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Con su tesis de la inclusión del mito en la narrativa peruana de mediados del siglo xx, Escajadillo sugiere –o propiamente documenta– la expresión en ella de algo que, grosso modo, podría identificarse como una voz propiamente india o, simplemente, ancestral. Pues bien, es en ese sentido que avanza la reflexión del crítico cubano Julio Rodríguez-Luis, quien tiene claro que hay un “tercer avatar” para la literatura indigenista. En su trabajo, publicado en 2004, Rodríguez-Luis propone que el indianismo habría dado paso al indigenismo una vez que los escritores, conscientes de que pretendían dar cuenta de un referente que era exterior a su universo cultural, se esforzaron por “paliar lo artificial de su proyecto” y apostaron por una “apariencia de autenticidad respecto a su objeto”,31 gesto que el crítico entiende como una aproximación antropológica. En un principio –digamos nosotros, con el indigenismo ortodoxo de Escajadillo–, se aborda desde afuera la cultura del indio, de modo que este no habla propiamente o lo hace con la voz que, para él, imagina y forja el escritor mestizo, quien, por lo demás, se apoya en la cuestión indígena para adelantar su propia agenda política. En el periodo neoindigenista, esa mirada externa cede el lugar o, mejor, se complementa con un “enfoque interiorista” que pretende apropiarse “totalmente” del referente indígena, de modo que todos los componentes de su vida social, psicología y cultura puedan ser aprovechados, entre ellos el mito. Sin embargo, advierte Rodríguez-Luis, por más que se acerque a la subjetividad del nativo, incluso ese enfoque no puede evitar recurrir a una traducción del texto indígena que es, en el fondo, un tipo de “tergiversación”.32

La superación del escollo vendrá con el “género testimonial” –el tercer avatar indigenista propiamente dicho–, en el cual las historias por narrar son, en esencia, historias de vida recogidas por antropólogos. Aparte de la voz indígena, dominante en la narración, el texto incorpora mínimas intervenciones editoriales con las cuales se busca facilitar el trabajo del lector. Esta modalidad literaria se desarrolló particularmente en la segunda mitad del siglo xx, y habría nacido con Juan Pérez Jolote (1948), libro publicado por el antropólogo mexicano Ricardo Pozas. Rodríguez-Luis se refiere, con entusiasmo, a lo que ve como la manifestación, en esa obra, de una perspectiva indígena sin los sesgos de una orientación con intereses y prejuicios ajenos: “no se enuncia en la obra un mensaje político, puesto que el narrador original no se rebela contra la explotación de que es víctima, sino que acepta la terrible situación en que vive su comunidad; ni tampoco se idealiza a esta, puesto que ese narrador original describe a su pueblo y a sí mismo con absoluta objetividad”.33 Por no ser ni alegato político, ni novela, el testimonio acaba emergiendo como un género peculiar que, en cierto sentido, se brinda como respuesta a la pregunta de Mariátegui por una literatura producida por el indio. Por supuesto, se trata de un punto de llegada paradójico, toda vez que, en el ejemplo particular aducido por Rodríguez-Luis, la esperada literatura del indio llega a cambio de apagar el gesto de “virilidad suficiente”34 con la que el nativo debe luchar por la tierra y contra sus opresores, para emplear una expresión de Manuel González Prada, inspirador del trabajo crítico de Mariátegui.

Hace poco más de un lustro, Carmen Alemany Bay compuso una síntesis de la evolución de la narrativa latinoamericana sobre el indígena que, en términos generales, se pliega al bosquejo ofrecido en los párrafos previos. Sin embargo, a propósito del género testimonial, la autora aporta una reflexión novedosa: a su juicio, el agotamiento del neoindigenismo hacia los años setenta habría llevado a que las “reflexiones literarias” sobre el indígena se incorporaran a diversas modalidades narrativas “renovadas”: las novelas sobre el multiculturalismo, las obras en molde de “nueva novela histórica” que tratan de rescatar elementos del pasado indígena y la narrativa testimonial.35 Alemany Bay, quien no considera la temprana aparición de Juan Pérez Jolote, tiene para sí que el tema indígena encarnó en el testimonio desde fines de los setenta y en cierto sentido por influjo de las investigaciones en campo del etnólogo cubano Miguel Barnet, autor de Biografía de un cimarrón (1966).36 En un principio, la divulgación de testimonios tenía el propósito de acceder, por vía de la memoria individual, a imágenes válidas de una historia colectiva que, por razones políticas, no tenía plena divulgación o era materia de tergiversación; pero, andando el tiempo –en la última década del siglo xx–, esos ejercicios narrativos se desplazaron hacia la conciencia de la propia experiencia del individuo entrevistado, tornándose más subjetivos y estéticos.37 En ese punto, propone Alemany Bay, la narrativa sobre el indígena “vuelve a sus orígenes”,38 toda vez que en la época colonial se habría puesto en marcha con autores que, como Bartolomé de Las Casas y Bernardino de Sahagún, basaron sus descripciones culturales en los testimonios que recabaron de los indios americanos; o que, como los mestizos Huamán Poma de Ayala e Inca Garcilaso de la Vega, hicieron de su propio testimonio la materia narrativa de sus escritos.

No sobra decir que, cuando Mariátegui apela a una “literatura indígena” que “vendrá a su tiempo”, deducimos que el crítico no se refiere a esa narrativa autobiográfica editada como testimonio, ni a la expresión literaria autóctona existente ya desde la época precolombina y preservada, en su mayor parte, en la tradición oral; y que tampoco se refiere a la literatura de esa época o de la Colonia, creada por indígenas y transcrita, en su fonética original, al código alfabético occidental, difundida en compilaciones folclóricas. La aclaración de que esa literatura, “si debe venir” –repárese en el sentido de incertidumbre de esas palabras, o, como escribió alguna vez Luis Cardoza y Aragón, de “titubeo”–,39 solo surgirá cuando “los propios indios estén en grado de producirla”, da a entender que se trata de una literatura de ficción en molde occidental que se antojaba improbable en 1928.

A un lado del avatar del “género testimonial” sería necesario considerar la producción narrativa ficcional de indígenas o mestizos –los límites son imprecisos– que salpica el siglo xx, y a la que es necesario vincular al escritor de origen zapoteco Andrés Henestrosa, autor de la colección de relatos Los hombres que dispersó la danza (1929), así como al wayúu Antonio Joaquín López, autor de la novela Los dolores de una raza (1956), entre otros nombres. La materialidad precaria de las obras originales –con su invisibilidad inherente–, la concentración del trabajo crítico en el área andina y, no en menor grado, la discusión todavía inacabada sobre la identidad étnica, han estorbado el reconocimiento de esas expresiones como literatura indígena, con lo cual sería necesario repensar y ajustar algunas de las categorías implementadas por la crítica.40 En el caso particular de Colombia, el estudio de la narrativa indígena en español apenas cursa las fases de búsqueda, contextualización cultural y glosa libre de las obras, tal como lo muestra un trabajo publicado en los primeros años de la presente década por el escritor e investigador Miguel Rocha Vivas.41

1.4 La heterogeneidad de la novela indigenista según Antonio Cornejo Polar

Las ideas de José Carlos Mariátegui también han sido desarrolladas por el connotado crítico peruano Antonio Cornejo Polar, si bien este, a diferencia de los autores mencionados previamente, se muestra más bien escéptico a propósito de la emergencia –andando el tiempo– de una literatura propiamente indígena. Por el contrario, en Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista (1980), Cornejo Polar pone el énfasis en la brecha que separa al productor de la novela indigenista de su referente nativo, y se muestra convencido de que lo que en esencia caracteriza a ese tipo de obras es la heterogeneidad de la situación sociocultural en juego y la composición formal de la literatura que la expresa.

Para Cornejo Polar, la condición de existencia de la narrativa indigenista es la percepción, como elementos diferenciados, de un universo indígena y otro en el que se produce literatura sobre este. Esa diferenciación es tanto estructural –esto es, al nivel de las categorías lingüísticas que conforman relaciones de oposición– como sociocultural, toda vez que, por ejemplo, hoy en día es posible distinguir a una sociedad ancestral y agraria anclada a una concepción mágica del mundo, “más primitiva”, y a una moderna, urbana y capitalista, de filiación occidental, que pretende “dar razón” de la primera.42 Mutatis mutandis –realmente, la única condición necesaria del indigenismo es que se perciba la oposición fundante, más allá de las cualidades enfrentadas–, ese orden de cosas ha sido el principio constituyente de la escritura sobre el indio en América, desde su manifestación seminal en las crónicas del siglo xvi hasta las novelas de Ciro Alegría y José María Arguedas, que Cornejo Polar distingue como indigenismo en “plenitud”,43 pasando por los registros narrativos del Romanticismo, el modernismo y el realismo psicológico.

Cuando el crítico pone la lupa sobre el proceso de producción de la novela indigenista, distingue en él cuatro elementos constitutivos: la instancia que produce la novela, instancia que posee características ajenas al mundo indio y entre las cuales no es la menor el uso de un código lingüístico occidental; la obra misma, con su factura novelesca y por ello también alejada del universo nativo; el circuito de comunicación de la novela, el cual excluye al indio e integra a lectores urbanos y letrados, y, finalmente, el referente, ese sí perteneciente al universo indígena. Puede decirse, en términos generales, que este último es un elemento subordinado a los otros tres; sin embargo, esa sujeción no se da completamente, pues en algún grado o sentido el referente escapa al orden que quiere imponérsele y acaba incidiendo en la conformación de la novela, situación que por excelencia expresa su heterogeneidad.

 

Cornejo Polar se refiere a esa incidencia como “impacto del referente” y la traduce en tres realizaciones formales: la disposición de algunos argumentos como adición de relatos independientes, forma ligada a la oralidad ancestral, y que el crítico encuentra ejemplificada en las novelas La serpiente de oro (1935) y Los perros hambrientos (1939), ambas de Ciro Alegría; la inserción de canciones e imágenes líricas sobre el paisaje, recurso común en la obra narrativa de José María Arguedas, y la asunción, por parte del discurso novelístico, de componentes míticos, tanto en el sentido de insertar textos de mitos en su discurso como en el de asumir una perspectiva mítica o, propiamente, un “pensamiento mítico”.44 Cornejo Polar alude como ilustración de esto a El mundo es ancho y ajeno (1941), de Alegría, y a Todas las sangres (1964), de Arguedas, ya que en ambas se propone un desenlace con destrucción del “venerable mundo primitivo” del que se espera la fundación de un mundo nuevo en el cual el indio será libre.45 En esta tercera modalidad o, mejor, posibilidad de impacto del referente, se verifica un encuentro entre la conciencia mítica y la conciencia histórica, con recíprocas influencias según el autor: “Parece indudable que el tiempo mítico no puede generar una construcción propiamente novelesca, que como se ha visto requiere de la historia, y en este sentido el indigenismo se ve forzado a modificar el referente para incorporar una forma de conciencia que le es ajena: la novela indigenista debe, por así decirlo, historificar el mito. Como es claro, este proceso no deja de transformar a su vez, en sentido inverso, partiendo del mito, la concepción de la historia”.46

No cabe duda de que la comunión de mito e historia en la novela indigenista es una de las manifestaciones más elocuentes de la heterogeneidad y las contradicciones que conforman el subgénero; sin embargo, es importante entender que de ese enfrentamiento interesa sobre todo su concreción formal, lo que, en términos de Mariátegui, equivale a la concepción relievada del artificio. Cornejo Polar concluye que, más que los contenidos o, mejor, más que las pretensiones de revelar una realidad indígena o de ofrecer un testimonio interno del mundo indio –incluso de proponer su reivindicación–, la novela indigenista consigue plasmar, en su forma, la situación estructural de la que el indio es elemento constitutivo en su relación contradictoria con otros elementos. La literatura reproduce los conflictos que conforman la sociedad que la engendra, y ello implica que habrá novela indigenista mientras no haya una integración plena de los estratos socioculturales que se enfrentan al interior de los países en que se escriben las novelas. El caso del Perú, estudiado por Cornejo Polar, supone un orden de cosas perfectamente extrapolable a Colombia y, en particular, a sus diversos ámbitos regionales.

Podría concluirse que la perspectiva de Cornejo Polar es escéptica respecto de la expectativa de Mariátegui –y de buena parte de sus émulos– de que el indio llegue a escribir su propia literatura, reducido como está a ser poco más que el referente de la novela indigenista. Pero, de la misma manera, no puede perderse de vista que Cornejo Polar muestra un optimismo notorio respecto a la larga vida y vigencia de esa corriente, amenazada por la caducidad de acuerdo con otros críticos. Para Tomás Escajadillo, por ejemplo, las renovaciones formales del neoindigenismo habrían sido la respuesta a una “cancelación” propiamente dicha –y no a una transformación– del indigenismo ortodoxo.47 Antes que él, Luis Cardoza y Aragón ya había sugerido que el indigenismo se había hecho caduco o arcaico una vez que el indio accedió a una conciencia histórica que lo llevó a luchar efectivamente por su causa, y que, ante los genocidios reales, lo demás era pintoresquismo. Escribe el ensayista guatemalteco a propósito del caso mexicano: “¿Por qué México, país muy indio, no tuvo sobresaliente novela indigenista? ¿No es la Revolución mexicana la respuesta?”, y agrega que la “idea” se habría plasmado en la novela decimonónica, concretamente en Los bandidos de Río Frío (1889-1891), de Manuel Payno, allí donde un personaje propone que los indios se enfrenten a muerte a “la gente de razón”.48 Por supuesto, esta interpretación no basta para anular el vaticinio de vigencia de Cornejo Polar, el cual encuentra significativa validación en la abundancia contemporánea de las novelas de tema indígena: basta considerar que solo en Colombia fueron publicadas más de diez obras en la segunda década del siglo xxi.49

1.5 Una investigación sobre novela de tema indígena (nti) en Antioquia

Es nuestro propósito, en los capítulos que siguen, emprender un estudio de la novela de tema indígena (en adelante, nti) escrita en Antioquia, materia prácticamente intocada por la crítica si, más allá de los comentarios a las obras individuales, se piensa en su conformación como tradición o corriente literaria. En concreto, nuestro ejercicio consistirá en presentar, inicialmente, un panorama general de la sucesión en el tiempo de las novelas del corpus, para después abordar con detalle –con intención descriptiva y caracterizadora– un conjunto de tres novelas en las que, creemos, se hace perceptible un proceso literario de representación del indio. Sin embargo, antes de echar a rodar esas unidades discursivas nos son forzosas algunas aclaraciones metodológicas.

La referencia a Antioquia, entendida con objetividad como una unidad político-administrativa del territorio colombiano, sin duda está inspirada por tratarse del departamento en el que se sitúa la Universidad de Antioquia, nuestra sede de trabajo; pero también –y no en poca medida– por la necesidad de delimitar un corpus de novelas de otra manera inabarcable. Siendo nuestro propósito general estudiar la nti latinoamericana –o, si se quiere, las obras publicadas en Colombia– para presentar nuevos datos sobre ella o para aportar una reflexión inédita sobre algunos de sus rasgos, entendemos que es necesario concentrar la mirada nada más que en un grupo de obras, entre las muchas –se cuentan por centenares– aparecidas en el subcontinente en los últimos dos siglos. Por lo demás, ese ha sido el modus operandi de buena parte de los trabajos críticos considerados en las secciones anteriores: José Carlos Mariátegui, Tomás Escajadillo y Antonio Cornejo Polar se concentraron en revisiones críticas de la literatura peruana, sin que ello estorbara para que, más adelante, los procesos detectados y las categorías clasificatorias propuestas fueran referencias legítimas de otros investigadores del amplio caso latinoamericano, entre ellos Luis Alberto Sánchez y Julio Rodríguez-Luis.

Algo similar podría decirse del trabajo de Concha Meléndez, quien recurre a una selección de obras del siglo xix para darle contenido a la categoría de novela indianista, misma que William Archer y Gerald Wade recogen para acomodar un conjunto de obras de la primera mitad del siglo xx. Si se quiere, podríamos reformular nuestro propósito de cara al sentido de la delimitación implementada: lo que realmente pretendemos es estudiar la nti con base en novelas escritas por autores antioqueños. A la luz de esta aclaración, se entenderá que nuestro foco no está puesto en ninguna materia étnica que pudiera entenderse como antioqueña o perteneciente a Antioquia: nos interesa, por ejemplo, una novela que aluda a comunidades amazónicas si su autor es un antioqueño –tal como ocurre con Toá. Narraciones de caucherías (1933), del medellinense César Uribe Piedrahita–, de la misma manera que hemos descartado obras que, referidas a elementos culturales situados en Antioquia, no fueron producidas por autores nacidos allí.

Con cierta intransigencia notarial, entendemos por “autor antioqueño” todo aquel –y solo aquel– que haya nacido en cualquier lugar del departamento de Antioquia. Esta obstinación era necesaria si lo que se quería era contar con un criterio objetivo para establecer un corpus de referencia útil. Es por esa razón, por ejemplo, por lo que no hemos tenido en cuenta una novela como Locos por las amazonas (2005), de Faber Cuervo, un autor radicado hace mucho tiempo en territorio antioqueño, pero nacido en El Cerrito (Valle del Cauca); ni hemos incluido en nuestro recuento a Tríptico de la infamia (2014), por ser Pablo Montoya, a pesar de su nítida ascendencia antioqueña, un escritor nacido en Barrancabermeja (Santander). Haber incluido esas novelas en el corpus en atención a la endoculturación “paisa” de ambos autores nos habría obligado, como contraparte, a poner en duda la incorporación de El Dorado (1896), cuyo autor, Eduardo Posada, nació en Medellín pero residió por mucho tiempo en Bogotá, ciudad donde, incluso, publicó su obra. Plegarse con rigor a un criterio de delimitación implica, inevitablemente, seleccionar al mismo tiempo que descartar, sin que tenga sentido pretender evitar el descarte de algún elemento al precio de renunciar a otro. Mucho menos conviene manipular la condición de selección para hacer la vista gorda frente a las forzosas renuncias. Cuando el criterio de corte se define con limpia intención metodológica, antes de calcular sus implicaciones, la sensatez pide seguirlo a rajatabla.

Los párrafos previos ya habrán sugerido al lector que no albergamos muchas esperanzas respecto a la realidad o posibilidad de que Antioquia sea una entidad o ámbito sociocultural homogéneo y reconocible con objetividad. No se nos escapa que, antes que nada, se trata de una delimitación político-administrativa sobre la que, por supuesto, se han tejido hechos discursivos que permiten imaginarla como una comunidad real. Creemos, con Benedict Anderson, que el sentimiento campante de que a lo antioqueño corresponde un ethos positivo, localizado e integrador, no es otra cosa que la consecuencia de una cruzada ideológica en la que han sido cruciales las manipulaciones lingüísticas en general y, en particular, una estratégica producción de textos impresos.50 Aunque nos seduce el valioso y clásico trabajo de la antropóloga Virginia Gutiérrez de Pineda sobre las condiciones de existencia –históricas y socioculturales– de un “complejo regional antioqueño o de la montaña”,51 sabemos que ese cuadro, conformado de modo preponderante por una economía cafetera, una actividad comercial frenética, una organización social matrilocal, un monopolio moral católico y una alta valoración del emprendimiento, adolece de claras limitaciones de tiempo y espacio, y en realidad no basta para justificar que la categoría Antioquia pueda ser entendida como algo más que la realidad político-administrativa que se representa en los mapas de Colombia, y que lo que hace es encubrir una realidad multicultural de compleja descripción. Por eso no nos sorprende que, cuando Raymond L. Williams procede a estudiar la novela colombiana según su arraigo regional, se vea obligado a elevar la petición de principio de que el país ha estado conformado históricamente por cuatro regiones autónomas –entre ellas Antioquia–, de las que en todo caso advierte su caducidad a partir de la segunda mitad del siglo xx,52 condición que, en cualquier caso, nos impediría implementar la categoría para dar cuenta de un conjunto de novelas que establece sus mojones históricos en los años 1896 y 2014. No obstante, por más que creamos ilusoria la entidad sociocultural de lo antioqueño, su realidad como categoría discursiva en oposición a lo indio –lo que realmente nos interesa– nos merecerá un comentario en el capítulo de conclusión de este libro.

Una aclaración final tiene que ver con la manera como nos referimos a las novelas que estudiamos. Como ya sabe el lector, cuando no invocamos conscientemente las categorías implementadas por los críticos reseñados, preferimos hablar de novela de tema indígena o nti. Con esta expresión, que encontramos más objetiva –o, si se quiere, más neutral–, queremos declarar la intención de acercarnos inductivamente a un objeto de estudio al que, quizá, hace falta mirar con naturalidad; o, para decirlo con mayor exactitud, se trata de un objeto que, para comentarlo con pretensión de novedad, es necesario abordarlo por fuera de las categorías críticas ya conocidas. Como quiera que sea, debe quedar claro que no pretendemos cuestionar esas categorías, toda vez que su establecimiento y aplicación han permitido dilucidar los factores que conforman y dinamizan la corriente de la literatura sobre el indio en América Latina. Pero, asimismo, es necesario reconocer que, amén de su utilidad, las categorías clasificatorias del subgénero no aparecen de modo uniforme en el discurso crítico: Meléndez y Archer y Wade consideran como indianistas a todas las novelas sobre indígenas, con independencia de sus contenidos exotistas o reivindicatorios; Cornejo Polar, a su vez, considera que todas las novelas son indigenistas desde que expresen la heterogeneidad que caracteriza la base sociocultural de su producción, y Escajadillo y Rodríguez-Luis proponen sentidos diferenciales para los términos indianismo, indigenismo y neoindigenismo.53

 

Nos parece saludable situarnos a un lado de esa pugna clasificatoria con la sigla nti, y no solo por pragmatismo gramatical, sino también –lo confesamos– con el audaz deseo de posicionarla como una referencia crítica. Eso sí, más allá de la nominación empleada, no perdemos de vista la doble sugestión de que la serie histórica de la nti tiende a acercarse al universo étnico de la “realidad” extratextual, por más que ese acercamiento nunca se traduzca en un contacto pleno o en una revelación antropológica propiamente dicha. Así ocurre porque –y esa es la segunda sugestión– esa novela está ligada a una perspectiva no indígena o “mestiza” en que lo indio, irremediablemente, solo logra alcanzar significación cuando se lo sitúa en oposición a otras entidades étnicas o, mejor, a los elementos que surgen como mímesis de esas entidades.

Sin más, anunciamos lo que viene en este libro: al presente capítulo, de introducción conceptual, sigue una narración sobre la aparición, características y modos de relación de las nti publicadas por autores antioqueños entre 1896 y 2014, o, al menos, de las 18 obras –entre planetas y satélites– que hemos encontrado a lo largo de nuestra investigación. Esa presentación, si bien privilegia un criterio cronológico, apela por momentos al recurso de presentar series históricas paralelas o superpuestas, con la idea de hacer visibles recurrencias o procesos manifiestos en subconjuntos específicos de novelas. En sentido estricto, esta sección de nuestro trabajo puede entenderse como una narración de presentación de algunos hechos literarios según su relación cronológica, antes que como una historia propiamente dicha de la nti, lo cual requeriría de una apertura del marco sociocultural de referencia que aquí, por nuestro interés divulgativo, no estamos en condiciones de efectuar.

En los tres capítulos que siguen a ese recuento histórico se presentan, con detalle, los casos de sendas novelas: Lejos del nido (1924), de Juan José Botero; Toá. Narraciones de caucherías (1933), de César Uribe Piedrahita, y Andágueda (1946), de Jesús Botero Restrepo. La razón de esta selección no es solo metodológica –la necesidad de concentrar la mirada en unos corpus limitados, con la idea de advertir y analizar rasgos literarios relevantes–, sino que, en cierto sentido, esas tres novelas conforman un subgrupo “natural”: las tres, cercanas en el tiempo de acuerdo con el momento de su publicación, han nacido, presuntamente, de una experiencia de “proximidad” personal –esto es, no mediada por documentos– de sus autores con el mundo nativo. Pero no es solo eso: en las tres novelas lo indígena es un asunto central, al punto de que, en todas, se desarrolla la aventura de un protagonista blanco o mestizo que se ha instalado en el seno de una comunidad o ámbito indio, lo cual obliga a que la narración dé cuenta, con detalle, de una experiencia de choque cultural y tramitación de la alteridad étnica. Casi sobra decir que con el abordaje detallado de esas novelas también queremos ofrecer un modelo expositivo que podría ser tenido en cuenta a la hora de abordar otras tantas obras cuyo estudio queda por hacer, según este mismo trabajo muestra: en cada uno de esos capítulos distribuimos la información en seis secciones. La primera de ellas consiste en una noticia sucinta sobre el autor (no perdemos de vista que el foco de nuestro interés es la realidad textual de las novelas). Luego presentamos un resumen del argumento, al que siguen una presentación de las características atribuidas explícitamente al indio y un análisis del tipo social construido. Posteriormente, hacemos una revisión de lo que la crítica ha dicho de la novela (no emprendemos esta tarea previamente a nuestro análisis tipológico por no viciar el gesto inductivo de nuestra investigación), y a su término ofrecemos un balance de todo lo expuesto.

Tras la presentación de los tres casos proponemos una reflexión conclusiva sobre los rasgos más relevantes de la imagen o imágenes del indio o indígena, persistentes a lo largo de nuestra pesquisa documental, con alguna implicación de lo que cabría entender por lo antioqueño. Finalmente, divulgamos nuestro archivo bibliográfico, así como un índice temático que, esperamos, guíe al lector en la localización de algunos tópicos y datos destacados en la exposición.

1. Cristóbal Colón, La carta de Colón anunciando el descubrimiento del Nuevo Mundo 15 de febrero – 14 de marzo 1493 (Madrid: Talleres Hauser y Menet, 1956), 15.

2. Luis Leal y Rodolfo J. Cortina, “Introducción”, en Jicoténcal (Houston: Arte Público Press, 1995), vii-xlvii.

3. Concha Meléndez, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889) (Madrid: Imprenta de la Librería y Casa Editorial Hernando, 1934).

4. Gerald E. Wade and William H. Archer, “The Indianista Novel since 1889”, Hispania 33, no. 3 (1950): 211-20.

5. Ernesto Mächler Tobar, “Vision de l’indien à travers le roman colombien du XXe siècle” (Tesis de doctorado, Université de Paris III-Sorbonne Nouvelle, 1998).

6. José Martí, El indio de nuestra América (La Habana: Casa de las Américas, Centro de Estudios Martianos, 1985), 124.

7. José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Lima: Amauta, 1976), 332.

8. Mariátegui, Siete ensayos, 47.

9. Ibid., 49.

10. Luis Alberto Sánchez, Proceso y contenido de la novela hispano-americana (Madrid: Gredos, 1976); Julio Rodríguez-Luis, Hermenéutica y praxis del indigenismo. La novela indigenista. De Clorinda Matto a José María Arguedas (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1980).

11. Mariátegui, Siete ensayos, 335.

12. Luis Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias. Casi novela (Ciudad de México: Era, 1991), 88.

13. Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, 94.

14. Henri Favre, El indigenismo (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1999), 66.

15. Favre, El indigenismo, 69.

16. Ibid., 70.

17. Guillermo Bonfil Batalla, “El concepto de indio en América: una categoría de la situación colonial”, Anales de Antropología 9 (1972): 110.

18. Bonfil Batalla, “El concepto de indio”, 110.

19. Ibid., 122.

20. Arturo Warman, Los indios mexicanos en el umbral del milenio (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2003), 17.

21. Meléndez, La novela indianista, 9.

22. Ibid., 176.

23. Wade and Archer, “The Indianista Novel”, 217.

24. Sánchez, Proceso y contenido, 495.

25. Ibid., 506. En nuestra síntesis crítica hemos transitado entre las obras de Concha Meléndez y Luis Alberto Sánchez no solo porque él se refiere explícitamente a ella, sino porque se trata de dos fuentes que hemos tenido a la mano. Sin embargo, es necesario advertir que Aída Cometta Manzoni –académica argentina que Sánchez menciona– ya había establecido la aclaración terminológica a la que nos referimos, si no pensando particularmente en el género de la novela, sí al menos en el ámbito general de la literatura. De acuerdo con una fuente secundaria, Cometta Manzoni escribió, en su libro El indio en la poesía de América española (1939), que “[La literatura indianista] se ocupa del indio en forma superficial, sin comprometerse en su problema, sin estudiar su psicología, sin confundirse en su idiosincrasia. La literatura indigenista, en cambio, trata de llegar a la realidad del indio y ponerse en contacto con él”. Daniel Wogan, “‘El indio en la poesía de América española’, por Aída Cometta Manzoni”, Revista Iberoamericana 4, no. 8 (1942): 468.