¡Ellas!

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Aus der Reihe: Lienzos y Matraces #12
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Cruzando los cielos: Amelia Earhart

Cuando Amelia Earhart era niña comenzó a coleccionar noticias del periódico que mencionasen el éxito de una mujer en cualquiera de los campos considerados tradicionalmente propios de los hombres. Entre ellos, dirección de películas, producción cinematográfica, defensa de acusados en los tribunales, potentes campañas de publicidad, gestión empresarial o ingeniería mecánica. Algo después, exactamente con diez años, vio por primera vez un artilugio de aspecto no muy atractivo. Según lo definió, era «una cosa hecha de cables oxidados y madera, nada interesante». Era un avión.

El segundo contacto de Amelia con los aviones no fue mucho más alentador. Durante la Primera Guerra Mundial, tras graduarse en la High School de Hyde Park, en Chicago, colaboró con su hermana en atender a los soldados heridos en combate en un hospital de Toronto, Canadá. Muchos de ellos eran aviadores que habían sido derribados por los alemanes sobre los campos de Europa y habían sido trasladados en barco desde Inglaterra para una larga rehabilitación. Posiblemente, a raíz de ese contacto y de la amistad que fue desarrollando con aquellos pilotos, Earhart recibió una invitación para visitar un campo de la RAF —Royal Air Force—. Allí fue donde, según sus palabras, «Me picó el gusanillo de la aviación».

A finales de la contienda, en 1918, un aviador extraviado en una tormenta de nieve aterrizó cerca de su casa. Amelia se acercó al aparato en el momento en que el piloto reemprendía el vuelo y la nieve levantada por la hélice le cayó encima dejándola «helada y entusiasmada». Para disculparse, el piloto le ofreció un paseo aéreo que generó en ella una pasión intensa por aquellos cacharros con alas. Amelia anunció a su madre, acostumbrada a oír toda clase de planes entusiastas y dramáticos: «Volaré o moriré».

En 1920, con veintitrés años, visitó una feria en Long Beach, donde se hacían exhibiciones de vuelo. Un piloto vio a Amelia y una amiga miraban los aviones desde un descampado y realizó un picado sobre ellas. Años después comentó: «Estoy segura de que el piloto se dijo a sí mismo: "Vas a ver cómo las hago tirarse al suelo o salir corriendo"». Cuando el aire del avión las golpeó en la cara, sintió que algo se despertaba en su interior: «No lo entendí en ese momento, pero creo que ese avioncito rojo me dijo algo cuando me pasó rozando». Esa fuerte atracción por el mundo de los aviones se vio definitivamente confirmada cuando, el 28 de diciembre de ese mismo año, Frank Hawks, uno de esos pilotos desmovilizados tras la guerra que se ganaban la vida con bautizos aéreos y acrobacias en las ferias de pueblo, la invitó a dar una vuelta en su biplano y a volar sobre los alrededores; llegaron, sin embargo, hasta Los Ángeles. Cuando Amelia comentó, años más tarde, esa experiencia, declaró: «Tan pronto como despegamos unos metros del suelo, supe que seguiría volando siempre». Seis días más tarde, el 3 de enero de 1921, tomaba su primera lección de vuelo.

Esbelta, con un pelo muy corto y ojos de un color gris azulado, Amelia Earhart no estaba por los convencionalismos. Su lema era «Atrévete a vivir». De niña trepaba a los árboles, se tiraba en tromba en su trineo o cazaba ratas con un pequeño rifle. Su familia disfrutaba de una buena situación económica, pues su abuelo era un juez prestigioso que había hecho fortuna. Sin embargo, la relación del juez con su yerno, el padre de Amelia, fue siempre difícil, ya que lo consideraba un pusilánime, incapaz de proporcionar a su familia lo que esta merecía. El padre optó por mudarse a otra ciudad y, finalmente, se convirtió en un alcohólico, lo que confirmó las sospechas de su suegro y generó el consiguiente daño a su familia. Afortunadamente, el carácter de Amelia no fue minado por aquellas dificultades y salió de ellas fortalecida y resuelta. Si había decidido volar, volaría.

A los seis meses de su primera lección de vuelo, sumando sus ahorros y la ayuda de su madre, reunió el suficiente dinero para comprarse su primer avión: un Kinner Airster de segunda mano, un biplano amarillo con dos asientos al que bautizó como «el canario». Con él consiguió su primer récord: ser la primera mujer en alcanzar una altitud de catorce mil pies —4267 metros—. Pocos días antes, había hecho un aterrizaje desastroso en un campo de coles.

Una tarde de abril de 1928, mientras estaba trabajando en su oficina, recibió una llamada. A la persona que le pasaba el teléfono le dijo: «Estoy demasiado ocupada para contestar ahora». Cuando le comunicaron que era importante, pensó que se trataba de alguna broma. Finalmente, tras coger el teléfono, una voz le preguntó: «¿Le gustaría ser la primera mujer que cruzase el Atlántico?». La respuesta de Amelia fue corta e instantánea: «Sí».

Aunque hoy nos resulte difícil hacernos a la idea, lo que le proponían no era ni tan sencillo ni de respuesta tan evidente. Tres mujeres habían muerto ese año intentando lograr ese objetivo: ser la primera en atravesar el Atlántico en avión. Otra mujer, Amy Guest, una aristócrata que se había comprado un Fokker F.VII, había perseguido el mismo objetivo, pero su familia la había obligado a desistir. Antes de aceptar su derrota, ella había puesto una condición: el siguiente piloto que cruzase el Atlántico debía llevar con él «una hija de América». Atados por esta promesa, los familiares de Guest contrataron a un editor y publicista, George Palmer Putnam, para que buscara a una buena candidata que permitiera rentabilizar el proyecto y la inversión realizada en el avión. Finalmente, tras una entrevista en Nueva York, Amelia Earhart fue la elegida y se unió al grupo formado por el piloto Wilmer «Bill» Stultz y el copiloto y mecánico Louis E. «Slim» Gordon. Viajarían en el Fokker de Amy Guest, bautizado «Amistad».

Despegaron el 17 de junio de 1928 del aeropuerto de Trepassey, en Terranova, y llegaron a Burry Port, en Gales, veinte horas y cuarenta minutos más tarde, aunque su supuesto destino era Irlanda. Cuando los tres aviadores volvieron a Estados Unidos tras su hazaña, se los recibió con un desfile con confeti a lo largo de las calles de Nueva York y una recepción en la Casa Blanca por el presidente Calvin Coolidge. Amelia, honesta, dijo que todo el trabajo lo habían hecho Stultz y Gordon, y que a ella la habían llevado «como un saco de patatas», pero la prensa se volcó en ella, llamándola Lady Lindy, por su parecido físico con Lindbergh, el primer piloto que cruzó el Atlántico.

A partir de ahí, toda su vida se polarizó en torno a la aviación, participando en concursos y competiciones. Con George Putnam siguió cultivando una relación que terminó en boda, aunque ella se refería a su matrimonio como un consorcio con «doble mando de pilotaje». Antes de casarse cerró un trato con Putnam, inusual en una época donde la mujer estaba relegada a las órdenes del marido: «Me dejarás marchar en un año si no somos felices juntos. Intentaré dar lo mejor de mí misma en todos los aspectos».

«Las mujeres deben intentar hacer cosas al igual que los hombres lo han intentado. Cuando ellas fallen, su fracaso será un reto para otras».


Junto con Putnam preparó un vuelo en solitario a través del Atlántico que la convertiría en la segunda persona en lograrlo, tras Lindbergh, y la primera mujer. El 20 de mayo de 1932, cinco años después de la hazaña de Lindbergh, despegó de Terranova hacia París. Sin embargo, unos fuertes vientos del norte, unas condiciones climáticas gélidas y distintos problemas mecánicos la obligaron a aterrizar catorce horas y cincuenta y cuatro minutos más tarde en Irlanda, en una pradera cerca de Londonderry, «después de asustar a todas las vacas del vecindario». Cuando la noticia de su hazaña llegó a las redacciones de los periódicos, el titular de la prensa mundial fue «Una mujer lo ha conseguido».

Tras su hazaña, Amelia fue asediada con peticiones de entrevistas tanto en Estados Unidos como en Europa. El presidente Herbert Hoover le impuso la medalla de oro de la National Geographical Society y el Congreso le concedió la Cruz de Vuelo Distinguido, una condecoración que se otorgaba por primera vez a una mujer. En la ceremonia de entrega, el vicepresidente Charles Curtis elogió su valentía, e indicó que había mostrado un «coraje heroico y su habilidad para la navegación aun con riesgo de su vida». Earhart dijo que su hazaña demostraba que los hombres y las mujeres eran iguales en «trabajos que requieran inteligencia, coordinación, rapidez, sangre fría y fuerza de voluntad».

En los siguientes años, Earhart continuó rompiendo récords. El 24 de agosto de 1932 cruzó Estados Unidos desde Los Ángeles hasta Nueva York. Estableció un techo de altitud para los autogiros a cinco mil seiscientos metros que se mantuvo durante años. El 11 de enero de 1935 fue la primera persona que cruzó en solitario el trayecto desde Hawái hasta California. Sus socios habían querido suspender el vuelo porque la situación política en Hawái era muy inestable y los habían presionado para que desistieran, pero ella contestó: «Amenaza o no, me voy igualmente». Congelada de frío en el vuelo de 3875 kilómetros de distancia sobre el agua, echó mano de un termo con chocolate caliente y comentó al llegar a tierra: «Ha sido la taza de chocolate más interesante de mi vida, sentada a dos mil quinientos metros de altitud, totalmente sola sobre el océano Pacífico». Más tarde, ese último año, fue la primera persona en volar de México D. F. a Newark, cerca de Nueva York. Allí la esperaba una gran multitud que corrió hacia el avión de Earhart nada más aterrizar. Según sus palabras:

 

Fui rescatada del avión por unos policías de voz aguardentosa. En la melé que se formó, uno tomó posesión de mi brazo derecho y otro de mi pierna izquierda. Me llevaron hacia un coche patrulla, pero decidieron seguir rutas diferentes. El del brazo tiró en una dirección mientras que el que me agarraba la pierna eligió otro camino. El resultado fue que pude saborear, como víctima, el potro de tortura mientras pensaba: «Es tan maravilloso estar de vuelta en casa».

A punto de cumplir los cuarenta, Earhart pensó que estaba preparada para un reto impactante, para el broche final a su carrera de éxitos: ser la primera aviadora en completar la vuelta al mundo. En marzo de 1937 hizo un primer intento, que terminó mal, con un aterrizaje forzoso que dañó gravemente el avión. Inmediatamente, tan resuelta y decidida como era habitual en ella, hizo que reparasen el Lockheed modelo Electra 10E. Sin que quedase claro si se refería al avión o a ella misma, declaró: «Creo que solo nos queda un buen vuelo y espero que sea este». Comentaba estar ya harta de esos «malabarismos de largas distancias». El 1 de junio, Earhart y su navegante, Fred Noonan, partían de Oakland a Miami, comenzando un viaje de cuarenta y seis mil kilómetros. De Miami volaron a Puerto Rico. De allí bordearon la costa sudamericana hasta Natal, y cruzaron el Atlántico hacia Dakar. Atravesaron África y el golfo de Adén y llegaron a Arabia; remontaron hasta Karachi y Calcuta, y modificaron la ruta hacia Rangún, Bangkok, Singapur y Bandung hasta llegar a Darwin, en Australia. El 29 de junio aterrizaban en Lae, en Nueva Guinea. «Solo» les quedaban once mil kilómetros. Noonan, un magnífico navegante, había encontrado muchas dificultades en los trayectos realizados hasta ese momento porque los mapas de que disponían no se correspondían con la realidad. Pero el siguiente salto era el más difícil. Tenían que llegar hasta la isla de Howland, una mancha perdida en el Pacífico, un islote coralino de tan solo tres kilómetros de longitud y ochocientos metros de ancho, situado a 4116 kilómetros de distancia del aeropuerto de salida. Desde allí, la siguiente escala sería Hawái, una distancia mucho más corta y mucho más fácil de situar, y de ahí hasta California, un trayecto que ya habían hecho. La isla de Howland, su primera escala, estaba normalmente deshabitada, pero la Marina estadounidense envió un guardacostas, el Itasca, y arregló la pista de aterrizaje que había en la isla para ese vuelo.

Earhart y Noonan prescindieron de todo el peso que pudieron del interior del avión para poder llevar con ellos unos litros más de gasolina. Consiguieron así cuatrocientos cuarenta kilómetros más de margen. El Gobierno estadounidense, comprometido con esa hazaña que le daba la primacía en un sector tan interesante comercial y militarmente como la aviación, ordenó que el Itasca estuviera en contacto permanente con el Fokker y que dos buques de la Armada, el Ontario y el Swan, se situaran a mitad de camino con todas las luces encendidas para intentar servirles de referencia de paso. Earthart dijo: «La isla de Howland es un punto tan pequeño en el Pacífico que cualquier ayuda para localizarla es necesaria».

A las diez de la mañana del 2 de julio, hora local, el Fokker despegó. A pesar de que las predicciones meteorológicas eran favorables, pronto comenzaron a volar sobre cielos encapotados y con chubascos ocasionales. El mayor problema es que estas condiciones climatológicas dificultaban seriamente la principal herramienta de Noonan para orientarse: la navegación celeste, que le permitía controlar los desvíos de su ruta utilizando como referencia la posición del sol y las estrellas. Además, las radios del avión, de los barcos y de las estaciones en tierra utilizaban frecuencias distintas, un error del que no se habían percatado. También hubo otros fallos: Amelia había indicado que se guiarían por la hora de Greenwich, pero el Itasca funcionaba con la hora local. Cuando empezó a anochecer, Earhart mandó un mensaje al Itasca en el que informaba del estado del cielo, «nuboso, tiempo nuboso». En otras transmisiones, Earhart pidió al Itasca que la contactara por radio para intentar usar la fuerza de las señales como referencia. El barco guardacostas empezó a transmitir mensaje tras mensaje, pero ella no conseguía oírlos. Sus propias transmisiones, irregulares durante la mayor parte del viaje, se perdían o se llenaban de ruidos de estática. A las 7:42 de la mañana, el Itasca recibió este mensaje: «Debemos estar encima de vosotros, pero no conseguimos veros. Nos estamos quedando sin combustible. No conseguimos contactaros por radio. Estamos volando a trescientos metros de altura». El barco respondió, pero según parece el avión siguió sin oír sus llamadas por radio. A las 8:45 Earhart mandó un mensaje: «Estamos moviéndonos hacia el norte y hacia el sur». Hay que imaginar la desesperación de los dos aviadores intentando localizar la isla o el barco, y viendo cómo se acababan los últimos litros de gasolina del depósito. Fue su último mensaje. Nunca más se supo de ellos.

Inmediatamente, se puso en marcha un potente dispositivo de búsqueda y rescate. Se considera el mayor intento de salvamento de un avión perdido en el mar de la historia naval. Estuvieron diecisiete días buscando, usando todos los barcos y aviones disponibles en la zona, gastando más de cuatro millones de dólares, lo que era una gigantesca fortuna en la época, y explorando seiscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados en el océano, una superficie mayor que la de España, para tratar de localizar los restos del avión o a unos posibles supervivientes. Finalmente, el Gobierno norteamericano no tuvo más remedio que cancelar la búsqueda. En 1938 se construyó un faro en Howland Island con el nombre de Amelia Earhart. De algún modo era como si esa torre estuviera marcando ese lugar sobre el mar, llamando a Earhart y a Noonan, guiándolos a casa.

Se ha dicho que Amelia Earhart, durante su último viaje, podía estar llevando a cabo una misión de espionaje para las Fuerzas Armadas norteamericanas que consistía en fotografiar islotes del Pacífico capaces de albergar guarniciones japonesas. Al parecer, el ejército había sustituido los motores del Electra por unos más potentes y había instalado dos cámaras fotográficas en el bimotor durante su estancia en Darwin, todo lo cual podría apoyar esta teoría del espionaje. También se ha sugerido que Earhart y su tripulante podrían haber sido capturados por los japoneses, y haber fallecido por enfermedad durante el cautiverio o haber sido ejecutados, ya que eran unos testigos demasiado peligrosos, por lo que podían haber visto y por su fama internacional. En 2012 se encontraron en el islote de Nikumaroro, no lejos de la ruta que debían seguir los pilotos, unos restos de productos de belleza americanos de los años treinta. Algunos han pensado que podían haber pertenecido a Earhart, pues entre otras cosas había una crema contra las pecas, una conocida obsesión de ella. Se puso en marcha una búsqueda del avión en los arrecifes alrededor de la isla. Quizá algún día sepamos la respuesta a este enigma.

Se conserva una carta de Amelia a su marido, escrita para que se abriera en caso de que algún vuelo fuese el último. Dice así:

Por favor, que sepas que soy plenamente consciente de los riesgos. Quiero hacerlo porque quiero hacerlo. Las mujeres deben intentar hacer cosas al igual que los hombres lo han intentado. Cuando ellas fallen, su fracaso será un reto para otras.

Así fue.


Para leer más

GAST, P., «DNA tests on bone fragment inconclusive in Amelia Earhart search», CNN, 4 de marzo de 2011.

GOLDSTEIN, D. M., y DILLON, K. V., Amelia: The Centennial Biography of an Aviation Pioneer, Washington, D. C., Brassey's, 1997.

MARCK, B., Ellas conquistaron el cielo. 100 mujeres que escribieron la historia de la aviación y del espacio, Barcelona, Editorial Blume, 2009, pp. 124-133.

Página oficial de Amelia Earhart: www.ameliaearhart.com


La lucha por los derechos civiles: Rosa Parks

El mérito de Rosa Parks, lo que la hace estar en este grupo de grandes mujeres, es el heroísmo de lo cotidiano. Ella demostró que un pequeño gesto, una respuesta valiente y aparentemente simple, puede estar cargado de significado y ayudar a cambiar, a mejor, el mundo. Ella dio un pequeño paso con un enorme poder transformador.

Rosa Parks nació el 4 de febrero de 1913 en Tuskegee, Alabama, la zona más profunda del profundo sur de los Estados Unidos. Su nombre de pila era Rosa Louise McCauley y tenía ascendencia africana, cheroqui, creek, irlandesa y escocesa, una mezcla de sangres que encaja en lo que ahora denominamos, de una manera un tanto absurda: «gente de color».

El incidente que se convertiría en todo un símbolo de la lucha contra la segregación racial, y que haría de Rosa Parks la personificación de esta, tuvo lugar el 1 de diciembre de 1955. Rosa había terminado su trabajo de costurera en un gran almacén y regresaba a casa en un autobús de su ciudad, Montgomery, Alabama. Cuando unos hombres blancos subieron en una de las paradas, el conductor les ordenó a ella y a otros tres pasajeros negros que se levantaran para cederles los asientos. Basándose en las llamadas leyes Jim Crow, procedentes de la época de la esclavitud, todos los aspectos de la vida cotidiana —restaurantes, escuelas, salas de espera, baños públicos, etc.—estaban segregados. Los autobuses también.

En concreto, el sistema de autobuses de Montgomery había hecho circular una ordenanza municipal donde indicaba que las cuatro primeras filas del autobús se reservaban para blancos, mientras que los negros debían sentarse en la parte trasera del vehículo. Si había más blancos, se sentaban en las siguientes filas y si había personas de color allí sentadas, se tenían que levantar o bajarse del autobús. Todos los conductores eran blancos y tenían la autoridad para ampliar la zona de los pasajeros blancos u obligar a que un pasajero negro cediese su asiento en la zona intermedia a un pasajero blanco. El mismo conductor que reclamó en ese momento a cuatro personas negras, incluida Rosa, que dejasen los asientos libres la había hecho bajar del autobús, un tiempo antes, dejándola en medio de la lluvia. También esta vez el autobusero les dijo que «lo hicieran fácil y se levantaran». Los tres hombres accedieron, pero Rosa no. Cuando el conductor vio que seguía sentada, puso el freno de mano, se acercó con rapidez hacia ella y le preguntó si se iba a levantar. Ella contestó: «No, no lo voy a hacer». El conductor replicó: «Bueno, si no te levantas, tendré que llamar a la policía para que te arresten». A lo que ella dijo: «Haga lo que tenga que hacer». El conductor bajó del autobús y regresó con un policía que se llevó detenida a Rosa Parks.

En su autobiografía, Parks cuenta lo siguiente:

La gente siempre dice que no cedí mi asiento porque estaba cansada, pero no es cierto. No estaba cansada físicamente, o no más cansada de lo habitual al final de un día de trabajo. No era vieja, aunque alguna gente tiene una imagen mía como si fuera mayor entonces. Tenía 42 años. No, de lo único que estaba cansada era de ceder.

Y ese día ella decidió que no, que no se iba a mover, que no iba a ceder. La mayoría de los historiadores consideran ese momento, esa fecha, como el día del nacimiento del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, el inicio de la lucha por la igualdad de todas las personas, independientemente del color de su piel.

Los padres de Rosa eran un carpintero y una maestra. Se separaron cuando ella tenía dos años, con lo que Rosa se mudó con su madre y su hermano pequeño, Sylvester, a la casa de sus abuelos maternos en Pine Level, a las afueras de Montgomery. Fue a escuelas rurales hasta los once años, momento en el que empezó a estudiar en la Montgomery Industrial School for Girls —Escuela Industrial de Montgomery para Niñas—, un centro privado. Esta escuela, dirigida a muchachas de la comunidad afroamericana, había sido fundada y financiada por mujeres de ideas progresistas del norte de los Estados Unidos. En la Alabama de aquella época, la pretensión de ofrecer a los afroamericanos una educación igualitaria era todo un desafío. Prueba de ello es que durante el tiempo que permaneció abierta aquella escuela sufrió, dos incendios intencionados. Tras terminar allí la educación primaria, Rosa Parks asistió al college de profesores del estado de Alabama para negros, pero tuvo que abandonar su educación secundaria para atender, primero, a su abuela y, luego, a su madre, ambas con problemas serios de salud. Años más tarde, después de casarse, volvió a estudiar y consiguió alcanzar su graduación.

 

En su autobiografía, Parks escribe que algunos de los primeros recuerdos de su infancia giraban en torno a la amabilidad de algunos desconocidos de raza blanca. Sin embargo, según se fue haciendo mayor, le resultó imposible no ver el intenso racismo que la rodeaba. Contaba cómo había visto a miembros del Ku Klux Klan, la tristemente famosa organización de extrema derecha conocida por sus violentos ataques a la población negra en Estados Unidos, desfilar por delante de su casa mientras su abuelo se colocaba detrás de la puerta, apostado con una escopeta para proteger la entrada. Este es uno de sus testimonios:

No teníamos ningún tipo de derechos civiles. Era solamente un tema de supervivencia, de continuar existiendo de un día al siguiente. Recuerdo irme a la cama de niña oyendo galopar al Klan durante la noche, escuchando un linchamiento, temiendo que quemaran la casa.

En 1932 Rosa se casó con Raymond Parks, un barbero miembro de la NAACP —National Association for the Advance of Coloured People—, una de las principales organizaciones no gubernamentales que trabajaba y trabaja para mejorar las condiciones de vida de las personas de color y por la igualdad racial. Tras la boda, ambos comenzaron casi de inmediato a colaborar con la organización, recaudando dinero para la defensa de los llamados «chicos de Scottsboro». Se trataba de un grupo de adolescentes negros falsamente acusados de violar a dos mujeres blancas y condenados a muerte. A las profundas irregularidades —acoso policial, pruebas falsas, testigos falsos, un jurado formado exclusivamente por blancos, intentos de linchamiento, intentos de agresión, manipulación de todas las fases de la instrucción, etc.— siguió una sucesión de juicios que pusieron de manifiesto la desigualdad de la justicia para blancos y para negros, las profundas perversiones de un sistema que se autodenominaba democrático y la necesidad de levantarse y luchar para cambiar las cosas.

«La gente siempre dice que no cedí mi asiento porque estaba cansada, pero no es cierto. […] tenía 42 años. No, de lo único que estaba cansada era de ceder».


En el momento de su detención tras el incidente del autobús, Rosa Parks era secretaria del capítulo local de la NAACP en Montgomery. No era una responsabilidad política, sino que, según ella: «era la única mujer que había allí, necesitaban una secretaria y yo era demasiado tímida para decir que no». El trabajo en las organizaciones pro derechos civiles no tenía demasiadas alegrías en aquella época, pero seguían adelante. Rosa lo contaba así:

Trabajé en numerosos asuntos con la NAACP pero no obtuvimos ningún resultado. Había casos de palizas, de servidumbre forzada, de asesinatos y violaciones, pero no parecíamos tener demasiado éxito. Era más un tema de intentar retar a los poderes existentes y hacerles saber que no queríamos seguir siendo ciudadanos de segunda clase.

Rosa asumió su gesto como algo personal, como una ciudadana «harta de rendirse». Hay que pensar que la situación era dura: por poner un ejemplo, los niños negros no tenían ningún tipo de transporte que los llevase a la escuela. En su infancia en Pine Level, Rosa había visto y vivido que los niños blancos eran recogidos por los autobuses del servicio de transporte escolar que los llevaban a su colegio, mientras que los niños negros iban andando al suyo. En una entrevista años después, Rosa contaba:

No quería ser maltratada, no quería que me quitasen el asiento por el que había pagado. Ya era hora… tuve la oportunidad de hacer un gesto para expresar cómo me sentía al ser tratada de aquella manera. No había planeado que me arrestaran. Tenía muchas cosas que hacer sin tener que terminar en la cárcel. Pero cuando tuve que encarar esa decisión, no dudé en hacerlo así porque sentía que lo había soportado durante demasiado tiempo. Cuanto más cedíamos, cuando mayor era nuestra aceptación de esa forma de tratarnos, más opresiva se volvía.

Parks fue arrestada, juzgada y condenada a pagar una multa. Otras mujeres habían hecho gestos similares en los meses y años anteriores, pero el caso de Parks alcanzó notoriedad porque, una vez fuera de la cárcel, un grupo de personas, profesores, pastores protestantes y empleados, decidieron que no se podía seguir así. La misma noche que Parks fue liberada gracias a la intervención de Edgar Nixon, un activista de la NAACP, y de Clifford Durr, un abogado blanco que simpatizaba con la causa, Jo Ann Robinson, una profesora universitaria con la que Nixon había hablado, pasó la noche en vela imprimiendo treinta y cinco mil octavillas llamando a un boicot de los autobuses de la compañía de transportes de Montgomery. Las iglesias negras de toda la zona respaldaron el movimiento. El periódico The Montgomery Advertiser lo anunció en primera plana. Algo nuevo había empezado. La población negra se sumó al boicot y más del 75 % de los usuarios de autobús eran negros. Tres eran las modestas peticiones de los que protestaban: que se os tratase con respeto, que se contratasen conductores negros y que la zona intermedia del autobús entre blancos y negros se ocupase bajo la norma de que el primero que llegaba se quedaba el asiento libre.

El pastor de la iglesia baptista de la avenida Dexter, en Montgomery, se puso a su lado de forma decidida. Su nombre era Martin Luther King Jr., y se convirtió en el portavoz del boicot. El caso le dio notoriedad en toda la nación, y lo convirtió en el gran líder de la lucha por los derechos civiles. En sus discursos y actos públicos demostró siempre la firmeza y claridad de sus convicciones, insistía en la vía de la no violencia y huía del camino del odio y el enfrentamiento entre las comunidades. King llegó a ser el líder negro mejor valorado de su época, y recibió el Premio Nobel de la Paz en 1964. Desgraciadamente, murió asesinado cuatro años después a causa de sus ideas, de ese sueño que consistía en forjar una nueva sociedad en la que todos los hombres fuesen iguales, independientemente de su raza o su credo.

El boicot a los autobuses de Montgomery es uno de los hitos en la lucha por los derechos civiles y la igualdad racial en Estados Unidos, una protesta pacífica, un ejemplo de dignidad y exigencia. Duró 381 días. En esos largos meses, más de un año, obreros, madres de familia y ancianos se levantaban media hora antes o una hora antes, para cubrir andando el trayecto que antes hacían en autobús, y otro tanto a la vuelta. Las fotos de sus miradas serias mostraron en todos los periódicos del país el cansancio de esas gentes tras volver a casa caminando después de una larga jornada de trabajo y, al mismo tiempo, la resolución, la convicción de que era una batalla que no podían perder, por ellos, por sus hijos, por sus nietos. Respecto a las enormes presiones que sufrió todos esos meses —llegó incluso a perder su trabajo de costurera—, Rosa Parks explicaba que no sintió ansiedad porque había vivido toda su vida rodeada de presiones de distinto tipo y comentó: «No tuve ningún miedo especial, era más bien un respiro al saber que no estaba sola».

Al aspecto político de la protesta, es decir, el trabajo por ganar el favor de la opinión pública, se unió también la acción judicial. Encabezada por los abogados de la NAACP, la revuelta por los derechos civiles se libró también en los tribunales de justicia. En ellos el «caso Parks» se convirtió en un icono en la lucha contra la segregación racial. Al final llegó hasta el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que dictaminó que la segregación era una norma contraria a la Constitución norteamericana, que declara iguales a todos los ciudadanos. Un año después, el Gobierno federal abolió cualquier tipo de discriminación en los lugares públicos.