El caso de Betty Kane

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Из серии: Hoja de Lata #34
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4

¿Has tenido un día atareado, querido? —preguntó la tía Lin mientras desplegaba una servilleta y la colocaba sobre su mullido regazo.

Era esta una frase que, aunque nacía de una sincera preocupación e interés, con el paso del tiempo había perdido su significado. Era una manera más de dar comienzo a la cena, tanto como el gesto de extender su servilleta o de tantear el suelo con los pies hasta dar con el escabel en el que los apoyaba para compensar la brevedad de sus gordezuelas piernas. En cualquier caso, no esperaba respuesta alguna. O, más bien, puesto que no se percataba de haber hecho la pregunta, tampoco prestaba atención a la respuesta.

Robert levantó la vista de la mesa y la miró con una benevolencia aún mayor que de costumbre. Tras su insólita visita de esa tarde a La Hacienda, la serenidad de tía Lin le resultaba reconfortante y observó con ojos nuevos aquella pequeña y sólida figura de cuello gordezuelo, cara redonda y sonrosada y cabellera de color gris acero cuyos rizos se escapaban de las grandes horquillas que pretendían contenerlos. Linda Bennet vivía inmersa en su pequeño mundo de recetas de cocina, estrellas de cine, criaturitas de Dios y mercadillos caritativos en la parroquia. Y era obvio que no necesitaba nada más. La alegría y la satisfacción la envolvían como un manto que protege contra el frío. Leía cada día la Sección Femenina del periódico (artículos del tipo «cómo elaborar una boutonnière a partir de unos viejos guantes de seda») y, que Robert supiera, nada más. A veces, cuando cogía el periódico después de que Robert lo leyera —tenía la costumbre de dejarlo abierto sobre la mesa—, la anciana se dedicaba a leer algunos titulares y los comentaba: «¡UN HOMBRE PONE FIN A UN AYUNO DE OCHENTA Y DOS DÍAS! ¡Estúpida criatura!»; «¡DESCUBREN PETRÓLEO EN LAS BAHAMAS! ¿Te he contado, querido, que la parafina ha subido un penique?». Sin embargo, daba la impresión de que nunca creía realmente que lo que contaban los periódicos fuera verdad. El mundo de la tía Lin empezaba con Robert y terminaba en un radio de menos de dos kilómetros de distancia.

—¿Qué te ha retenido hasta tan tarde, querido? —preguntó ella, al terminar la sopa.

Gracias a una larga experiencia, Robert supo que la pregunta entraba en una categoría diferente a, por ejemplo, «¿Has tenido un día atareado, querido?».

—He tenido que ir a La Hacienda. La casa que hay en la carretera de Larborough. Necesitaban asesoramiento jurídico.

—¿Esa gente tan extraña? No sabía que las conocías.

—Así es, no las conocía. Solo querían hacerme una consulta.

—Espero que te paguen por tus servicios. No tienen ni un penique, ¿sabes? El padre estaba metido en algún negocio de importación —frutos secos o algo por el estilo— y bebió hasta morir. Las dejó en la ruina, pobres mujeres. La vieja señora Sharpe regentó durante un tiempo una pensión en Londres para poder llegar a fin de mes, y la hija se empleaba donde podía como chica para todo. Estaban a punto de quedarse de patitas en la calle, tan solo con sus muebles, cuando murió el viejo de La Hacienda. ¡La Providencia!

—¡Tía Lin! ¿De dónde sacas esas historias?

—Pero es cierto, querido. Absolutamente cierto. He olvidado quién me lo contó, fue alguien que vivía entonces en su misma calle en Londres. Pero la información es de primera mano, te lo aseguro. Ya sabes que no soy como esas gallinas ociosas que se dedican a difundir chismorreos que no se sostienen. ¿Es bonita la casa? Siempre me he preguntado qué había tras esa enorme puerta de hierro.

—No, bastante fea. Pero aún tienen algunos bonitos muebles.

—Seguro que no tan bien conservados como los nuestros —dijo mientras contemplaba satisfecha el perfecto aparador y las hermosas sillas colocadas contra la pared—. El vicario dijo ayer mismo que si esta casa no fuera obviamente una vivienda haría a la perfección las veces de museo.

La mención del vicario siempre parecía recordarle alguna otra cosa:

—Por cierto, trata de ser especialmente amable estos días con Cristina. ¿Lo harás? Creo que va a ser «salvada» una vez más.

—Oh, pobre tía Lin, qué inconveniencia para ti. Pero ya me lo temía. Había un pequeño mensaje en el platillo de mi té esta mañana temprano. «¡Tú eres el Dios que ve!», ponía, escrito en un rollito de papel rosa con un bonito diseño de lirios de Pascua como fondo. ¿De veras va a cambiar de iglesia una vez más?

—Sí. Al parecer ha descubierto que los metodistas son todos unos «fariseos». De modo que ha ido a ver a esa gente de la congregación que se reúne en el piso que hay sobre la panadería de Benson y será bautizada cualquier día de estos. ¡Se ha pasado toda la mañana cantando himnos a voz en grito!

—Pero eso siempre lo hace.

—¡No, esta vez eran esos himnos airados que alaban la ira del Señor! Mientras salmodia su «perlada corona» y su «dorado sendero» todo va bien. Pero en cuanto la oigo cantar sobre la «espada del Señor» sé que ese día me tocará a mí ocuparme del horno.

—Bueno, querida, tú cocinas tan bien como Cristina.

—Oh, no, eso no es cierto —dijo Cristina, mientras entraba con una fuente de carne. Era una criatura corpulenta y entrada en carnes, de desordenado pelo liso y con un ojo vago—. Solo hay una cosa que su tía Lin hace mejor que yo, señor Robert: los panecillos de Pascua. ¡Y eso ocurre una vez al año! Y si no se me aprecia en esta casa, me iré adonde sepan hacerlo…

—¡Cristina, querida! —dijo Robert—. Sabes muy bien que no podríamos imaginarnos esta casa sin ti, y si te marcharas yo mismo te seguiría hasta el fin del mundo. Aunque solo sea por tus tartaletas de crema. Por cierto, ¿puedes hacerlas mañana?

—Las tartaletas de crema no son para los pecadores impenitentes. Además, no hay crema. Pero ya veremos. Mientras tanto, señor Robert, examine usted su alma y deje de tirar piedras sobre su propio tejado.

La tía Lin suspiró suavemente mientras la puerta se cerraba tras la mujer.

—Veinte años —dijo, pensativa—. Quizá no te acuerdes de cuando llegó del orfanato. Quince años, y tan delgadita, la pobre chiquilla. Se comió un bollo entero de pan con su té, y me dijo que rezaría por mí durante el resto de su vida. Y creo que ha cumplido su promesa, ¿sabes?

Algo parecido a una lágrima brilló en uno de los azules ojos de la señorita Bennet.

—En fin, espero que posponga su salvación hasta que haya hecho esas tartaletas —dijo Robert, con brutal pragmatismo—. ¿Te ha gustado la película?

—¡Ay, querido! ¡No se me iba de la cabeza que tuvo nada menos que cinco mujeres!

—¿A quién te refieres?

—Las tuvo, querido. Una después de otra. Gene Darrow. He de decir que esos pequeños programas que reparten son muy informativos, aunque algo decepcionantes. Era un estudiante, ¿sabes? En la película, quiero decir. Muy joven y romántico. Pero yo no dejaba de pensar en esas cinco mujeres, y la cosa ha acabado por estropearme la tarde. ¡Pero qué encanto tenía! Se dice que en una ocasión dejó a su tercera mujer colgando de la ventana, sujeta por las muñecas, hasta que se cansó. Pero eso no puedo creerlo, no. Para empezar, no creo que sea lo suficientemente fuerte. Parece que tuvo algún problema pulmonar cuando era niño. No me parece lo suficientemente fuerte para sostener a nadie de esa manera. Y menos aún desde un quinto piso.

El amable monólogo continuó mientras degustaban el pudin. Robert enseguida perdió interés y meditó sobre el asunto de La Hacienda y no volvió al mundo real hasta que ambos se levantaron de la mesa y se dirigieron al salón para tomar el café.

—Es una prenda muy favorecedora. Si las asistentas se convencieran de ello… —dijo ella.

—¿A qué te refieres?

—El delantal. La protagonista trabajaba en un palacio, ¿sabes? Y llevaba uno de esos ridículos trapitos de muselina. ¡Tan discretos! Por cierto, ¿tiene sirvienta esa gente de La Hacienda? ¿No? Bueno, no me sorprende. Mataron de hambre a la anterior, ¿lo sabías? Le daban…

—¡Por favor, tía Lin!

—Te lo aseguro. Para desayunar le daban las raspas del asado del día anterior. Y cuando había pudin de leche…

Robert no quiso escuchar la historia del pudin. A pesar de la deliciosa cena, se sintió repentinamente cansado y deprimido. Si ni siquiera la dulce y algo ingenua tía Lin era capaz de ver el daño que hacía al repetir esas absurdas historias, ¿qué llegarían a decir en Milford si tuvieran motivos reales para montar un escándalo?

—Y hablando de sirvientas… Oh, se ha terminado el azúcar moreno, querido, así que tendrás que tomar terrones por esta noche… Hablando de asistentas, la chiquilla de los Carley se ha metido en problemas.

—¿Quieres decir que alguien la ha metido en problemas?

—Así es. Arthur Wallis, el friegaplatos del White Hart.

—¿Quién? ¡Wallis, otra vez!

—Sí, la cosa ya pasa de castaño oscuro, ¿no te parece? No entiendo por qué ese hombre no se casa. Le saldría mucho más barato.

Pero Robert ya no escuchaba. De nuevo se encontró mentalmente en el salón de La Hacienda donde, sintiéndose completamente impotente, era objeto de burla de su propia intolerancia legal hacia la injusta divulgación de chismes absurdos. De nuevo en aquella destartalada habitación, rodeado de muebles sin encerar, de sillas invadidas por montones de cosas que nadie se preocupaba de ordenar…

Y donde, ahora que lo pensaba, nadie lo perseguía, cenicero en mano, para que apagase su cigarro.

5

Había transcurrido más de una semana cuando el señor Heseltine asomó su pequeña y encanecida cabeza por la puerta del despacho de Robert para decirle que el inspector Hallam estaba en la sala de espera y quería hablar con él un momento.

 

La habitación del otro lado del pasillo, en la que el señor Heseltine tiranizaba a los administrativos, era conocida como «la oficina». Aunque, tanto el cuarto que ocupaba Robert como el más pequeño al fondo del pasillo, utilizado por Nevil Bennet, eran igualmente —a pesar de sus alfombras y sus escritorios de caoba— oficinas al uso. Había una sala de espera oficial detrás de «la oficina», una pequeña estancia que debería haber ocupado el joven Bennet pero que, puesto que nunca había sido muy popular entre los clientes de Blair, Hayward y Bennet, se había decidido destinar a un fin más práctico. Por lo general, los clientes se colaban directamente en el despacho para anunciar su presencia y se dedicaban al comadreo hasta que Robert estaba libre para atenderlos. La pequeña «sala de espera» era, desde hacía tiempo, el feudo de la señorita Tuff. Allí solía transcribir las cartas de Robert, lejos de las distracciones de las visitas y del habitual fisgoneo de los recaderos.

En cuanto el señor Heseltine fue a buscar al inspector, Robert se dio cuenta, algo sorprendido, de que estaba inquieto como no lo había estado desde que, siendo un muchacho, llegaba el momento de acercarse al tablón de anuncios para ver las calificaciones de los exámenes. ¿Era su vida tan plácida que el contratiempo de unos extraños lo turbaba de ese modo? ¿O se debía a que, después de haber estado pensando en las Sharpe durante toda la semana, estas ya habían dejado de ser unas desconocidas para él?

Se preparó, pues, para lo que Hallam fuera a decirle y fue a encontrarse con él. Sin embargo, lo que Hallam expuso con sus habituales frases, siempre tan medidas y cuidadosamente formuladas, fue que Scotland Yard había dado a entender que no iba a tomar ninguna medida con las pruebas presentadas hasta el momento. Blair reparó en la expresión «pruebas presentadas» y calibró su verdadero significado. No abandonaban el caso. ¿Es que lo hacía Scotland Yard alguna vez? Sencillamente se limitarían a esperar sentados, a aguardar su momento.

Sin embargo, la mera idea de que Scotland Yard adoptara dicha actitud no era algo particularmente tranquilizador en las actuales circunstancias.

—Entiendo que carecen de pruebas contrastables, de testigos que puedan corroborarlas —dijo.

—No han podido encontrar al camionero que la recogió —respondió Hallam.

—Algo así no los pillaría de sorpresa.

—No —reconoció Hallam—. Ningún camionero va a arriesgar su pellejo confesando que recogió a alguien en la carretera a horas intempestivas. Especialmente a una chiquilla. Los patrones en el sector del transporte son muy estrictos con ese tipo de cosas. Y si se trata de una joven que se ha metido en problemas y es la policía quien hace las preguntas, ningún hombre en su sano juicio estaría dispuesto a reconocer ni tan siquiera haberla visto.

Cogió un cigarrillo que Blair le ofrecía y continuó:

—Necesitaban a ese camionero —dijo Hallam—. O algo semejante.

—Sí —dijo Blair, pensativo—. ¿Qué piensas de ella?

—¿La muchacha? No lo sé. Una buena chica. Me ha parecido sincera. Podría haber sido una de las mías.

Eso, pensó Blair entonces, era un buen ejemplo de lo que les esperaba si el caso seguía adelante. Para todo hombre de buen corazón, la chiquilla en el estrado de los testigos sería como la propia hija de cualquiera. No porque fuera una niña abandonada, sino precisamente porque no lo era. El decente uniforme escolar, su pelo castaño claro, su joven cara de rasgos aún por definir, con esos atractivos hoyuelos bajo los pómulos y esa mirada cándida. Sin duda era la víctima soñada por cualquier fiscal.

—Como cualquier otra chica de su edad —añadió Hallam, considerando el asunto—. No tengo nada en contra suya.

—De modo que tú no juzgas a la gente por el color de sus ojos —dijo Robert distraídamente, pensando aún en la muchacha.

—¡Oh! ¡Y tanto que sí! —respondió Hallam, pillándolo por sorpresa—. Créeme, hay especialmente un tono azul bebé que para mí siempre es sinónimo de culpabilidad en un hombre. Antes incluso de que haya abierto la boca. Mentirosos casi con plena seguridad, todos ellos. —Hizo una pausa para darle una larga chupada a su cigarrillo—. Y lo mismo ocurre en caso de asesinato, ahora que lo pienso. Aunque no me he topado con demasiados asesinos a lo largo de mi carrera.

—Me sorprendes —dijo Robert—. En el futuro daré más importancia a los ojos de color azul bebé.

Hallam hizo una mueca parecida a una sonrisa.

—Mientras tengas la cartera controlada no habrá problemas. Todas las mentiras de los de ojos azul bebé son por dinero. Solo matan si llegan a verse demasiado enredados en sus propios embustes. El rasgo distintivo de los asesinos no es el color de ojos sino su disposición en el rostro.

—¿Su disposición?

—Así es. Están colocados de un modo especial. Los dos ojos, quiero decir. Al mirarlos, uno tiene la sensación de que pertenecen a caras diferentes.

—Pensé que no habías conocido a muchos.

—No, pero he leído historiales y examinado muchas fotografías. Siempre me ha sorprendido que la cuestión no se mencione en ningún libro especializado. Esa particularidad fisonómica, quiero decir.

—De modo que es una teoría tuya.

—Resultado de la observación, así es. Deberías intentarlo alguna vez. Es fascinante. Yo me encuentro casos allí donde miro.

—¿Por las calles, quieres decir?

—No, aún no he llegado a tanto. Pero sí me fijo en cada nuevo caso de asesinato que nos entra. Espero las fotografías, y cuando las veo me digo: «¡Ahí está! ¡Justo como había pensado!».

—¿Y cuando llega una foto y los ojos son matemáticamente simétricos?

—En la mayoría de los casos suele tratarse de una muerte accidental. El tipo de asesinato en el que podría verse envuelto cualquiera en las circunstancias propicias.

—Y si un día observaras una fotografía del respetado vicario de Nethar Dumbleton mientras está siendo homenajeado por sus agradecidos parroquianos tras cincuenta años de devotos servicios y de repente observaras esa asimétrica tipología, ¿a qué conclusión llegarías?

—Pues pensaría que su esposa le satisface, que sus hijos le obedecen, que su salario es suficiente para cubrir sus necesidades, que no profesa ninguna ideología política, que se lleva bien con los peces gordos de su comunidad y tiene permitido celebrar el tipo de servicios que quiere. En suma, que nunca en su vida ha tenido la más mínima necesidad de matar a nadie.

—Ya veo. Tú te lo guisas y tú te lo comes.

—¡Ah! —exclamó Hallam, con cierto disgusto—. Pierdo el tiempo explicando los métodos policiales a un abogado. Pensaba —añadió, poniéndose en pie para salir— que una mente legal como la tuya agradecería algunos buenos consejos acerca de cómo juzgar a perfectos extraños.

—Lo único que estás consiguiendo —dijo Robert— es corromper a una mente inocente. A partir de ahora ya nunca seré capaz de examinar a un nuevo cliente sin que mi subconsciente registre el color de sus ojos y la simetría con la que están dispuestos en mitad de su cara.

—Bueno, me conformaré con eso. Ya era hora de que aprendieras algunas cosas acerca de cómo funciona este mundo.

—Gracias por venir a ponerme al día sobre el caso —dijo Robert, de nuevo con seriedad.

—El teléfono en este pueblo —dijo Hallam— procura tan poca discreción como la radio.

—En cualquier caso, muchas gracias. Informaré ahora mismo a las Sharpe.

Cuando Hallam salía por la puerta, Robert descolgó el auricular.

No podía, como bien había dicho Hallam, hablar abiertamente por teléfono, pero al menos podía decirles que iría a visitarlas de inmediato y que las noticias eran buenas. Así les quitaría un pequeño peso de encima. En esos momentos la señora Sharpe estaría disfrutando de su siesta, de modo que quizá esta vez conseguiría evitar al viejo dragón. Y, por supuesto, tendría también oportunidad de mantener un pequeño tête-à-tête con Marion Sharpe, aunque este último pensamiento lo dejó a medio formular, en un rincón apartado de su mente.

Pero nadie respondió a su llamada.

Con la reticencia y desgana habituales, la centralita transfirió sus llamadas durante al menos cinco minutos, pero sin obtener respuesta. Las Sharpe no estaban en casa.

Mientras aún hablaba con la centralita, Nevil Bennet entró en el despacho vestido con su espantoso traje de tweed, una camisa color salmón y una corbata púrpura. Mirándolo por encima del auricular, Robert se preguntó por enésima vez qué sería de Blair, Hayward y Bennet cuando la sociedad cayera en manos del joven vástago de los Bennet, una vez que él ya no estuviera. Sabía que el chico era inteligente, pero la inteligencia no le llevaría muy lejos en Milford. La pequeña comunidad de Milford esperaba que todo hombre dejara de comportarse como un estudiante en cuanto hubiera alcanzado la edad suficiente para ser considerado adulto. Pero aún no había ni un solo indicador de que el joven Nevil fuera a aceptar a corto plazo la idea de adaptarse a la realidad existente más allá de su cuadrilla de amigos. Quizá inconscientemente, no dejaba ni un solo momento de intentar impresionar al mundo. Y su forma de vestir era un claro ejemplo de ello.

No es que Robert sintiera deseos de ver al muchacho vestido con los clásicos trajes de riguroso negro. Él mismo llevaba un traje de tweed gris y su clientela del campo solía mirar con cierta desconfianza esas ropas de ciudad. «Ese terrible hombrecillo con sus trajes a rayas», había dicho Marion Sharpe del abogado urbanita durante su inesperada llamada telefónica. Pero es que afortunadamente había diversos tipos de tweed, y los trajes de Nevil Bennet formaban parte de una espantosa categoría.

—Robert —dijo Nevil, mientras su interlocutor se daba por vencido y colgaba el auricular—, ya he terminado con los papeles del traspaso Calthorpe, así que creo que iré a Larborough esta tarde si no quieres que me ponga con otra cosa.

—¿No puedes hablar con ella por teléfono? —preguntó Robert.

Nevil se había comprometido recientemente, de manera algo informal como es habitual en los tiempos modernos, con la tercera hija del obispo de Larborough.

—Oh, no voy a ver a Rosemary. Se ha ido a Londres una semana.

—Un mitin de protesta en el Albert Hall, imagino —dijo Robert, contrariado por no haber podido ponerse en contacto con las Sharpe para comunicarles las buenas noticias.

—No, en el Guilhall —dijo Nevil.

—¿De qué se trata esta vez? ¿La vivisección?

—A veces da la sensación de que te has quedado atrapado en el siglo pasado, Robert —dijo Nevil, con su habitual aire de solemne paciencia—. Ya nadie, excepto algunos carcas, se opone hoy en día a la vivisección. La protesta es contra la negativa del gobierno a dar asilo al patriota Kotovich.

—Ese patriota está entre los criminales más buscados de su país, según tengo entendido.

—Por sus enemigos, sí.

—Por la policía. Se le acusa de dos asesinatos.

—Ejecuciones.

—¿Es que te has convertido en discípulo de John Knox, Nevil?

—¡Por Dios, no! ¿Qué tiene eso que ver?

—También él creía en los verdugos que actuaban por su cuenta. Pero esa idea ya está algo pasada en este país, me parece. Sea como sea, si tengo que escoger entre la opinión de Rosemary sobre Kotovich y el punto de vista de la División Especial, me quedo con la División.

—La División Especial solo hará lo que le ordene el Ministerio de Asuntos Exteriores. Todo el mundo lo sabe. Pero, en fin, si me quedo a explicarte todas las ramificaciones del caso Kotovich llegaré tarde a ver la película.

—¿Qué película?

—La película francesa que voy a ver en Larborough.

—Supongo que sabes que la mayoría de esas chorradas francesas por las que se mueren los intelectuales británicos son consideradas más bien malas en su país. En fin, no tiene importancia. ¿Crees que podrás hacer una breve parada en La Hacienda de la que vas y dejar una nota en su buzón?

—Podría. Siempre he querido ver lo que hay tras esos muros. ¿Quién vive ahí ahora?

—Una anciana y su hija.

—¿Su hija? —repitió Nevil automáticamente, levantando las orejas.

—Su hija de mediana edad.

—Ah, está bien. Cogeré mi abrigo.

Robert escribió únicamente lo que pretendía decirles por teléfono, que saldría a resolver unos asuntos durante una hora más o menos pero que volvería a llamarlas tan pronto como le fuera posible y que Scotland Yard no tenía caso a día de hoy, y así lo reconocía.

 

Nevil volvió a entrar en el despacho con su horrendo raglán colgado del brazo, cogió la nota con cierta brusquedad y desapareció anunciando: «Dile a tía Lin que quizá llegue tarde. Me ha invitado a cenar».

Robert se puso su sobrio sombrero gris y salió en dirección al Rose & Crown para encontrarse con su cliente, un viejo granjero y el último hombre en toda Inglaterra que aún padecía de gota crónica. El anciano todavía no había llegado cuando él entró y Robert, por lo general de temperamento apacible y afable, trató de contener su impaciencia. El ritmo con el que pasaban sus días parecía haberse alterado. Hasta ahora su vida transcurría de acuerdo a un pulso equilibrado. Pasaba de un asunto a otro sin urgencia y sin emoción. Ahora, sin embargo, había un foco de interés y el resto de su mundo comenzaba a girar en torno a él.

Se sentó en una de las sillas forradas de cretona del salón y miró los manoseados periódicos que había sobre la mesa de al lado. El único reciente era un ejemplar del Watchman — una publicación semanal— que cogió reacio, pensando una vez más en cómo le desagradaba el seco tacto del papel y que el borde dentado de las hojas le hacía rechinar los dientes a veces. El cuanto al contenido, nada más que la habitual colección de protestas, poemas y pedanterías. Entre la selección de protestas ocupaba un lugar de honor la columna escrita por el futuro suegro de Nevil, en la que este se dedicaba casi por entero a glosar el oprobio que caería sobre Inglaterra si se le negaba un santuario al patriota fugitivo.

El obispo de Larborough llevaba años difundiendo la filosofía cristiana según la cual el desvalido siempre tiene razón. Era muy popular entre los revolucionarios de los Balcanes, en los comités de huelga británicos y también entre los habituales inquilinos del sistema penitenciario. La única excepción entre estos últimos era el reincidente crónico Bandy Brayne —que despreciaba profundamente al buen obispo y reservaba su afecto para el gobernador—, para el cual una lágrima no era más que una simple gota de H2O y que no dudaba en echar por tierra, cada vez que tenía ocasión, las sensibleras historias del viejo santurrón del modo más expeditivo y carente de emoción. No había historia, por muy exagerada que fuera —decían afectuosamente los más empedernidos ladrones y presidiarios—, que el viejo no estuviera dispuesto a creer.

Normalmente Robert encontraba al obispo vagamente divertido, pero hoy su actitud le pareció sencillamente irritante. Trató de leer dos poemas, sin ser capaz de encontrarle el menor sentido a ninguno de ellos. De modo que volvió a dejar el periódico encima de la mesa.

—¿Problemas en Inglaterra una vez más? —preguntó Ben Carley, parándose junto a su silla y girando la cabeza para mirar la cubierta del Watchman.

—Hola, Carley.

—El Marble Arch de los ricachones —dijo el abogadillo, hojeando el periódico desdeñosamente con un dedo manchado de nicotina—. ¿Quieres beber algo?

—Gracias, pero estoy esperando al viejo señor Wynyard. Nunca da un paso más allá de lo necesario, últimamente.

—¡No! El pobre viejo. Los pecados de los padres, sin duda. ¡Es terrible sufrir las consecuencias de un oporto que nunca bebiste! Por cierto, vi tu coche aparcado el otro día frente a La Hacienda.

—Sí —dijo Robert, quedándose pensativo por un instante.

No era propio de Ben Carley ser tan atrevido. Obviamente, si había visto su coche también había visto los de la policía.

—Si las conoces entonces podrás aclararme algo. Siempre he querido saber algo más de ellas. ¿Son ciertos los rumores?

—¿Rumores?

—¿Son brujas?

—¿Es eso lo que dicen? —preguntó Robert, sin darle mucha importancia.

—Es la opinión generalizada en toda la comarca —contestó Carley, lanzando a Robert una breve y elocuente mirada con sus brillantes ojos negros para después observar a su alrededor con su habitual curiosidad.

Robert comprendió que el hombrecillo le estaba ofreciendo tácitamente una información que, consideraba, le sería útil.

—Ah, vaya —dijo Robert—. Tenía entendido que desde la llegada del cine a estos lugares apartados, Dios los bendiga, se habían acabado las cazas de brujas.

—No estés tan seguro. Dales a estos palurdos una buena excusa y dedicarán toda su energía a una buena presa. Una chusma de degenerados congénitos es lo que son, si quieres saber mi opinión. Aquí está el viejo. Bueno, nos vemos.

Uno de los principales atractivos de Robert para la gente era que parecía genuinamente interesado en sus problemas. Y ahora se vio obligado a escuchar la prolija y confusa historia que el señor Wynyard tenía que contarle, con una amabilidad que pronto se ganó la gratitud del anciano —y también consiguió que este añadiera una generosa propina al total de su factura—. Sin embargo, en cuanto el motivo de su reunión quedó solventado, se levantó, se despidió y fue directo hacia el teléfono del hotel.

Había demasiada gente alrededor, por lo que decidió probar suerte en el garaje de Sin Lane. La oficina ya estaría cerrada y además le cogía de camino. Si telefoneaba desde el garaje, pensó mientras cruzaba la calle, tendría su coche disponible si es que ella… Si le pedía que se acercara a hablar sobre su caso, algo que debían hacer. Era necesario encontrar un modo de desacreditar la historia de la muchacha, hubiera o no hubiera caso. Había sentido un gran alivio tras escuchar de boca de Hallam que Scotland Yard no tenía intención de…

—Buenas noches, señor Blair —dijo Bill Brough al entrar en la oficina con su gran corpachón mientras la expresión de su cara redonda y gordezuela le daba la bienvenida—. ¿Ha venido a por su coche?

—No, en principio solo quiero utilizar el teléfono, si no tienes inconveniente.

—Por supuesto, adelante.

Stanley, que estaba bajo uno de los coches, asomó su cara de cervatillo y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—Nada en absoluto, Stan. Hace meses que no apuesto.

—Ya he perdido dos libras con un penco llamado Brillante Promesa. Eso me pasa por depositar mi fe en los caballos. La próxima vez que tengas algún soplo…

—Cuenta con ello. Pero seguirán siendo caballos.

—Mientras no sea otro penco… —dijo Stan, volviendo a desaparecer bajo el coche.

Robert siguió caminando hasta entrar en la pequeña oficina excesivamente iluminada y descolgó el teléfono.

Fue Marion quien respondió, y su voz sonaba cálida y agradecida.

—No se imagina qué alivio supuso para nosotras la nota que nos envió. Ya nos veíamos condenadas a trabajos forzados indefinidamente. Haciendo estopa… ¿Aún se hace, por cierto?

—Creo que no. Hoy en día se proponen cosas algo más constructivas, según tengo entendido.

—Terapia ocupacional.

—Más o menos.

—No creo que horas de costura obligatoria vayan a mejorar mi carácter.

—Probablemente encontraría algún quehacer más agradable para usted. Va en contra de la sensibilidad moderna obligar a los prisioneros a hacer cosas que no quieren.

—Es la primera vez que le oigo hacer un comentario cínico.

—¿Ha sonado cínico?

—Pura Angostura.

Bueno, ya que había sugerido el tema de la bebida, quizá le invitaría a volver a tomar un jerez antes de la cena.

—Qué sobrino tan encantador tiene, por cierto.

—No es mi sobrino —respondió Robert secamente. ¿Por qué el hecho de ser tío conseguía que a uno siempre le echaran más años encima?—. Es mi primo segundo, aunque me alegra que le haya caído bien. —Así no llegaría a ningún lado, debía coger al toro por los cuernos—. Me gustaría volver a verla para discutir sobre lo que podemos hacer para arreglar las cosas. Para proteger…

Esperó.

—Sí, por supuesto. ¿Podríamos pasarnos una mañana por su despacho cuando vayamos de compras? ¿Qué podríamos hacer? ¿Qué opina usted?