La liturgia, casa de la ternura de Dios

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4.- Jesús es el salvador

Meditar el misterio de la salvación no solo para mí, sino también para los demás, para cada uno de nosotros.

a) Necesidad de ser salvados: servidumbre del pecado. Conciencia de pecador, del pecado y de la gravedad del pecado. Examen detenido de las energías que me inducen al pecado, esclavizándome. Renovar el examen de criterios, movimientos afectivos, impulsos… que no funcionan movidos por el Espíritu Santo.

Conciencia de mi impotencia para superarlos. Considerar la gravedad de todo pecado, incluso venial, de todo movimiento egoísta.

Considerar que las tendencias egoístas, de suyo, me conducen a la condenación eterna. A mí y a cada hombre. Todo hombre en la tierra está en peligro, ciertamente, de condenarse eternamente.

b) Jesucristo salvador: no viene simplemente a arreglar defectos o apegos concretos, sino «a curarnos de raíz», «a sacarnos del abismo». Por eso no concretar demasiado su acción salvífica. Es más, me ofrece la santidad heroica.

Examen de mis planteamientos respecto a mi vocación a la santidad: planteamientos concretos, no simplemente teóricos. Confianza en el amor omnipotente de las personas divinas que me manifiesta Jesucristo para alcanzar la santidad. Y confianza en el poder de Jesucristo para hacerme superar las esclavitudes actuales del pecado.

c) Jesucristo viene a «divinizarnos» a cada uno: realismo de esta divinización que sobresale en la liturgia de la Navidad. Igual que el Verbo planta su tienda entre nosotros, pone la nuestra, nos pone a nosotros, nos levanta a nosotros al seno de Dios Padre. Por la acción del Espíritu Santo, en la «concepción virginal» de la fe, entramos en la familia de los hijos de Dios.

d) Viene a salvarnos a «todos»: la salvación de Jesucristo es universal, para todo hombre. Universal en el tiempo y en el espacio: a los de antes y a los de después. Hay que examinar, a la luz de esto, todos nuestros particularismos que empobrecen y limitan el misterio.

5.- Jesús se hace carne para estar con nosotros

El nacimiento de Jesús inicia una nueva manera de presencia de las personas divinas en el mundo, en la Iglesia y, sobre todo, en cada hombre que acoge a Cristo.

Considerar los diversos modos de estar presente Dios-con-nosotros.

El Antiguo Testamento es tendencia a la plenitud de la presencia de Dios en Jesucristo. Y él viene para permanecer con nosotros y en nosotros hasta la consumación de los siglos.

El bautismo es unión indisoluble con Cristo. Es presencia amante, pues es el único amor que satisface y capacita para amar de veras, en autenticidad. Esto tiene multitud de consecuencias afectivas que han de brillar en nuestro testimonio cristiano. Un cristiano adulto vive la conciencia de la presencia amorosa, continua, total y transformadora de Cristo en él como impulso continuo.

La vida cristiana es «amistad con Jesucristo», unión con él y en él con las personas divinas. Todo esto se inaugura en la encarnación y en el bautismo.

La amistad es un amor mutuo que supone el conocimiento por trato, es decir, intimidad, el conocimiento e interés por las cosas del amigo, el deseo de darle gusto y ayudarle, el deseo de no disgustarle.

La base de toda amistad es lo primero, pues el hacer la voluntad de otro puede estar al alcance de un criado, pero la intimidad supone amistad.

Contemplar cómo hace Cristo todo esto con cada uno de nosotros: nos conoce totalmente, como somos, lo que hemos hecho, lo que estamos haciendo, el futuro… todas nuestras cosas le interesan, como que son suyas: o le desagradan —y sufrió por ellas en la tierra— o le complacen. No hay nada nuestro que sea indiferente para él. Nos ama a cada uno con tal fuerza que viene para dar la vida por cada uno de nosotros. Y nos ayuda continuamente con su gracia y nos quiere proporcionar la felicidad total. No nos ahorra sufrimientos concretos cuando nos pueden servir de medios para ser mejores; por el contrario, lo que hizo fue sufrir él también cosas semejantes.

Ver punto por punto cómo va nuestra «correspondencia».

La amistad con Cristo es completamente singular. No entre iguales, ni como desde fuera, sino que Jesucristo es superior, de modo tal que no podemos entenderlo del todo, y actúa desde dentro de nosotros mismos.

Y siempre en lo que toca a cada uno, Jesucristo obra para bien mío, para que sea mejor, para que viva más unido a él. Aunque fallen los colaboradores, si yo quiero recibir el bien que Cristo me quiere dar, él suple con gracias interiores.

La Navidad es también fiesta de nuestra presencia ante Dios. En Cristo, Verbo encarnado, estoy presente a Dios, elegido amorosamente desde toda la eternidad. Cristo viene para que yo permanezca en él. Su nacimiento es mi propio nacimiento. ¿Cómo vivo todo esto?

6.- Jesús es nuestro libertador

Cristo nos libera —ver «Benedictus»— del pecado, del enemigo, del temor, de las tinieblas…, hasta de las limitaciones corporales y temporales. Conciencia de esclavitud.

Nos libera del «demonio»: la lucha fundamental es Cristo-Satanás. Nuestra lucha es contra poderes muy superiores; solo en Cristo podemos vencer.

Nos libera del «mundo»: Examinar en qué estoy atado por el mundo. Examinar la experiencia que ya tengo de liberación (criterios, necesidades, costumbres…). Solo Cristo es la verdadera libertad.

Nos libera de la «carne»: pasiones, sensibilidad… efecto de la eucaristía.

Nos libera del «temor»: nos libera del temor a Dios connaturalizándonos con él. Del temor a la cruz. De los temores a las cosas de este mundo. El único temor es pecar: yo y los demás.

Nos libera de la «temporalidad»: pues nos introduce en el misterio de la eternidad. Negar la categoría de tiempo, pues vivimos en el seno del Padre y estamos introducidos en un plan previsto desde toda la eternidad.

7.- Sacerdocio y victimación

Navidad es el comienzo del «sacerdocio y victimación» de Cristo. Él es mediador por la unión hipostática. La humanidad de Cristo está totalmente movida por el Verbo y ungida por el Espíritu Santo. Cristo es siempre la revelación de la persona del Verbo y con él de toda la Trinidad.

Cristo sacerdote nos une con Dios, con los demás hombres. Une toda la creación, pues es el inicio de los nuevos cielos y la nueva tierra. Conexión con la eucaristía.

Todo esto lo contemplamos desde dentro, en él; incluso a mí mismo me contemplo en él. Jesús me introduce en mi propia realidad.

Se inicia el sacrificio de Cristo que culminará en la cruz. Gozo crucificado de la Navidad y de toda la vida cristiana. Nacidos en él quedamos vinculados a su dinamismo de sacrificio. Esta actitud de inmolación incluye hasta lo físico: disposición para todo el año litúrgico.

8.- María en la Navidad

La Virgen María está centrada en la esperanza del nacimiento. Constituida ya madre nuestra nos comunica su modo de ser.

Especial papel de la Virgen en el sacerdocio de Cristo. Necesidad absoluta de ella para nuestra vida cristiana y crecimiento, según las diversas vocaciones.

Ella formó el cuerpo del único sacerdote en el que nosotros estamos injertados. Nos forma a nosotros. Nos comunica sus actitudes mismas, en relación consciente y amorosa.

María es el fruto primero y más perfecto y singular del ejercicio del sacerdocio de Cristo.

Tenemos estas actitudes de María porque somos hijos; son algo intrínseco.

9.- Dimensión apostólica

Navidad. Jesús nace o crece en nosotros. Es tiempo especialmente apto para que nazca en muchos que están en pecado.

Apasionamiento apostólico: Dios quiere que hoy se conviertan muchos. Quiere realizar la obra admirable del renacimiento de muchos. Deseo, por tanto, de que Cristo nazca en muchos: dolores de parto, victimación. Depende de mí que hoy muchos vengan a la vida.

10.- Contemplación de la humanidad de Cristo

Dios nos quiere conceder experimentar su gloria, la gloria del unigénito, lleno de gracia y de verdad.

La humanidad de Cristo es símbolo de la persona divina del Verbo. Nos hace partícipes de la divinidad. Confianza, pues, en el poder de Cristo para obrar maravillas en mí y en todos. Cada cristiano pasamos a ser símbolo del Verbo.

Somos eternizados y hechos fuente de vida eterna. Inanidad de las preocupaciones temporales. Grandeza de la misión que tengo en Cristo.

El asume todo lo creado y nos capacita como con-creadores, como consagradores de todo. Somos salvados y salvadores. Somos eficaces.

El Señor quiere una sociedad de santos suficientemente numerosa como para que haya testimonio colectivo eficaz. Nos da poder para convertir muchedumbres; no podemos limitar su poder.

El sacerdote, capaz de transformar el pan en cuerpo de Cristo, tiene capacidad para transformar al hombre en hijo de Dios.

¿Soy más sensible a los signos del pecado o a los signos de la gracia? Hemos sido engrandecidos por su humillación. Eternos, poderosos, fecundos… «El que cree en mí hará las obras que yo hago y aún mayores».

(Notas para la reflexión)

ALGUNOS NOMBRES DE CRISTO

1.- Hijo del hombre

Cristo se da este nombre, que se desvanece luego en la Sagrada Escritura. Para los judíos tenía sentido peculiar; tal vez carecía de significado para los helenistas. Y esa fue la causa de la desaparición.

En primer lugar, en arameo, es la única forma de designar a un ser individual. Hijo del hombre significa en arameo el hombre o este hombre, como circunlocución de cortesía en vez del pronombre personal. Pero en el uso evangélico hay algo más que esto.

En el Antiguo Testamento hay pocos textos que lo empleen: Daniel 7; 13, 14. Según la exégesis más aceptada indica la personificación del pueblo de Israel y posee resonancia escatológica. Ezequiel lo usa para llamarse a sí mismo, pero esto nada influye en el Nuevo Testamento.

 

El libro de Henoc, apócrifo, designa así a cierta figura salvadora, sobrehumana. Pero su escatología se opone a la bíblica; y nada autoriza a pensar que se hubiera extendido tanto que constituyera la primaria sugerencia para los israelitas del tiempo de Jesús.

En el Nuevo Testamento podemos distinguir como tres modos de utilizarlo:

a) El hijo del hombre que viene sobre las nubes: sentido de parusía, procedente de Daniel. Es el uso más repetido y se mezcla en las alusiones a la pasión y muerte con la glorificación, según el estilo de san Juan. Para algunos intérpretes este empleo vendría más bien de la Iglesia primitiva.

b) Los relacionados con el perdón de los pecados, con la autoridad sobre el sábado: se relaciona con el siguiente, porque Jesús ejerce su poder mediante la pasión y la muerte. (Pero entonces también con el anterior).

c) Textos que indican que Jesús es hombre sin más: su modo corriente de vivir, su trato con gente vulgar…

Para Mc Kenzie esto indica, sobre todo, la humildad de Jesús, en el sentido de comunidad con el vulgo; es simplemente un hombre pobre que vive entre los pobres, cuyo poder es meramente escatológico. Y para seguirlo basta con ser hombre. No refleja solo el hecho de poseer la naturaleza humana, sino su manera de poseerla en concreto; su condición de pobre, de vulgar.

Me parece que en todo esto los autores no han logrado la síntesis deseable. Insisten en ambos aspectos, como el mismo Mc Kenzie: es un hombre muy perfecto, exige un cambio completo. Es hombre verdadero, es vulgar, todos pueden seguirle.

Habría que mostrar cómo Cristo no es en absoluto vulgar, sino que es un hombre verdadero, es decir, posee todas las cualidades que la naturaleza humana como tal puede alcanzar, pero que de ordinario tiene trabadas en mera potencia. Y estas cualidades no tienen nada que ver con lo que la gente llama de ordinario vulgar o ilustre. Simplemente son otras categorías. Y precisamente un estudio serio, objetivo, sin prejuicios nos podría enseñar no parvamente acerca de lo que es un hombre.

Los modernos, con su irreprimible tendencia a fijarse en lo que tienen al alcance de sus narices, se establecen en lo que suele suceder y se empeñan vigorosamente en presentarnos a Cristo allí instaurado. Pero esto es absolutamente falso. Cristo no es de ninguna manera uno de tantos, un hombre sin más. Es por su mismo ser un destacado, uno que atrae las miradas, el diferente de todos. Choca en cuanto se presenta. Y muestra hasta dónde puede llegar la naturaleza humana, no hasta dónde llega. Hay, por supuesto, toda la vida oculta, en que se hizo un muchacho cualquiera. Pero no es un hombre cualquiera. Cualquiera que posee las cualidades humanas que Jesús descubre en sus años de predicación procura manifestarse desde el principio. El niño que ha tenido éxitos escolares —algo así como la subida al templo— forma inmediatamente círculo en torno suyo y marcha a la capital a formarse mejor. Jesucristo toma el sufrimiento, pero no vemos por más que nos desojemos, que acepte la vulgaridad. Jesús, aun en cuanto hombre, se une por arriba.

Por más que exprimamos el Nuevo Testamento no extraeremos una gota de esa buscada y decantada vulgaridad de Cristo. Es aristócrata, en el sentido profundo de la palabra en que, por ejemplo, lo toma Maeztu en mis lecturas de ayer tarde. Se patentiza siempre como el mejor, el que está sobre las cosas; si las recibe es porque quiere. Y ello es todo lo contrario de lo que le sucede a cualquier hombre. La pobreza de Jesús no es ni por asomo la pobreza de los que le rodean. Él es pobre descaradamente porque quiere. Multiplica los milagros y no es precisa la sabiduría satánica para comprender que puede convertir las piedras en pan. La fuerza de su testimonio es exactamente la de una elección. Si nos enseña a sufrir es porque él, y únicamente él, puede no sufrir. Y no es esto lo que nos acaece a nosotros, ¡los hombres cualquiera!

¿Cuántos pobres encuentran mujeres que les asistan con sus bienes, ricos que les inviten a sus banquetes y soporten de buena o mal gana sus reprensiones? Jesucristo se presenta con poder frente a sus enemigos. Con el poder que él mismo se atribuye, la energía infinita de Yahvé que está en él, que está de su parte; con el poder que sus enemigos constatan, el favor del pueblo. Hace falta mucha mala idea, un juicio previo muy acariciado y ofuscador, para decir que Jesús tomó la condición —el modo de vivir— humana vulgar. Se sabe amado por el Padre, incluso tiene amigos humanos, tiene una madre absolutamente excepcional, tiene seguridad, tiene plena conciencia de la importancia de su misión, tiene pleno dominio sobre las cosas, sobre los hombres, sobre los demonios. Si esto es un hombre cualquiera… Y no disimula nada de eso. Ha sido necesaria toda la degeneración moderna para que la teología en masa se precipite por esta tendencia maníaca a presentarnos un Jesucristo en merma. Él es hombre verdadero que con una tabla de valores perfectamente opuesta a la vulgar acepta muchas cosas, pero porque quiere, de las que sufrimos los hombres, para enseñarnos las alturas que podemos alcanzar.

Tomando las tres significaciones de la frase «hijo de hombre» y uniéndolas comprendemos que porque el Verbo se ha hecho hombre verdadero nos ha enseñado lo que supone la potencia obediencial. Podemos ser llevados por él —y en él— a la altitud máxima de la parusía. Podemos juzgar a las tribus de Israel. Pero esto no lo hacemos siendo hombres vulgares, sino prescindiendo de ese tema, dejándonos humanizar por la gracia plenamente y amando a los hombres, no para hacernos como ellos, sino para hacerlos como nosotros.

[…]

2.- Jesús hijo de Dios

En los sinópticos, Dios —Theos, con artículo— es siempre el Padre, idéntico a Yahvé. (Lo mismo hay que afirmar de todo el Nuevo Testamento, he tomado mal la nota). Jesús se presenta como personalmente distinto del Padre, no como participante de la misma naturaleza porque tal concepto aún no se había acuñado. Pero sí como hijo, de modo distinto al de todos los otros. Y toma en el mundo una posición inexplicable, sin su ser filial respecto de Dios.

Los atributos eran en el lenguaje judío no ciertamente personalidades, pero sí personificados, cualidades por las que el hombre entraba en contacto con Yahvé. Cuando se llama a Jesús con nombres de atributos no se toma en este sentido, que más bien demuestra cierta lejanía de Yahvé; por el contrario Cristo acerca a Dios.

3.- Jesús Verbo

No parece que Mc Kenzie sienta los escrúpulos de otros escrituristas ante el uso teológico del vocablo. Lo único que anota, y es importante, es que generalmente los teólogos no han sacado partido de la rica ambientación del término en el Antiguo Testamento. Afirma que nada debe a las concepciones platónicas o estoicas del logos, sino que es el cumplimiento del Antiguo Testamento en el mejor sentido de la palabra. «Es la revelación del Padre y encarna su poder. Es la proyección de su personalidad y una realidad permanente. Hace al Padre inteligible. En él los hombres experimentan un encuentro personal con el Padre. Es la palabra creadora que hace que exista un hombre nuevo y un mundo nuevo… Expresa con toda propiedad la divina preexistencia de Jesús».

4.- Jesús siervo de Yahvé

Alusión al capítulo 53 de Isaías. Persona desconocida que sufre por los demás, siendo inocente, y mediante sus sufrimientos libera a los otros de sus aflicciones. Opina que el autor no se refiere a nadie, sino a una figura ideal que realizaría el destino de Israel padeciendo y muriendo; personalidad corporativa, individuo en quien se recapitula el pueblo.

No debe llamarse Mesías, pues Israel no conocía otro Mesías que el rey. Hay muchas alusiones y, aunque parte sean accidentales, bastan para asentar la tesis de que este pasaje ocupaba una posición central en la proclamación de Jesús. Tal proclamación negaba valores fundamentales tanto para los griegos como para los judíos. Con este tema, «estamos en el centro mismo de la revolución cristiana».

Hace un paralelo con la muerte de Sócrates: heroica, humanamente digna, ejemplar para una pequeña minoría intelectual. La muerte de Cristo es un episodio en que la dignidad del hombre se redujo al nivel más bajo posible. Más morbosa que romántica, aunque no propiamente morbosa. Se reconoce como buena, auténtica y hermosa, solo por un acto de fe.

No me satisface nada de lo que he leído sobre el tema, aunque concuerdo con lo que leo. Pero necesito más. Sobre todo, porque el nombre de siervo se usa ahora de continuo y no me parece que muy exactamente, según esta imagen de siervo de Yahvé. Supongo que los pasajes en que Jesucristo habla de su servicio a los hombres han de entenderse desde aquí. El servicio a los hombres está llevando a los sacerdotes no a morir, no a invitar a llevar la cruz, sino a protestar, a balar y a mugir como condenados ante cualquier injusticia. Me parece que en todo esto hay un error hondísimo y anchísimo de interpretación. Pero precisaría de más exégesis muy cuidadas que basaran mis intuiciones, sin duda legítimas.

5.- Jesús revelación del Padre

Insiste el autor en el clima de familiaridad que Jesús crea respecto del Padre. Él insiste en que la revelación perfecta es él mismo. Por eso el conocimiento del Padre se recibe tratando a Cristo, pero tratándolo como a Hijo, como a la persona que es. Creo que en esto siguen mis predicaciones la línea justa, pero tal vez deba insistir todavía más en ella. La «experiencia» de Cristo, de su ser sabiduría… es lo que nos hace conocer a Dios: vivir.

6.- Jesús rey

Aquí hay una serie de conceptos que es preciso esclarecer. Concepto de reino.

La palabra reino, en castellano, no traduce el concepto subyacente en los vocablos arameo y griego. Más bien sería reinado.

La idea es ya del Antiguo Testamento. Y se ajusta con matices diversos a la concepción de la realeza: se trata de un rey guerrero, conquistador, juez. El dominio solía lograrse por el terror, y así sucede con Yahvé, aunque el terror que él inspira proviene de su justicia y de su santidad. Pero de todas maneras es al fin terror.

Por otra parte, la realidad visible manifiesta que Yahvé no reina de hecho, que muchos pueblos se sustraen a su dominio; que Israel mismo es sojuzgado frecuentemente. Israel tiene, en todo caso, una posición única: él no será sujeto de juicio ni de conquista, sino viceversa: juzgará, conquistará. El judaísmo último, de los tiempos de Cristo, endurece la idea ante los fracasos temporales; y se crea una tensión contra los demás pueblos. Y se espera cada vez más un día postrero. Aquí entra la categoría de escatológico que luego he de examinar.

Cuando viene Cristo proclama la llegada del reino. Ya nada hay que esperar. Pero lo que él anuncia no coincide en absoluto con las expectativas judías. Hace ver que se trata del reino prometido, pero lo propone de tal forma que aparece muy divergente de lo esperado. El reinado no es ni más ni menos que la voluntad soberana de Dios. Tal cual es: personal, amorosa, sapientísima, omnipotente. Hay que responder a este reinado, haciéndose súbdito. Y esto consiste en la confianza absoluta que excluye cualquier otra confianza. Así las conquistas del reino son interiores, personales. Se pelea contra el hombre viejo, contra el demonio.

Jesús es, pues, rey, conquistador, pero en lucha de regeneración moral. La pelea es toda interior. No acude, en lo más mínimo, a medios políticos temporales. No se proclama rey con interés excesivo; no es, al parecer, título de su predilección. Sin embargo, lo afirma. No podemos atribuir su mesura a prudencia política, que jamás tuvo; si no insistió en semejante título es porque religiosamente era mal comprendido. Asevera que su reino no es un poder de este mundo; sin embargo, es un poder.

Los primeros cristianos hablan más de su realeza que él mismo. Los relatos de la infancia persiguen, ante todo, imprimir en las mentes cristianas la seguridad de tal realeza. Cada una de las anécdotas de la infancia se orientan a este fin: se cumple en él la promesa de la dinastía eterna.

Jesús como rey conquistador de un reino interior es el salvador: vamos a examinar este título.

DE SUS PREDICACIONES

RETIRO DE ADVIENTO PARA SEGLARES 1986

1.- Para vivir el Adviento

Para empezar este año litúrgico, y en este día que, claro, ya está programado desde siempre, el día antes del primer domingo de Adviento, pues es sábado, no es que sea una casualidad. Pues, más actualizados, en esta conciencia de unión con la Virgen María que nos tiene que comunicar el crecimiento, la actitud que tuvo ella cuando se la anunció la venida de Jesucristo.

 

Las actitudes que, ciertamente, nos quiere infundir, no como algo inicial, porque ya las tenemos —si no, no estaríamos aquí—, pero si como algo que es inicial respecto del futuro, que es crecimiento respecto de lo inmediato, ahora mismo, de lo pasado. Las actitudes con que el Señor mismo nos dispone para que vivamos este año litúrgico que comenzamos de una manera más fructuosa. Donde estoy yo mucho orden no hay nunca, de nada. En rigor, primero habría que hablar del año litúrgico en general, pero bueno, yo voy a referirme al Adviento, ahora a nuestras actitudes y luego, un poco, a lo que es la venida de Jesucristo, esta tarde.

a) Intensificar la fe

Las actitudes, digo, principales, podemos reducirlas a esto: primero, por supuesto, la actitud de fe. La fe que tenemos, que se actualice y al actualizarse se intensifique. Podemos hablar así porque tenemos certeza de que Dios lo quiere hacer. El año litúrgico es —va siendo durante todo el año— el hacerse presente Jesucristo con toda su obra salvífica de una manera —por la forma de hacerse presente— pedagógica, congruente con nuestro modo de ser humano que es progresivo, lento —relativamente lento—, falible. Caemos, cambiamos, y esto tiene que ser así porque nos corresponde en cuanto a personas humanas. Estamos todavía en situación terrena, pero progresiva. Tenemos que tener la conciencia de que vamos a progresar y, ciertamente, si el Espíritu Santo ha ido moviendo a Cristo, y Cristo, el Hijo de Dios como hombre, también se ha movido en esta línea, y se ha movido en la línea de constituir un cuerpo místico y hacerse presente en la tierra y de iluminar a la Iglesia para que establezca estas formas pedagógicas. Entonces el Espíritu Santo que asiste —ha asistido a la Iglesia en su nivel jerárquico para establecer el año litúrgico con las colaboraciones que la jerarquía ha tenido por oportuno reclamar, comisiones litúrgicas y demás— no puede —porque el Espíritu Santo no es tan incongruente como nosotros, ni es incongruente en absoluto, claro— no iluminarnos a nosotros para que vivamos eso que él mismo nos propone. Por consiguiente, el Espíritu Santo quiere movernos a vivir con intensidad y, por tanto, con mucha fructuosidad, el año litúrgico. Luego, entonces, ciertamente, nos quiere infundir un crecimiento en estas actitudes a las que voy a referirme.

Primero, la fe. La fe —lo desarrollo más esta tarde— en que realmente Cristo viene. Y «viene» no significa que viene en el sentido de que no está y viene, porque ya está —estamos delante del sagrario, precisamente—. «Viene» quiere decir que se nos hace presente, es decir, se manifiesta. No se manifiesta en su forma gloriosa corporal —eso pasará cuando resucitemos—, si no que se manifiesta a la fe, a las personas que tenemos fe —luego veremos diversos aspectos de esta manifestación—. Pero lo primero es que tengamos fe en que viene, y en que viene actuando. Y actuando quiere decir santificándonos, comunicándonos el Espíritu Santo, comunicándonos sus actitudes, su vida eterna y su modo de conocer, que es la fe, su modo de amar que es la caridad, su modo de desear —que para nosotros, que estamos en la tierra, todavía es esperanza—, su modo de ver las cosas.

Pero esta fe viene como es, con su poder, su omnipotencia, con su amor que es infinito, que supera todo lo que nosotros podemos imaginar de lo que podamos querer que nos quieran.

b) Desde la fe, la humildad

Esta fe en la venida de Cristo que meditaremos después, pero que tiene que estar presente ahora ya. En primer lugar, tendríamos como actitud la humildad. La humildad es el reconocimiento de nuestra indigencia, necesitamos que nos salven. Es evidente que no tiene sentido desear la venida de un salvador si no pensamos que estamos necesitados de salvación. Nadie desea la venida de un médico —en cuanto médico, claro, puede ser amigo suyo— si no se considera enfermo. No haría más que molestarnos. Pero si me considero que estoy enfermo, que estoy realmente enfermo, y además que yo no soy capaz de sanarme, entonces o estoy loco o quiero que el médico me saque adelante, porque tengo instinto de conservación. En la vida «total», incluso en la salud, porque si no, no resucitamos; los médicos de la tierra no nos resucitan. Para desear al salvador hay una condición indispensable: que nos reconozcamos necesitados de salvación.

La situación nuestra puede estar perfectamente representada muy gráficamente con cualquier milagro que recuerden ustedes. Cuando un leproso, un ciego, un cojo —lo que sea— se acercaba a Jesucristo —o estaba por ahí y pasaba Jesucristo—, como el Bartimeo, lo invoca para que le cure porque se reconoce enfermo. Una cosa absurda que no aparece en el Evangelio es que un individuo que no esté leproso le pida a Cristo que le cure de la lepra, claro. Lo primero necesario es que se reconozca la enfermedad con la impotencia de autosanarse, de sanarse a sí mismo, claro. Medítenlo ustedes. Y no solo ahora porque un retiro no es para meditarlo todo aquí, siempre se dará mucha más materia y no van a coger ustedes toda la liturgia, ahora del Adviento, para meditarla, o del año litúrgico, sino precisamente para hacer ciertos planteamientos a los que después hay que dar vueltas. Cuando hacen cosasen las que se puede pensar mientras tanto, en lugar de estar pensando en cualquier cosa que no tiene trascendencia, pues se piensa en todas estas verdades que sí que la tienen, por ejemplo, lo necesitados que estamos todos.

Es una necesidad extrema. Extrema porque, se hable o no se hable, estamos todos en capacidad de condenarnos o de llegar a la plenitud de la santidad. Se trata precisamente de esto, de que no nos condenemos y lleguemos a la plenitud de la santidad. Estamos en peligro de condenarnos, y esto ya no es solo un peligro. Cuando digo «estamos» no me refiero necesariamente a todos los que estamos aquí. Entramos, pero en grados distintos, claro. Estamos todos en peligro de condenarnos mientras estemos en la tierra; estamos en peligro de tener que pasar unos sufrimientos completamente inútiles en el purgatorio. El purgatorio es el sitio, el lugar, el modo, el estado —mejor dicho— donde el individuo que ha muerto —en el sentido físico—, sin purificación, sin amar a Dios totalmente, tiene que ser purificado. Eso significa purgatorio. Purgatorio no es el lugar donde a un individuo le aplican unas penas, conscientes jurídicamente a unos actos mal hechos. «Purgatorio» significa lugar donde le purifican a uno. De manera que si un niño entra en su casa —a lo cual tiene pleno derecho—, pero entra —el pobrecito— hecho una porquería porque disfruta manchándose, su madre que le quiere mucho, lo primero que hará —vamos digo yo, si tiene un poco sentido de la limpieza— será darle un fregado, cosa que al niño le puede sentar bastante mal, puede formar una llorera impresionante, pero la madre no se altera por eso, lo lava y ya está. Cuando uno se muere y no está suficientemente purificado, Dios le quiere muchísimo, y porque le quiere muchísimo le da un fregado que para qué… Y esto es lo que es el purgatorio. Cuando estás suficientemente limpio, como tienes los ojos suficientemente puros, ves a Dios, porque son los limpios de corazón los que ven a Dios. Eso es el purificarse el corazón, la personalidad, el núcleo de la personalidad —que es lo que significa el corazón, que es realmente puro, es decir, sin mezclas, para poder contemplar—. Si a uno le entra una arenilla en el ojo —no solo en ese momento, sino que se queda un rato que no ve bien, hasta que se le cura—, esto no es ni bueno ni malo, ni castigo ni premio, esto es que es así. Pues aquí pasa lo mismo.

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