Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje

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Palabras y frases

El padre Revollo anota que en Cartagena inventaron el terminacho cachuzo para referirse a la persona “de baja ralea que procedía del interior del país. La caridad cristiana y la tolerancia social aconsejan no utilizar esta expresión”.

Y como éramos pocos, parió la abuela: Mario Alario añade que a todo eso le agregaron los costeños un adjetivo, cachacada, que “suele usarse como sinónimo de hipocresía o deslealtad”.

El novedoso y muy reciente Cachacario, diccionario de cachaquismos de Alberto Borda Carranza, deja sentado que hoy en día, en la propia Bogotá, se sigue llamando cachaco al “hombre elegante y caballeroso que cuida en demasía su compostura y sus modales”.

Pero ya no nos conformamos con el agravio-palabra, sino que además inventamos el agravio-frase. El moderno Diccionario de colombiano actual, del periodista Francisco Celis Albán, consigna dos ejemplos excelentes que ilustran lo que estoy diciendo: “Costeño tenía que ser”, le aplican en Bogotá al ruidoso, desparpajado, brusco, chabacano, aunque no sea costeño. Y esta otra, que es su contraria, que habla por sí sola y la repiten los costeños: “Cachaco, paloma y gato, tres animales ingratos”.

Todos contra todos

En eso se nos ha ido la vida a los colombianos, denigrando unos de otros, iracundos. Nunca hemos querido reconocer ni aceptar que la verdadera riqueza de este país está en su diversidad humana.

Por el contrario, en vez de aprender de ella y de ayudar a incrementarla todavía más, partimos de una presunción terrible, según la cual el colombiano que no se parezca a mí es un enemigo. Por eso nos pasamos la vida entera pensando y hablando mal de los otros: todo costeño es perezoso, todo bogotano es hipócrita, todo paisa es avivato, todo pastuso es majadero, todo opita es ingenuo.

Con ese mismo encono hemos logrado la dudosa hazaña de invertir el sentido de palabras que eran nobles, de forma que aquel corroncho amoroso es ahora un ser grotesco y aquel cachaco caballeroso ahora es solapado y ladino. Hemos llegado al colmo de descalificar las virtudes de nuestra propia gente, que es como descalificarnos a nosotros mismos.

Epílogo

La expresión que encabeza el titular de esta crónica, “permítame su educación”, se ha ido perdiendo en los últimos años, desgraciadamente, y ya está a punto de desaparecer.

Significa “perdone que lo moleste”, o “excúseme que lo interrumpa” o “présteme su atención”. Es uno de los decires cachacos más bellos y delicados que he podido escuchar en mi vida. Proviene de la altiplanicie que une a Bogotá con Boyacá, donde revolotea el colibrí, donde florece el geranio, donde sombrea el duraznero, donde el aire huele a feijoa y pepitas de agraz. (Ahora que evoco esas frutas, recuerdo que la primera vez que oí mencionar el mangostino, en Bogotá, pensé que se trataba de un injerto de mango con langostino. Corroncho que es uno).

Hombres y “hombras”

Las feministas colombianas del lenguaje –que deberían llamarse lexiféminas, si el término existiera– están empeñadas por estos días en una batalla sangrienta frente a lo que ellas consideran una discriminación sexual de la lengua castellana en su contra.

El asunto está cogiendo proporciones bíblicas. Hace varias semanas una concejal de Bogotá, al exigir que la llamen concejala, que es la palabra correcta, anunció que presentará ante dicha corporación una propuesta para que se ordene la igualdad de géneros en el idioma, en beneficio de lo que ahora llaman “la cultura inclusiva”.

Me parece que las señoras, con ese carácter suyo que tanto les admiro, se han enfrascado en una pelotera digna de mejor causa. El idioma es un asunto mucho más serio que una simple palabra masculina o que un modesto palabro femenino. Recuerdo perfectamente que quien nos metió en este embeleco fue un antiguo líder sindical, el embajador Angelino Garzón, que cuando era gobernador del Valle se dejó azuzar por su esposa, una enérgica dama catalana.

Para delicia de quienes se burlaban de él por internet, no hubo pueblo perdido ni discurso alguno en que Angelino no se dirigiera a vallecaucanos y vallecaucanas, ciudadanos y ciudadanas, jóvenes y jóvenas, hombres y hombras que me escucháis. Quién dijo miedo. Alebrestadas por esa especie de Juana de Arco con bigotes, las mujeres se lanzaron al galope contra el Orleáns de los varones imperialistas, que en realidad deberían llamarse imperialistos, si fuéramos justos. Ahora, metidos ya en la refriega, se publican sesudos ensayos sobre la materia, se convocan seminarios, se lanzan proclamas de independencia y Florence Thomas aprovecha su columna periodística para regañar a los hombres por millonésima vez.

El conflicto pasó a mayores el día en que un comentarista de El Espectador, creyendo que con ello defendía sus argumentos, llamó “estúpida” a la dama del cabildo bogotano. Si yo hubiera sido ella, habría replicado tildándolo de idioto. Lo único que tal episodio viene a demostrar es que el verdadero problema no consiste en una falta de género, ni de génera, sino en una falta de respeto y de respeta. Y de la más mínima consideración, en masculino o en femenino.

Desde hace años vengo librando una querella similar e igualmente perdida. Insisto cada día en que la diferencia auténtica de géneros no radica en que una palabra termine en ‘o’, en ‘a’, en ‘j’ o en lo que sea, sino en respetar la identidad de cada vocablo.

A ver si me explico, yo que soy tan bruto y tengo la tendencia a perderme en divagaciones. Ya se sabe que es el artículo –definido o indefinido– el que establece en nuestro idioma el sexo de las palabras: el perro, la casa, un día, una noche. Sin embargo, y en una aciaga decisión, los primeros gramáticos de la Academia resolvieron ponerles artículos masculinos a ciertas voces femeninas: el agua, el azúcar, el ágora de los griegos.

Lo hicieron con el noble propósito de evitar la cacofonía, cuyo nombre merecido debería ser cacafonía. Lo que buscaban era que la a final de una palabra no se juntara viciosamente con la a inicial de otra, creando dificultades en su pronunciación, como hubiera sucedido con la alma, por ejemplo.

Como Quevedo decía que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, lo único que lograron aquellos pioneros entusiastas fue enredar la pita más de lo que ya estaba. Por su culpa resulta que ahora hay mucha gente que, con toda la razón, no sabe si ‘arma’ es masculino, femenino, neutro o todo lo contrario. Eso es sumamente grave en un país como Colombia, en donde todo el mundo anda armado y toda la munda anda armada. Los pobres sicarios se quedaron sin saber si la suya es una pistola, un armo, una revólvera o un escopeto.

Lo que pido, en consecuencia, y hasta ahora en vano, es que hagamos un acto de justicia histórico y sencillo: devolvamos las cosas a su sitio. Reparemos el daño hecho porque el remedio resultó peor que la enfermedad: que la agua sea el agua sin más disparates.

Rufino José Cuervo, el hombre que escribió su propio diccionario, dijo alguna vez que “la lengua es la patria”. La frase está escrita, por fortuna, en cada sillón de la Academia Colombiana, en el edificio guardado por la estatua severa de Miguel Antonio Caro, en el centro de Bogotá.

Siempre he creído, por el valor que se le daba en sus tiempos a la palabra patria, que si Don Rufino estuviera vivo podría haber escrito en nuestra época que la lengua es el pueblo.

Al pueblo me remito. Y a la puebla. Quiero decir, sin más bromas, que los invoco a ambos: a las mujeres para que dediquen sus energías a defender –con ese entusiasmo apasionado que ya quisieran los hombres– aquello que realmente merezca tanta dedicación y semejante tenacidad.

Y a los varones, mis congéneres, para que convenzan de ello a sus congéneras de la casa, y hagamos juntos un acto de justicia semántica, devolviéndole cada palabra a su dueño. De estética, también, porque el único bolero horrible de este mundo es aquel que comienza así:

El ansia de besarte me enloquece...

Sabemos a ciencia cierta que los hombres descubren América pero son las mujeres las que barren el patio. Que Cristo creó un vínculo entre el hombre y Dios, nada menos, pero que fue su madre la única persona que se atrevió a reclamar el cadáver del hijo al pie de la cruz. Lo que estoy tratando de decir, mientras desvarío una vez más, es que las mujeres mantienen agarrado el mundo.

No es posible que esa garra de acero, de cinco letras, que sostiene con idéntica firmeza a la pequeña chalupa y al más imponente acorazado, contra la que no pueden el turbión de la ola ni el tsunami, se llame el ancla. Se llama la ancla, duélale a quien le duela, y aunque este bendito computador me la subraye cien veces, haciéndome creer que estoy en un error.

Hagamos pronto esa rectificación. Aunque sea para no tener que aguantarnos más regaños de Thomas Florence. ¿O es al revés?

Del tubérculo tropical a la consorte del gallo

Hace algún tiempo Daniel Samper Pizano escribió en la última página de la revista Carrusel una crónica deliciosa en la cual, burla burlando, se ocupaba de esa nueva costumbre que está haciendo estragos en los restaurantes colombianos, desde los más encopetados hasta los más humildes: el afán petulante de ponerles nombres distinguidos a los platos típicos de la cocina nacional.

 

Son los riesgos que se corren con lo que ahora llaman “la globalización”, que viene siendo una especie de “apertura gastroeconómica”, para usar el lenguaje apropiado a las nuevas tecnologías y a los nuevos vientos que soplan sobre el mundo.

Uno de los ejemplos más aparatosos que conozco es el de una fonda especializada en culinaria costeña que funciona en Cartagena de Indias, cerca del Centro de Convenciones, por la zona donde antiguamente llegaban al mercado público las goletas cargadas de plátanos. Muerto de ganas de volver a probar las inolvidables vituallas de mi tierra cordobesa, un sábado al mediodía ocupé mesa y pedí la carta.

Imagínense ustedes el tamaño de mi asombro cuando empiezo a buscar en la lista de platos aquel caldo espeso que María Nalga nos hacía de almuerzo en San Bernardo del Viento, tan apetitoso como la ambrosía que les daban a los dioses en los montes griegos, y lo que encuentro es esta joya de definición: “Suflé de tubérculo tropical con islas flotantes de gruyère de Montería”. Lo único que entendí fue “islas”. Llamé al mesero, un muchacho antioqueño de apellido Buelvas, aficionado al aguardiente, un flaco amable al que le pedí que me explicara en qué diablos consistía semejante potaje.

–Se trata –dijo él, con una sonrisa indulgente ante mi ignorancia– de una deliciosa crema característica de las regiones campesinas, donde la gente se alimenta con los productos de la tierra.

Quedé viendo un chispero.

–Perdóneme usted –le dije–, pero sigo sin entender ni jota.

Cerró el menú, se secó las manos en el delantal marcado con la propaganda de un vino francés, meneó la cabeza con impaciencia y por fin me contestó:

–Ay, señor: es lo mismo que los corronchos de antes llamaban “mote de ñame con queso”.

Sentí ganas de echarme a llorar sobre la mesa. Ya veo que falta poco tiempo para que el incomparable ajiaco sabanero, la mejor idea que se la ha ocurrido a Bogotá como aporte a la culinaria nacional, se transforme en “olla podrida del altiplano con patatas picadas y legumbre de la familia de las compuestas”. Las tales compuestas vienen siendo las mismas humildes hojitas de guasca, que antaño, cuando se llamaban así, no eran tan pretenciosas sino sabrosas, y crecían silvestres en las colinas de Boyacá.

Lo que pasa es que el esnobismo está haciendo estragos a nombre de la apertura internacional, con un refinamiento falso y más bien cómico. No quiero ni pensar lo que ocurrirá el día en que a uno le ofrezcan de postre, en el mismo restaurante de la familia de las compuestas, una “sobremesa sápida de la sustancia espesa, untuosa, blanca o un poco amarillenta que sobrenada en la leche que se deja reposar”. En mis tiempos uno iba al Palacio del Colesterol, frente al estadio de fútbol, en Bogotá, y pedía un postre de natas. Le servían lo mismo que la sustancia esa, pero sin tantas arandelas. Recuerdo que los primeros narcotraficantes, hablando entre ellos una jerigonza, para que las autoridades no los entendieran, llamaban a la cocaína “postre de ñatas”. Miserables.

Cada día que pasa me siento más preocupado por el futuro que nos espera en esas materias. Me cuentan mis compañeros de la época de RCN que “Donde el Sucio”, aquella modesta cafetería bogotana en que solíamos tomar un desayuno frugal después del noticiero, la misma en la que atendía Sofi, una campesina risueña que era exacta a la monja del cuadro de Botero, ha caído también en las garras de esas tentaciones. Ayer estaban estrenando carta, hecha en una imprenta callejera, con errores de ortografía incluidos, y apareció un plato nuevo, deslumbrante y misterioso: Parrot eggs. Tulande dice que, hasta donde se lo permiten sus rudimentarios conocimientos del inglés, tiene suficientes motivos para sospechar que se trata de los mismos huevos pericos de toda la vida, pero ahora con un aire presumido. Ya no queda nada de qué alarmarse: el establecimiento mismo, con sus taburetes desfondados y su piso de aserrín, se llama ahora “Sucio´s Inn”.

Hay que someterse al imperio de las novedades aunque sean tan estrambóticas. El otro día paré la oreja para oír, en una playa de Santa Marta, la conversación entre un turista, colorado por el sol como un camarón, y la fritanguera que lo atendía mientras soplaba la candela del caldero.

–¿Cómo se llama eso? –preguntó él, por meterle broma, señalando un disco dorado que flotaba a sus anchas en la manteca hirviente.

La señora carraspeó dos veces, para aclararse la garganta, que es lo primero que hacen los colombianos cuando quieren impresionar a alguien.

–Eso –respondió con una voz de catedrática– es una fécula aliñada con especies que en su interior contiene un producto derivado de la consorte del gallo.

–Paisana –la interrumpió él, atragantado de risa–: yo me crié en Miami, pero nací en Fundación. Y en Miami eso también se llama arepa de huevo...

“Con un guayabo llegué a la elle…”

Hace ya muchos años, una noche de verano, despejada y fresca, estábamos en una fiesta del club Campestre de Cereté, a orillas del río Sinú. La brisa de diciembre soplaba con gusto entre los tamarindos del patio. Las muchachas se peleaban por sacarme a bailar, a mí, que tenía fama de ser el mejor parejo de la comarca, desde los confines de la serranía hasta el mar.

De repente, los músicos de la orquesta reventaron en el aire los primeros compases de un porro inconfundible del Cabo Herrán. La “Flaca” Manzur, que ya desde entonces se estaba dejando crecer sus ojos de beduina, me hizo señas con la cabeza para que saliéramos a la pista. El cantante, un flaquito rumbero que aprovechaba sus convulsiones de epilepsia para tocar las maracas con un solo impulso, empezó:

Con un guayabo llegué a la elle y emparrandado a Sahagún entré…

Me quedé quieto y perplejo. Nunca he podido olvidar aquella noche por dos razones: porque la Flaca bailaba el porro con el mismo garbo que si estuviéramos en la plaza de San Pelayo, con una caja de velas encendidas en la cabeza, y porque ese era el primer error de ortografía verbal que había oído en mi vida. Sigue siendo el único del que se tienen noticias hasta el Sol de hoy. Me entraron ganas de reírme al pensar en lo que debería ser, según el tembloroso maraquero, una bifurcación de carretera en forma de LL o, lo que es todavía más extravagante, en forma de ll minúscula y manuscrita, pegada una letra con la otra. No quise ni imaginarme, líbreme Dios, la cantidad de accidentes de tránsito que se producirían a diario en un laberinto semejante.

Supongo que era eso lo que antiguamente se llamaba un cruce de caminos y lo que algunos pretenciosos de Miami, entrecerrando los labios, describen como un expressway. Ahora, después de tantos años, la Real Academia Española acaba de darle la razón al cantante de Cereté. De vez en cuando la vida tiene esos gestos justicieros y termina por reconocer que los únicos sabios verdaderos de este mundo son los músicos, los poetas y los locos, de lo que todos tenemos un poco, según el venerable proverbio. Dentro de algunos días se podrá comprar en las librerías del mundo entero la edición número veintitrés del diccionario de la lengua, al que los campesinos del Caribe colombiano conocen con el nombre magnífico de “mataburro”, que es muy apropiado y merecido, no tanto por su tamaño como por las enseñanzas que imparte.

Los periodistas ya han anticipado algunas modificaciones. Enhorabuena los académicos han resuelto que, a partir de ahora, la elle no tiene vida propia ni como letra ni como carretera, ya que se trata de una humilde ele repetida, que es más o menos lo mismo que le pasa a Uribito con Uribe. Según consta en el diccionario actual, “la elle representa un solo sonido, cuya articulación es palatal, lateral, fricativa y sonora”, cualquier cosa que eso signifique y quién sabe con qué se come. Con razón resolvieron eliminarla. La misma suerte le espera a la che, que va a quedar convertida en un apéndice estomacal que le nació a la ce por comer tanta lechona. No son chacotas ni chanzas de los chapetones. Es en serio. La che muere por chabacana y por chapucera. Nadie podrá defenderla, ni el Chavo del Ocho. Era una entrometida, como la cucaracha. Ya no figurará en su propia página, sino en el puesto que le corresponde dentro de la ‘C’, es decir, entre las palabras cevil y cía.

La Academia Española sabe lo que hace. Por fin, y después de ochocientos años, los hablantes del castellano podremos distinguir la i de la y. La primera se quedará con el nombre, i, sin necesidad de agregarle latina. La otra se nos había vuelto pretenciosa desde el siglo doce, cuando en la pila bautismal le pusieron por nombre “y griega”, y con ese apellido se creía de mejor familia que las demás letras. En castigo de su soberbia, el nuevo diccionario dice que la conoceremos simplemente como ye, sin abolengos griegos.

Es apasionante la historia de las letras, a veces más que las biografías de algunos seres humanos. En los orígenes del español, la ye no existía como una conjunción, que es la forma de unir dos palabras o dos frases, como se la emplea actualmente. Debutó “por primera vez” –como dijo aquel locutor deportivo– en una de las más formidables fiestas del idioma: en el Cantar del Mio Cid, por allá en el año 1200. Su fulgurante aparición en el lenguaje se debe a estos versos:

Contra mi querer batallo y así, sentado en mi silla, se va ensanchando Castilla al paso de mi caballo…

En cambio, entre las nuevas decisiones de la Real Academia hay algunas que merecen menos aplausos y más debates. Se elimina, por ejemplo, la costumbre de ponerle una tilde a la vocal o cuando se escriben números. Hoy en día, si tenemos dudas sobre una cantidad, ponemos 2 ó 3. Pero los sabios de la lengua han dicho que desde este momento debemos escribir 2 o 3. Tengo fundadas sospechas para creer que los académicos se han dejado engañar por las apariencias.

Me explico. En los modernos equipos tipográficos y electrónicos, como celulares, computadores, calculadoras, máquinas impresoras de prensa o de diccionarios, esa norma puede ser válida porque los números son más grandes que la o y no cabe una confusión: 10 o 12 significa diez o doce. ¿Qué hacemos, en cambio, con los números manuscritos? Hay gente que no tiene una caligrafía muy legible, como el famoso caso de los médicos, y me aterro con solo pensar en la posibilidad de que, si el doctor escribe con sus garabatos “tomar 3 o 4 veces al día”, el pobre paciente termine tragándose 304 píldoras para el corazón.

Ni para qué hablamos de las martingalas que harían con esa innovación los contratistas de ciertas oficinas públicas, como la alcaldía de Bogotá, a la hora de cobrar sus honorarios. Bailarían de dicha los beneficiarios de negocios de la Dirección Nacional de Estupefacientes el día en que, con un contrato manuscrito bajo el brazo, se acerquen a las ventanillas a cobrar “la suma de 40 o 41 millones de pesos”. Ahí es donde quiero verlos, torciendo el rabo, como la puerca.

El Turco Janna, que tiene negocios de ganado en compañía con medio mundo, se la pasa mandando mensajes a las fincas ajenas para que les entreguen los animales a sus compradores. La próxima vez que envíe una nota con su letra temblorosa, que parece cagarruta de moscas, le escribirá al mayordomo: “Osvaldo, entrégale 12 o 13 vacas a mi compadre Nemesio”. Por fin, después de tantos esfuerzos que ha hecho para lograrlo, el Turco Janna se va a arruinar, por culpa de una mísera tilde, quién lo creyera. Como si fuera lo mismo marques que marqués. O círculo que circulo.

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