabezonería. Llevaba pensando en él desde el lunes por la noche, y por mucho que lo intentaba no era capaz de apartar su pensamiento de Raúl. De hecho, el último artículo en el que había estado trabajando eran «Las 10 senseries más esperadas de la nueva temporada», y Kino odiaba las senseries. Si pensaba en ellas era porque el mensaje de su hermano le rondaba la mente.

Si era sincero consigo mismo, la curiosidad le corroía. Así que, por fin, desplegó los hologramas de su pulsera y abrió el correo. Seleccionó el correo de su hermano, el que le recordaba en el asunto que tenían que hacer aquello que tanto llevaban sin hacer, lo abrió y empezó a leer.

“Buenos días, Kino:

Lo primero es que me gustaría preguntarte cómo estás. Hace mucho tiempo que no hablamos y no sé nada de ti, la verdad. Bueno, miento. Lo poco que sé sobre ti me lo cuenta mamá. El caso, ¿cómo te va todo? ¿Todo bien? ¿El trabajo bien?

En fin, creo que me voy a dejar de rodeos e iré directamente al grano. Necesito tu ayuda, Joaquín. Las cosas van bastante mal en la empresa, no sé si lo sabes. Llevamos varios trimestres presentando pérdidas en la cuenta de resultados, algo que en una empresa internacional multimillonaria como es esta, implica pérdidas de millones. Por lo tanto, estamos obligados a hacer algo antes de que la Junta Directiva tome cartas en el asunto. No creo que esto a ti te importe, ya que desde siempre dejaste bien claro que no te interesan estos asuntos, pero a pesar de que la Junta no controla la mayoría de las acciones de Industrias Lázaro sus miembros sí que tienen una serie de derechos de accionistas. Derechos que no están pudiendo ejercer al incurrir la empresa en pérdidas, por lo que, de seguir esto así, me veo que pretenderán sacarme de la dirección. Y eso no lo podemos permitir.

Básicamente, me temo que esté en peligro el legado de nuestro padre. Él dejó esta empresa en nuestras manos por un motivo, y creo que tengo en mis manos la herramienta para demostrar que no se equivocó. Por supuesto, la ayuda que te pido no sería gratis, ya que estarías trabajando en un proyecto de entretenimiento de alto secreto que, espero, cambie el rumbo de Industrias Lázaro volviéndola a poner al frente de nuestro sector. De manera que, si me ayudases a desarrollar tanto un producto como una estrategia, ten por seguro que recibirías el mismo sueldo que un encargado de contenidos sénior.

Por desgracia, no te puedo contar nada más acerca de este asunto por aquí, y es que como he dicho, es alto secreto. En cuanto leas esto, te agradecería que me lo hicieras saber para, si estás interesado, poder ponernos en contacto lo antes posible y tratar el asunto en profundidad y en persona. Un saludo, Raúl.”

Kino se quedó mirando el holograma donde se proyectaba el correo de su hermano atónito. Mientras lo iba leyendo lo único en lo que pensaba era en lo mal que redactaba el cabrón, parece mentira que pongan a alguien que no sabe redactar ni un correo al frente de cualquier tipo de responsabilidad en una empresa que se supone que debe ser creativa. Pero cuando por la mitad del texto se empezó a dar cuenta de que lo que su hermano quería era su ayuda (en un proyecto, nada menos), la confusión se apoderó de él.

Cerró el holograma y se asomó a la ventana para volver a fumar. La calada volvió a ser más larga de lo aconsejable, pero en esta ocasión no era porque tuviera prisa, sino porque no entendía nada. Mientras el humo inundaba los pulmones de Kino, a su mente solo llegaron tres palabras: «¿Pero qué coño…?».

VII

Raúl, el importante empresario, hablando de pérdidas millonarias. Cómo le gustaba darse aires al calvo cabrón. El vagón del metro, que se había quedado quieto los últimos minutos en medio de un túnel por una avería, se volvió a poner en marcha. Eran las siete de la tarde del viernes, y a Kino le faltaban tres paradas para llegar a Cuzco, que era la parada de metro más cercana a la sede de Industrias Lázaro. Y allí era también donde estaba su hermano, esperándole.

Ayer, al salir del trabajo, por fin había llamado a su hermano. Y, por supuesto, quien contestó fue su secretario. Después de explicar a Kino de todas las formas imaginables que su hermano estaba demasiado ocupado para atenderle en aquellos momentos, pero que no tendría problema en fijar una cita, él accedió a regañadientes.

Era evidente que Raúl no quería hablar con él directamente porque lo había hecho esperar para tener una contestación a su correo y cuando llegó el momento de fijar una hora para la cita, Kino no participó en absoluto en la toma de decisiones. Y ahora se encontraba de camino a ver qué cojones querría.

Kino estaba intrigado por la promesa en el correo de dinero, aunque le cabreaba mucho el tono condescendiente que tenía su hermano mayor con él. ¿Para qué podrían querer contratarlo a él? No era que él hubiese dejado claro que no quería tener nada que ver con las producciones de Lázaro, sino que era a él a quien le habían dejado claro que allí no había lugar para él desde el momento en el que empezaron a centrarse en la producción en masa de senseries.

Y no creía que volviesen a producir películas o series a la antigua usanza, aquel era un mercado muerto. A no ser que pretendiesen una arriesgada campaña centrada alrededor a la nostalgia, una posibilidad remota.

Kino recordaba que cuando las primeras senseries se pusieron a la venta, aquello ya había perdido la gracia para él. Al fin y al cabo, cuando era pequeño, antes del divorcio, fue cuando su padre empezó a trastear con la tecnología de la realidad virtual y sus posibilidades. Y él y su hermano fueron los primeros espectadores que tuvo esta nueva faceta del trabajo de su padre. Que esa era otra. A Kino le daba la risa cada vez que recordaba la parte del correo en el que su hermano hablaba de «proteger el legado de su padre». Por favor… y luego le llamaban a él hortera. Como si Ricardo Lázaro, el hombre que había dado al mundo las senseries, necesitara que alguien protegiese su nombre. Había dos motivos por los que nadie necesitaba defender a Ricardo: uno, que su trabajo y aportación a la cultura eran innegables (por mucho que a Kino pensar en ello le hiciera retorcerse por dentro); y dos, que estaba muerto. Y a los muertos no les importa su reputación. Si Raúl quería proteger algo, era su cargo.

La verdad era que, al pequeño Joaquín, en su día, la idea de las senseries le había parecido genial. Pero claro, por entonces era un niñato. Aquellos eran los días del boom de la realidad virtual, sobre todo en la industria de los videojuegos. Y aquello le dio a Ricardo Lázaro una idea sobre cómo explotar al máximo la sensación de inmersión a la hora de ver una película.

 

Las películas en realidad virtual no terminaban de cuajar dentro del público, a la mayoría les mareaba demasiado. Pero Ricardo tuvo una idea que cambiaría el mundo del entretenimiento para siempre: ¿y si encontrasen una forma de influir en el oído del espectador?

En respuesta a esta pregunta, la mayor parte de la gente preguntó, ¿para qué? El caso es que Ricardo entendió que a mucha gente le mareaba la realidad virtual no porque los estímulos visuales fueran demasiado fuertes, sino porque la percepción visual de movimiento del usuario es diferente a las percepciones del movimiento y gravedad de quien, sentado en el sofá de su casa está viendo una película de aventuras en realidad virtual donde el protagonista, por ejemplo, salta de un helicóptero a un tren en marcha. Es esa disociación entre lo que perciben los diferentes sentidos es lo que producía el rechazo, así que Ricardo se propuso arreglarlo.

Y así fue cómo los Estudios Lázaro se diversificaron y crearon un departamento de I+D, donde después de un par de años consiguieron un dispositivo funcional que, de forma exitosa, era capaz de influir en el oído interno a través del uso de la frecuencia adecuada de ondas de inducción electromagnética, estimulando el sistema vestibular. De esa manera se consiguió que la percepción visual y el equilibrio coincidieran, pero no solo eso.

La inducción electromagnética no solo permitía replicar los estímulos en los músculos del oído interno para alterar la percepción del equilibrio, sino que a medida que investigaron descubrieron diferentes frecuencias para provocar diferentes estímulos en distintas partes del cerebro. Y lo que se consiguió con esto fue la capacidad para replicar cualquier sensación de una forma virtual, lo que abrió una puerta a un nuevo mundo del entretenimiento.

Cine sensorial, donde el espectador siente todo aquello que percibe el protagonista de la historia: un empujón, un roce, un beso. El dolor, obviamente, era rebajado, pero el placer era aumentado. Así que, si antes de esto el negocio del porno era uno de los que más dinero movía en el mundo, pues imagínate desde el momento en el que se inventó el cine sensorial.

Y así, Industrias Lázaro fue un bombazo y el primer producto que lanzaron al mercado fueron las Mind-mallows. Estos eran dos dispositivos con una textura exterior esponjosa que se adhería a la piel y se quedaba pegada. Las Mind-mallows se colocaban en las sienes, y cuando se activaban empezaban a enviar señales al cerebro y la función daba comienzo.

Por supuesto, fue un éxito tremendo, y pronto todo el mundo quiso subirse al carro. Y como Ricardo Lázaro se había encargado de patentar la tecnología mucho antes de que esta saliera al mercado, con los inmensos beneficios Industrias Lázaro se consolidó como un referente en la industria del entretenimiento cuando otros estudios empezaban todavía a usar esta tecnología. Pero esto no era suficiente para Ricardo (nada lo era, aparentemente).

Él quería ir más allá. Lo que deseaba era darle al espectador la posibilidad de decidir en qué sentido iba a terminar la historia. Que se viera obligado a tomar decisiones y que sintiese el peso de estas al final de la trama. Inmersión total.

Para conseguir esto, lo primero que hubo que hacer fue identificar y medir cuáles son los impulsos electromagnéticos que se generan en la sinapsis a la hora de tomar cualquier decisión, y una vez conseguido esto, incorporar un receptor dentro de las Mind-mallows de manera que están emitiendo y recibiendo señales al mismo tiempo. Traduciendo en imágenes y sensaciones aquello que el usuario escoge.

Al principio, las alternativas eran bastante limitadas, y a lo largo de una película sensorial había tres o cuatro decisiones que influían directamente en el desenlace de la trama, así como unas cuantas opciones más de diálogo entre las que escogía el usuario en ciertas escenas. Pero nada más. Aun así, el público se volvió loco con las Mind-mallows y las nuevas películas de múltiple opción. Por lo que, cuando se refinó el proceso de inclusión de decisiones, así como las tramas, todo el mundo, absolutamente todo el mundo (salvo los pobres), estaba enganchado al cine sensorial.

Y fue aquí cuando a Ricardo se le ocurrió la próxima genial idea: «¿Por qué no serializamos nuestro contenido? Así, conseguiríamos que la gente siguiese pagando mes a mes por la actualización de cualquiera que fuera la serie a la que estuviesen enganchados». Y así nacieron las senseries.