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26. Sánchez, proceso y contenido, 494-5. Cabe aclarar que el Diccionario de la lengua española delimita de otro modo ambos vocablos: indígena, situado en un nivel general, es definido como “Originario del país de que se trata”, mientras que indio, más particular, se reconoce en su tercera acepción como adjetivo o sustantivo que, aplicado a una persona, indica que pertenece a “alguno de los pueblos o razas indígenas de América”. Diccionario de la lengua española, 23a ed., s. v. “indígena” e “indio”.

27. Tomás G. Escajadillo, La narrativa indigenista peruana (Lima: Amaru Editores, 1994), 42.

28. Escajadillo, La narrativa indigenista, 43.

29. Ibid., 55.

30. Ibid., 64.

31. Julio Rodríguez-Luis, “Tercer avatar del indigenismo literario”, en Autour de l’Indigénisme. Une approche littéraire de l’Amérique latine, ed. Ernesto Mächler Tobar (Paris: Indigo, Université de Picardie Jules Verne, 2004), 129.

32. Rodríguez-Luis, “Tercer avatar”, 133.

33. Ibid., 136.

34. Manuel González Prada, Horas de lucha (Lima: Universo, 1972), 190.

35. Carmen Alemany Bay, “La narrativa sobre el indígena en América Latina. Fases, entrecruzamientos, derivaciones”, Acta Literaria, no. 47 (2013): 85-99.

36. Alemany Bay, “La narrativa sobre el indígena”, 95.

37. Ibid., 96-97.

38. Ibid., 98.

39. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, 65.

40. A ese respecto, por ejemplo, llama la atención una figura de la talla de Ignacio Manuel Altamirano, el escritor de Tixtla (Estado Guerrero, México), autor de las ya clásicas novelas Clemencia (1869) y El Zarco (1901). No solo se trata de una figura indígena lógicamente no considerada por los críticos de la literatura andina, sino que su condición étnica comúnmente ha sido definida de modo elusivo, de lo cual son paradigma las palabras con que lo presenta José Miguel Oviedo, quien sitúa lo indígena como un factor previo –y en cierto sentido exterior– al escritor: “Altamirano tenía auténticas raíces indígenas”. José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana, Vol. 2, Del romanticismo al modernismo (Madrid: Alianza, 1997), 94. Con la misma lógica, el portal Wikipedia inicia la reseña biográfica señalando que Altamirano “Nació en Tixtla, Guerrero, en el seno de una familia indígena”. Wikipedia, s. v. “Ignacio Manuel Altamirano”, acceso 9 de abril de 2019, https://es.wikipedia.org/wiki/Ignacio_Manuel_Altamirano.

41. Miguel Rocha Vivas, Palabras mayores, palabras vivas. Tradiciones mítico-literarias y escritores indígenas en Colombia (Bogotá: Taurus, 2012). Este libro es la edición ampliada de una versión de 2010.

42. Antonio Cornejo Polar, Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista. Clorinda Matto de Turner, novelista. Estudios sobre Aves sin nido, Índole y Herencia (Lima: Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar, Latinoamericana Editores, 2005), 36.

43. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 51.

44. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 60. Vale la pena agregar, como otra más entre las modificaciones formales introducidas por el influjo del referente indígena, una señalada por Gerardo Mario Goloboff en el lustro que siguió al de la publicación del trabajo de Cornejo Polar: la relegación del “personaje único” –héroe individual, siempre “identificable”– a favor de un conjunto humano más o menos anónimo según la novela de que se trate. De esa forma, apunta el crítico, “la narrativa indigenista coadyuvó a la transformación de las formas de nuestra literatura”. Gerardo Mario Goloboff, “Elementos para un balance del indigenismo”, Cuadernos Hispanoamericanos, no. 417 (1985): 9.

45. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 64. No sobra recordar que, en la cosmovisión andina, ocupa un lugar importante la imagen del trastorno y la reorganización: el nombre Pachacútec, “reformador del mundo”, fue asignado como apelativo simbólico a un legendario gobernante del Tawantinsuyu prehispánico que emprendió una profunda reestructuración del imperio. Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales de los incas, Tomo II, ed. Aurelio Miró Quesada (Caracas: Ayacucho, 1985), 79-83.

46. Cornejo Polar, Literatura y sociedad, 62.

47. Escajadillo, La narrativa indigenista, 75.

48. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, 81, 119.

49. El inventario –sin duda incompleto– de esas novelas incluiría trece títulos: El mensajero de los dioses (2012), de Edgard Sandino Velásquez; Los hijos del viento: una aventura nukak (2012), de Francisco Leal Quevedo; La serpiente sin ojos (2012), de William Ospina; Finales para Aluna (2013), de Selnich Vivas Hurtado; Príncipe de Chía: enfrentamiento de dos mundos (2013), de Omar Adolfo Arango; Tríptico de la infamia (2014), de Pablo Montoya; Santa María del Diablo (2014), de Gustavo Arango; Moxa: el hijo del Sol (2015), de Ernesto Zarza González; La guerra perdida del indio Lorenzo (2015), de Rafael Baena; Palabrero (2016), de Philip Potdevin; Hijos de la Madre Tierra (2017), de Celso Román; La doble espiral (2017), de Pacho Restrepo, y El viaje del hombre dorado (2018), de Mariela Vargas Osorno.

50. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1993).

51. Virginia Gutiérrez de Pineda, Familia y cultura en Colombia (Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 1994), 353.

52. Raymond L. Williams, Novela y poder en Colombia: 1844-1987 (Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1991), 35.

53. Vale la pena indicar que, en un estudio sobre Toá. Narraciones de caucherías, Bogdan Piotrowski escribe que esta “se ubica entre las novelas más representativas de tema indígena en la literatura colombiana”. Bogdan Piotrowski, La realidad nacional colombiana en su narrativa contemporánea (aspectos antropológico-culturales e históricos) (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1988), 145. Puede decirse, con legitimidad, que se trata de un antecedente de nuestra implementación terminológica, y mucho más si se tiene en cuenta que Yolanda Forero Villegas, también comentarista de la novela de Uribe Piedrahita, alude a la reseña de Piotrowski para insinuar que él habla de “novela de tema indígena” ante la dificultad de etiquetarla como propiamente “indigenista”. Yolanda Forero Villegas, “‘Toá’ o el rechazo a la civilización dominante”, Thesaurus 46, no. 2 (1991): 319.

2. La nti en Antioquia entre

1896 y 2014

2.1 La perspectiva decimonónica

En Colombia, como en general en América Latina, la nti se concretó en el siglo xix como novela histórica. La obra que inauguró el subgénero en el país, Ingermina o la hija de Calamar (1844), del atlanticense Juan José Nieto, deja ver la mayoría de los rasgos característicos de esa modalidad de la literatura romántica: un apego casi notarial a las fuentes históricas, la visión del indio como un bárbaro redimible por vía de su conversión al catolicismo, la imagen positiva de los conquistadores españoles –o al menos de los que, entre ellos, aparecen como nobles y gallardos– y la anagnórisis argumental que descubre a la protagonista, tenida por india, como la hija ignota de un blanco. Solo el desenlace de la novela de Nieto, alejado del fatalismo que dispone la muerte de la heroína, parece no plegarse al molde romántico: Ingermina, “El día claro y sereno de la felicidad”,1 se une en matrimonio con Alonso de Heredia, con lo que el narrador sugiere un futuro próspero para ambos.

No extraña que, en Antioquia, los primeros autores de novelas relacionadas con temas indígenas hayan sido historiadores. Manuel Uribe Ángel, también médico y geógrafo, pudo, en virtud de su erudición bibliográfica, conocer fuentes tan representativas como los Comentarios reales de los incas (1609), de Inca Garcilaso de la Vega. De allí, específicamente del capítulo VIII del “Libro primero”, Uribe Ángel tomó una anécdota histórica para reescribirla como novela o, al menos, como leyenda novelada: la estadía en el cayo Serrana de dos náufragos españoles del siglo xvi.2 La Serrana –como tituló el escritor antioqueño su novela– fue publicada por entregas en el Papel Periódico Ilustrado de Bogotá, entre 1886 y 1887. Por supuesto, esta obra no constituye propiamente una nti, habida cuenta de que ni los personajes son indígenas, ni se plantea un problema indígena, más allá de que la fuente sea la obra de un descendiente de los incas;3 sin embargo, es evidente que el acercamiento de Uribe Ángel a la obra de Garcilaso se traduce en un interés legítimo, aunque muy general, por una expresión cultural cuyo estatus era a todas luces ambiguo en el país y, sobre todo, en una región muy cerrada en sus tradiciones ultramontanas, marcadas por una actitud más bien intransigente ante las manifestaciones alternativas.

 

Propiamente hablando, la primera nti publicada por un antioqueño fue El Dorado (1896), de Eduardo Posada Muñoz (Medellín, 1862-Bogotá, 1942). Se trata de un recuento de la empresa de descubrimiento y conquista de la sabana de Bogotá por Gonzalo Jiménez de Quesada y su hueste, y abarca los hechos que van desde la remontada del río Magdalena por parte de la avanzada española, hasta el establecimiento en la sabana –un lustro después de la fundación de Santafé de Bogotá– del régimen tiránico de Alonso Luis de Lugo. El contacto y la interacción entre españoles y “chibchas” –incluso, de estos con otras etnias de la región– ocupa buena parte de la trama, y tiene una concreción particular en el asunto que, en la historia contada, se antoja más novelesco: la relación sentimental entre la india Zoratama y Lázaro Fonte, soldado a las órdenes de Jiménez de Quesada. Por culpa de un rumor de traición, el capitán destierra a Fonte a Pasca y hasta allí lo sigue Zoratama, quien siente atracción por el español. Tiempo después, cuando al sitio del confinamiento llegan noticias sobre el avance de la tropa de Nicolás Fredemán (sic), el desterrado se presenta ante Jiménez de Quesada y lo impone de esos hechos, logrando con ello la conmutación de su pena. Fonte y Zoratama reciben unas tierras de encomienda y tienen un hijo, pero tiempo después, en un momento en que el soldado se encuentra ausente por haber marchado con Hernando Quesada hacia Quito –donde encontrará la muerte–, Lugo toma posesión de Santafé y expulsa a Zoratama de su hacienda. Ella va con su hijo hasta Guatavita y se arroja a la laguna, en donde una leyenda muisca ubicaba la inmersión suicida de una cacica que había sido infiel a su esposo.

La novela fue incluida en el libro Viajes y cuentos (1896), integrado por otras narraciones de Posada. Debe aclararse, sin embargo, que los primeros cuatro capítulos –“Los Hijos del Sol”, “Los Chibchas” (este con el título de “El Dorado”), “Zoratama” y “Teusaquillo”– ya habían aparecido, sin epígrafes y con mínimas variaciones sintácticas, en la Revista Gris de Bogotá, entre 1894 y 1895. Este proyecto de publicación por entregas se habría interrumpido con la extinción de la revista en 1896, el mismo año en que fue publicado el volumen mencionado. En la nueva versión, tres capítulos inéditos – “Los peruleros”, “El tudesco” y “Un tirano”– se añadieron a los ya publicados en la revista. Asimismo, debe anotarse que la primera edición de la novela como libro independiente se hizo en 1925 en lengua francesa, y llevó el título L’homme Doré. Nouvelle historique. Por supuesto, también hay ediciones colombianas en español: la de Minerva, con impresiones en 1936 y 1937, y la de Colcultura, de 1972, con el título Los hombres de El Dorado.

Hija de su época, la novela se reconoce, en esencia, como una reescritura de los documentos históricos: “El Dorado es un pedazo de historia más bien que de cuento”,4 escribe Posada en la introducción de Viajes y cuentos. Los solos epígrafes –se consignan dos por cada capítulo– permiten elaborar un corpus muy ilustrativo de las fuentes de que bebió el autor, entre las cuales dominan las obras históricas, con adición de un tratado geográfico, un ensayo etnológico y dos trabajos poéticos: Historia general de las Indias (1535-1547), de Gonzalo Fernández de Oviedo; la Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada, escrita en 1539 y atribuida a Gonzalo Jiménez de Quesada; Elegías de varones ilustres de Indias (1586), de Juan de Castellanos; Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales (1627-1892), de Pedro Simón; El carnero, escrito entre 1636 y 1638 por Juan Rodríguez Freyle; las Genealogías del Nuevo Reino de Granada (1674-1676), de Iván Flórez de Ocariz; Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada (1676), de Lucas Fernández de Piedrahita; Historia de la Provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada (1701), de Alonso de Zamora; el Calendario de los muiscas (1795), de José Domingo Duquesne; Compendio histórico del descubrimiento y colonización de la Nueva Granada en el siglo decimosexto (1848), de Joaquín Acosta; Memorias para la historia de la Nueva Granada (1850), de José Antonio de Plaza; la Geografía física y política de la Nueva Granada (1858), preparada por la Comisión Corográfica, y el poema “Les Conquérants de l’Or” (1869), de José-María de Heredia Girard.

Es tal el peso de este archivo que, en la introducción de Viajes y cuentos, Posada justifica su intervención literaria nada más que en términos de los vacíos históricos o, mejor, de lo que la descripción histórica permite imaginar sin que se ponga en jaque su coherencia: “No hay allí novelesco sino el fin de los dos héroes: Fonte y Zoratama. Los historiadores tan sólo dicen que el primero murió en Quito, pero no se sabe cuándo, cómo, ni á qué fue por allá. De la segunda, nada refieren. También tuve que dar nombre á la india, pues lo callan nuestros cronistas”.5 De acuerdo con el epígrafe tomado de Fernández de Piedrahita,6 se sabe de modo difuso que una mujer acompañó a Fonte y tuvo cierta relación con él durante su confinamiento en Pasca.

La sujeción de Posada a su archivo documental se manifiesta, más que en los títulos que hace explícitos, en la doble imagen de españoles e indios; en la marcada oposición que media entre la gallardía de los unos y la brutalidad de los otros, a tono con las valoraciones típicas de las novelas latinoamericanas sobre la Conquista y sin que estorben las contradicciones propias de cada tipo étnico, habida cuenta de que uno de los españoles es el cruel Lugo y que la amorosa Zoratama –o un indio generoso de nombre Zachay– pertenece al mundo chibcha. El segundo capítulo de la novela ofrece una caracterización de los indígenas en la que lo único que se reconoce como apreciable es su opulencia material –en esencia, su ajuar y sus objetos rituales, labrados en oro y con piedras preciosas incrustadas–, a un lado de la cual tienen lugar excesos orgiásticos y sacrificios sangrientos. Es precisamente en el contexto sacrificial donde el narrador establece la diferencia radical entre la barbarie de los amerindios y la fina sensibilidad de los europeos: “Creyeron los salvajes entonces que los españoles sólo devoraban la carne tierna, y les arrojaron dos niños desde lo alto de sus riscos. Los invasores los recogieron con maternal cariño”.7 La crueldad que se les atribuye a los indios en general –porque los panches, antropófagos que asedian la frontera chibcha, encarnan una versión extrema– lleva a que en muchos pasajes se los ponga al nivel de las plagas y animales peligrosos de la selva; y, como estas alimañas, los indios expresan su animosidad con alaridos y gritos desaforados. Mientras tanto, los españoles son fuertes y valientes, resisten con entereza los sufrimientos, se expresan con dulzura y, en general, hacen méritos propios de héroes épicos. El narrador así lo sugiere cuando alude a las remembranzas hispánicas con que la hueste de Jiménez de Quesada distraía sus esfuerzos aguas arriba del Magdalena: “¡Cuántos episodios contaron en aquel momento! Homero los hubiera oído con gusto para hacer cantos de epopeya”.8 Casi sobra decir que esa ponderación, hecha en el primer capítulo, establece que la atribución de contar la historia corresponde a los españoles.

En las casi tres décadas que corrieron tras la publicación de El Dorado, el panorama de la literatura antioqueña estuvo dominado por la vigorosa expresión del realismo social de Tomás Carrasquilla, cuya primera novela –Frutos de mi tierra– también apareció en 1896. En ese panorama se disolvió la novela histórica sobre la Conquista y por eso la emergencia del personaje indio solo se hizo posible cuando se lo ligó a contextos contemporáneos, en cuya representación literaria, sin embargo, no tenían mucha cabida las entidades étnicas que no estaban invitadas a participar en la construcción de la nación colombiana. Al respecto, es paradigmático “Que pase el aserrador” (1914), de Jesús del Corral, relato en el cual, para expresar con realce el talante aventurero y recursivo de un antioqueño en tiempos de guerra civil, se le contrasta con un indio boyacense, pusilánime y condenado a morir de hambre por esa causa, y a quien se caracteriza con rigor –también se lo trata de “grandísimo majadero”9– en las pocas alusiones que se hacen a él. Igualmente, ligados al contexto de las pugnas decimonónicas, y de la misma manera apocados y miserables, son los personajes indios de Lejos del nido (1924), la novela de Juan José Botero (Rionegro, 1840-Ibidem, 1926) que sigue a la de Eduardo Posada en la serie de la nti antioqueña.

Lejos del nido narra la historia de un secuestro: el de Filomena, la hija de un matrimonio de la aristocracia de provincia al sur de Antioquia. Los captores son Mateo Blandón y Romana Grisales, una pareja de indios que pasa por la hacienda de San Pablo y roba a la niña, a quien llevan hasta su rancho en el repartimiento indígena de El Chuscal, donde la renombran como Andrea y la hacen pasar como su nieta. El rapto se sostiene durante cerca de dos décadas, en medio de los peores tratos de los indios hacia Filomena, de quien solo se compadece Luisa Villada, una vecina del repartimiento. Tras sortear un plan para casarla por la fuerza con Isidoro Quirama –también indígena y, a la postre, reclutado para servir en la guerra civil–, la muchacha se reencuentra con su familia. En el ínterin ha conocido a Luciano Ruiz, hijo de hacendados pudientes, con quien se compromete en matrimonio. El secreto se devela tras la muerte de Mateo y Romana, pues esta última confiesa el crimen in articulo mortis.

La historia sucede durante la segunda mitad del siglo xix, y la guerra civil que sirve de trasfondo al desenlace sería la que tuvo lugar entre 1876 y 1877. En el prólogo a una edición reciente –la novela se ha editado regularmente desde su aparición–, Jorge Alberto Naranjo indica que el secuestro ocurrió “en el valle de Rionegro a mediados del siglo pasado”10 y que el autor investigó todas sus circunstancias para reconstruirlo narrativamente. Se trataría, pues, de una anécdota que el propio autor conoció –había nacido en 1840 en esa misma región–, al menos parcialmente. Una prueba adicional de la ligazón de la novela con el siglo xix es que, aunque haya sido publicada en la tercera década del siglo xx, ya había sido escrita mucho antes, en parte por lo menos. En un número de 1897 de la revista medellinense La Miscelánea apareció el primer capítulo de la novela, “Cómo supe la historia”, en el cual Luisa Villada conoce al narrador y se dispone a contarle los hechos que constituyen la novela.11

Por supuesto, la pertenencia de Lejos del nido al siglo xix no está determinada tanto por la fecha de su escritura o su publicación, cuanto por su temática, o, para decirlo con más claridad, por la drástica imagen del indio bárbaro que promueven sus páginas. El dibujo dicotómico de El Dorado ha sido facturado, en la novela de Juan José Botero, con los colores y tonos más intensos, lo que se traduce en la radicalización de la oposición entre indios y blancos: mientras que estos son bellos, bien puestos, prósperos, cultos, de trato suave, buenos católicos y generosos, los indios son feos y sucios, miserables –los chibchas, al menos, eran opulentos–, ignorantes, toscos, supersticiosos y desalmados. Las palabras que consigna el narrador sobre Mateo y Romana, con motivo de su paso por San Pablo, son lapidarias tanto en lo que informan, como en lo que sugieren por asociación: “A estas llegaron a descansar cerca a la portada, dos indios que parecían marido y mujer; ambos de raza avanzada, de caras patibularias, socarrones como los de su raza”.12 Poco después, cuando se refiere la intención de secuestrar a la niña, se comenta que por sus cabezas había pasado “algo tenebroso y diabólico”.13

Es especialmente significativo que esa condición negativa y demoníaca del matrimonio nativo sea vista como algo propio de “su raza”: de esa manera, Lejos del nido incorpora una idea muy común en el discurso social del siglo xix –incluso de buena parte del xx–, como es la convicción de que la condición de ser indio es tan fatal como la herencia biológica, y, por la misma razón, los blancos conservan sus cualidades por más adversas que sean las circunstancias que los rodeen. La aventura personal de Filomena se erige como el principal argumento de esa tesis de atavismo étnico: por más que hubiera sido arrancada de su casa a la edad más tierna y que hubiera sido educada por unos indios ignorantes y crueles, en ella se imponen los atributos de los blancos –“su raza”–, y es así como la bondad, la moderación y el pudor surgen en ella espontáneamente.14

 

Logra apreciarse entonces lo que el Romanticismo decimonónico –henchido de idealismo nacionalista– deparó para la imagen literaria del indio: le asignó los rasgos de la barbarie y la inmoralidad, con lo que inhabilitó a su referente étnico para ser parte del país en construcción. Los documentos históricos, es verdad, mostraban que pueblos precolombinos como los muiscas habían vivido en la opulencia material, y ese rasgo, que no dejaba de ser positivo desde la perspectiva de una sociedad capitalista, no podía ser soslayado ni, por supuesto, usado para denostar a los indios. Pero la solución de la sociedad moderna y excluyente, autora de novelas, fue ligar esa riqueza amerindia a un pasado perdido e irrecuperable, de manera que los indios ricos de la literatura pertenecen, siempre, a grupos extintos. Indio rico del pasado e indio miserable del presente no son más que variantes de una misma concepción estructural.

2.2 La serie del extractivismo

En la tercera década del siglo xx, en el ocaso del largo periodo de gobiernos conservadores que se había iniciado con la promulgación de la Constitución Política de 1886, Colombia se preparaba para un reacomodo de sus políticas agrarias que habría de tomar forma con la entrada en vigor de la “Revolución en marcha” impulsada por Alfonso López Pumarejo, presidente liberal entre 1934 y 1938. Esto significó que se mirara hacia los territorios nacionales –la periferia habitada por el indio– con la expectativa de articularlos con las nuevas aspiraciones de modernización, aunque en algunos casos –como el de la industria cauchera– se tratara realmente de una práctica en remisión. Este interés por la expansión económica fue un tema de reflexión y expresión discursiva en el que fueron pioneros algunos escritores, artistas e intelectuales, quienes de paso marcaron un hito en el proceso creativo del personaje indígena en la novela.15

La publicación de La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, ilustra cabalmente lo anterior. La obra ofrece una imagen realista de la vida de los guahibos, por más que la enturbie cierto tufillo naturalista al referirse Arturo Cova –el narrador– a la apariencia física, gusto gastronómico y creencias nativas. Sin embargo, ya en el siglo xix se había dejado ver una imagen de alta credibilidad etnográfica en Los jigantes (1875), de Felipe Pérez, quien incluyó en su ficción datos sobre las comunidades indias de los Llanos Orientales provenientes de los documentos preparados por Agustín Codazzi durante la Comisión Corográfica (1850-1859). De ahí que lo nuevo en La vorágine sea, sobre todo, la perspectiva que permite ver al nativo como una víctima de la explotación cauchera en el Amazonas. Atrás queda el indio holgazán e inmoral de Lejos del nido, pues, en adelante, las novelas que retratan al indio como un ser postrado o falto de vigor explicarán ese estado de cosas como la consecuencia de una historia atroz. De hecho, esa idea será desarrollada poco después por el ensayista boyacense Armando Solano, en su famosa conferencia “La melancolía de la raza indígena” (1927), en la que, entre otras reflexiones sobre la psicología nativa –la conciencia de su insignificancia en el seno de la naturaleza, el gregarismo y la imperturbabilidad ante la muerte–, destaca la postración melancólica y desesperanzada que han causado en el indio los embates de una historia que le ha deparado nada más que despojo, humillación y dolor.16

El médico César Uribe Piedrahita (Medellín, 1896-Bogotá, 1951) plasmó su propia versión del holocausto cauchero en Toá. Narraciones de caucherías (1933). La novela narra el viaje que Antonio de Orrantia –también médico y comisionado por el gobierno colombiano como visitador de las explotaciones amazónicas– hace a la zona de los ríos Caquetá y Caraparaná. Allá se entera de la desaparición de un naturalista francés, quien viajaba con Nina Cuéllar, una mestiza de origen carijona que habría quedado en poder de los indios boras. Orrantia siente interés por la muchacha –por su propia cuenta le asigna el nombre indígena Toá, “candela”– y luego de enterarse de su rescate entra en contacto con ella. Comienza así un romance con no poca obsesión por parte del médico, quien entrega a los indios, para su defensa, buena parte de los recursos con que debía apoyar a los caucheros colombianos. Tras sortear el ataque de Jarache, un pretendiente de Nina, Orrantia escapa con ella a una aldea de indios sionas, donde viven durante algún tiempo: hasta que la muchacha intenta dar a luz un hijo de ambos, pero muere en el parto, lo cual hace que el médico regrese, enfermo y desolado, a las factorías del caucho.

La novela se alimenta en buena parte del conocimiento antropológico del autor, quien, en el desarrollo de sus investigaciones parasitológicas, conoció muchos enclaves tropicales, al mismo tiempo que se interesó por la cultura material precolombina, tema al que dedicó algunos artículos. En 1924 viajó a la región Amazónica y conoció los ríos Caquetá, Yarí e Igaraparaná, experiencia que habría sido fundamental para la escritura de Toá. Narraciones de caucherías. Con todo, no deja de ser presumible el influjo que, sobre ese trabajo de ficción, habría dejado sentir la tradición indianista del siglo xix. Porque, más allá de la evidente influencia riveriana en la pintura cruda de las masacres de indios por cuenta de los caucheros, la novela de Uribe Piedrahita parece retomar, de Cumandá o un drama entre salvajes (1879), del ecuatoriano Juan León Mera, el motivo de la india-mestiza cuya muerte, producida en la salvaje fatalidad de la selva, malogra su amorío con un blanco instruido. Esa traza decimonónica estaría confirmada por la incapacidad de la narración para plantear, en términos justos, el problema de la tierra, toda vez que, lejos de la proclama mariateguiana sobre la necesidad de restituir al indio como dueño, en Toá. Narraciones de caucherías se aboga por el derecho de los colonos colombianos sobre los predios aledaños al Caquetá, invadidos por hombres de la Casa Arana.

En la narración abundan las referencias a diversos pueblos indígenas de la región en la que tienen lugar los hechos, especialmente a sionas, huitotos y carijonas, grupos de los que se aportan algunos datos etnográficos que logran diferenciarlos. Las imágenes de la ornamentación corporal son especialmente precisas, tal y como lo ilustra en la presentación de Faustino, el boga y guía de Orrantia, de quien se consigna que su cara estaba “depilada totalmente, teníala decorada con líneas transversales y puntos pintados con achiote. Otras líneas de color sepia oscuro hacíanle aparecer los ojos muy alargados”.17 Con todo y este interés plástico –por lo demás, muy característico de la obra de Uribe Piedrahita, incluidos sus artículos etnológicos–, sobre la precisión etnográfica prevalece una imagen general de la condición indígena, resultado de la cual es la tipificación de esos personajes, en contraste con los rasgos que corresponden a los colonos, lo cual, estructuralmente –es decir, más allá de los contenidos–, replica el planteamiento de las novelas anteriores. Los indios, sin importar su etnia, son inexpresivos, melancólicos y están ligados orgánicamente a la naturaleza, mientras que, por ejemplo, los colonos son ajenos a esta y se especializan en explotarla. Pero es ahí donde, sobre todo, se expresa la unidad de la condición india: todos ellos son víctimas de la explotación cauchera. Ciertos pasajes de la novela denuncian los tratos inhumanos de los colonos hacia los indios y hay tanta deliberación en producir impacto con la crudeza de las descripciones que, incluso, la narración llega a fragmentarse en un conjunto de cuadros yuxtapuestos. En consonancia con todo esto, la edición original de Toá. Narraciones de caucherías muestra, en su carátula, la cabeza cercenada de un indio.

La práctica extractiva –concretamente la minería del oro– también fue contexto de referencia de la narrativa de Tomás Carrasquilla (Santo Domingo, 1858-Medellín, 1940), obra en la cual el planteamiento de la diferencia étnica suele recurrir a una imagen prejuiciada del negro. Sin embargo, en Por aguas y pedrejones (1935) –la primera novela de la trilogía Hace tiempos (1935-1936)–, aunque se da continuidad a la representación drástica de la población afrodescendiente –por ejemplo, se dice de ella que “levanta una hedentina de todos los diablos chamuscados”–,18 esta vez aparece una india entre los protagonistas de la historia: Cantalicia Zabala, aya del niño Eloy Gamboa. Es verdad que se le presenta como una mujer de figura un tanto extravagante, pobre y, sobre todo, “triste”,19 pero eso no mengua la positiva valoración moral que se hace de su actuación, toda vez que se le reconoce como trabajadora abnegada, criada leal, preceptora cuidadosa y exigente, persona práctica y avisada, mujer humilde y con mucho conocimiento de la vida. Estos atributos son precisamente los que le permiten fungir de soporte moral y material de Eloy cuando él pierde a sus padres –ella muerta por la complicación de un parto, él ajusticiado por un crimen cometido en el afán de apropiarse de una guaca–. Pero, con todo y ese protagonismo, las marcas de su particularidad cultural son borrosas: apenas logra colegirse que su origen es una reducción o resguardo de indios del nordeste antioqueño. Esto es así porque lo único que importa en ella es que se enmarque en una imagen tópica de lo indio, entendido aquí como una conformación étnica que, como el sector blanco o mestizo, puede diferenciarse del negro, a quien corresponden la barbarie y la tosquedad. En pocas palabras, en Por aguas y pedrejones el personaje indio se reduce a los rasgos de la pobreza, el carácter triste y un conjunto de actitudes morales que lo diferencian de la indolencia de los personajes negros.

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