El pueblo judío en la historia

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Las consecuencias de la primera Intifada fueron enormes. El sufrimiento palestino atrajo la compasión y simpatía de la opinión pública mundial, incluyendo la conmiseración de judíos del mundo entero, y la situación se hizo insostenible. La propia OLP, sorprendida por el levantamiento popular, trató de controlar la insurrección para evitar su radicalización por grupos integristas. Su deseo condujo a la celebración en Argel de una histórica reunión del Consejo Nacional Palestino (el parlamento en el exilio) que, en noviembre de 1988, hizo públicos dos documentos fundamentales.

En el primero expresó mediante un «Comunicado Político» su decisión de solucionar el problema palestino en el marco de la Carta Nacional Palestina y de las resoluciones de Naciones Unidas. Ello suponía de hecho, aunque no se especificara, aceptar por vez primera el derecho a existir de Israel y renunciar al terrorismo, condiciones exigidas por Estados Unidos para reconocer a la OLP. El «Comunicado» convirtió en caduca la Carta Nacional Palestina, hasta entonces en vigor. El segundo documento, una «Declaración de independencia del estado de Palestina», anunció la creación de dicho estado con capital en Jerusalén y en conformidad, entre otras, con la Resolución 181 (II) de la Asamblea General, de 1947.

Admitido de hecho por la OLP el derecho de Israel a existir, el estado judío se vio en la obligación de presentar un plan de paz. La organización dirigida por Arafat había demostrado que, al menos en teoría, podía compatibilizar el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación con el del pueblo judío a la suya, así como con el derecho de Israel a su seguridad. La respuesta israelí se plasmó en el llamado «Plan Shamir» (mayo de 1989), que presentó una propuesta de paz basada en los Acuerdos de Camp David. Dicho plan reiteró el deseo israelí de terminar la guerra con los países árabes y expresó la necesidad de ayuda económica internacional para los Territorios Ocupados, a la vez que hizo un llamamiento a la solución del problema palestino, que sería negociada con representantes libremente elegidos por los habitantes palestinos de Cisjordania y Gaza.

En 1991 parecieron darse buenas condiciones para avanzar en la solución del conflicto. Varios países árabes habían participado en la coalición formada para liberar a Kuwait de la invasión de Iraq, que sí apoyó la OLP. La ruptura de la unidad árabe contribuyó sin embargo a la moderación de algunos de estos estados. Además, la desaparición del sistema de bloques ―que eliminó la obsesiva rivalidad soviético-americana― favoreció el clima adecuado para abordar con profundidad los problemas de Oriente Próximo. El lugar elegido para hacerlo fue Madrid, como indicaba la invitación dirigida a los participantes en la Conferencia:

«Tras amplias consultas con los estados árabes, Israel y los palestinos, Estados Unidos y la Unión Soviética creen que existe una oportunidad histórica para hacer avanzar las perspectivas para una genuina paz en toda la región. Estados Unidos y la Unión Soviética están dispuestos a ayudar a las partes a conseguir un acuerdo justo, amplio y duradero mediante negociaciones directas en dos ámbitos, entre Israel y los estados árabes y entre Israel y los palestinos, basadas en las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de la ONU. El objetivo de este proceso es una auténtica paz. A este fin, el presidente de EE.UU. y el presidente de la URSS le invitan a una conferencia de paz, bajo el patrocinio de ambos países, seguida de forma inmediata de negociaciones directas. La conferencia se reunirá en Madrid el 30 de octubre de 1991.»

Las partes invitadas respondieron afirmativamente a la propuesta soviético-americana y la Conferencia de Paz sobre Oriente Próximo de Madrid se prolongó del 30 de octubre al 3 de noviembre de 1991. Reunir en torno a una mesa a árabes e israelíes y conseguir la continuación del diálogo fueron los mayores logros de esta histórica reunión. Además del desarrollo de negociaciones multilaterales sobre asuntos de interés común (refugiados, seguridad, limitación de armamento, medio ambiente, agua, desarrollo económico), Israel vio cumplido su deseo de conversar directamente con los representantes de cada uno de los estados árabes vecinos (Jordania, Siria y Líbano) y con los palestinos, integrados en una delegación con los jordanos.

Aunque a mediados de 1993 las negociaciones bilaterales parecieron estancarse, en las conversaciones secretas mantenidas en Oslo por Israel y la OLP se alcanzó un consenso que se hizo público en agosto de ese año. En virtud de los Acuerdos de Oslo de 10 de septiembre de 1993 Israel y la OLP intercambiaron notas de reconocimiento mutuo, el primero aceptando a la OLP como representante del pueblo palestino y esta admitiendo el derecho de Israel a existir.

El 13 de ese mismo mes de septiembre los representantes de Israel y de la OLP firmaron en Washington una «Declaración de principios», seguida de un apretón de manos entre Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, presidente de la OLP. El texto de la Declaración, inspirado en las resoluciones 242 (1967) y 338 (1973) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, estableció el objetivo de instaurar durante no más de 5 años un gobierno autónomo provisional palestino elegido por los habitantes de Cisjordania y Gaza como primer paso para la solución global del conflicto. En ese periodo se iniciarían conversaciones sobre el estatuto permanente en las que se abordarían asuntos de interés común (refugiados, seguridad, Jerusalén, agua, cooperación, etc.).

El 4 de mayo de 1994 comenzó el periodo provisional previsto en la «Declaración de principios» de Washington. En esa fecha Israel y la OLP firmaron en El Cairo el Acuerdo para la Autonomía de Gaza y Jericó, por el que Israel se retiró de parte de Gaza y también de Jericó. En esta ciudad se estableció la sede de la recién constituida Autoridad Nacional Palestina (en adelante, ANP), órgano análogo a un gobierno provisional pero subordinado de hecho a la OLP, con competencias en Gaza y Cisjordania limitadas por los acuerdos palestino-israelíes a los campos de la educación, sanidad, hacienda, servicios sociales, turismo y policía. Israel se reservó, sin embargo, las decisiones principales en materia de seguridad.

El acuerdo propició también la creación de un Consejo Autónomo con funciones parlamentarias elegido por sufragio directo. En calidad de presidente de la ANP, Yasser Arafat volvió en julio de ese año a vivir en tierra palestina tras 27 años de exilio. A su muerte fue sucedido en el cargo por Mahmoud Abbas (o Abu Mazen, como también se le llama), más dialogante que su predecesor.

La voluntad israelí de progresar en las negociaciones con los palestinos favoreció la obtención de buenos resultados con otro interlocutor. En octubre de 1994 Israel y Jordania firmaron un tratado de paz por el que se reconocieron mutuamente (el segundo estado árabe en tomar esta decisión, después de Egipto), acabando así 46 años de guerra entre ambos países.

El 28 de septiembre de 1995 se firmó en Washington el Acuerdo Provisional sobre Cisjordania y Gaza, en el que se estableció un calendario para el traspaso de poderes y responsabilidades a la ANP, con objeto de poner en práctica lo pactado en la «Declaración de principios» de septiembre de 1993. También se fijaron las formas de participación en elecciones de los palestinos de Jerusalén, Gaza y Cisjordania. Esta última región fue dividida en tres zonas (A, B, C) en las que se asignaron desigualmente las competencias de seguridad. En concreto, la seguridad de la zona A, donde se encuentran las principales ciudades palestinas (Jenin, Kalkiliya, Tulkarm, Naplusa, Ramallah, Belén y Hebrón), quedó encomendada a los palestinos; en la zona B, que abarca casi todas las demás poblaciones, Israel se reservó las principales competencias sobre seguridad; la protección de la zona C, constituida por los asentamientos y las bases militares israelíes, siguió dependiendo de Israel.

El 4 de noviembre de 1995 el proceso de paz sufrió la pérdida de Isaac Rabin, asesinado por un judío en Tel-Aviv. La crispación de radicales de ambos bandos, las matanzas realizadas por terroristas palestinos y las consiguientes represalias de las fuerzas de seguridad israelíes no han frenado, sin embargo, los intentos de avanzar en la solución del conflicto: Acuerdo de Alto el Fuego entre Israel y Líbano de 26 de abril de 1996, Protocolo para el Repliegue de Hebrón del 18 de enero de 1997, Memorandum de Wye River de 23 de octubre de 1998, Memorandum de Sharm el-Sheik (versión corregida de los Acuerdos de Wye Plantation) de 4 de septiembre de 1999, aprobación por el Gobierno de Israel de la Retirada del sur del Líbano tras 18 años de ocupación militar (la Orden se aprobó el 5 de mayo de 2000 y se completó el día 24 de ese mes), nueva Cumbre de Camp David (julio de 2000), Conferencia de Annápolis (27 de noviembre de 2007)...

Las negociaciones terminaban a veces con acuerdos y otras con desacuerdos, pero la tensión no impedía conversar. Fue entonces cuando los palestinos más violentos y Ariel Sharon, dirigente radical del Likud y por entonces jefe de la oposición en Israel, contribuyeron con su conducta a un nuevo estallido de la violencia.

El 28 de septiembre de 2000 Ariel Sharon visitó en Jerusalén el Monte del Templo, conocido por los musulmanes como la Explanada de las Mezquitas (su tercer lugar sagrado), donde se levantan la Cúpula de la Roca y la Mezquita de Al-Aqsa. Quien era todavía jefe de la oposición en Israel acudió allí con intención de recordar la trascendencia para el judaísmo de aquel lugar, el más sagrado del mundo por ser la antigua sede de los templos judíos primero y segundo.

La visita fue la excusa que provocó el estallido del segundo gran levantamiento palestino, la Intifada de Al-Aqsa (2000-2001), así llamada por el lugar donde se inició. Dirigida principalmente por el movimiento político-militar Al Fatah ―presidido por Arafat― los insurrectos reivindicaron una Palestina independiente y la expulsión de colonos judíos de los Territorios Ocupados; además, aprovecharon para protestar contra la mala gestión del gobierno de Arafat, acusado repetidas veces de corrupción por su propio pueblo. Una vez más, los disturbios engendraron una espiral de violencia que ha seguido aumentando las víctimas del conflicto, además de agravarse la situación económica en los Territorios Ocupados.

 

En plena violencia, en febrero de 2001 tomó posesión en Israel un gobierno presidido por Ariel Sharon, que revalidó su mandato en las elecciones de 2003, en ambas ocasiones sin mayoría suficiente para gobernar en solitario y coaligado con otros partidos para mantenerse en el poder. Varios hechos relacionados con el conflicto de Oriente Próximo merecen ser destacados en estos últimos años. Uno de ellos es la muerte de Arafat, que se equivocó de estrategia en la última etapa de su vida y apoyó de nuevo el terror, quedando aislado internacionalmente e ignorado por la Administración estadounidense de George Bush. La sustitución del carismático dirigente palestino por Mahmoud Abbas contribuyó sin duda a desbloquear el proceso de paz y a mejorar las expectativas.

Pero quizá el hecho más destacado fue la aceptación por Israel, los palestinos y la mayoría de la comunidad internacional de la Hoja de Ruta, un plan político encaminado a conseguir la convivencia pacífica y segura de dos estados independientes, Israel y Palestina. Elaborado por un cuarteto compuesto por representantes de Estados Unidos, la Unión Europea, la Federación de Rusia y las Naciones Unidas, en el texto se reconocía que el fin de la violencia y el deseo por ambas partes de alcanzar una solución negociada son requisitos indispensables para la paz, estableciéndose además un calendario para la aplicación del plan:

 Fase I (hasta mayo de 2003): fin del terror y la violencia, normalización de la vida de los palestinos y creación de instituciones palestinas.

 Fase II (junio de 2003-diciembre de 2003): transición, en la que «los esfuerzos se centran en la opción de crear un estado palestino independiente con fronteras provisionales y atributos de soberanía basado en la nueva constitución, como paso hacia un acuerdo sobre un estatuto permanente». Entre los proyectos destacaban el restablecimiento de las relaciones anteriores a la Intifada (oficinas comerciales) entre estados árabes e Israel, así como la reactivación del compromiso multilateral sobre distintas cuestiones (recursos hídricos, medio ambiente, desarrollo económico, refugiados y control de armas).

 Fase III (2004-2005): acuerdo sobre un estatuto permanente y fin del conflicto israelo-palestino. Los objetivos eran «la consolidación de la reforma y la estabilización de las instituciones palestinas, el logro de progresos sostenidos y efectivos por parte de los palestinos en materia de seguridad, y negociaciones entre israelíes y palestinos a fin de llegar a un acuerdo sobre un estatuto permanente en el año 2005». Entre los puntos incluidos en esta fase destacan el fin de la ocupación iniciada por Israel en 1967, la solución acordada de la cuestión de los refugiados, la solución negociada del estatuto de Jerusalén que proteja los intereses religiosos de judíos, cristianos y musulmanes de todo el mundo, la aceptación por los estados árabes de plenas relaciones normales con Israel y la seguridad para todos los estados de la región.

El primer gran avance desde entonces fue el llamado «Plan de desconexión», una histórica iniciativa aprobada por el gobierno de Sharon (6 de junio de 2004) y por la Knéset (25 de octubre de 2004), que contó con el apoyo mayoritario de la opinión pública israelí. Especialmente significativo fue el respaldo que recibió el plan de los principales mandatarios de la ANP (presidente Mahmoud Abbas), Egipto (presidente Hosni Mubarak) y Jordania (rey Abdala II) durante el encuentro que celebraron en la localidad egipcia de Sharem el-Sheik (8 de febrero de 2005), al que también asistió el presidente del gobierno de Israel.

La cumbre sirvió igualmente para adoptar diversos acuerdos entre Sharon y Abbas: declaración de cese del fuego, finalizando formalmente con la violencia y el terrorismo padecidos desde el comienzo de la Intifada de Al-Aqsa; inicio de un proceso de transferencia en materias de seguridad en zonas palestinas, previo a la aplicación del plan; liberación de cientos de prisioneros palestinos; y aceptación de la construcción de un puerto marítimo en Gaza. Aun sin pretensiones de sustituir la Hoja de Ruta, el «Plan de desconexión» contenía, entre otras, las siguientes disposiciones: evacuación de todos los asentamientos judíos de Gaza y de varias aldeas del norte de Samaria (cerca de 9 mil personas en total), retirada del ejército de Israel de la Franja de Gaza y continuación de la construcción de la cerca antiterrorista de seguridad en Cisjordania, aprobada por el gobierno israelí en julio de 2001.

La retirada de Gaza, comenzada a mediados de agosto de 2005 y finalizada el 12 de septiembre del mismo año, fue sin duda un avance histórico hacia la solución del conflicto. Aunque la mayoría de los 240 mil colonos judíos residentes en los Territorios Ocupados vive en Cisjordania y el «Plan de desconexión» solo afectó a menos del 5%, la iniciativa israelí mostró la voluntad de su ejecutivo de solventar su principal problema.

En respuesta, las autoridades palestinas reconocieron el esfuerzo pero lo consideraron insuficiente: continuaron el control israelí del agua y del espacio aéreo de Gaza, las restricciones a la libre circulación de personas y mercancías entre los territorios palestinos y, sobre todo, se mantuvieron los asentamientos judíos y la ocupación militar en Cisjordania, donde los gobernantes israelíes decidieron levantar lo que llamaron una «valla de seguridad». A pesar de ello, los legítimos representantes del pueblo palestino tienen por delante el desafío de administrar con eficacia los recursos que generen sus ciudadanos y los que facilite la comunidad internacional para mejorar las condiciones de vida de su pueblo. Es además previsible que siga la presión diplomática para que Israel abandone definitivamente Cisjordania y cualquier control sobre territorios que no sean suyos, en conformidad con las resoluciones al respecto aprobadas por la ONU.

Difícilmente estos deseos se harán realidad si no cesan los atentados terroristas de grupos islámicos radicales y no acaban los actos de violencia perpetrados por palestinos contra ciudadanos e intereses israelíes. Conviene recordar que, hasta 1988, el Consejo Nacional Palestino no reconoció el derecho de Israel a existir y que los máximos representantes palestinos consideraban legítimo cualquier medio para hacerlo desaparecer. Otros estados árabes también se oponían a las resoluciones de la ONU sobre la existencia de Israel.

A pesar de que varios países árabes aceptan ya la existencia de Israel, otros siguen sin hacerlo y algunos de ellos promueven el nacimiento o aceptan el proceder de movimientos radicales dispuestos a atacar al estado judío. Grupos islámicos como Al-Qaeda, Jihad y Hizbulá cuentan con medios abundantes para perpetrar actos terroristas, obligando a las fuerzas de seguridad israelíes a reforzar la vigilancia. Tanta o más capacidad tiene la organización islámica extremista Hamás. Tras triunfar dicho grupo en las elecciones legislativas de enero de 2006 y formar gobierno de unidad nacional con el partido Al Fatah, las divergencias entre ambas facciones palestinas condujeron a la disolución del gobierno y a la proclamación del estado de emergencia. Los milicianos de Hamás lograron en junio de 2007 el control de la Franja de Gaza y desde entonces ―al menos hasta 2013, año en que escribimos― allí han gobernado.

Hamás ha seguido perpetrando acciones violentas ―especialmente a través de su brazo armado las Brigadas de Azedín al Kasem― y la mayoría de sus miembros ha continuado empeñada en destruir Israel, que acostumbra a contestar desproporcionadamente a las provocaciones de su vecino. Respecto a la acción de gobierno del grupo palestino, no puede calificarse de éxito. Hamás sobrevive en Gaza, aunque a duras penas, gracias a la ayuda económica de Irán y de otros estados árabes y sufre un duro bloqueo económico de Israel.

Al menos, desde el punto de vista político el ascenso de regímenes islamistas producido tras la llamada Primavera árabe (2010-2013) ha beneficiado a Hamás. Por lo demás, el partido lleva más de un lustro promoviendo una gradual islamización social (prohibición a las mujeres de participar en maratones mixtos, de fumar la pipa de agua en lugares públicos y de ir en moto detrás de un hombre, introducción de un código de vestimenta para las estudiantes universitarias, separación obligatoria de niños y niñas en las escuelas, etc.) que está encontrando cierta resistencia entre algunos habitantes de la Franja.

Fatah, por su parte, desde que en 2007 perdiera el control de la Franja de Gaza no se ha visto acusada por la comunidad internacional de ser responsable de los continuos lanzamientos de cohetes a Israel. Nadie tampoco ha culpado a Fatah de cuanto ocurre en ese territorio tan pobre y difícilmente gobernable que es la Franja de Gaza. En Cisjordania, donde Fatah ocupa el poder, la lluvia de millones recibida anualmente de la Unión Europea, Estados Unidos y otros países posibilita el cobro puntual de los salarios por los funcionarios y la construcción de infraestructuras, además de impulsar la economía. Incluso el rechazado control militar israelí permite a Fatah confiar en que no habrá incursiones de Hamás en Cisjordania. ¿Compensa a Fatah perder estas prebendas por un acuerdo con un Hamás inflexible? ¿Será capaz Hamás de adoptar una postura lo suficientemente conciliadora como para facilitar la formación de un único gobierno en Cisjordania y la Franja de Gaza?

No resulta fácil saber qué rumbo tomará a corto plazo el conflicto palestino-israelí. Sin embargo, desde la desaparición del Mandato británico de Palestina hasta la actualidad puede apreciarse en israelíes y en palestinos una tendencia ―aun con altibajos― a consolidar su presencia en esa zona. Unos y otros cuentan con instituciones que gobiernan poblaciones asentadas en territorios y, tanto Israel como Palestina, son reconocidos como estados por la mayoría de los países del mundo. Uno de los últimos hitos en ese afán por aumentar la presencia internacional fue el reconocimiento de Palestina como «estado observador» de la ONU, aprobado por la Asamblea General de dicha institución el 29 de noviembre de 2012.

Ciertamente, esta tendencia a la consolidación puede cambiar. Sin embargo, quien se empeñara en no aceptar la creciente fortaleza de Israel y de Palestina como naciones estaría remando contra lo que ha ido aconteciendo. Desconocemos por ahora, por ejemplo, si la ya madura asunción de responsabilidades de gobierno llevará a Hamás a adoptar un pragmatismo que le haga abandonar principios generales tan quiméricos como los que, en el otro extremo, tienen los ultranacionalistas judíos. No sabemos si, a diferencia de grupos como Al-Qaeda, Jihad y Hizbulá los dirigentes de Hamás acabarán convenciéndose de que, en el escenario internacional, no es posible conseguir siempre todo lo que uno se propone y carece de sentido, por tanto, insistir en ello.

Pero la paz no depende solo de la mayor o menor voluntad palestina. El ritmo negociador para alcanzar una solución pacífica también ha dependido del interés de los primeros ministros que Israel ha tenido desde el comienzo de las conversaciones (Menajem Beguin, 1977-1983, Isaac Shamir, 1983-1984 y 1986-1992, Isaac Rabin, 1992-1995, Simón Peres, 1984-1986 y 1995-1996, Benjamín Netanyahu, 1996-1999, Ehud Barak, 1999-2001, Ariel Sharon, 2001-2006, Ehud Olmert, 2006-2009, Benjamín Netanyahu, 2009…), así como de los apoyos parlamentarios que les han sostenido.

El contexto internacional actual es ajeno a las rivalidades que dividieron parte del mundo en bloques capitaneados por las superpotencias. Ello ha impulsado iniciativas a favor de una pacífica solución del conflicto de Oriente Próximo, como pudo comprobarse durante la Conferencia de Annapolis (Estados Unidos, 27 de noviembre de 2007), en la que el presidente de la ANP Abbas y el primer ministro israelí Olmert acordaron relanzar las negociaciones de paz.

En los últimos lustros Estados Unidos ha mostrado reiteradamente su apoyo a la existencia de los estados palestino e israelí. El 24 de marzo de 2009 el presidente estadounidense Barack Obama declaró que «para nosotros es crucial progresar hacia una solución de dos estados, donde israelíes y palestinos puedan vivir lado a lado en sus propios estados con paz y seguridad». Y el 21 de marzo de 2013, en la misma línea, Obama afirmó en el Centro de Convenciones de Jerusalén ante cientos de jóvenes israelíes que para que «siga habiendo un estado judío y democrático debe haber al lado un estado palestino». Nobles aspiraciones que conllevan un programa de acción de largo alcance.

 

Necesidad de acuerdos

El fin del conflicto palestino-israelí requiere consenso. ¿Quiénes han de llegar a dicho consenso y qué temas principales precisan acuerdos? A la primera parte de la pregunta responderemos que quienes deben encontrarse son los protagonistas del desencuentro: en términos generales las sociedades palestina e israelí y, por extensión, todos aquellos países que niegan el reconocimiento a los estados de Palestina e Israel.

Respecto a los temas que demandan pactos entre los contendientes, el fundamental es el reconocimiento del derecho del otro a existir, con lo que eso conlleva: tierra donde asentarse, comida y agua para subsistir, trabajo para desarrollar las propias capacidades y obtener medios de vida, así como paz y seguridad para disfrutar de la existencia. En concreto, la solución del conflicto palestino-ísraelí exige entre otras condiciones alcanzar compromisos sobre los siguientes temas: cese de los ataques palestinos ―y en lo posible, de los grupos fundamentalistas radicales― a Israel y de las consiguientes represalias del estado judío, la identificación de los refugiados palestinos, el fin de los asentamientos israelíes en los territorios ocupados, el estatuto de Jerusalén y el reparto del agua.

Como en cualquier disputa, el fin de los problemas en Oriente Próximo requiere voluntad de alcanzar acuerdos por ambas partes, que ha de plasmarse en primer lugar en el reconocimiento a existir del otro y en su consideración de interlocutor válido para comenzar a negociar. Tras décadas de rechazo, el 9 de septiembre de 1993 el gobierno israelí y la OLP aceptaron el reconocimiento mutuo en sendas cartas firmadas por Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, presidente de la OLP; días después, el 13 del mismo mes, tanto el gobierno israelí como la OLP aceptaron la creación de la ANP como organización administrativa autónoma para el gobierno de la Franja de Gaza y de parte de Cisjordania.

Como hemos visto, la situación es diferente entre Hamás e Israel. A pesar de su experiencia de gobierno en la Franja de Gaza, Hamás continúa siendo una organización yihadista que se niega a reconocer al estado de Israel, contra el que atenta con ataques armados en cuanto puede. El estado judío, por su parte, persiste en considerar a Hamás una organización terrorista, como también hacen la Unión Europea y Estados Unidos. Al menos hasta mediados de 2013 Jaled Meshal ―dirigente de Hamás― y sus colaboradores en el gobierno de la organización persisten en oponerse a negociar con Israel y rechazan una solución de paz del conflicto palestino-israelí basada en la existencia de dos estados.

Respecto a la posibilidad de contar o no con intermediarios para alcanzar acuerdos que conduzcan a la solución del conflicto palestino-israelí, la historia demuestra que ―a pesar de los errores― la ONU, Estados Unidos, la Unión Europea y Egipto han ejercido de una u otra manera labores de mediación que han dado fruto. De poco sirven, por ejemplo, juicios críticos como el mostrado por el escritor palestino-estadounidense Edward Saïd quien, en su libro Orientalismo, publicado en 1978, calificó a los estudios occidentales sobre Oriente Próximo y Medio de «discursos del poder, ficciones ideológicas, grilletes forjados por la imaginación», que desprecian los matices y los diversos contextos y forjan estereotipos que contribuyen a fomentar la animadversión.

Tras considerar la posición de Said «un asalto al saber», el historiador estadounidense David Landes ―partiendo implícitamente de la posibilidad de llegar a conocer y comprender las razones y circunstancias de la conducta ajena― afirmaba en su libro La riqueza y la pobreza de las naciones mostraba su desacuerdo con quienes piensan que hay que formar parte de un grupo humano para entender sus razones y penetrar en su pasado y su cultura:

«Debe rechazarse categóricamente la idea de que la exterioridad descalifica: que solo los musulmanes pueden comprender el Islam, que solo los negros entienden la historia negra, que solo una mujer puede comprender los estudios femeninos, etc. Eso solo conduce a la segregación y el diálogo entre sordos. También se renuncia a las valiosas ideas extranjeras y se abre la vía al racismo.»

Particular importancia tienen también en el fin del conflicto palestino-israelí los dirigentes o las autoridades de las tres grandes religiones monoteístas ―judaísmo, cristianismo e islamismo―, tanto por su especial influencia en las conductas de los fieles de sus respectivas religiones como por los vínculos que les unen hacia ese territorio en disputa. No olvidemos que los monoteístas honran por razón de santidad la tierra de Israel y Palestina como ninguna otra del planeta. Esa zona forma parte de la identidad religiosa y nacional del pueblo judío porque, según el judaísmo, fue prometida por Yahvé y porque en ella vivieron o anhelaron vivir patriarcas, profetas, reyes y antepasados judíos. Allí se desarrollaron las raíces del pueblo, como subraya la liturgia judía.

Pero grande es también el interés de los cristianos por ese territorio, escogido por Dios ―según la doctrina cristiana― como escenario de los hechos narrados en el Antiguo Testamento y elegido por Jesucristo para vivir en el mundo, como repetidas veces han recordado romanos pontífices y otros miembros de la jerarquía eclesiástica. Los musulmanes, por su parte, afirman que el Corán identifica a los primitivos israelitas por sus creencias y no por la posesión de una tierra y reconocen la santidad ejemplar de los patriarcas bíblicos ―especialmente de Abrahán, al que consideran padre espiritual― y de Jesucristo, a quien honran como profeta. Los musulmanes sienten además especial veneración por Jerusalén, escenario de importantes acontecimientos para judíos y cristianos y ciudad querida por Mahoma; esa urbe también guarda, para los seguidores del profeta, lugares santos.

Aunque las diferentes doctrinas y tradiciones religiosas han establecido pautas generales de comportamiento, hay tantas formas de relacionarse con Dios como creyentes. Y es innegable que, a lo largo de su historia, las religiones monoteístas y otros credos han tenido adeptos fanáticos. Igual ha ocurrido entre agnósticos, ateos y nacionalistas radicales cuando sus opiniones o acciones han conllevado el atropello de las libertades de los demás. En la actualidad, como sabemos, grupos fundamentalistas islámicos y ultranacionalistas judíos ―algunos con mezcolanzas religiosas― niegan el diálogo como medio de solución del conflicto palestino-israelí.

Respecto a estos últimos, hace décadas el pensador marxista Roman Rosdolsky sostuvo en su libro Engels y el problema de los pueblos “sin historia” que el nacionalismo judío