Repensando la catequesis

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Adversidades y hostilidades en los orígenes de la Didajé

La Didajé3 fue descubierta a finales del siglo XIX, en 1875, cuando entró a formar parte de los escritos de los padres apostólicos. Nació en la edad de oro del cristianismo con fuertes enfrentamientos que terminaron en sangrientos asesinatos de cristianos. Puede decirse que, a pesar de las peripecias dolorosas de persecución y de martirio, “el recuerdo del maestro hacía latir todos los corazones con santo entusiasmo; sus palabras estaban en todos los labios; su imagen ante todos los ojos” (Le Camus, 1981, p. 39). No hay que contraponer la Iglesia primitiva a la Iglesia actual. No obstante, en la Didajé, la persecución, el martirio y el desprecio a las verdades y la piedad templaron a nuestros hermanos en la fe para la conquista del mundo por el heroísmo del martirio y de la santidad. “Es apropiarnos de una fuerte metáfora volver al seno de nuestra madre la Iglesia para renacer con nueva fuerza y nueva juventud del espíritu a vivir una fe, una doctrina, una moral…” (Ruiz Bueno, 1950, p. 14).

Entre la resistencia y la apertura helénica, se podría considerar que los padres apostólicos vivían en lo más recio de la persecución y por esta razón habrían debido cerrarse a toda influencia foránea al espíritu cristiano. Ahora bien, con excepción de San Ignacio de Antioquía, no ocurrió así. Un escrito de esta época, la Primera Epístola de San Clemente de Roma, revela, por el contrario, “la aportación del pensamiento griego; especialmente consideraciones sobre el excelente orden de la creación dan una tónica estoica, totalmente en la línea del discurso de San Pablo en el Areópago” (Chatelet, 1976). Los padres de la Iglesia quisieron dotarse especulativamente para elaborar su teología; se orientaron con la mayor naturalidad por el material conceptual y doctrinal elaborado por la tradición helena (la platónica, particularmente). Pues bien: hay una obra cristiana que encarna magníficamente esta doble disposición de “... apertura y hermetismo y que por su prestigio como por su antigüedad tiene valor ejemplar para toda la tradición cristiana posterior: la obra de San Pablo” (Chatelet, 1976, p. 236)4.

En el ambiente patrístico se originaron tensiones entre la fe y la razón. Se buscaba la inteligibilidad del mensaje de salvación, con el apoyo a la razón para objetivar el misterio de Jesús. En este sentido, el apoyo de la razón es un postulado legítimo de la existencia humana; con su ayuda, también la Iglesia trata de exponer el objeto de la fe al hombre concreto, es decir, “trata de exponer ese objeto al mundo helenista con sus conceptos y vocabulario para hacer justicia a la necesidad de una fundamentación científica” (Stockmeier, 1976, p. 382). La relación fe-razón o razón-fe trajo consigo diferentes dificultades, entre ellas enfrentar los problemas del futuro cristiano, como las herejías. Por útil que fuese la aceptación de formas filosóficas de pensamiento para la penetración racional de la revelación, esta se vio confrontada por cuestiones extrañas, “cuya solución no solo modificó los puntos de gravedad del mensaje salvífico, sino que obscureció en general su carácter de predicación” (Stockmeier, 1976, p. 382).

Mentalidades de la Didajé

La Didajé apareció en el proceso de entrecruzamiento cultural de las mentalidades cristianas y helénicas. Las categorías helénicas, cuando llegaron al cristianismo, estaban fusionadas con las tradiciones egipcias, sirias, persas. Este patrimonio cultural se internalizó en la comunidad cristiana naciente interesada en anunciar la Buena Nueva a los hombres. Sin embargo, este anuncio se realizó con la novedad de la filosofía, en la que Gilson identifica dos tendencias propias de la época: “La filosofía es un saber que se dirige a la inteligencia y le dice lo que son la cosas […] las filosofías griegas son filosofías de la necesidad, mientras que las filosofías influidas por la religión cristiana serán filosofías de la libertad” (Gilson, 1976, p. 12). Gracias a esta nueva influencia aparecen fenómenos como el gnosticismo y el eclecticismo, los cuales son identificados y rechazados por los cristianos pues resultan heréticos. Evidencia de ello se encuentra en Juan 1,14, que precisa el logos especulativo con respecto al logos hecho carne. Gilson asevera al respecto: “Decir que Cristo es el logos no era una afirmación filosófica, sino religiosa…” (Gilson, 1976, p. 13). En este sincretismo, aparecen en el siglo I los ambientes apostólicos, helénicos y apologéticos que convergen en la Didajé, haciendo presencia de diversas maneras. A continuación se presentan los rastros de cada uno de estos ambientes en la antiquísima catequesis.

El origen apostólico de la Didajé expresa que este documento catequético es de importancia para la tradición cristiana. Dicha importancia estriba en que los apóstoles que presentaron la catequesis tenían una íntima cercanía con la voz de Jesús (Zeiller, 1941, p. 321). Este ejercicio catequético emergió en el corazón mismo de la comunidad cristiana primitiva (Ruiz Bueno, 1950, p. 6) y se encontraba centrada en la Eucaristía y en el Evangelio junto con el precepto del Padre Nuestro (Ruiz Bueno, 1950, p. 9). La conformación del movimiento de los padres apostólicos estuvo activamente influida por el ambiente helénico. La actitud de los padres con respecto a esta helenización se caracterizó por las resistencias, aperturas y complementariedades. Este panorama obligó a sostener cada una de estas posturas, planteando, de suyo, los primeros y futuros debates alrededor de los temas de la razón y de la fe.

San Pablo, quien se resistía a la helenización, alerta sobre las formas y los métodos para presentar el mensaje salvífico, y se planta evidentemente contra los métodos docentes propios del pensamiento griego, contra los artificios verbales, los discursos de la elocuencia, los discursos de una sabiduría persuasiva, los métodos aprendidos de la sabiduría humana; “esos procedimientos de la retórica tradicional que se dirigen a la razón son sustituidos por medios de predicación desatinados a los ojos del mundo y únicamente sometidos al espíritu divino” (Chatelet, 1976, p. 239). La apertura de la Escuela de Teología Cristiana de Alejandría, simpatizante del pensamiento helénico, posibilitó que paganos griegos se convirtieran al cristianismo. Los filósofos paganos se mostraron, por su parte, más receptivos al modo de vivir y de pensar de los cristianos, como sucedió con “el filósofo Sinesio de Cirene, quien abandonó el platonismo para convertirse al cristianismo y ser pronto obispo…” (Chatelet, 1976, p. 232). El mismo Pablo, a pesar de las sospechas comunicativas de la cultura helénica, observa esta mentalidad como un complemento para llevar la Buena Nueva a otras latitudes: “… tras haber conversado con los filósofos estoicos y epicúreos, fuera de la barahúnda del ágora, presenta la Buena Noticia, no como una ruptura, sino como un complemento y perfección de la teología helena…” (Chatelet, 1976, p. 237).

En los encuentros y desencuentros entre la cultura apostólica y la cultura helénica, entre la razón y la fe, emerge la mentalidad apologética en defensa de la fe. En este ambiente se elaboró la Didajé: “¡Qué fuerza apologética no late en ellos! ... Se trata de ver a Dios, cuya es la verdad y la vida toda de la iglesia” (Ruiz Bueno, 1950, p. 7). La defensa de la fe se realizaba a partir de categorías racionales. La predicación del mensaje salvífico cristiano tuvo lugar en un ambiente cuyas estructuras políticas, espirituales y religiosas se pueden clasificar de helenistas: “Si el mensaje del evangelio quería ser aceptado, debía adaptarse al lenguaje y mentalidad de los oyentes; en consecuencia era forzoso que el cristianismo se encontrarse con el helenismo” (Stockmeier, 1976, p. 381). El ambiente de defensa se comprende en términos de “unidad de la Iglesia, unidad en la Eucaristía, unidad en la liturgia, unidad en el lenguaje, etc.”5.

Visiones teológicas y morales en la Didajé
La teología y la moral en el siglo I

La reflexión teológica de este periodo se desarrolla en el proceso evangelizador de San Pablo, que coincidía con los discursos y exhortaciones de los estoicos. Esta coincidencia permitió determinar la presencia de numerosos temas comunes, específicamente en el campo teológico. Para visualizar esta correspondencia se comparará un discurso de Marco Aurelio con una cita de la carta de San Pablo a los Efesios.


Discurso de Marco Aurelio Carta de Pablo a los Efesios
“Uno es el mundo que forman todas las cosas; uno el Dios que lo llena todo; una la sustancia, una la ley, una la razón común a todos los seres inteligentes; una la verdad, pues una también es la perfección de los seres y de la misma familia y que participan de la misma razón” (Marco Aurelio, 170-180, L. II, 16). “Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de su vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef. 4,4-6).

Para visibilizar esta teología, se recurrirá al análisis que realiza Pepin de estos dos fragmentos, en el que aborda el binomio mundo-ciudad, cuyas interpretaciones son diferentes. Porque para los estoicos, “es la idea de una comunidad de esencia para todos los seres razonables” (Chatelet, 1976, p. 247). En cambio, para los cristianos “… es la realidad de la persona singular de Jesús el cuerpo místico y las comparaciones de ciudad y cuerpo se aplican no tanto al mundo cuanto a la persona de Jesús” (Chatelet, 1976, p. 248). Dentro de esta clave, el discurso filosófico y el mensaje salvífico, se construye la nueva teología, pero realizando acentuadas diferenciaciones en las que se coordina la lógica racional y la lógica divina (Chatelet, 1976, p. 252).

 

La moral helénica y la moral cristiana tienen los mismos presupuestos teológicos antes descritos. Las actuaciones morales en la mentalidad helénica tienen un carácter totalmente externo. Por lo tanto, en la mentalidad cristiana se trata de un don divino. Sin embargo, otro punto diferenciador está en la presentación lingüística de dicha moral. La presentación helénica es alegórica y la cristiana es diatríbica. Esta disyuntiva se manifiesta en la misma Didajé con los Dos Caminos, cuyo punto de discusión está en desvelar si es una alegoría propia de la mentalidad helénica o una diatriba (discurso fuerte y directo) propio de la mentalidad cristiana.

La moral alegórica helénica

Platón fue de los pensadores griegos que utilizó el recurso de la alegoría para hacer comprender el problema moral de su época. Sin embargo, antes de precisar las alegorías platónicas de la moral, se definirá el concepto de alegoría, figura estilística que busca: “afirmar una cosa y significar otra diferente de lo que se dice…” (Chatelet, 1976, p. 254). Con este recurso, Platón diseñó dos reflexiones de carácter moral. La alegoría del auriga, que vincula la gnoseología con la ética y la estética, y la alegoría del jardinero, que vincula la justicia con la ética y la estética. El auriga representa el aspecto gnoseológico de lo verdadero y lo falso (Platón, 1996, pp. 637-642). ¿Quién coordina los caballos? Uno de ellos representaba el alma de la bondad, y el otro, el alma de la concupiscencia (Platón, 1996, p. 637). Con ello, se recurre a lo estético de los corceles para precisar las categorías de lo bello y lo feo. El jardinero representa la escritura como mecanismo de recuperación de la memoria. Es un jardinero inteligente (gnoseología), que siembra las semillas en los tiempos y terrenos adecuados para lograr los frutos pertinentes. Con esta alegoría, Platón muestra que se hace justicia con aquellos que recuperaron su pasado mediante el cultivo de la escritura, a diferencia de aquellos que por las diversiones y el ocio estéril perdieron su vida, porque no la recuerdan (Platón, 1996, p. 569).

La moral diatríbica cristiana

Las alegorías influyeron en el cristianismo. A pesar de su fuerte influencia en el incipiente cristianismo del siglo I y en el ya conformado cristianismo del siglo II, “… los Padres de la Iglesia interpretan la Biblia por la alegoría y así expresan el contenido teológico” (Chatelet, 1976, p. 263). También influyeron notablemente las diatribas cínico-estoicas, que consisten en un discurso violento popular que se apoya en el empleo de cierto número de procedimientos estereotipados: “Se ha establecido un paralelismo entre esta diatriba y el estilo de la predicación neotestamentaria, particularmente de la predicación paulina” (Chatelet, 1976, p. 252). Bultmann realizó un estudio sobre las diatribas en las Cartas de San Pablo y se encuentran las siguientes características: la objeción que presenta un oyente imaginario y la interpelación del adversario, el uso de palabras de las mismas raíz, tales como criatura y creador, perecedero e imperecedero, comparadas para producir efecto; “El gusto por la antítesis, tanto en las ideas como en las palabras; la prosopopeya mediante la cual se hace hablar a una noción abstracta, como, por ejemplo, la personificación del pecado…” (Chatelet, 1976, p. 253).

La reflexión ética-helénica-cristiana en la Didajé

La mentalidad helénica se esforzaba en objetivar las normas mediante la clasificación de las virtudes y los vicios. De algún modo, intentaba demarcar exactamente los componentes cognoscitivos, éticos y estéticos para su respectiva reflexión y posible aplicación (Stockmeier, 1973, p. 380). El cristiano observó la relación entre la ley natural junto con la moral natural para armonizarla con la moral cristiana. Dichas categorías se adaptaban y empalmaban racionalmente a los propósitos de felicidad del cristiano de amar a Dios y amar al prójimo (Stockmeier, 1973). La estructura de la Catequesis Moral de la Didajé6 permite identificar tres grandes apartados: los Dos Caminos, el Camino de la vida y el Camino de la muerte. Esta clasificación se aparta de la división tradicional que se presenta en sus primeros seis capítulos. Sin embargo, se evidencia en la estructura de la primitiva catequesis la alegorización binomial platónica de los dos caminos, pero al mismo tiempo la preceptuación diatríbica del camino para llevar la verdadera vida.

Los dos caminos

La instrucción moral de la Didajé se presenta como la doctrina dirigida a todas las naciones, a la gentilidad y cristiandad que tienen unas características prácticas para la iniciación cristiana (Ayán, 2002, p. 36). Stockmeier realiza un estudio profundo sobre los dos caminos con la perspectiva de la influencia griega de la Didajé, y considera que “se remonta a una concepción pitagórica; la encontramos en la comunidad de Qumram y en la Didajé” (Stockheimer, 1973, p. 380). En cambio, Ayan propone que los orígenes de la alegoría de los dos caminos, que enmarca la instrucción moral, se remontan al Sermón de la Montaña (Mt. 7,13): “Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos está colgada toda la ley y los profetas (Mt. 22, 37-40)” (Ayan, 2002, p. 39).

El camino de la vida

El camino de la vida tiene cuatro aspectos para resaltar: la perfección evangélica, la limosna, el segundo mandamiento y, finalmente, hacer el bien, con los deberes que trae consigo dicho bien.

La perfección evangélica se entiende por la exactitud de los preceptos; no hay posibilidad de dobles interpretaciones: hay una sola intencionalidad–bendecid a los que os maldicen–. La limosna, el signo de dar sin esperar nada a cambio, es uno de los aspectos más insistentes de la Didajé, que se encuentra coordinado con la lógica de la perfección evangélica. El medio más concreto para donar se encuentra en la limosna (Ayan, 2002, p. 39).

La diatriba del segundo mandamiento consiste en unos preceptos sencillos pero muy claros. Se centra en no matar, no robar, no fornicar, no odiar, etcétera. En definitiva, el segundo mandamiento trata de manera radical pero sencilla de cuidar responsablemente al otro. Por último, hacer el bien consiste en diferenciar las virtudes de los vicios, sin llegar a describir esquemas especulativos sobre los unos y los otros. Se invita así a los catecúmenos con la catequesis a precisar los deberes para la comunidad cristiana, deberes para con la familia cristiana, el deber universal del cristiano y, finalmente, la confesión de los pecados (Ayan, 2002, p. 39).

El camino de la muerte

El camino de la muerte se asocia con las acciones que llevan al pecado. El catequista advierte de la presencia del mal y busca la manera de evitarlo, haciéndolo conocer para atacar la fuente misma del pecado. Hay aquí, además de este acrecentamiento de intimidad entre catequista y catecúmeno, “un progreso perceptible de la marcha de la instrucción y formación del nuevo cristiano. Se ataca la misma raíz del pecado” (Ayan, 2002, p. 37). En el camino del mal, el catequista advierte de aquellos que los persiguen7 manteniéndose vigilantes para no dejarse extraviar del camino de la muerte; incluso el catequista conoce la naturaleza humana y señala que si lo supera la prueba, tiene que realizar lo que pueda (Ayan, 2002, p. 37). En síntesis, se podría decir que con cada uno de sus mandatos y prohibiciones, tanto los del camino de la vida como los del camino de la muerte, “el catequista quiere llevar aquel cumplimiento, aquel precepto o enseñanza…” (Ayan, 2002, p. 38).

Pistas pedagógicas de la Didajé para el catequista de hoy

El catequista del siglo XXI se encuentra inserto en una serie de mentalidades, racionalidades y visiones de la fe (gracias al patrimonio cultural) inferidas de una modernidad subjetiva8, relativista9, escéptica10 y hedonista11. Su tarea catequética se ubica en los terrenos de la complejidad (Morin, 1990) debido a la incertidumbre de las acciones encaminadas a la comunicación, recepción y proposición de la fe; a unos hombres y mujeres que tienen internalizada la paradoja de lo cierto y lo incierto, de lo estable y lo inestable, de lo evidente y lo azaroso. Esta tensión constituye un panorama diverso de creencias, de multiculturalidades religiosas y pluralidades perceptivas de la fe, expresadas desde una lógica de la debilidad, de lo líquido y de lo borroso. A esto se aúnan las tendencias radicales de la subjetividad posmoderna, que se han transformado en las nuevas mentalidades narcisistas de la actualidad hipermoderna.

En el contexto de un pensamiento y una sociedad débil, la fe se ubica en un contexto posmoderno relativo cuya lógica blanda se interpone “frente a una lógica férrea y unívoca, necesidad de dar libre curso a la interpretación […], una visión mundial de las culturas” (Vattimo, 1990, p. 39). La perspectiva de una fe desde la lógica líquida se caracteriza por el hecho de que externamente se muestra sólida, pero si se observa detenidamente, en su interior es frágil, desgarrada y muy ligera (Bauman, 1990), debido a la transitoriedad, la liberación institucional y la desterritorialización de lo sagrado. La lógica de la fe desde la borrosidad se plantea en términos de coherencia, pues una proposición es verdadera o falsa según la estructura del sistema junto con sus reglas. Esta relación se encuentra imbricada en las proposiciones (Koskov, 1993). Por lo tanto, la correspondencia de una proposición, si es verdadera o falsa, está en conformidad con la estructura proposicional junto con la realidad.

Estas posiciones epistémicas, lógicas y éticas, producto de la modernidad subjetiva, se han profundizado y radicalizado con las diferentes expresiones narcisistas de la posmodernidad (Lipovetsky, 1996), cuya fe se centra en el placer y el hedonismo. Se trata de una fe psicologizante, que causa bienestar y seguridad personal. La fe de lo efímero (Lipovetsky, 2007), que se ubica en aquella creencia del milagro epidérmico, superficial y fugaz, que no requiere ningún tipo de compromiso con el otro, sino una terapia agenciadora de la yoidad humana. La fe de la hipermodernidad (Lipovetsky, 2004) se manifiesta en la convicción narcisa de asegurar una imagen del rigor, del trabajo, del profesionalimo y de la brillantez personal; no obstante, este mismo hombre vive angustiado, agobiado, desestructurado internamente y fragmentado externamente, por la corresponsabilidad de esa imagen que requiere mantener. Por ello el bienestar y la imagen personal que se requiere conservar se aseguran desde una fe de la pusilanimidad, de la fobia y de lo medroso. La catequesis del siglo XXI es un entrecruzamiento de expresiones racionales que forma un encuadramiento complejo en lo cultural, lo social y lo filosófico que no ha sido muy diferente con respecto a los primeros años de la cristiandad. El desarrollo de este último apartado tiene tres momentos: la identificación de las características del catequista, el lenguaje que se emplea para comunicar la fe, y el rescate de los aspectos pedagógicos desde la Didajé para la catequesis de hoy.