La liturgia, casa de la ternura de Dios

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

El Magníficat, sea cualquiera su origen, expresa ciertamente en la intención de Lucas —y del Espíritu Santo— los pensamientos y sentimientos de María. Así he de rezarlo cada tarde, como una participación de su espíritu. Con la docilidad de quien aprende de su madre; con la confianza de quien tiene buen maestro; con el deseo de penetrar en su interior; con la certeza de que seré transformado por ella: universalizado, centrado en Dios.

Lucas 1, 46-47: en griego, ser entero, significan lo mismo, dado el paralelismo, por consiguiente, también en griego, pese a la diferencia de tiempo y a la diversa significación, deben formar unidad: me alegro engrandeciendo, alabando a Dios, me hace exultar su alabanza, la consideración de su grandeza. Se trata de un gozo intenso. Cuya causa es Dios que me salva, teniendo en cuenta que la salvación se toma en su aspecto positivo: me hace partícipe de su grandeza…

Lo cual es particularmente cierto en el caso de María, mas también es peculiar en cualquier cristiano, que recibe de María, filialmente, el gozo materno. Como recibe por ella la magnificencia del Padre.

Lucas 1, 48: este versículo se refiere a María misma, pero como cifra de Israel, del pueblo elegido de Dios en el universo entero, en la historia entera. Grandeza de la figura de María, en quien se realiza la salvación del género humano por la encarnación del Verbo. En griego: mirar con atención, favorablemente, para sacar de angustias; en griego: humildad, condición humilde, rebajamiento… pequeñez. Sin duda, por el contexto, se refiere al contraste humano con la santidad —grandeza divina—; y dentro de ello, a la bajeza de la condición humana de la Virgen y precisamente en cuanto reconocida y aceptada, que viene a ser la humildad como virtud.

Notar de nuevo que es para mí una declaración de «criterio de operación divino» y una promesa de que me va a ser concedida la humildad, el deseo interior de rebajamiento. En suma, el Magníficat enseña ya el aforismo: «el que se humilla será ensalzado; el que se ensalza será humillado». Nos orienta a la búsqueda del «último puesto» y enlaza con Filipenses 2.

Si rezo todos los días semejante himno, ¿no me será concedida la transformación proclamada, incluido el criterio que encierra?

La segunda parte del versículo: en griego, la estoy cumpliendo al recitar el himno: me dejo influir por el Espíritu Santo que lo inspiró… y él me transformará, por consiguiente.

Lucas 1, 49-53: poder de la santidad, de la transcendencia: poder transformante, precisamente. Que establece la relación del hombre consigo, obrando con fortaleza, para destruir la soberbia que el diablo quiere infundirnos, el ansia de evadirnos de nuestra debilidad, de ser como dioses…, de parecerlo siquiera a los ojos humanos endiosados.

Poder-misericordia-fuerza: atributos de la santidad divina. En ejercicio durante la historia toda.

Notar que el Magníficat es más claro de lo que parece a primera vista, sobre todo si se entiende en conexión íntima con el resto del Nuevo Testamento, en cuyos umbrales se canta. No se trata sin más de riquezas naturales, sino de ensoberbecimiento por causa de ellas. Así el versículo 50, sobre todo comparado con el 51, y teniendo en cuenta las frases del mismo Lucas aludidas arriba. Y lo mismo: he venido a buscar a los pecadores no a los justos (ironía…).

Notar que se relaciona la extensión de la misericordia de Dios con la alabanza de la Virgen a la Virgen: a lo largo de las generaciones… (48 y 50).

Advertir que en el v. 51, en griego, designa al que aparece como superior, o quiere aparecer como tal: aquí evidentemente lo segundo, por todo el contexto.

Porque los «en griego» equivalen a los idem; el 53: recordar: bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.

Lucas 1, 54-55: al final Israel es esclavo como María al principio, y Abrahán es el antecesor de María en la promesa. Él recibe la promesa que por la lealtad del Señor, por su perseverancia en la misericordia, se cumple en María.

Si María es el último eslabón en la cadena del Antiguo Testamento, es el primero en la cadena del Nuevo Testamento. Por ello mi recitación del Magníficat ha de ser alegremente esperanzada. Y las grandes maravillas de Dios se obran en María porque ha recibido la palabra del Señor como esclava: si yo recibo cotidianamente como esclavo la palabra de Dios, en mi medida, quedaré también repleto de la grandeza maravillosa de Dios. ¡Y qué volumen adquirirá mi voz, la voz que clama como el precursor, para anunciar a todos las magnificencias divinas, de modo que todo hombre de buena voluntad pueda entender, y que al estallido de la palabra—¡la palabra de Dios es como el trueno!— se conviertan las malas voluntades. El poder de convertir… ¡Cómo lo ansío!

Observo que innegablemente voy progresando en calidad en el rezo litúrgico. Y me ocurre que la palabra «servicio» tiene el doble sentido de servir a Dios precisamente en la liturgia, el culto, y en el apostolado. Y que lo segundo es consecuencia de lo primero, ya que soy, ante todo, «siervo de Dios, de Cristo» y solamente por ello esclavo de quienquiera. Así es fundamental ahondar el sentido de la liturgia, y a la par, insistir en la actitud de servicio a todos, como prolongación de tal obra divina, constituyendo mi quehacer pastoral externo, con los hombres, en actividad cultual. ¡Unidad maravillosa de vida!

Insistiendo en el Magníficat, nota Mchugh que la frase: «desplegó el poder de su brazo», tiene la resonancia del Éxodo. Es sacar a su pueblo de la esclavitud, aquí significa que nos redime del mal, de la soberbia y de los soberbios, y aun de las soberbias múltiples, personales de cada uno…

Paralelismo María-Abrahán: halla favor ante Dios, es fuente de bendición para todas la naciones, y es bendecida por ellas, es alabada por su fe en la promesa del hijo concebido milagrosamente… Todo empieza en un hombre: Abrahán, y remata en una mujer: María… Lo cual no deja de ser significativo…

(Diario, 1979)

EPIFANÍA

Día 6 de enero 1977. Fiesta de la Epifanía

Un rato de oración de 8,10 a 9 y ahora quiero completar las dos horas, hasta las 11 pasadas. Irremediable, pues anoche cené con S. y prolongamos la conversación hasta casi la 1. Todavía no he comenzado mis preparaciones de profesor… Hoy se ofrece un día bastante libre, pero veremos…

Continúa la línea ascendente, aunque el tabaco sigue sin ser dominado. Espero que también llegue tal superación por lo sintomática y demostrativa.

Pienso que hacía muchos años —¿o acaso nunca?— había vivido estas fiestas con tanta penetración, tanta inteligencia y sabor. Ayer confesión en Madrid. A partir de ella debo esperar la gracia de no retardar jamás la recepción de la absolución más de una semana. Facilidad con el padre espiritual del seminario.

Lectura de las páginas de Flicoteaux sobre Epifanía. Leídas hace años, me han causado muy considerable efecto. Fiesta de la realeza de Jesucristo sobre el mundo —tomando mundo en su sentido más ancho y largo: universal y eterno—. Sugerencias acerca de la necesidad de estudiar con hondura y amplitud el tema político en su aspecto teológico. La realeza de Cristo debe ser reconocida… No puedo hacerlo todo de golpe, pero creo que la conversación con don Marcelo me ha dejado anchura de tiempo —tomándolo un poco a lo lejos— para que en un par de años pueda esclarecer muchas ideas y manifestar más perspicuamente el amor del Padre a los demás. Por lo pronto, vivir interior y exteriormente esta majestad de Cristo en mis pensamientos, sentimientos y acciones personales. La desviación general… La idea del padre Pozo en la charla del CETE, las diversas teologías expresan las diferentes espiritualidades. Por ello, solamente una espiritualidad vivida en plenitud puede dar lugar al pensamiento recto.

La habilidad de los cristianos para vaciar las fiestas litúrgicas de sentido debe de ser en último término diabólica… Es curioso el proceso: frecuentemente la fiesta en concreto es una elevación de fiestas naturales (Navidad toma la solemnidad pagana del sol…), luego los hombres naturalizan la substancia sobrenatural, al rodearla de expresiones naturales. No sé, pero acaso habría que insistir mucho más en la pecaminosidad inherente al hombre, en el vigor de la concupiscencia. Esta magnífica contemplación de la majestad real de Jesús se ha convertido en un bullicio de regalos más o menos contradictorios de la pobreza. Nada de gozo porque el Hijo de Dios humanado es nuestro rey, sino la alegría bastante bullanguera de las compras de regalos, los gastos inútiles, injustificables muchas veces —acaso la mayoría de las veces—, la positiva deseducación infantil con la pueril historia de la venida de los magos…

Confiar en la energía divina que opera en mí. Toda la realeza de Cristo funciona en mi personalidad si yo la dejo actuar. Sentirme fuerte. Puedo —simplemente si quiero, si asiento, si consiento a la acción de la gracia— producir en torno mío un grupo de cristianos que elevándose eleven algo el ambiente en torno de ellos. Ciertamente que puedo, puesto que es mi única misión. Y solo cumpliendo tal misión llegaré a ser yo mismo. Este menester maravilloso de elevarlo todo, cuando toque… Basta con que yo me deje levantar… El Padre se glorifica en que deis mucho fruto. Claro, tengo que morir a tantas cosas; cada criatura que desaparece como apoyo en mi vida es un paso más de Cristo en ella. Y, por consiguiente, un acrecentamiento de poder. Hace muy pocos días anotaba como admirable la asiduidad de las gentes en visitarme, siendo así que apenas hago otra cosa que ofrecerles panoramas repulsivos al hombre carnal —¡que todavía son prácticamente todos mis visitantes!—. La maravilla es de Dios, por supuesto. Igual le cuesta producirla más en totalidad. Persuadir a las gentes de que el júbilo evangélico no consiste en el divertirse de Dios mismo para alegrarse con sus criaturas, sino en regocijarse en Dios, usando de pocas cosas para manifestar y ejercitar ese gozo incomparable. Lo de siempre: ¿cuántos cristianos han visto y gustado la ternura de Dios?

 

El gozo, la prisa de los Magos por encontrar al rey, el reconocimiento de su majestad absolutamente soberana de todo siempre. Encuentro que se realiza en cada momento…

Considerar los aspectos múltiples de este dominio radical. Su interioridad, su radicalidad, su plenitud, su universalidad respecto de cada persona y respecto del universo entero… Sentirme gozoso porque él es así, y porque yo, y cuantos amo —todos, al cabo— estamos en sus manos. Conciencia de que en cualquiera de mis movimientos él siga siendo el rey, aun cuando yo actúe aparentemente en contra de sus designios. «Potestate mortuus est». Y por su poder —que permite— puedo apartarme de él. Ni para pecar dejo de ser súbdito suyo…

La figura de la reina, madre del rey…

Confianza en la fiesta, en el oficio y la misa, que voy a rezar y celebrar hoy —solo he recitado laudes hasta ahora—.

Los Magos marchan en fe —no ven nada de lo que adoran—; igualmente nosotros. Los Magos provocan crímenes horribles; el primer reconocimiento de la grandeza de Jesús suscita el primer intento de matarlo y la matanza efectiva de unos cuantos críos… No asombrarme de que, muchas veces, un apostolado perfecto ocasione maldades nuevas. Eso es toda presentación de la Palabra de Dios: un juicio en el que el hombre se define a sí mismo afirmándose en su ser real —construyéndose bajo el impulso de la gracia— o negándose en su realidad: destruyéndose bajo el aliciente de la tentación, de la soberbia…

(Diario, 1977)

DE SUS CUADERNOS

TIEMPO DE ADVIENTO

1.- Adviento

Significa venida, la venida del Señor. Este tiempo, primero del año litúrgico, preparación, disposición, acogida de Cristo que viene.

Pero son tres venidas las que aparecen en el Adviento:

a) Encarnación, nacimiento: recordamos, celebramos eficazmente esta primera venida histórica de Cristo. Por eso, la liturgia, resumiendo todo el Antiguo Testamento, en sus mejores pasajes y figuras, nos orienta y prepara para la venida de Cristo en la Navidad. Y esta venida nos ofrece las pautas, los modos divinos fundamentales de toda venida de Cristo para que aprendamos a acogerlo siempre.

b) Al final de los tiempos: este es el objeto primario del Adviento. Así lo pone de relieve, sobre todo, la liturgia del primer domingo. Acrecienta en nosotros la fe y la seguridad de la resurrección de Cristo y su triunfo glorioso, su vuelta al final de los tiempos que lleva consigo nuestra muerte y resurrección. El deseo se hace fuerte y esponsal: «¡Maranatha!».

c) Cristo actual y presente: habita como Verbo en nosotros. Presencia real continua que quiere ser cada vez más plena y saciativa. Está presente y viene en su Iglesia, en la liturgia, en los sacramentos, en los sacerdotes, en los demás, en los acontecimientos, en las mociones interiores…

A crecer y a vivir más perfectamente estas tres venidas nos prepara el tiempo de Adviento. Abarca en cierto sentido todo el misterio de Cristo y en toda su realización histórica y eterna. Y por eso abarca también toda nuestra vida desde su origen en la creación y encarnación hasta su final. También las actitudes fundamentales de la vida cristiana.

El Espíritu Santo quiere disponernos a recibir a Cristo que viene. Nos prepara a acogerlo, a ser cada vez más conscientes de su presencia continua, porque nada subsiste sin él.

2.- Es Cristo que viene

Venir es hacerse presente. Y porque ya está presente y actuando podemos pensar en él, y contemplarlo y desearle y dejarnos transformar por él.

a) Viene el Verbo eterno del Padre: el Hijo muy amado de Dios Padre, objeto eterno de las complacencias divinas, igual al Padre y al Espíritu Santo. Creador de todo con el Padre. Con todas las cualidades o atributos divinos: santidad, bondad, misericordia, sabiduría, poder, amor… Viene de arriba, del Padre, de la gloria.

Es hombre verdadero. Totalmente igual al hombre, menos en el pecado y en el grado de perfección humana. Se hace carne en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo. Vive como un hombre cualquiera. Asume todo lo humano.

b) ¿Para qué viene?: viene radicalmente para ser glorificado él mismo como el Hijo amado del Padre y comunicador del Espíritu Santo. Esta es la raíz de todos los para qués de la venida de Cristo, de todas sus venidas.

Jesucristo baja, desciende también y consecuentemente para levantarnos, vivificarnos, salvarnos… Viene de arriba y se hace hombre para elevarnos a la categoría de hijos de Dios, para divinizarnos en él por su Espíritu, para hacer de nosotros, hombres y pecadores, verdaderos hijos de Dios para toda la eternidad.

Puesto que se trata de personas divinas y humanas, esta elevación se realiza por una comunión-intimidad perfectísimas, inimaginables, inconcebibles. Quiere hacernos vivir de su misma vida divina y humana, estar siempre con nosotros, ser principio de toda nuestra vida en una comunicación continua y creciente. Quiere permanecer en nosotros, como él permanece en el Padre y el Padre en él.

Intimidad transformadora: porque es amor más fuerte que la muerte. Originado eternamente este amor en el seno trinitario, se hace eficaz siempre en las presencias y en las venidas de Cristo. Por su «forma» de siervo —nos dio todo, se dio a sí mismo— nos comunica a nosotros ser todos hijos de Dios.

c) Cómo viene?: viene encarnándose, tomando nuestra humanidad, viviendo entre los hombres, como uno de ellos. Viene en forma de siervo, en condición de esclavo, para ser crucificado y resucitar. Viene pobre, humilde, obediente, virgen. Viene naciendo de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo. Con la colaboración paternal de san José.

Se hace presente ahora por la gracia invisiblemente, solo a los ojos de la fe y de la experiencia cristiana, iluminada y confortada por el Espíritu Santo.

3.- Nuestra respuesta

Toda venida supone una acogida. Así lo significa el mismo Evangelio. Acogida de Cristo: lo fundamental de la historia del mundo, en cualquier tiempo y lugar, es esta venida de Cristo al mundo, esta presencia suya entre nosotros. La vida eterna de cada hombre depende de su actitud de acogida o repulsa a Cristo que se le ofrece. Si le acoge tendrá vida eterna; si le rechaza, eterna muerte. Mi destino eterno, el de mis familiares y amigos, el de los gobernantes, también el de los pobres y enfermos, los niños o los jóvenes depende de esta acogida de Cristo.

a) Esta acogida consiste, en primer lugar, en «esperanza»: deseo confiado de que venga Cristo que es el deseado de las naciones.

El deseo crece contemplando, conociendo más y más a Cristo. Y desearlo es siempre y sin más eficaz.

Es el deseo de Cristo mismo, de dejarme encontrar verdaderamente por él. Por tanto, deseo de la resurrección, de la muerte previa, de sus venidas continuas…; deseo de unirme a él y eternamente.

Deseo que centra mi atención en Cristo, en su persona, en su misión. Esto es lo esencial, nuestra «única obligación», es decir, «lo único que me une con Dios», porque Cristo es el único mediador y, por lo tanto, lo único que hay que hacer es recibirle, esperarle, acogerlo.

Examinar los «malos deseos»: sin sentido.

Examinar también los «deseos inútiles» que nos distraen del único deseo necesario y que provocan desánimos, frustraciones, también conversaciones inútiles, cansancios innecesarios y lógicamente descansos innecesarios. Deseos inútiles por la inutilidad del objeto o por la inutilidad de desearlo. No podemos estar pendientes de lo demás sin dejar de estar pendientes de Jesucristo. Y para hacer una cosa, atender a lo que sea, me tiene que constar positivamente que me une a Cristo. Todo lo demás he de dejarlo, aunque sean cualidades que tenga. La actitud radical será la pobreza, como Cristo al entrar en este mundo. Y el Padre irá señalando qué quiere darnos o utilizar de nuestras cualidades o dones.

«Deseos egoístas» (el centro soy yo mismo, aunque disimuladamente, claro). «Temores vanos» (deseos de que algo no ocurra).

Cristo es la promesa del Padre, la promesa de los siglos, junto con el Espíritu Santo. Y la Iglesia nos enseña a pedir y esperar así: «escucha nuestra oración que te hemos presentado con humildad y confianza; y para que nuestros deseos puedan ser siempre atendidos haz que deseemos lo que tú quieres».

Cuanto más y más perfectamente deseemos a Cristo, más eficaz será nuestra esperanza, nuestra oración y toda nuestra vida. La petición e intercesión son expresión de un deseo ferviente que se hace humilde y confiado, súplica en la oración propia del tiempo de Adviento.

b) La esperanza integra «confianza»: confianza en que viene él, Cristo Señor, pastor de la casa de Israel, sabiduría del Padre, Hijo de David, estandarte de los pueblos, llave y cetro, sol naciente, esplendor de la luz eterna, rey de las naciones y piedra angular de la Iglesia, Emmanuel. ¿Qué más queremos o podemos querer?

Viene bajo la forma que sea, pero siempre, siempre viene él…

Muchísimas veces de manera irreconocible, salvo a la luz de la fe: pobres. Humillaciones. Fracasos. Dolor. Contradicciones. Lo malo no es padecer todo esto, sino no esperar y acoger a Cristo en ello.

Confianza en que viene Cristo a nosotros y precisamente a perdonarnos. El pecado siempre engendra desconfianza. Viene a «buscar lo que estaba perdido», a «buscar a los pecadores»; «tú que has venido a llamar a los pecadores, Cristo, ten piedad»; «vivamos libres de pecado y protegidos de toda perturbación —todo pecado perturba—, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo». El colmo de la confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Examinar la confianza en Dios (Mateo 6, 25 ss). La confianza en mí. Confianza en los demás. Estas dos últimas relativizadas cada vez más según el plan de Dios que desconozco como plan práctico concreto.

c) La esperanza integra la «certeza de su venida»: nada hay repentino. No existen sorpresas para el hombre de fe. La venida de Cristo, también la última, está anunciada de mil modos. Es lo único cierto. Y está fielmente prometida.

Cristo está viniendo continuamente y hemos de vivir acogiéndolo continuamente. Permanentes en esta acogida, frente al mundo que es permanente en su rechazo continuo. Se trata de vivir de la inmediatez de su llegada.

d) La esperanza incluye la «vigilancia»: es estar atentos a Cristo sin permitir que nada distraiga de este objetivo. Vivimos con poca advertencia al misterio, porque no estamos entusiasmados, es decir, endiosados, movidos totalmente por Dios, divinizados. Y al no darnos por aludidos, no permanecemos vigilantes, excluyendo toda distracción, por supuesto, que sea mala, pero también incluso aunque parezca buena. Pensemos en lo que es objetivamente bueno, pero no se contempla o se desea con la atención interior a Cristo bueno, o en lo que es obligatorio y no se hace con la atención interior a Cristo presente, a quien me uno por la obediencia.

Vigilantes y esperanzados ante nuestra propia muerte y la de los demás, desde luego ciertas, ante la conversión del mundo, de los pecadores…

e) La esperanza es «humilde»: nos mueve a apoyarnos en Dios y nos hace olvidarnos de nosotros mismos, porque somos incapaces, impotentes y necesitados, sin derechos. Tener esperanza es abandonarse a Cristo y apoyarse solo en él. Es saber contar siempre y espontáneamente con él; para las demás ayudas necesito pensar, reflexionar…

La esperanza es «fuente de pobreza y abnegación»: el venir Cristo a mí significa dejarlo todo por él. Para poder «adorarlo» hecho niño en Belén es preciso vaciarse, dejarle mucho sitio, todo el sitio en mi vida.

f) La esperanza alimenta el «optimismo y la alegría cristianas»: alegría ante el anuncio de la venida del salvador del mundo (ángeles, pastores, María, Juan Bautista… todos exultaron de gozo ante su presencia). Cristo es la fuente de la alegría y el secreto de la alegría de Cristo está en «el amor inefable con que se sabe amado por el Padre; es el conocimiento íntimo del Padre el que le colma». Alegría que en el Adviento se muestra manifiesta recatada, interior sobre todo, austera por la espera intensa del Mesías; y que en toda la vida cristiana será igual, porque mira a la plenitud de la posesión de Cristo en la vida eterna.

 

g) La esperanza integra la «paciencia»: para afrontar los obstáculos y las dificultades que, ciertamente, se presentarán. «Enojarse con Dios cuando Dios prueba será humano, pero solo humano». Paciencia para seguir a pesar de los fracasos, «paciencia para seguir confiando en el amor de Dios que se enraiza en el fondo del ser, ante el tiempo que desgasta lo superficial y engrandece el hombre interior».

4.- Dimensión apostólica del adviento

Cristo viene a salvarnos a todos los hombres, a divinizarnos en la familia de Dios que es la Iglesia, a la que está llamada todo hombre. No tienen sentido los particularismos de ningún tipo en el creyente ni en el pensar, ni en el amor cristiano, ni en la orientación de la vida… Y esta es una actitud, la universalidad de la salvación del Mesías que le costó dura prueba al pueblo de Israel.

En Cristo todo debe sonarnos como algo «nuestro», desde el padrenuestro hasta la más íntima reacción de esperanza, siempre en la Iglesia para el mundo: el de antes, el de ahora y el de después. Un cristiano está presente a todos los hombres de todos los tiempos como Cristo; en el sentido pleno «actual».

Tampoco tienen sentido las particularizaciones que nacen de nuestro egoísmo o de la poquedad de nuestros horizontes en la oración, en la esperanza, en las posibilidades…

Toda esta realidad del Adviento que consideramos nos convierte a nosotros en «enviados», como Cristo. Él viene enviado por el Padre y envía al Espíritu Santo. Nosotros somos enviados por Cristo y el Espíritu Santo. Por esto el Adviento me lleva a los hombres, me dispone a acoger a cada hombre, revelándole este misterio del amor del Padre y del Hijo.

Sabemos entonces si nos abrimos, si acogemos a Cristo, en la medida en que nos abrimos también al Padre, al Espíritu Santo, a los hombres. El adviento de Cristo se convierte así en nuestro adviento respecto de los hombres.

Se trata de acercarnos, de aproximarnos, de hacernos prójimos con la misma cercanía, intimidad, entrega con que Cristo se une a nosotros, haciéndonos una sola cosa con él y con todos los hombres, como él y el Padre son uno.

El Adviento nos sitúa así en el corazón de la Iglesia que es esencialmente misionera, universal. Y nos hace descubrir la eficacia de toda nuestra vida que transciende nuestra visión de horizontes limitados. «Ya» hemos de actuar como «salvadores» por la intercesión, por la expiación, por el mérito, por el testimonio…

5.- Testigos del adviento

a) La figura de Juan Bautista:

—Las indicaciones de su predicación: anuncio del juicio (Mateo 3, 5-12). Anuncio e indicación que hace de Jesucristo (Marcos 1, 7-8; Juan 1, 26-34). Llamada a la conversión (Lucas 3, 3-6; Marcos 1, 1-5; Mateo 3, 1-3). La conducta del convertido (Lucas 3, 10-14).

—El ejemplo de su vida: abnegación. Dedicación a su misión. Firmeza en la verdad. Anonadamiento, humillación. Martirio (Mateo 3, 1-15; 11, 2-15; 14, 3-12; Juan 1, 19-37; Lucas 7, 18-30; Juan 3, 22-36; Marcos 6, 17-29).

La «realidad» de esta figura profética es la venida de Cristo en condición de esclavo y su anonadamiento.

Nosotros somos precursores. Examinar el sentido de nuestra vida señalado por la venida de Cristo: actitud de anonadamiento. Condenación de la soberbia. Búsqueda del ocultamiento. Búsqueda de la humillación positiva hasta la anulación total. Este ha de ser también uno de los frutos notables como participación y actualización de la venida de Cristo.

b) La figura de María:

—Contemplar a lo largo del Adviento sus disposiciones para recibir a Cristo. Inmaculada desde el principio. Fe en la palabra de Dios. Caridad. Ocultamiento. Actitud de esclava. Virginidad…

—La vida de María en relación con Cristo aquí en la tierra: atención a él. Confianza en él. Participación en su misión redentora…

—La Virgen, como fruto de la obra de Cristo y el fruto más perfecto, manifiesta la grandeza de su venida. Contemplar en esta perspectiva la grandeza el misterio de su Inmaculada Concepción…

—La Virgen asociada a Cristo ya desde el primer momento: consecuencia de su humildad que le dispone como esclava a ser la Madre de Dios y Madre de todos los hombres. Es modelo activo que modela a todo cristiano en cuanto tal.

—Nuestra actitud respecto de María: actitud plenamente filial. Cooperación nuestra a su labor maternal.

María espera a Cristo concentrada en él con amor indiviso. Así le imita la Iglesia.

La «realidad» es Cristo, el Verbo de Dios que viene nacido de la Virgen María, recibiéndolo todo del Padre, con la colaboración única de María.

Cristo es el «autor» de nuestra fe, el «don» del Padre a nosotros, «redentor» y «mediador».

(Notas de reflexión personal)

EL MISTERIO DE LA NAVIDAD

1.- Navidad es un tiempo litúrgico

Necesitamos actualizar la conciencia del sentido del tiempo litúrgico en general. Es bueno recordar que la eficacia de la acción litúrgica también depende de nuestras disposiciones.

Tomar con «realismo» la liturgia. No es hiperbólica, pues tiene virtualidad para producir lo que dice, tal como lo dice. Hay que creerlo y esperarlo. Y esto es motivo para la alegría cristiana, la alegría de la esperanza. Conciencia del realismo de la expresión litúrgica, cuando habla de la pobreza, del amor de Dios, de la humildad y de la humillación, de la cruz, de la intimidad divina… Humildad para reconocer que estoy por debajo de lo que marca y, al mismo tiempo, esperanza para recibirlo. Dios no habla inútilmente, ni la Iglesia tampoco.

Las vacaciones de Navidad suponen, por un lado, la supresión de todas aquellas actividades que me distraigan y, por otro lado, significan la dedicación más intensa a la contemplación del misterio.

Examinar el planteamiento, consecuente a todo esto, que hago de estos días de Navidad que Dios me ofrece para crecer en intimidad con él.

2.- Celebramos un misterio

Como tal, como todo misterio nos desborda, rompe nuestras normas y hay que dejarse «romper». Y esta es la raíz de la conversión.

Dios no tiene nuestros modos —es infinito— y quiere sacarnos de los nuestros para divinizarnos.

No podemos comprender (abarcar), pero sí entender —tender continuamente al misterio— penetrándolo. El Espíritu Santo nos mete en el misterio para vivir toda nuestra vida y todas nuestras actividades desde ahí.

Avivemos la esperanza, pues todo misterio es fructuoso. Y Dios nos lo revela y nos da la gracia de celebrarlo para que lo vivamos y disfrutemos.

Tenemos dos peligros: o contemplar como si del misterio no saliesen consecuencias, como si el misterio no nos comprometiese. O sacar las consecuencias, sin arrancar de la contemplación.

3.- Misterio de la encarnación

El misterio que celebramos en la Navidad es la encarnación: El Hijo de Dios se ha hecho hombre.

Hemos de buscar penetrar en el conocimiento de la «persona divina del Hijo», también de la «realidad humana de Jesús» y también de la «realidad de la unión Dios y hombre: el hombre Jesús es Hijo de Dios».

Es persona divina y se hace hombre para revelarnos y comunicarnos el amor de Dios Padre a cada uno de todos. Primero al mismo Jesús. Después a todos los hombres.

Es un revelar ontológico: a partir siempre de la comunicación. Podemos hablar, meditar, contemplar porque Cristo ya vive en nosotros, porque ya está en nosotros.

Un peligro: acostumbrados, como estamos, a los enunciados y a las frases, no entramos, no nos ponemos en contacto con la «realidad» que enuncian.