Diez razones para amar a España

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El fondo de la cuestión no cambiaba gran cosa. Seguíamos en los márgenes de la historia, pero ahora eso era lo correcto. No dejábamos de ser menos europeos que el resto, pero encarnábamos todo aquello que las demás naciones europeas habían echado a perder al abrazar el plan ilustrado. A favor de los españoles estaba la religión, que seguía vertebrando la sociedad con un significado trascendente, visible en las catedrales, el arte, las manifestaciones de la cultura popular. Los españoles habían sabido conservar algo de la Edad Media, que ya no significaba el espíritu gótico, es decir, atrasado, del que abominaba el siglo anterior. Ahora era una forma de vivir más natural, más caballeresca también, generosa y valiente, desconocedora de esa falsa igualdad que produce el dinero. En España la igualdad no era el resultado de una ley abstracta. Era una realidad moral básica.

España abrió igualmente una de las grandes vías por donde alcanzar lo exótico. El español desciende del moro y ha sabido preservar la fantasía y la intensidad orientales que los europeos habían despreciado. Además, España es un inmenso territorio vacío, despoblado, agreste, siempre imprevisible y en cierto modo virgen, no como Francia, Alemania o Italia, paisajes en los que la imaginación tiene poco que hacer de tan cultivados y amables como han llegado a ser. (El concepto de «España vacía», referido a la despoblación del país como un dato fundamental de su naturaleza, ha reaparecido en un reciente libro del mismo título de Sergio del Molino, precedido por la reflexión lírica de Julio Llamazares en La lluvia amarilla. Y para muchos el agreste paisaje de la España indomable sigue siendo tanto o más atractivo que la suavidad un poco enervante de la dulce Francia y la exquisita Toscana). Por si fuera poco, la variedad y el contraste de los paisajes reflejaban los de una sociedad en la que la miseria lindaba con la mayor de las opulencias, lo sublime con lo grotesco, la bestialidad con el más alto refinamiento. El alma española, al tiempo que se deja tentar por los apetitos más sensuales, también sabe hablar con Dios.

Los románticos no inventaron leyendas tan extraordinarias como los griegos y los pueblos de Oriente. Supieron, eso sí, poetizar lo que tenían a mano. El escritor polaco Jan Patocki imaginó en su Manuscrito hallado en Zaragoza una historia descabellada de apariciones, brujas, gitanos y personajes del otro mundo. Washington Irving, que venía de un pueblo tan poco romántico como el norteamericano y había conocido a Moratín en Burdeos, reinventó el material moruno en sus Cuentos de la Alhambra y lo puso en circulación en todo Occidente. En la «Leyenda del astrólogo árabe» evoca la figura de un sabio, venido de Egipto y vinculado con el profeta Mahoma, que ayuda al viejo rey de Granada a vencer a sus enemigos hasta que cae presa de su concupiscencia. Push­kin se inspiró de esta leyenda para su último poema fantástico, del que luego se sirvió Rimski-Korsakov para su ópera El gallo de oro; los rusos se reconocían en aquel legendario territorio de frontera, del otro lado de Europa.

El francés Prosper Mérimée llegó a conocer España como muy pocos. Fue, de hecho, su patria de adopción. Recrea la libertad propia de las costumbres y la literatura españolas en su Teatro de Clara Gazul, donde se disfraza tras un pseudónimo que viene de Lope de Vega. Analiza la vida política con inteligencia y se deja seducir por el arte español, justo cuando el gusto europeo lo empieza a descubrir, tras el saqueo por las tropas napoleónicas. Se dice que Mérimée se complace en el lugar común con su Carmen, prototipo de la mujer libre, ajena a la moral común, rodeada de las cigarreras sevillanas, de contrabandistas y toreros. Personificaciones todas del ser humano sin civilizar, que se enfrenta con el mismo gesto a la ley y a la muerte. En realidad, Mérimée logró con su Carmen inventar una de esas individualidades que el arte eleva a categoría de mito. No hay españolada, sino una comprensión muy fina de la libertad propia de la vida y el arte español, algo que Bizet supo luego captar con su ópera.

El también francés Théophile Gautier escribe que «un viaje por España sigue siendo una empresa peligrosa y novelesca». Es lo que se venía buscando, como demuestra el estupendo Viaje por España que él mismo escribió. Se viene a España en busca de emociones fuertes, como las que cree encontrar un Alejandro Dumas que sobreactúa con los toros. También escribe a su corresponsal que «si alguna vez viajáis a España, si visitáis Madrid, fletad un coche, montad una diligencia, esperad, si hace falta, a que pase una caravana, pero no dejéis de ir a Toledo, señora, no dejéis de ir a Toledo».

Esta España romántica y pintoresca ya había encendido la imaginación inglesa gracias a las muy finas y analíticas Cartas de España, del español naturalizado inglés José María Blanco White, y a los libros de recuerdos escritos por los soldados ingleses que participaron en la guerra de la Independencia —para ellos la «guerra peninsular»—. Dará pie a dos obras maestras. El maravilloso viaje, apasionado, lírico y a veces atormentado de Richard Ford y el más burlón y picaresco de George Borrow, un joven aventurero empeñado en evangelizar España mediante la difusión de la Biblia en la versión clásica del protestante Casiodoro de Reina. El libro fascinó a Azaña, que lo tradujo, y a los miembros de la Institución Libre de Enseñanza, que lo publicaron. También ellos estaban convencidos de que había que cristianizar España. A tanto había llegado nuestra barbarie.

Jardines. Arte y naturaleza

El agua siempre ha sido una obsesión para los habitantes de España. Lo fue para los romanos, que construyeron acueductos para transportarla y termas para la higiene y el recreo públicos. Los musulmanes, venidos de climas desérticos, la incorporaron a la vida privada con su gusto por la sombra y las fuentes. Con ellos el agua se aplicó a la producción agrícola con tanta meticulosidad y tanto ingenio, que los huertos de verdura y de naranjas parecían un vergel.

Aquellos sistemas de riego se han conservado hasta hoy mismo, como se conservaron fuentes muy antiguas a lo largo de toda España. Las ha habido míticas, como la del claustro mudéjar de Guadalupe; góticas, como la de Blanes, en Gerona, o la de Real de la Trinidad, en Xátiva, ciudad valenciana famosa por sus fuentes; renacentistas, como la de Santa María, en Baeza; barrocas, como las de los jardines de La Granja y otras, pintorescas, pobladas de animales, como la de los Galápagos en el Retiro de Madrid y la de las Ranas del parque de María Luisa. La Pila, una fuente de traza muy elaborada, en la ciudad mexicana de Chiapa de Corzo, atestigua el éxito del estilo mudéjar en América. Muchas de estas fuentes, y no las menos importantes, eran simples pozos o humildes caños que surtían de agua a una población. (Los autores andalusíes recomendaban que las casas tuvieran siempre un pozo en el patio. Hoy los patios de las casas andaluzas, como huertos cerrados que huyen del calor y matizan la luz, continúan la tradición).

La Alhambra llegó a ser la viva representación del jardín como ideal de vida. Se incorporó a la iconografía arquitectónica y decorativa occidental, y pasaría a formar parte de esa renovación estética que fue el estilo morisco, con toda su fantasía orientalizante. Los jardines, por su parte, pasaron a formar parte esencial de la imagen de España, ya sean los orientales evocados por Lope de Vega en una comedia temprana, como El remedio en la desdicha, los renacentistas de la reina Isabel de Castilla en la Isla de Aranjuez, los clásicos de Felipe II en El Escorial y, más tarde, los franceses de Sabatini en Madrid y el de René Carlier en La Granja, los románticos de Sevilla y de Ronda, hasta llegar al estilo puramente español en el del Buen Retiro en Madrid.

El eclecticismo había preparado la aparición de un estilo propio en el que prima el correr del agua en fuentes y canales, la frondosidad, los paseos cubiertos, las pérgolas, los pabellones, las flores y las fragancias. Las baldosas y los azulejos, por fin, componen un conjunto único, que resguarda del sol y del calor, pero deja pasar la luz en juegos de contraste que evocan —con el murmullo del agua que corre, el frescor y los olores— un pequeño paraíso, como el que Sorolla reprodujo en su casa madrileña. El edén vuelve a estar detrás de esta gran creación del gusto español. Manuel de Falla evocó este mundo encantado en sus Noches en los jardines de España. Mediante el extremo artificio, y lejos de cualquier abstracción metafísica, el jardín español reinventa, o recupera, si se prefiere, la naturaleza. Se convierte así en la mejor muestra de un gusto capaz de espiritualizar la más sensual de las evocaciones.

Castillos

En el extremo sur del país, al bajar de Ronda hacia La Línea de la Concepción, antes de llegar a la costa, se entra en un valle cubierto de huertas, árboles frutales y naranjos. A la salida, por el sur, se alza un castillo en lo alto de una colina. Por las laderas trepa una ciudad pequeña, de casas blancas y calles largas, a veces escarpadas. Estamos en Jimena de la Frontera. En el término municipal se conservan unas pinturas rupestres que permiten contemplar la llegada de unos barcos, tal vez los de los forasteros y colonizadores de Oriente.

El castillo de Jimena de la Frontera es pequeño, pero lo bastante elevado como para dominar la ciudad y todo el valle bajo su protección. A un lado, sobre una roca, todavía se ve un oratorio mozárabe. Quedan en pie parte del recinto amurallado, una torre albarrana —de las que forman parte de la muralla, levantada sobre unos restos monumentales romanos— flanqueada de una majestuosa puerta con dos arcos de estilo califal con lápidas romanas en los muros, la torre redonda de homenaje y unos aljibes intactos, obra de gente práctica y con sentido del estilo. En tiempos de la Reconquista, esta fue una ciudad de frontera, como muchas otras de la zona, siempre amenazadas por las incursiones de los musulmanes granadinos: Arcos, Jerez, Chiclana, Vejer… todos de la Frontera. Cubierto durante mucho tiempo de hierbas, matorrales y chumberas, el recinto interior del castillo de Jimena se animaba con la presencia de un asno que acompañaba al visitante con cierta curiosidad —no mucha, la verdad— y de vez en cuando, en la atmósfera transparente saturada del canto de las chicharras, algún rebuzno.

 

El castillo de Jimena de la Frontera se alza sobre una antigua población. Y de aquellas muy primeras construcciones quedan vestigios en el castro más pequeño, pero igualmente hermoso, que se levanta en una colina aislada, de unos 150 metros de altura, detrás del pueblo valenciano de La Alquería de la Condesa. Desde ahí domina, en una panorámica circular completa, toda la comarca de la Safor, la gran montaña que la protege y le da nombre —nevada la última vez que estuve por allí: algo extraordinario—.

En la cumbre del pequeño monte, llamado montaña del Rabat, se encuentran los restos de un poblado ibérico, con sus murallas de piedra y relleno de mampostería, unas habitaciones y lo que parece un esbozo de calle. Los iberos habían elegido bien el lugar: fácil de defender por la altura y la perfecta visibilidad de los alrededores, y rodeado de tierra que siempre ha sido fértil. Hoy es un inmenso huerto verde, tan jugoso y fragante que se diría que hasta la altura llega el perfume del azahar, como sube el sonido de los campanarios de las iglesias en torno a los que se arraciman los pueblos blancos de la comarca.

Al fondo, de un lado, se extiende el mar resplandeciente y del otro la sierra Gallinera, con un imponente castillo moro que protege la entrada al valle, de aire seco y transparente, cubierto de almendros y árboles frutales, poblado durante siglos por moriscos y luego, tras la expulsión, por colonos mallorquines. En una ladera, justo por encima de los pueblos de Benitaia y Benisili, sigue viva una fuente, de agua fría y cristalina, próxima a una antigua dependencia de un convento franciscano de la que solo queda un bosquecillo umbrío, cerrado por una reja. Nunca el espíritu anda lejos de las fuentes vivas.

Los castillos están entre los elementos más reconocibles y característicos del paisaje español. Los hay islámicos, como los que cierran las dos entradas de la Vall de Gallinera. En muchas ciudades se conservan las alcazabas, recintos fortificados en cuyo núcleo se alzaba el castillo propiamente dicho, el alcázar, de uso estrictamente militar. La de Granada, la de Antequera, en la punta oriental de la ciudad, la de Málaga, dominando el mar como la de Almería, y la muy amplia de Badajoz recuerdan el papel que la guerra jugó en el desarrollo de estas ciudades, agrícolas o comerciales muchas de ellas.

Mucho más al norte, en la provincia de Soria, el castillo de Gormaz domina sin apelación posible la llanura castellana que se extiende a sus pies. En plena Castilla, estirado a lo largo de 500 metros, con sus 28 torres, el castillo de Gormaz encarna el triunfo de la ingeniería árabe. Con la Alhambra y la mezquita de Córdoba, es de los grandes supervivientes del dominio musulmán. Demuestra el avance técnico de la sociedad musulmana de entonces (estamos en el siglo x) sobre las cristianas. Inexpugnable, en 978 fue objeto de un asedio destinado al fracaso a cargo de un ejército de 60.000 soldados cristianos. El Cid, vuelto del destierro, logró su titularidad de Alfonso VI, tal vez como reconocimiento por su genialidad a la hora de imaginar nuevas tácticas militares y políticas para combatir a los temibles almorávides, a los que el rey, como recordó Menéndez Pidal, había sido incapaz de hacer frente. Los castillos árabes se extendieron por buena parte de la península como sistema de defensa, muchas veces con su alcazaba y su medina. Así, el antiguo alcázar de Madrid, pero no Gormaz, soberbiamente aislado.

En territorio cristiano, son tan abundantes que llegaron a dar nombre primero a un condado y luego al reino en el que este se convirtió. (Luis Díez del Corral contrapone las regiones y los países que deben el nombre a sus invasores —Francia por los francos y Andalucía por los vándalos— a aquellos otros que son propios y acaban designando a sus pobladores: España, Castilla, Italia).

Ortega vio en los castillos la encarnación del principio de libertad que triunfó con el feudalismo. Díez del Corral, en cambio, entendió los castillos españoles como la punta de lanza de una realidad que no existía en el resto de Europa. La sociedad española se enfrentaba a la tarea de volver a conquistar las tierras tomadas por los invasores musulmanes. Era una misión de esas que dan sentido a la vida entera. Los castillos fueron uno de los instrumentos cruciales de esta empresa. En cada avance, se aprovechaba cualquier risco, cualquier peña para levantar y consolidar la ocupación. Así se van formando líneas defensivas, primero la del Duero, luego la del Tajo. Aseguran el dominio de las nuevas tierras y detienen las incursiones de pillaje, las temidas aceifas que practicaban los musulmanes, más interesados por el botín inmediato que por la posesión de tierras.

En el resto de Europa, el castillo surge naturalmente del paisaje en el que el señor feudal reside durante buena parte del año. Allí está la base de su prosperidad. El castillo español se alza como la esencia de una sociedad en guerra. (También hay castillos feudales civiles, como el de Belmonte, en Cuenca, construido por el marqués de Villena, y el de Coca, en Segovia, de ladrillo y ornamentación mudéjar, que fue del marqués de Santillana). Y esta guerra es, antes que otra en el resto de Europa, una guerra moderna, de grandes efectivos. Absorbe la casi totalidad de las energías de la sociedad, de la Corona y del pueblo. Castilla entera fue durante siglos una sociedad en guerra. Aquí no hay alcazabas porque las propias ciudades son ciudades fortificadas, como Segovia, con su castillo como la proa de un barco, o Cuenca y Ávila, de la que se ha conservado íntegra la muralla en la que va encastrada la catedral.

Incluso las iglesias se construyen como fortificaciones. Resulta evidente la intención defensiva, casi aplastante, del monasterio de Santa María la Real de Nájera, en La Rioja. La iglesia fortificada del Apóstol Santiago en Montalbán, Teruel, reserva la ornamentación mudéjar para la parte alta del edificio. La catedral de Santa María de Sigüenza impresiona por la seguridad que infunde. Y la iglesia de San Miguel Arcángel, en Murla, Alicante, no admite distingos: incorpora una torre maciza a la fachada.

Durante un viaje en coche por Jordania, desde la antigua ciudad de Petra hasta el mar Muerto, pasamos junto al castillo de Karak o Al Karak, una grandiosa fortaleza de tiempos de los cruzados. Era, sin la menor duda, un castillo español, como lo es, muy cerca de Petra, el de Shobak, un trozo de Castilla en Oriente Medio, clavado en un promontorio sobre el valle de Aravá por donde pasaron los judíos de vuelta de Egipto. La realidad es que aquellas grandes fortificaciones cruzadas inspiraron otras españolas. En las dos puntas del Mediterráneo se dio la misma tensión bélica. Fue allí, en Siria, en Líbano y en los actuales Israel y Jordania, donde los europeos aprendieron el arte moderno de la guerra que los españoles habían tenido que inventar por su cuenta. (En aquel viaje, de tan concretas evocaciones españolas en varios momentos, íbamos a conocer Siria, con su imponente castillo del Krak de los Caballeros. Lo impidió el estallido de la guerra que acabó dañando la fortaleza). A diferencia de los castillos de los cruzados, los españoles están, como dice también Díez del Corral, en movimiento: siempre a la ofensiva.

Los castillos son historia hecha piedra. Lo son en un sentido muy particular. En cuanto el frente avanzaba, quedaban inservibles, condenados al abandono. De una forma muy española, con un significado y unas consecuencias estéticas que Azorín glosó toda su vida con una sensibilidad cada vez más fina, llevaban en su naturaleza el futuro abandono y empezaron a ser ruinas, como hasta hace poco tiempo los hemos conocido, desde casi el principio. Románticos sin quererlo —como el de Anguix, del que queda una torre suspendida sobre el Tajo—, recuerdo de una vida dura y árida de vigilias interminables, siempre en espera del enemigo, son un paradigma del paisaje español, muchas veces tan escabroso, tan inhumano y tan atractivo como ellos.

Mucho más tarde, la ingeniería militar levantará fortificaciones espléndidas en La Habana y en Cartagena de Indias, como lo hará para defender la frontera con Francia en Figueras, con el gigantesco castillo de San Fernando, una auténtica ciudad de por sí. Todo el Mediterráneo occidental está cubierto de fortificaciones españolas: el castillo de Bellver, en Mallorca, con ese patio aéreo que contrasta con la aspereza del exterior, apenas suavizada por la planta circular, el de Santa Bárbara, en Alicante, que vigila toda la bahía desde una altura prodigiosa, hasta Nápoles, Palermo, Alguer y, claro está, el norte de África: Orán, con su monumental puerta de España, tan evocadora como la de la Bisagra en Toledo y española por su carácter práctico, resolutivo, valiente, a la entrada de la alcazaba. Reliquia del sueño africano, tan propio de su país, que en su día impulsó el cardenal Cisneros.

Estilos españoles. Mudéjar

Pedro I de Castilla, rey amigo de los judíos, ordenó levantar y decorar su espléndido palacio sevillano en estilo mudéjar. Era como traer una sublimación ideal de la estética musulmana hasta su lugar de origen, y en la obra trabajaron maestros de obra —alarifes— sevillanos y otros venidos de Toledo y de Granada. Don Pedro ya había recurrido al mudéjar para remodelar la residencia real de Tordesillas, luego convertida en el monasterio de Santa Clara. El palacio, que domina un recodo del Duero, combina la lujosa sobriedad castellana en la que alternan paredes blancas, esculturas policromadas y retablos dorados, con la delicadeza casi onírica de las filigranas mudéjares y los artesonados de madera labrada en formas geométricas que evocan un orden cósmico regido por la fantasía y la belleza. (Enrique IV decoró su castillo palacio de Segovia con el mismo estilo exquisito y en otras ocasiones, como en la Alhambra o la Aljafería de Zaragoza, los reyes conservaron muy minuciosamente, como demuestran las órdenes a este respecto, la arquitectura y la decoración musulmanas). Samuel Ha-Levi, almojarife o tesorero de Pedro I, ordenó construir la magnífica sinagoga del Tránsito en Toledo, a mediados del siglo xiv.

El estilo y la arquitectura mudéjares nacen de las singulares circunstancias en las que se desarrolla la Reconquista. La toma de ciudades musulmanes por los cristianos trae aparejada la voluntad de levantar construcciones propias, que dejen claro el nuevo poder y las nuevas ideas. No siempre se pudo hacer, por falta de medios y de mano de obra, y también porque los cristianos se acostumbran a las ciudades de trazado y edificios musulmanes, y acaban pronto gustando de ellos: de sus estructuras, de sus materiales, de sus formas decorativas. Así que los cristianos españoles vivieron durante siglos en un escenario musulmán. A eso se añade la presencia de mudéjares, musulmanes a los que los cristianos respetan en sus creencias y formas de vida (que también llegan a compartir), y que dominan además técnicas de construcción y de decoración que ofrecen importantes ventajas. Utilizan materiales más baratos que los de la arquitectura cristiana de origen francés (el ladrillo en lugar de la piedra, la madera). Están especializados, con lo que ganan en competitividad. Y dominan un gusto al que los nuevos clientes, judíos y cristianos, se han aficionado: por estar acostumbrados a verlo en el escenario urbano, o por sus extraordinarias peculiaridades.

Mudéjar es, por tanto, como ha expuesto Gonzalo M. Borrás, aquella arquitectura que se hace en territorio cristiano prolongando el estilo hispanomusulmán de años anteriores, como copiándolo y transformándolo con estructuras o decoraciones cristianas. Un estilo de síntesis, que refleja la convivencia y la tolerancia reinante durante siglos en los reinos cristianos. Se convertirá en el estilo español propiamente dicho, aquel que solo se pudo dar aquí, por las circunstancias históricas y por la peculiar actitud de la población. No es solo una cuestión estética, reveladora de por sí. Entraña también la asimilación y el respeto por estilos y formas de vida distintos, lejos de esa idea de la Reconquista según la cual lo cristiano expulsa lo musulmán. Lo muestra bien la inscripción del maestro de obras de la iglesia de Santa María de Mahuenda, en el valle del Jiloca, en Aragón, que firma su obra de esta guisa: «era: maestro: yuçaf: adolmalih» y continúa, en árabe: «No hay más dios que Dios (y) Mahoma es el enviado de Dios, no hay… sino Dios». Y no solo fueron mudéjares los responsables de este estilo. También lo aprendieron y lo practicaron albañiles y maestros de obras judíos y cristianos.

 

Los mudéjares tenían un gusto infalible para la decoración en yeso y madera, con los que componían lo que venían a ser evocaciones de un paraíso a los que sus clientes cristianos no supieron resistirse. También sabían convertir el ladrillo y los azulejos, materiales humildes donde los haya, en prodigios de imaginación. De la decoración, tan frecuente en toda España, y la cerámica y los azulejos —en verde, azul cobalto, dorado—, el estilo mudéjar da el salto hasta las iglesias de Castilla, como la de San Juan Bautista en Fresno el Viejo, Valladolid, de líneas sobrias, sin el menor adorno, que el ladrillo humaniza, o las de Sahagún, en León, cada cual con su personalidad: San Lorenzo, con su ábside de tres pisos y su torre maciza y aérea a la vez, como una demostración de los invariantes castizos de la arquitectura española que describió Chueca Goitia, la de San Tirso, con su elegante ábside y su excepcional torre rectangular, de primer cuerpo macizo, con algo de fortaleza, o la antigua iglesia de la Santísima Trinidad, cúbica, sin la menor concesión al adorno como no sea la encantadora torre que flanquea la fachada.

A veces el mudéjar parece matizar y nacionalizar el románico y otras cobra una entidad propia, como en tantas iglesias de Teruel donde da a luz, en las torres, los artesonados y las fachadas, prodigios de imaginación, testimonios de una muy especial ingenuidad, humilde y bienhumorada, una felicidad que se complace en la obra bien hecha. A veces los artesanos mudéjares (nunca ha parecido oportuno recurrir a un término tan pretencioso como el de artista), juegan tanto con los materiales que se acercan a un barroquismo feliz, como en la torre de Nuestra Señora de la Asunción de Utebo, Zaragoza, tan inesperada que con solo el primer vistazo transmite una intensa alegría de vivir.

En otras ocasiones, los alarifes mudéjares recrean un mundo lejano —pero no ajeno a lo español: ahí está Elche—, como en la palmera de piedra de la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, en Soria, glosada por José Jiménez Lozano en su significado a la vez místico y realista, tan característico de Castilla. Lo mudéjar vuelve a aparecer para crear un estilo ecléctico, de una sofisticación inigualada, en la antesala capitular de la catedral de Toledo, que da paso al esplendor de la sala capitular y refleja el gusto personal del cardenal Cisneros, combinación única —carácter y audacia unidos— de clasicismo italiano, mudéjar y plateresco. (Cisneros era un hombre pragmático y, cuando ordenó construir una capilla dedicada a la preservación de la liturgia mozárabe en la misma catedral de Toledo, se recurrió al estilo clásico). El gusto clásico y el mudéjar, que parecen irreconciliables, se unen también, sin fundirse, en los patios y la decoración de las casas aristocráticas de Córdoba y de Sevilla, como en la casa de Pilatos.

Asimismo, aparece en el remate mudéjar del antiguo minarete de la mezquita de Sevilla, la Giralda, coronada a su vez por una estatua barroca. La torre de la catedral queda convertida en una reflexión bienhumorada e irónica, en vista de las obsesiones de la pureza de la sangre, acerca de la distancia entre el gusto y la ideología. Muchas de las torres mudéjares de Aragón reproducen en su estructura los alminares musulmanes, con un remate específico para las campanas. (El paraninfo de la Universidad de Salamanca, monumento al saber católico, está cubierto por un extraordinario artesonado mudéjar y, cuando se ve de lejos la catedral de Zamora, se diría que un pedazo de Bizancio ha aterrizado a orillas del Duero).

Así es como el estilo mudéjar cruzó el Atlántico y llevó hasta América formas propias del arte hispanomusulmán. Allí triunfó, por economía y resistencia a los seísmos, la «carpintería de lo blanco», o el arte de la construcción de cubiertas en madera, tan finamente labradas, que se encuentran en el mundo hispano de Quito hasta Teruel, pasando por Cartagena de Indias y Toledo.

El fanatismo de los purificadores no logró llevarse todo aquello por delante. Quedó un estilo arquitectónico y decorativo propiamente español. Los españoles volvieron a cultivarlo más tarde, bien entrado el siglo xix. Así es como el gusto neomudéjar, con el ladrillo como material de base, el recurso al estuco, los toques de cerámica y los arcos de herradura, volvió a poblar las ciudades españolas: en Zaragoza con el edificio de Correos; en Toledo, con la estación de ferrocarril; en Sevilla, matizando la evocación renacentista de la gran plaza de España; en Barcelona, en las dos plazas de toros, la Monumental y la de las Arenas (como ocurrió en muchas otras ciudades, porque los toros, fiesta también propiamente española, van relacionados con esta estética inimaginable fuera de aquí) y en Madrid, con el edificio de las Escuelas Aguirre, hoy Casa Árabe, con una pequeña torre como un minarete que se atreve a dar la réplica al clasicismo sin concesiones de la Puerta de Alcalá.

El éxito del neomudéjar proporcionó a las ciudades españoles un estilo único. Como tal, logró un considerable éxito internacional, en particular en América con lo que allí se llamó «estilo morisco», menos respetuoso con la humildad de los materiales de origen, pero fiel a las elaboradas decoraciones y, ahora sí, a la promesa de exotismo que evocaba la combinación de España y estética moruna.

Estilos españoles. Plateresco

El plateresco no existe. Mejor dicho, no tiene entidad propia: significa un período de transición entre el gótico tardío de tiempos de Isabel la Católica y el triunfo del Renacimiento depurado, esencial y «desadornado». Tampoco es un estilo propiamente nacional. La misma transición se encuentra en muchos otros países, en particular en Portugal, donde se habla de «estilo manuelino». El hecho, sin embargo, es que a pesar de su no existencia y de no ser exclusivamente español, el plateresco da nombre a una forma de hacer arquitectura fácil de reconocer.

El nombre plateresco parece proceder del trabajo artesanal de la plata, que en España había alcanzado un nivel extraordinario. Evoca todo el universo de oficios artesanos al servicio de la Corona, la Iglesia, la nobleza y la burguesía: bordadores, joyeros, yeseros, ebanistas, rejeros… Artistas, en realidad, de la precisión, la minuciosidad, la variedad de las texturas, el esplendor de los colores, la suntuosidad de los materiales y lo intrincado de las formas.

Siendo un estilo muy específicamente decorativo, parece tener raíces profundas en el gusto español, como le sugiere la maravillosa portada del palacio de las Leyes en Toro, Zamora, que despliega esa exuberancia sonriente, en modo menor, con la profusión de motivos vegetales y heráldicos, ajenos a cualquier dramatismo y que parecen llamar a los colores y a los dorados, como los maestros artesanos hacen aún más bella la propia belleza al darle un toque de confianza y de ligereza, a veces de ingenuidad. Uno de los primeros ejemplos fue la casa de las Conchas, en Salamanca, un palacio de estilo gótico a cuyo propietario se le ocurrió sembrar la fachada de conchas, por ser ese el símbolo de la familia, como los italianos lo hacían de elementos geométricos. El resultado evoca una naturaleza minuciosamente estilizada que alía la ligereza con la fantasía.