Mi vida, sin recato

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Aus der Reihe: EMAUS #165
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Presbíteros fuera de servicio

El día 9 de diciembre de 1988 el papa Juan Pablo II firmaba el rescripto por el que se me concedía la reducción al estado laical, junto con la dispensa de las cargas inherentes a las órdenes sagradas y a la profesión religiosa, entre ellas mi obligación del celibato. Cosa que nos sorprendió a todos, ya que, en el aquel momento, coincidiendo con el pontificado del papa Juan Pablo II, no fueron muchos los sacerdotes a los que se les concedió la dispensa del celibato y reducción al estado laical.

Pero lo que yo deseo comentar ahora es la serie de prohibiciones que me fueron impuestas al concederme la dispensa. Además de recomendar al secularizado que observe un comportamiento ejemplar y lleve una vida honrada, lo cual no deja de ser razonable, se le prohíbe ejercer en adelante el ministerio sagrado; o prestar servicio alguno en seminarios o en casas de formación de los religiosos; o ejercer la docencia en Facultades eclesiásticas o Centros de estudio; o dar clases de Religión en Escuelas o Institutos dependientes de la autoridad eclesiástica; o, finalmente, se le prohíbe además dejarse ver o participar activamente en ambientes sociales que frecuentó habitualmente cuando ejercía el ministerio sacerdotal.

Muchos obispos, sin embargo, apenas si han prestado atención a esta normativa; por el contrario, han aceptado gustosos la colaboración de sacerdotes secularizados tanto en el campo de la docencia como en el de la animación pastoral. Yo tuve esa grata oportunidad, en Logroño, en tiempos del recordado obispo Don Ramón Búa Otero, el cual, entre otros encargos, me brindó la oportunidad de tomar parte activa en la celebración del Sínodo Diocesano (1999-2002). Pero no todos los obispos –también hay que decirlo–, han acogido favorablemente el servicio de los secularizados. Debo decir, al mismo tiempo, que no todos los sacerdotes secularizados se han prestado gustosos a asumir este tipo de encargos; más bien, han manifestado un cierto rechazo a colaborar activamente en proyectos de pastoral o en actividades promovidas desde la Iglesia.

No es mi caso. Más bien, he escrito repetidas veces sobre este asunto y he manifestado claramente mi opinión favorable a una incorporación de los secularizados al ejercicio del ministerio y a la conveniencia de asumir responsabilidades en la actividad pastoral. Aparte el aspecto pragmático de esta posibilidad, habría que tomar también en consideración la oportunidad que nos brinda esta iniciativa de abrir caminos nuevos a la presencia de un nuevo tipo de presbíteros en las comunidades, más encarnados en la vida de la gente, más humanos y más cercanos, más sensibles a los problemas de los fieles. El sacerdote no sería un extraño que, de la noche a la mañana, irrumpe en la comunidad como un desconocido. Por otra parte, y éste sería el aspecto pragmático de la iniciativa, aquí encontraríamos un camino para dar respuesta al clamoroso problema de la falta de sacerdotes y al progresivo envejecimiento de los mismos. Un problema este que, en estos momentos, no ha hecho más que aflorar. Me temo que no ha de pasar mucho tiempo sin que este agrio problema adquiera proporciones alarmantes. No es bueno mirar para otra parte o esperar a que el tiempo, que todo lo cura, termine por difuminar este drama. Hay que pensar ya en las soluciones. Da pena ver vacíos esos hermosos seminarios, construidos casi todos en la época de la postguerra española; tiempos gloriosos, marcados por una sorprendente euforia vocacional, que al final resultó ser solo una flor de primavera que, a los primeros rayos del sol, se agosta y se seca. Cada vez son menos los seminaristas que acceden al ministerio sacerdotal. Además los obispos cada vez encuentran más difícil encontrar jóvenes sacerdotes que puedan dar el relevo a los viejos sacerdotes que se jubilan.

Van siendo muchas las voces de alerta que van surgiendo de un lado y otro en la Iglesia pidiendo a gritos que se afronte este problema y se busque una solución definitiva, no un parche. Estoy pensando, a este propósito, en la atrevida propuesta del obispo sudafricano de origen alemán, Mons. Fritz Labinger, el cual ha lanzado la idea de crear un nuevo tipo de presbíteros, surgidos de la comunidad y configurados como equipo, no necesariamente célibes, vinculados a la comunidad local que los presenta, en comunión con el obispo y con los otros presbíteros célibes. Vivirían en familia, practicarían un trabajo profesional y asumirían el ministerio pastoral a tiempo parcial, sin remuneración económica alguna. Este planteamiento libera a estos presbíteros de cualquier forma de clericalismo (J.M. Bernal, Reflexiones incómodas sobre la celebración litúrgica, PPC, Madrid 2014, pp. 33-35).

Desde la atalaya que me brindan los años y las canas, barrunto infinidad de posibilidades de colaboración que, si la rigidez de las autoridades eclesiásticas se hubiera manifestado más flexible, habría yo podido entonces prestar en la iglesia local de La Rioja. Pero las cosas no sucedieron así. Porque para ciertos obispos y para muchos eclesiásticos un sacerdote secularizado, en principio, es un ser vitando, poco recomendable, que ha traicionado las exigencias de su vocación sacerdotal. No me cabe la menor duda de que este es el planteamiento que se maneja todavía en estos casos. Por eso yo siempre me resigné a escribir y denunciar este problema con sinceridad, honradez y libertad de espíritu. Estoy convencido de que, con mi preparación doctrinal y litúrgica, con mi experiencia en el campo de la enseñanza y de la pastoral, hubiera podido prestar una valiosa colaboración en la pastoral y en la enseñanza. Por eso sugiero en el título de este capítulo que, tanto yo como otros muchos compañeros secularizados, constituimos (de buen grado o no) una especie de gremio eclesiástico de presbíteros fuera de servicio. No deja de ser una lástima, injustificada por cierto, el que la Iglesia desatienda la aportación de tantos sacerdotes, dispuestos a prestar su colaboración en comunión con los obispos y en colaboración solidaria con los otros sacerdotes.

De este modo podríamos evitar el lamentable espectáculo, ejemplar por otra parte y cargado de méritos, de jóvenes sacerdotes, desplazándose los domingos de un pueblo a otro, para celebrar la misa dominical. Recurso que, por otra parte, no soluciona el problema. Porque ese sacerdote, que se desplaza afanosamente los domingos de un pueblo a otro para decir misa, aparece desvinculado de la comunidad a la que preside; y actúa, al menos aparentemente, como un funcionario y se manifiesta completamente condicionado por la urgencia y por las prisas. En todo caso nunca dejará de ser una solución provisional.

Tampoco resuelven el problema las celebraciones dominicales de la palabra, por muy piadosas y devotas que ellas sean. A mi juicio solo son un subterfugio o un sucedáneo del que se echa mano para paliar un grave problema. Porque solo la Eucaristía hace que el primer día de la semana, el domingo, sea «día del Señor». Porque, como saben muy bien los liturgistas, no hay día del Señor sin Eucaristía. En efecto, es en la Eucaristía donde proclamamos, confesamos, reconocemos, cantamos y celebramos el «señorío» de Cristo. El domingo, en efecto, es el día «señorial», porque en la Eucaristía celebramos el «señorío» de Cristo. Sin Eucaristía no hay día del Señor.

Termino esta reflexión. Mi amor a la Iglesia y mi deseo de comunión me impulsan a expresar mi voluntad de que no haya en adelante presbíteros en paro, fuera de servicio. No sería bueno, por otra parte, que esas prohibiciones, impuestas por la Santa Sede a los secularizados, al concederles la dispensa, se interpretaran como una especie de baldón, castigo o «sanbenito», impuesto a los sacerdotes secularizados por haber abandonado el ministerio, como si esto fuera un gravísimo pecado, un despropósito incalificable.

Apuesta por una Iglesia de comunidades

Como ya he comentado más arriba, al año siguiente de habernos instalado en Logroño, en 1987, tomamos contacto y nos incorporamos a la comunidad de la Esperanza. Una comunidad cristiana, formada por laicos comprometidos, deseosos de vivir a fondo su fe cristiana, animados por la pretensión, compartida por todos, de vivir un proyecto de Iglesia estrechamente inspirada en el Evangelio, preocupada por cultivar y compartir comunitariamente la fe, centrada en la celebración semanal de la Eucaristía, en un clima de sencillez fraterna y solidaria, escuchando y celebrando la Palabra, alabando al Señor con cantos, compartiendo juntos el cuerpo y la sangre del Señor en torno a la mesa eucarística, en la que todos se sienten comensales y hermanos. Desde esa fecha hemos seguido estrechamente vinculados a la comunidad. En ese entorno comunitario, animados por el impulso del presbítero inspirador y promotor de la comunidad, Gerardo Cuadra, hemos participado en grupos de oración y de reflexión; hemos trabajado en el estudio de la Biblia, abordando temas de actualidad; hemos proyectado actos y manifestaciones de protesta, denunciando situaciones injustas y reivindicando derechos sociales vulnerados. Para poder realizar estas actividades nos hemos asociado casi siempre con otros grupos y comunidades de Logroño, con las que compartimos preocupaciones y proyectos.

Esta experiencia nos ha abierto horizontes y nos ha permitido percibir posibilidades nuevas para la Iglesia. Porque las comunidades abrigan, en sus objetivos originales, la pretensión de constituir nuevas alternativas de Iglesia, es decir, nuevos modos de presencia de la Iglesia en el mundo y en la sociedad, nuevas formas de ser fieles al mensaje de Jesús, nuevos estilos de vida, menos sofisticados y más cercanos a la gente humilde, a la gente de la calle, sin convencionalismos y sin posturas artificiales.

Las pequeñas comunidades surgen a raíz del Concilio y se multiplican como hongos. Hay una insaciable búsqueda de formas de vida cristiana que encarnen con fidelidad el mensaje de Jesús y el estilo de vida anunciado por él en el evangelio. Se fija la atención en el ejemplo de las primitivas comunidades cristianas, tal como se relata en los Hechos de los Apóstoles: «Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). Más adelante: «Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común, vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el importe de las ventas entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían diariamente al Templo, con perseverancia y con un mismo espíritu; partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,44-47). Estos resúmenes sobre la situación de la comunidad se repiten varias veces en las primeras páginas de los Hechos. Voy a trascribir otra noticia que corrobora y completa lo dicho anteriormente: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4,32); «No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas y lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad» (Hch 4,34-35).

 

En estos escritos se inspira el estilo de vida de las comunidades cristianas de base en la actualidad. Está pasando lo mismo que ocurrió en la edad media, cuando aparecieron las órdenes mendicantes; también entonces, estos grupos de hermanos mendicantes, que recorrían los viejos caminos de Europa predicando el Evangelio, y los fraticelli del poverello de Asís, tuvieron como espejo y punto de referencia el ejemplo de las primeras comunidades. De ellas han aprendido a cultivar la palabra de Dios a través del estudio de la Biblia y la celebración de la Palabra. Esto nos ha impulsado, en el seno de las comunidades, a estudiar la enseñanza de los grandes maestros de la espiritualidad y de la teología; a prestar atención a los acontecimientos de la vida política y social, a los conflictos laborales, a las calamidades y sufrimientos de la sociedad, para interpretarlos desde la fe, examinando sus causas y tomando decisiones y actuaciones evangélicas.

Junto a esto nos urge de modo especial en las comunidades poner en práctica la comunidad de bienes, creando una sensibilidad solidaria y comprometida, abierta a las necesidades de los grupos sociales marginados, de los grupos humanos que integran las llamadas bolsas de pobreza. Muchos de los nuestros, pertenecientes a las comunidades, colaboran en muchas de las actividades promovidas por Caritas y por otro tipo de organizaciones (las ONG) que prestan servicios entre los inmigrantes, los trabajadores temporeros, los internos en las prisiones, los sin-techo, drogadictos, víctimas del sida, etc. Esta es, a nuestro juicio, la forma moderna y actual de reproducir hoy el comportamiento solidario de las primeras comunidades cristianas.

El centro medular en torno al cual se desenvuelve la vida de las comunidades es la Eucaristía, como lo fue la fracción del pan en la Iglesia primitiva. Las comunidades de base buscan hoy un estilo nuevo de celebración, que encaje con el pequeño número de participantes y con el reducido espacio donde tiene lugar la liturgia, a veces en casas particulares, con sabor a hogar doméstico y a estrechas relaciones familiares. Hay que idear un lenguaje nuevo, diáfano y directo, sin estereotipos ni tonos grandilocuentes; pero cultivado y limpio. Hay que evitar los gestos ampulosos, adecuados quizás en una catedral, pero impropios en un recinto pequeño; ni el incienso, ni las procesiones, ni las grandes polifonías, ni los desplazamientos solemnes, ni siquiera el sonido del órgano. Hay que buscar unas expresiones litúrgicas adecuadas. Hay que recuperar el estilo de las primitivas celebraciones en las casas, las domus ecclesiae, sencillas e intensas, como la Eucaristía romana del siglo II que describe san Justino mártir. Lo importante es la comensalidad fraterna, la caridad que les une a los participantes; y, sobre todo, el encuentro intenso con el Señor resucitado y glorioso, al que reconocemos presente al partir el pan. A él le glorificamos, le alabamos, le reconocemos como Maestro y Señor. Él es el eje, el impulsor de la vida de la comunidad. La celebración de la Eucaristía culmina al compartir los hermanos, juntos, el cuerpo y la sangre de Cristo en el pan y en el vino; sentados a la misma mesa, compartiendo el banquete del Reino, el sacrum convivium cantado por Tomás de Aquino; al sentirnos comensales del Reino mesiánico, a la espera de su última venida.

Y, junto a la Eucaristía, las reuniones de oración, a la escucha de las santas Escrituras y la interpretación de los grandes maestros de la espiritualidad. Momentos de silencio profundo, de adentramiento en la intimidad del corazón, de coloquio íntimo con el Señor en comunión con los hermanos.

Este es, sin duda, el estilo de las comunidades cristianas del futuro. Así lo presienten muchos teólogos y esta es su apuesta. Para corroborarlo voy a transcribir una cita del recordado teólogo alemán Karl Rahner hablando de las comunidades de base: «La Iglesia del futuro será una Iglesia que se construirá desde abajo, por medio de comunidades de base de libre iniciativa y asociación. Hemos de hacer todo lo posible para no impedir este desarrollo, sino más bien promoverlo y encauzarlo correctamente» (Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1974, 132). Estas palabras de Rahner son corroboradas sorprendentemente por el entonces Cardenal Joseph Ratzinger, reconociendo el incremento de las comunidades como un gran acontecimiento eclesial de nuestro tiempo; las designa como «la floración de nuevos movimientos que nadie planea ni convoca y surgen de la intrínseca vitalidad de la fe». Más adelante, en el mismo documento, Ratzinger comenta: «Nadie ignora, sin embargo, que entre los problemas que estos nuevos movimientos plantean está también el de su inserción en la pastoral general. […] Surgen tensiones a la hora de insertarlos en las actuales formas de las instituciones, pero no son tensiones propiamente con la Iglesia jerárquica como tal. Está forjándose una nueva generación de la Iglesia, que contemplo esperanzado. […] En este sentido, la renovación es callada, pero avanza con eficacia. Se abandonan las formas antiguas, encalladas en su propia contradicción y en el regusto de la negación, y está llegando lo nuevo. […] Nuestro quehacer –el quehacer de los ministros de la Iglesia y de los teólogos– es mantenerle abiertas las puertas, disponerle el lugar» (Card. Joseph Razinger, Vittorio Messori, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 41985, p. 50).

Las sorprendentes palabras del Card. Ratzinger son un testimonio valioso sobre las comunidades y sobre el influjo determinante que han de tener en la Iglesia del futuro. Nos alerta el futuro Benedicto XVI del grave problema que estos grupos de cristianos van a plantear, sin duda, a las instituciones de la Iglesia; hay que ubicar a las comunidades en el entramado de la organización eclesiástica, hay que reservarles un sitio digno, de responsabilidad, hay que contar con ellas. Es una tarea que Ratzinger encomienda a los ministros de la Iglesia y a los teólogos. Hay que evitar el espectáculo lamentable que se está ofreciendo actualmente en muchas diócesis; en la organización eclesiástica diocesana apenas si se tiene en cuenta la existencia de las comunidades cristianas de base, no se cuenta con ellas, como si no formaran parte de la Iglesia local. Se ignora su importancia y su existencia. No se piensa que, en la Iglesia del futuro, estás comunidades tendrán que ser integradas en las parroquias y constituirán uno de los elementos clave para el desarrollo y el rejuvenecimiento de la vida cristiana en el pueblo de Dios. Porque a nadie se le oculta que la Iglesia del futuro tendrá que abandonar las grandes concentraciones de masas, el boato y las formas grandiosas, para convertirse en una Iglesia de minorías fervientes y convencidas.

El puesto de la mujer en la Iglesia

Mi larga experiencia en el seno de una comunidad cristiana de base, en contacto permanente con cristianas, extremadamente sensibles a los problemas de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, me han permitido valorar en su justa medida la gravedad del problema y la urgente necesidad de una solución razonable que haga justicia a los constantes requerimientos de las mujeres. En la Comunidad de la Esperanza son muchas las mujeres que militan en grupos reivindicativos que exigen una presencia más significativa de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, que puedan acceder sin trabas a puestos de decisión, que no se obstaculice su acceso al puesto de trabajo ni se mermen sus retribuciones por su condición de mujer y, en el caso de la Iglesia, que se abra a las mujeres la posibilidad de acceder a ministerios ordenados, especialmente al diaconado y al presbiterado. Con la intención de profundizar en los temas y procurarse una formación teológica adecuada desde su condición de mujer, un buen número de mujeres de la comunidad participan activamente en un grupo de trabajo al que llaman «Mujeres y teología».

El asunto que toco en este capítulo es importante y, a raíz sobre todo de las últimas declaraciones del papa Francisco sobre la incorporación de las mujeres al diaconado, se ha convertido en un tema de candente actualidad. Efectivamente, el pasado día 12 de mayo (2016) el papa Francisco declaró a las religiosas de la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG) que él puede decidir y encargar el estudio sobre el diaconado femenino en la Iglesia de los primeros tiempos. Habló del tema durante la audiencia en el Vaticano. El tema no es nuevo y recientemente ha sido propuesto con insistencia. Juan Pablo II trató este asunto en la carta Ordinatio sacerdotalis (1994), dirigida a la Iglesia anglicana, y negó categóricamente la posibilidad del sacerdocio femenino en la Iglesia Católica. Fue el Cardenal Carlo María Martini quien habló de la posibilidad de estudiar la institución del diaconado para las mujeres, que no se menciona en el citado documento papal. El entonces Arzobispo de Milán dijo: «En la historia de la Iglesia han existido las diaconisas, por lo que podemos pensar en esta posibilidad».

Durante el encuentro del Papa con las religiosas, en el que se intercambiaron preguntas y respuestas, le interrogaron al Papa por qué la Iglesia excluye a las mujeres de servir como diaconisas. Las religiosas explicaron al Pontífice que las mujeres servían como diaconisas en la Iglesia primitiva y le preguntaron: «¿Por qué no constituir una comisión oficial que pueda estudiar la cuestión?». «¿Constituir una comisión oficial que pueda estudiar la cuestión?», dijo el Papa en voz alta. «Creo que sí. Sería por el bien de la Iglesia clarificar este punto. Estoy de acuerdo. Hablaré para hacer algo por el estilo». «Acepto», dijo el Papa luego. «Me parece útil tener una comisión que lo aclare bien».

Entre las labores a las que estarían llamadas a desarrollar pensamos en el anuncio de la Palabra, la educación en la fe, las obras de caridad al servicio de los pobres, la distribución de la comunión, la animación de la liturgia o la gestión de determinadas instituciones como escuelas e institutos.

Para tomar conciencia del problema voy a señalar los pasos que se han venido dando por la Jerarquía en orden a la incorporación de la mujer a los ministerios no ordenados. Pasos tímidos y aprobados con importantes reticencias. Tanto para el ejercicio del ministerio del lector como para la tarea de distribuir la comunión, que en principio corresponde al acólito, las mujeres pueden ser admitidas, pero solo de manera esporádica o circunstancial; no con carácter definitivo y estable. Eso queda reservado para los varones.

La posibilidad de acceso se hace más problemática si pasamos a los ministerios ordenados. A la mujer no se le ha negado de manera explícita y taxativa la posibilidad de acceder al ejercicio del diaconado. Simplemente se ha silenciado esta posibilidad. Sin hacer comentarios ni a favor ni en contra. Así ocurre en la Declaración Inter insigniores, hecha pública por la Congregación para la Doctrina de la Fe (1976), en la que se trata el tema vidrioso del acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal. El documento, que excluye taxativamente esta posibilidad, pasa por alto completamente el tema relativo al diaconado.

En todo caso, en la historia de la Iglesia encontramos datos relativamente abundantes en los que se hace alusión al ministerio del diaconado ejercido por mujeres. A ellos se ha referido el papa Francisco en su coloquio con las religiosas. Estos datos son abundantes en las iglesias de oriente, sobre todo en Antioquía, a juzgar por el testimonio de las Constituciones Apostólicas. En el libro VIII de esta obra hasta se describe la ceremonia de ordenación de las diaconisas. Se trataba de una imposición de manos ejecutada únicamente por el obispo, análoga a la de los diáconos, acompañada de la siguiente oración: «Dios misericordioso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, creador del varón y de la mujer, que llenaste del Espíritu a María, a Devora, a Ana y a Olda; que no tuviste por indigno que tu unigénito Hijo naciera de una mujer y que elegiste en la tienda del testimonio y en el templo a guardianas de tus santas puertas; mira ahora a esta tu sierva, elegida para la diaconía; concédele el Espíritu Santo y purifícala de todas las manchas del cuerpo y del espíritu para que cumpla dignamente la obra que le ha sido confiada para gloria tuya y de tu Cristo, con el cual te sean dadas la gloria y la adoración, en el Espíritu Santo, por los siglos. Amén» («Constituciones de los Apóstoles», VIII, 19: F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones Apostolorum, Paderborn 1905, 524).

 

Previamente, en el Libro III de la misma obra, se insta al obispo a que elija mujeres para la diaconía: «Que el obispo instituya colaboradores que le ayuden para servir al pueblo. Que elija e instituya varones diáconos, para que se ocupen de muchas tareas necesarias, y a mujeres diaconisas para que se ocupen de las mujeres. Hay casas a las que no puedes enviar al diácono para que atienda a las mujeres a causa de los gentiles. Entonces manda a las diaconisas. Hay muchas tareas en las que necesitas la ayuda de las diaconisas. Primero, cuando las mujeres descienden a la fuente bautismal deben ser ungidas por la diaconisa» («Constituciones de los Apóstoles», III, 16: F. X. Funk, op. cit., 209). Sin embargo las diaconisas no podían ni predicar, ni bautizar, ni repartir la Eucaristía. El libro VIII de las Constituciones lo prohíbe: «La diaconisa no bendice, ni hace nada de lo que realizan los presbíteros o los diáconos, excepto guardar las puertas y ayudar a los sacerdotes en el bautismo de las mujeres, por decoro» («Constituciones de los Apóstoles», VIII, 28: F. X. Funk, op. cit., 530).

Esta presencia de la mujer en el ejercicio del diaconado, decidida en Antioquía, puede documentarse en oriente hasta mediados del siglo VI. En occidente, en cambio, los testimonios son escasos y apenas si queda constancia de la existencia de diaconisas, excepción hecha de las iglesias de la Galia, a juzgar por las decisiones de algunos Concilios locales. Posteriormente, a partir de la Reforma, en las iglesias luteranas y calvinistas se mantendrá la institución diaconal femenina, aunque reducida a servicios de caridad o de índole social. En la Comunión Anglicana, en 1862, se restauró el diaconado femenino con ordenación, extendiéndose progresivamente a las demás iglesias. En el seno de la iglesia católica, tras la restauración del diaconado masculino permanente por Pablo VI en 1966, el acceso de las mujeres a este ministerio ha quedado silenciado a pesar de las constantes solicitudes y peticiones que, desde diversas instancias, han ido alzándose durante estos últimos años. Entre ellas hay que señalar las voces cualificadas del III Congreso Mundial del Apostolado Seglar de Roma (1967), del Concilio Pastoral holandés (1970), del Sínodo Episcopal Romano (1971 y 1974), del Sínodo Interdiocesano Alemán (1975), y de otros importantes sínodos.

Hasta ahora Roma no ha puesto el veto expreso a la posibilidad de incorporar a la mujer al ministerio diaconal. La pelota está, como se dice, en el tejado. Las puertas y las ventanas siguen todavía abiertas. Pero las autoridades romanas no han tenido prisa en dar el paso definitivo hacia adelante. Veremos ahora si las declaraciones del papa Francisco culminan en hechos concretos.

Como se sabe, el problema se plantea de manera más aguda al tratarse del acceso de las mujeres al ministerio presbiteral. En la declaración Inter insigniores de 1977 la Congregación para la Doctrina de la Fe se pronunció sobre la cuestión afirmando que la Iglesia católica no se considera autorizada para proceder a la ordenación presbiteral de las mujeres. Jamás la Iglesia, afirma, ha admitido que las mujeres puedan recibir válidamente el presbiterado o el episcopado. No obstante, este documento romano asegura que esta práctica tiene carácter normativo, fundado en el ejemplo de Cristo.

Otro talante tendrá, más exigente y más drástico, la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II sobre la ordenación sacerdotal reservada a los varones, del 22 de mayo de 1994. El pasaje más importante de este documento se expresa en estos términos: «Por lo tanto, con el fin de desvanecer toda duda sobre una cuestión de tan gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia».

Se trata de un documento que nace en un clima polémico, provocado por las múltiples tensiones surgidas en el seno de las iglesias y en la misma iglesia católica respecto a la ordenación sacerdotal de la mujer; no es un escrito puramente disciplinar, sino doctrinal, aunque no está avalado por el carácter de infalibilidad. Es, pues, un documento falible. La discusión teológica sobre el tema, por tanto es no solo posible sino incluso un bien para la Iglesia.

Los argumentos aducidos en favor del planteamiento del papa pueden resumirse en estos cuatro puntos: 1º Para proseguir la tarea encomendada por él, Jesús llama a los doce, los cuales son todos varones. 2º Al escoger a sus continuadores, los apóstoles eligieron solo a varones. 3º De ahí se deduce una ley permanente para la Iglesia respecto a las personas que continúan la misión apostólica, para representar a Cristo, Señor y Salvador. 4º Esto no implica discriminación alguna para la mujer, pues tampoco María recibió el ministerio sacerdotal. A la luz de los documentos aducidos se desprende que en ningún lugar habló Jesús sobre este tema, ni a favor ni en contra.

Voy a volver de nuevo al punto que parece más vulnerable del escrito de Juan Pablo II. Me refiero al carácter definitivo del planteamiento y a la supuesta prohibición de proseguir en el estudio y discusión del tema. No son pocos los obispos que piensan que la discusión teológica de este tema no está cerrada. Por eso insisto en la pregunta: ¿es o no esta una cuestión zanjada definitivamente? Para responder a la pregunta voy a citar unas palabras de un teólogo alemán, Wolfgang Beinert:

En una carta a los agentes de pastoral de su diócesis escribe el obispo de Basilea J. Vogel en junio de 1994: La decisión papal nos ha sobrecogido a muchos de nosotros. Muchos piensan que la discusión teológica de este tema no está cerrada. En mi opinión, la Carta Apostólica, más que resolver los problemas antiguos, ha planteado otros nuevos. Otros obispos se han manifestado en la misma línea. Incluso el nuncio apostólico en Alemania está a la espera de un diálogo sereno. Ahora lo que se pone de manifiesto es que el telón papal no es de hierro. Siguiendo con el símil teatral, ese telón marca ciertamente el final de un acto, pero no el final de la función. No hay duda de que la obra debe continuar (Wolfgang Beinert, Priestertum der Frau. Der Vorhang zu, die Frage offen?, [«El sacerdocio de la mujer. ¿Se baja el telón, queda abierto el problema?»], «Stimmen der Zeit», 212, 1994, 723-738).

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