Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje

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El perro chino

Ya no me queda duda: a mí me persigue el destino. Mientras estoy acabando de escribir esta crónica, voy al supermercado de la esquina a comprar una leche que me encargó mi mujer. Hago fila en la caja registradora. Entonces veo, al lado de la caja, un perrito de felpa, color café, con cara sonriente.

El perro lleva, colgado del cuello, un cartelito que dice: “Utilice bajo la supervisión de un adulto hecho en China”. Pensé comprárselo a mi nieta, pero dónde consigo yo un adulto hecho en China. (Miren ustedes la enorme importancia de un mísero puntico).

Falta tanto por decir sobre la diversión del lenguaje que un día de estos volveremos a hablar del tema. No se imaginan ustedes lo que le ocurrió al gran Ptolomeo por andar con ese nombre. Ni la historia fascinante de las palabras más feas, más bellas, más largas, más cortas, más extrañas del idioma español.

Epílogo

El juguete de las palabras es tan infinito y tan universal que puede mezclarse, incluso, en dos idiomas diferentes. Les voy a poner un ejemplo. Uno solo. Hay dos actrices, la una de cine y la otra de televisión, que pertenecen a la misma familia sin saberlo. Fui yo, en mis ratos de ocio dedicados al estudio de la genealogía universal, quien descubrió su parentesco.

La una es colombiana y la otra, estadounidense. Sus abuelos comunes fueron hoteleros, como lo demuestran sus apellidos. Son Fabiola Posada y Jane Fonda.

Lo cual me indica, ahora que caigo en la cuenta, que ni yo mismo me escapo de esa sentencia: con la edad que tengo, y lo desgastado que estoy, ya no debería llamarme Gossa-in sino Gossa-out.

La marca del destino

Sófocles, el más grande escritor de tragedias griegas, aprendió a descifrar los enigmas del alma humana como nadie lo había hecho antes y como nadie podría hacerlo en el futuro, hasta que apareció Shakespeare, dos mil años después. Es el único que se le acerca.

Fue Sófocles el primero que dejó por escrito aquella frase luminosa, eterna, radiante como el Sol pero al mismo tiempo inquietante y de una desgarradora verdad: “Nadie escapa a su destino”.

Hoy, con el permiso de ese maestro incomparable, quiero revelarles a ustedes que yo también he hecho mi propio hallazgo: descubrí que nadie escapa a las bromas del destino. Ni siquiera los sabios más venerables de la historia humana.

Después de tanto buscar y rebuscar, rastrear, averiguar y desentrañar los pormenores de libros y leyendas, puedo afirmar que no existe un ejemplo mejor que el de Ptolomeo. Nació en Grecia y murió en Egipto. Fue astrólogo, geógrafo y matemático y vivió en el siglo segundo de la era cristiana. La verdad es que desde la cuna y hasta la tumba, la vida de Ptolomeo parece una cuchufleta inventada en Colombia.

Para empezar, nuestro hombre se llamaba así porque nació en Ptolemaida, que no era la gigantesca fortaleza militar colombiana que lleva el mismo nombre, a ciento diez kilómetros de Bogotá, en tierras del municipio de Nilo, jurisdicción de Cundinamarca. Cuando Ptolomeo vio la primera luz del mundo, Ptolemaida era una modesta población, vecina de Macedonia, en el occidente griego.

Pero, como la vida se complace en enredar aún las cosas, y para hacer aún más apasionante esta broma del destino, Nilo es el mismo nombre del río que pasa cerca de Tebaida, la ciudad del Alto Egipto donde murió Ptolomeo. Pero es que, además, esa Tebaida tampoco es el próspero municipio que existe con ese mismo nombre en nuestro departamento del Quindío, situado en el centro de la geografía colombiana, tirando un poco hacia el oeste

Pero eso no es todo. Si a ustedes les parece que Ptolomeo era un cochino que andaba haciendo sus necesidades en cualquier parte, sepan, además, que su segundo nombre era Simeón y que, de remate, su familia era oriunda del Orinoco. Los investigadores terminaron por descubrir que Ptolomeo era primo del alcalde de Zalamea, que tenía un bisabuelo arameo y que vivió en una casita situada en un meandro del río Nilo.

Pobre hombre.

Las palabras más bellas, más largas y más curiosas del castellano

¿Cuál es la palabra más bella del idioma español?

Haga usted esa pregunta, para darle un poco de animación a la fiestecita que se ha formado para celebrar el quinceañero de su sobrina Luchi, y verá que enseguida se desata una discusión ardiente. Cada quien tiene su palabra favorita y no hay dos que coincidan.

Eso no es nada: pregunte usted cuál es la palabra más fea o la más extraña, y verá que los agarra ahí, sin haber logrado ponerse de acuerdo, el matrimonio de la biznieta de Luchi.

La escena se repite a diario no solo en Colombia, sino en cualquier paraje de la corteza terrestre donde se encuentren más de dos hispanohablantes. Ni para qué le cuento si alguien pregunta por la palabra más larga. En ese punto la gente inventa vocablos que no existen sino en su propio caletre, con el propósito de demostrar que la razón está de su parte.

Según el Diccionario de la Real Academia Española, que es la única autoridad legítima en estas materias, nuestra lengua tiene hoy alrededor de ochenta mil palabras oficialmente registradas, las cuales llegarían a un poco más de cien mil si les agregamos los americanismos. Como dato curioso, les cuento que el inglés, según el célebre Diccionario Oxford, tiene 350 mil.

Nuestro diccionario dice que la palabra más larga del castellano es electroencefalografista, que tiene veintitrés letras y define a la persona especializada en tomar imágenes radiográficas del cerebro. La segunda, esternocleidomastoideo, tiene veintidós letras y es ese músculo del cuello que nos permite girar la cabeza. Miren la curiosidad: las dos palabras más extensas del idioma son ambas de origen médico. Y eso no es nada: también lo son las cinco primeras. Los desafío a que las busquen ustedes y lo confirmen.

Campeón y subcampeón

Pero es mejor que, antes de seguir con palabras, vayamos a las letras, que son la materia prima, el origen de cada vocablo, la génesis de la lengua. En estos tiempos de avances tecnológicos se ha facilitado mucho el trabajo de filólogos, investigadores y gramáticos.

Hoy existen programas de computadores especialmente creados para medir, a la frenética velocidad de un vértigo, cuáles son las letras que la gente más emplea en su vida cotidiana, ya sea hablando o escribiendo, e, incluso, cuál es el porcentaje de uso que le corresponde a cada una.

Por eso, en este preciso momento, los crucigramistas hemos podido comprobar que letra más repetida de nuestra lengua ya no es la a, como ocurrió desde los orígenes del castellano hasta hace unos pocos años, sino otra vocal, la e, que le dio golpe de Estado y ocupa el 13,8 por ciento de todo lo que decimos o escribimos. La a, por su parte, descendió al segundo lugar, con un 12,53 por ciento.

Para apelar al lenguaje del ciclismo, que muchachos admirables como Nairo y Gaviria han vuelto a poner de moda, digamos que los diez primeros puestos en la clasificación general los ocupan, en orden, las siguientes letras: e, a, o, s, r, n, i, d, l, c. En el lenguaje inglés la e también es líder de la competencia, pero el subcampeón no es la a, como en castellano, sino la t, que entre nosotros, en cambio, no aparece ni entre los diez primeros.

Las más bellas

Se me estaba olvidando contarles cuáles son, a la inversa, las letras menos usadas en nuestro vocabulario español. Como se lo habrán imaginado, son –en ese orden– k, w, x, ñ, z.

Sigamos con el cuento que traíamos. Cuando alguien pregunta en el cumpleaños de Luchi cuáles son las palabras más bellas de la lengua castellana, la respuesta, obviamente, depende del gusto de cada quien, pero la gente suele contestar pensando en términos sentimentales y románticos, como amor, felicidad, melancolía, ternura.

Cuando están haciendo encuestas, muchas personas aprovechan para posar de intelectuales o ilustrados. Entonces mencionan las palabras más rebuscadas del mundo. Corriendo ese riesgo, la prestigiosa cadena radial BBC de Londres, al igual que otras entidades culturales, suelen hacer con recurrencia esa clase de sondeos. Le piden a la gente que escoja las palabras más bellas del español.

Si uno se pone a hacer un balance de esas investigaciones, concluye que las más mencionadas han sido estas: libertad, arrebol, soledad, ojalá, compasión, eterno, sonámbulo, etéreo, epifanía, efímero, luminoso, atardecer, mandrágora, dulce, amanecer, aurora, belleza, alegría, mar, ternura.

A mí nadie me ha preguntado, pero como yo sé que mi universo tiene el mismo límite de mi lenguaje, les voy a mencionar las que más me gustan. Creo sinceramente que nuestra palabra más expresiva es árbol, porque simboliza la generosidad infinita que hay en la naturaleza, ya que el árbol acoge bajo su sombra bienhechora a todas las criaturas, incluyendo al leñador que va a matarlo. La segunda es agua, una palabra tan profunda y expresiva que, apenas la oigo mencionar, me da sed. Otro día seguimos con la lista, porque el tiempo apremia.

 

Curiosidades

Entre mi colección de diccionarios y lexicones, en la cual abundan las extravagancias y curiosidades, hay uno que guardo con especial aprecio: el de palabras que ya no se usan. Porque hay términos que, como todas las criaturas del mundo, nacen y crecen, pero también se mueren.

Me la paso recogiendo, además, las palabras más curiosas o más feas del idioma. Eso es lo bueno de ser un jubilado, como yo, para lo cual no me quedaría tiempo si tuviera que cumplir unos horarios.

Una de las muchas expresiones singulares que me llaman la atención es amover, que dejó de usarse en el siglo diecinueve. Se refería a la destitución de un servidor público. Hoy se dice remover. Otra que me causó asombro es la palabra haiga, que a simple vista parece un barbarismo ignorante en lugar de haya. Nada de eso: haiga existe en el diccionario de la Real Academia, con vida propia, y se refiere a aquellos automóviles grandes, aparatosos, ostentosos “y normalmente de origen norteamericano”, dice el propio diccionario, en un delicado alarde de humor y sutileza.

“Tiene uebos”

¿Qué pensaría usted si alguien le dijera por escrito que tiene uebos? Para empezar, lo consideraría obsceno y grotesco. Vulgar. Pero, además, agregaría usted, es un ignorante que ni siquiera sabe que huevos se escribe con h inicial y v corta.

Lamento informarle, querido amigo, que el equivocado es usted: uebos, así como se escribe, es una de las palabras más antiguas del idioma, solo existe en plural y hasta procede de noble familia, porque viene del latín.

Hace cientos de años se le usaba para indicar que se tenía necesidad de algo o urgencia de alguna cosa. Por ejemplo: “Tengo uebos de dinero para pagar el arriendo”. O este otro: “En la ciudad tenemos uebos de buenos dirigentes”.

Si les parece que esa es una curiosidad muy cómica, miren ahora lo que me encontré por andar buceando en las aguas profundas del idioma, en sus orígenes y curiosidades. En los primeros años de nuestra lengua se usaba una palabra, mamporrero, que todavía figura en el diccionario oficial.

¿Cómo explicarles, sin que parezca una espantosa patanería, lo que significa mamporrero? Era uno de los oficios más extravagantes del mundo. Ahí voy. En las fincas castellanas le decían así al peón encargado de dirigir, hasta su destino final, el miembro viril del caballo, a la hora de copular con la yegua, para que no cometiera equivocaciones. Imagínese usted cómo le fregarían la vida al pobre hombre. Proviene de mamporro, que significa golpe, coscorrón, trompada o puñetazo. Muy apropiado.

Epílogo

Ahora vengo a enterarme de que yo soy un glabro. Cuando vi la palabra por primera vez me sentí aterrado, y hasta estuve a punto de desmayarme, porque pensé que se trataba de una enfermedad incurable o de alguna chifladura mental. Después, para tranquilizarme, me explicaron que un glabro no es más que un recalvastro. Fue entonces cuando el asunto se puso peor de bueno, como dicen sabia y graciosamente en Bogotá. Comencé a recuperar la respiración cuando supe, a través del diccionario que todo lo resuelve, que esos dos sinónimos significan lo mismo que calvo, lampiño, pelón o pelado.

Por fortuna, no tuve que apelar a ninguna ceremonia apotropaica porque soy un hombre de regolaje que solo aspira a ser bienquisto y que hasta ahora no ha sufrido yacturas. (Averígüenlo ustedes. Ya es hora de que aporten algo).

Epílogo al epílogo

Leonardo Archila es el director editorial de Intermedio Editores, que hace unos años publicó una selección de mis crónicas. Ahora me propone escribir otro libro, esta vez sobre la historia de las palabras, las más hermosas y las más feas, sus venturas y quebrantos, sus curiosidades y rarezas. Desde aquí le sugiero a Leonardo que, para empezar, vaya guardando esta página...

Permítame su educación: ¿qué es un corroncho y qué viene siendo un cachaco?

Mi primera reacción, cuando recibí aquel mensaje de España, en octubre del año 2016, fue negarme a creer lo que me proponían. Casi me caigo de la emoción.

Cristina Fuentes Laroche, directora del Hay Festival de Literatura de Cartagena, escribió un correo electrónico para preguntarme si me gustaría participar en una gran tertulia pública sobre lo que es un corroncho auténtico, sus orígenes, sus características, su manera de ser. Participar en lo que ahora llaman “un conversatorio”, que es uno de los términos más feos del idioma, siendo tan bonita la palabra conversación. La propuesta de Cristina me dio en la vena del gusto: llevo como doscientos años dedicado a leer sobre la corronchería, a investigarla, a comentarla con mis amigos.

Como si fuera poco, y para terminar de completar la dicha, Cristina me informaba que mis compañeros de palique serían Daniel Samper Pizano, uno de los periodistas que más admiro en esta vida, y Hernán Villa, que ha asumido para sí mismo el seudónimo de “El Corroncho”, compositor de música popular, el hombre que inventó la única receta que se conoce para preparar la ensalada corroncha de suero costeño con cebolla picada y huevos.

Yuca, sombrero, abarcas

A finales de un enero, en una espléndida noche de verano corroncho, salpicada de viento y moteada de estrellas, nos reunimos con un público incontable en el legendario y hermoso Teatro Heredia, al pie de las murallas históricas.

A manera de adorno apropiado pusieron en el centro del escenario una mesa en la que había dos yucas harinosas, un par de abarcas de cuero cimarrón, un sombrero de vueltas –pero sin barboquejo– y un plato de suero sabanero. Solo faltó el burro pollino.

Pocas veces en mi vida me he divertido tanto y pocas veces mi corazón se ha sentido tan regocijado. Me dieron ganas de ponerme a cantar. Por lo que vi, el auditorio estaba en las mismas. Al día siguiente, bien temprano, el propio Daniel Samper me escribió para sugerirme que dejara por escrito todo lo que había dicho, el rastreo de los diccionarios, la historia de corronchos y cachacos.

De manera que aquí estoy, cumpliendo la recomendación de Samper, porque a mí me enseñaron en la casa que a los mayores hay que obedecerlos.

Orígenes del corroncho

A finales del siglo diecinueve el término corroncho surgió en la costa caribe colombiana casi como un elogio amoroso para describir al campesino de esa región, limpio e incontaminado, elemental, de espíritu candoroso, sencillo y puro como la rama de un matarratón, como el caminito que hacen las hormigas, como el cagajón fresco de un burro.

El corroncho nunca había visto un carro ni el grifo de un acueducto, porque bebía el agua de la acequia; ni luz eléctrica, porque lo alumbraba la Luna, y comía de lo que le daban el río y el suelo.

La palabra, según los testimonios confiables de aquellos tiempos, provino inicialmente de la corteza más ordinaria de los árboles, la concha rasposa que se agrieta con el calor. Eso era lo que llamaban “corroncha” en las soleadas sabanas de lo que son hoy los departamentos de Bolívar, Córdoba y Sucre. Mi propia tierra, a mucha honra.

Luego le dieron ese mismo nombre a un árbol fuerte y resistente que no tenía fruto. Y después lo heredó un pescado de la misma región, que poblaba los ríos, y que más tarde pasó a llamarse “coroncoro”, al cual le dedicaron hace algunos años una célebre canción popular.

Del candor al agravio

El problema comenzó a principios del siglo veinte, cuando las primeras oleadas de jóvenes costeños fueron a estudiar en Bogotá, viajando por el río Magdalena hasta Honda y La Dorada.

Los discretos caballeros de la capital, perplejos ante aquellos muchachos que reían a carcajadas y hablaban en voz alta, comenzaron a usar la expresión corroncho para referirse a una persona ordinaria, de mal gusto, grotesca. Y así fue como se regó por todo el país.

En Venezuela, como dato curioso, la palabra fue introducida por los peones colombianos que buscaban trabajo en las grandes haciendas, al contrario de la que ocurre hoy con la migración, que es de allá para acá. Pero en ese país solo queda un uso de la palabra corroncho: llaman así a un pescado que puebla el Lago de Maracaibo.

De modo que he invertido media vida en la tarea de rastrear viejos libros y diccionarios venerables en busca de materiales que el tiempo se ha ido llevando, como la sobrevienta de enero cuando sopla en los playones, una brisa recia pero fugaz.

¿Pescado o flacuchento?

Ahí les va una pequeña muestra de lo que he encontrado:

1. Diccionario de Colombia, de Jorge Alejandro Medellín y Diana Fajardo Rivera. Publicado en el 2005. “Corroncho. Adjetivo despectivo. Costeño de mal gusto. Usado especialmente en el interior del país. En Colombia, ignorante y de modales burdos”.

2. Diccionario de costeñismos colombianos, del padre Pedro María Revollo, edición de 1942. Trae una de las más curiosas e inesperadas definiciones: “Corroncho. Expresión que se usa en Riohacha para referirse a una persona enjuta, seca, flacuchenta, escuálida. Corroncho también llaman en Medellín al pescado que en la Costa se denomina coroncoro”.

3.-Y el mejor diccionario de colombianismos que se ha escrito, el lexicón del profesor y abogado momposino Mario Alario di Filippo, trae tres definiciones de corroncho: “Pez de río, pequeño, de escamas ásperas y de color apizarrado. Es de cuerpo deprimido, labios negruzcos y piel blanca y gustosa. Aplícase también a la persona intratable, incivil, de genio áspero. Aplícase igualmente a la persona tarda, poco lista en el hacer y en el decir”.

4.- El estupendo Vocabulario costeño, de Adolfo Sundheim, trae la expresión “corronchoso”, y dice que se emplea en el Caribe como áspero, rugoso o escamoso, a la manera de aquel árbol montuno del que ya hablamos.

El cachaco

Veamos ahora lo que ha pasado con el cachaco, que viene siendo como la otra cara de esta misma moneda. Antiguamente se definía como cachaco a la persona bien educada y decente. Nadie sabe, hasta hoy, cuál es el origen del vocablo. En la costa se le decía cachaco, con cariño y admiración, al forastero blanco, de acento atildado, buenos modales, elegante y discreto.

Según la máxima autoridad de la lengua castellana, que es el Diccionario de la Real Academia Española, “en Colombia se llama así a una persona procedente del interior del país”. Y agrega que en Puerto Rico el cachaco es un español adinerado y en Perú es una manera despectiva de referirse a los policías.

 

Pero de repente, tal como había sucedido con el corroncho en las tierras andinas, en las playas marinas le voltearon el sentido al cachaco, y de caballero distinguido pasó a ser un hombrecito hipócrita, taimado, solapado.