El franquismo

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De su lado, el nuevo Gobierno constitucional presidido por José Giral o, mejor dicho, sus aliados frentepopulistas levantados en armas contra los sediciosos –que se valieron más bien de la impericia de estos últimos a la hora de llevar a cabo la sublevación en según qué zonas– habían logrado conservar las que habrían de ser su buque insignia, Madrid, Cataluña y la Comunidad Valenciana; casi todas las localidades de Andalucía; Euskadi, salvo la citada Álava; Asturias, a excepción de su asimismo mentada capital, Oviedo, Menorca en Islas Baleares; y todas las tierras de Cantabria, Castilla-La Mancha y Región de Murcia, así como parte de Cáceres y la provincia de Badajoz, en Extremadura.

Recapitulemos.

En medio de una profunda crisis social y política, y de una exacerbada polarización de la sociedad, tiene lugar, contra el deteriorado orden constitucional instituido durante la llamada Segunda República española, una sublevación militar en Melilla, plaza norteafricana perteneciente al protectorado español de Marruecos, donde se declara el estado de guerra. Es el 17 de julio del año 1936. El que se dará en llamar Alzamiento nacional se adelanta sobre lo previsto y su fracaso tendrá como resultado una guerra civil, la guerra civil española.

El día 18 de ese mes, la sublevación triunfa en todo el protectorado. Comienza a extenderse: así, llega a Canarias, donde se subleva el general Francisco Franco; Andalucía, con el general Gonzalo Queipo de Llano al frente de los rebeldes sevillanos; Valladolid; Burgos; Zaragoza… Dimite el jefe del Gobierno, Santiago Casares Quiroga. Intenta formar un nuevo ejecutivo el republicano Diego Martínez Barrio. Ante la situación, el sindicato anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) promueve la huelga general.

Un día más tarde, Barcelona se añade a la sublevación, también Vitoria, Oviedo (donde el coronel Antonio Aranda logrará hacer triunfar la rebelión desde la apariencia de fidelidad a la legalidad en medio de una Asturias fiel a la República), Cáceres… y la rebelión se generaliza por buena parte del país. Franco se pone al frente del principal cuerpo de Ejército, el del norte de África. El presidente de la República, Manuel Azaña, consigue por fin la formación de un nuevo Gobierno, encabezado por otro republicano, José Giral. El nuevo ejecutivo ordena la entrega de armas a las organizaciones sindicales y a los militantes de izquierda.

La sublevación fracasa en Madrid y en Barcelona el 20, pero triunfa en Galicia. Fallece ese mismo día en accidente de aviación el general José Sanjurjo, a quien los rebeldes habían designado jefe del llamado Alzamiento. Lo que comenzó como un pronunciamiento al uso se transforma, al no obtener su objetivo de inmediatez, en una auténtica guerra civil. Al mismo tiempo, el desplome del Estado a raíz de los acontecimientos se convierte, en la zona leal a las autoridades republicanas, en el comienzo de la revolución que los sublevados venían a impedir.

2. Franco, jefe político y militar de los insurrectos. Comienza el franquismo

“Ustedes no saben lo que han hecho porque no le conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en el ejército de África, como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando; y si, como quieren va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra, ni después de ella, hasta la muerte”.

Miguel Cabanellas a sus compañeros tras la elección de Franco como jefe de los sublevados en septiembre de 1936 (recogido en Guillermo Cabanellas, Cuatro generales).

Estallada la guerra tras el fracaso de lo que pretendía la conspiración, apoderarse del aparato del Estado, las operaciones militares atravesarían por las tres fases canónicas que casi todos los investigadores suelen convenir: asalto de los sublevados sin éxito a Madrid, campaña del Norte y la fase decisiva que tiene a la batalla del Ebro como combate señero y la debacle republicana como colofón.

La primera de esas etapas daría comienzo a principios de agosto de 1936, con el decisivo paso del estrecho de Gibraltar de las tropas del Ejército radicado en el protectorado marroquí y mandadas por Franco. Se puede decir que esta primigenia fase del conflicto en su vertiente militar estuvo protagonizada por la dedicación extrema de los rebeldes a obtener el centro neurálgico del Estado, la capital, la ciudad de Madrid. El asedio de Madrid a cargo de los insurrectos, la llamada batalla de Madrid, se pretendió llevar a término con un ataque por el norte y otro por el sur, acabados finalmente ambos en fracaso. Por los pelos.

La batalla de Madrid tuvo un mes muy especial, el de noviembre de 1936, y si bien duró hasta el final de la guerra, hasta abril de 1939, es en aquel mes del 36 cuando se produjeron las principales acciones de ataque y defensa de uno y otro bando.

Pero no obstante, debemos antes decir que los sublevados del norte y los del sur habían logrado enlazar ya en el mes de agosto. Y lo habían hecho a lo largo de la frontera con Portugal, luego del avance sobre Andalucía y la provincia extremeña de Badajoz de las tropas de Franco, las fuerzas de África, que contaban ya con las primeras ayudas alemanas e italianas. Por su parte, el ejército de Mola ocupaba la ciudad guipuzcoana de Irún a principios de septiembre y cortaba así la otra frontera, la francesa.

Y no nos olvidemos de la creación de uno de los mitos por excelencia de la Guerra Civil vista desde el lado alzado, el de la resistencia del alcázar. El propio Franco decidió renunciar al avance hacia Madrid y desviarse hacia la ciudad de Toledo para liberar del asedio que venían sufriendo desde el 22 de julio los hombres (y las familias atraídas por ellos, algunas en calidad de rehenes) del coronel José Moscardó, refugiados en el emblemático edificio de la academia de infantería, donde como veremos había estudiado el cadete Francisco Franco hacía algunas décadas. La fecha del 28 de septiembre de 1936, cuando se produjo la salida de los resguardados defensores y de los secuestrados por ellos, ingresará por derecho propio en el almanaque heroico tan caro al franquismo.

Ocho días antes, Franco se encontraba ya en la localidad toledana de Maqueda, a 40 km de la ciudad de Toledo, y en contra de lo que habría parecido más pertinente, que habría sido según le aconsejaban sus correligionarios castrenses seguir el avance hacia Madrid, decidió bajar en dirección sureste y recorrer esos pocos miles de metros para que se procediera a la liberación de los de Moscardó. Lo que consiguió fue enaltecer simbólicamente su figura de libertador y aumentar su popularidad entre los enemigos de la República, todo ello en el momento en el que los gerifaltes confabulados estaban prestos a resolver un asunto crucial: la unidad de mando.

Y dado que lo que a nosotros nos interesa ahora mismo es saber qué tiene que ver todo esto con el franquismo, cuál era el papel del protagonista central de nuestro relato, lo mejor que podemos hacer es retroceder unos meses.

Los insurrectos necesitaban institucionalizar su conglomerado de fuerzas militares y paramilitares y, cómo no, políticas. Muy pronto, el día 24 del mes de julio, se había creado en la ciudad de Burgos la Junta de Defensa Nacional. Resultó elegido presidente de la misma por sus compañeros de armas más significados el general Miguel Cabanellas. ¿Sus méritos? Ser el militar con una trayectoria más larga en el Ejército español. Franco, todavía destacado en el norte de África tratando de conseguir el traslado de sus tropas tan esenciales, no formaría parte de la Junta, compuesta asimismo en calidad de vocales por otros cuatro generales, Emilio Mola, Fidel Dávila, Andrés Saliquet y Miguel Ponte; e incluso por dos coroneles, Fernando Moreno y Federico Montaner.

Habrá que esperar a finales de septiembre de ese año, al día 29, uno después de la liberación del alcázar toledano, para que la Junta de Defensa Nacional haga pública la designación de Franco como jefe militar de las fuerzas sublevadas, con el título de generalísimo de los tres ejércitos −un nombre que, acortado a generalísimo sin más, habría de calar en el imaginario popular durante décadas−, y jefe político de un gobierno que aun no es técnicamente tal. El general ferrolano es elegido por los miembros de la Junta de Defensa Nacional, si bien con la contrariedad de Cabanellas, y sin que quede claro si el mandato se otorga solo para el tiempo que dure la guerra, pues no se ponía limitación específica alguna. Pero no es hasta el día 1 de octubre, fecha simbólica que se unirá al 18 de julio en los fastos franquistas, cuando Franco asumiría plenamente ambos cargos, a los cuáles él mismo se ocupó de añadir el de jefe del Estado. Su investidura en la que es la sede de los rebeldes, la ciudad de Burgos, se producirá en tanto que “jefe del Gobierno del Estado”.

Franco tiene todo el poder sobre el territorio arrebatado por los conjurados a los frentepopulistas que les combaten desde el otro bando, en medio de una guerra si no cruel sí causante de una retaguardia aterrorizada a ambos lados del límite de la lucha.

Ha comenzado el franquismo. Ese día 1 de octubre se puede decir sin temor a equivocarnos que se inicia la dictadura personal del general Francisco Franco Bahamonde y, con ella, el periodo al que llamamos franquismo y, por ende, el régimen político homónimo, surgido del “consenso mínimo” alcanzado por los sublevados: “la destrucción hasta su raíces de la tradición liberal”, tal y como el historiador español Ismael Saz Campos afirma cuando describe su configuración.

La figura de Franco logró de inmediato, si no contaba ya con él, un enorme grado de adulación retroalimentado hasta el paroxismo que ya no habría de abandonarle hasta finales del año 1975, cuando falleciera el todavía caudillo y con él se desmoronara el edificio construido tras casi cuatro décadas de lisonjas e hipérboles dedicadas a su capacidad de liderazgo.

 

Como dejó escrito el historiador español Alberto Reig Tapia:

“Prensa, radio y después televisión se pusieron al servicio de una de las hagiografías más alucinantes que ha conocido la historia contemporánea. Un hombre absolutamente corriente aunque habilísimo y tenaz para aprovechar con el mayor rendimiento sus circunstancias particulares fue revestido de unos loores completamente desorbitados y, sin embargo, para muchos de sus seguidores ha sido no ya un gobernante excepcional sino el más grande de los últimos siglos”.

El día 2 de aquel mes de octubre la Junta Técnica del Estado sustituye a la anterior Junta como forma de organización del Gobierno rebelde. El documento que da carta de naturaleza al nuevo organismo dice de él que es el “órgano asesor del mando único y de la Jefatura del Estado Mayor del Ejército, cuyas resoluciones necesitaban el refrendo del general Franco como jefe del Estado”. El general Fidel Dávila es nombrado su presidente. De alguna manera, Franco se convierte en el jefe del Estado y del Gobierno, aunque Dávila preside un peculiar consejo asesor que funcionará como poder ejecutivo presidido en realidad por el propio Franco. La Junta Técnica del Estado ya no está integrada solo por militares y canaliza las distintas fuerzas políticas del bando rebelde, al que ya se puede llamar bando franquista. Con su sede en Burgos “aunque la del jefe del Estado estará en la también ciudad castellanoleonesa de Salamanca”, en ella ya están representadas las fuerzas políticas que conforman dicho bando. Entre los civiles que integraron la nueva Junta, se encontraba José Cortés López, al frente de la Comisión de Justicia; Andrés Amado Reygondaud, en la de Hacienda; Joaquín Bau Nolla, presidente de la Comisión de Industria, Comercio y Abastecimientos; Eufemio Olmedo Ortega, en la de Agricultura y Trabajo Agrícola; Alejandro Gallo Artacho, encabezando la Comisión de Trabajo; el escritor José María Pemán, en la de Cultura y Hacienda; o Mauro Serret y Mirete, como presidente de la Comisión de Obras Públicas y Comunicaciones. Como se puede ver, técnicos sin ningún peso político.

Es en aquellos días cuando por primera vez se enuncia el carácter del Nuevo Estado encarnado en Franco que habrá de ampliar su territorio a medida que las conquistas de sus hombres vayan mermando la zona leal.

Tratemos de imaginarnos la noche del primer día de octubre de 1936, cuando Franco pronunciaba a través de las ondas de Radio Castilla de Burgos un discurso de enorme trascendencia política, de carácter programático, su primera alocución como lo que él y sus allegados habían decidido que habría de ser su principal título político: jefe del Estado.

“¡Españoles!: […] Españoles que, bajo la horda roja, sufrís la barbarie de Moscú y que esperáis la liberación de las tropas españolas. […] A vosotros me dirijo, no con arengas de soldado. Voy solamente a exponeros los fundamentos de nuestras razones, no con tópicos ni contumacias, sino con el propósito de hacer un breve examen del pretérito y de lo que nos proponemos en el porvenir.

No se trata, por tanto, de invocar una situación que justifique nuestra decisión. Lo que es nacional no precisa razonamiento. España, y al invocar este nombre lo hago con toda la emoción de mi alma, sufría la mediatización más nociva de algunos intelectuales equivocados, que tenían un concepto demoledor.

Permanecimos en silencio mientras se iba inoculando el virus que jamás debió atravesar las fronteras […] y así se iba perdiendo el concepto de la Bandera, del Honor, de la Patria y de los valores históricos.

Todo eso, y mucho más, acabó por añadir, a la falta de sentimiento patriótico, la pérdida del carácter tradicional de nuestro pueblo, olvidadas nuestras pasadas glorias y falto de conciencia para el porvenir, por ese concepto moderno de las cosas.

[…]

Entre tanto, nuestra balanza comercial era adversa y descendería nuestro propio nivel desoyendo nuestras voces de todos los días. Se creaban obstáculos a todos cuantos defendían la personalidad de España, se enrarecía el ambiente nacional, y, por medio de este comunismo, se destruía la economía, se fomentaba el odio y se sustentaba la anarquía en todas las provincias de España.

Por esto se da cuenta España y acomete su liberación con amplio espíritu de colaboración social para el restablecimiento en el porvenir de la instauración de su propia libertad, la cual, por ser suya, la reclamará dentro y fuera del solar patrio. España se organiza dentro de un amplio concepto totalitario de unidad y continuidad. La implantación que implica este movimiento, no tiene exclusivo carácter militar, sino que es la instauración de un régimen de autoridad y jerarquía de la Patria.

La personalidad de las regiones españolas será respetada en la peculiaridad que tuvieron en su momento álgido de esplendor, pero sin que ello suponga merma alguna para la unidad absoluta de la Patria.

Los Municipios españoles también se revestirán de todo su rigor como entidad pública. Fracasado el sufragio inorgánico, que se malversó por los caciques nacionales y locales, la voluntad nacional se manifestará oportunamente a través de aquellos organismos técnicos y Corporaciones que representen de manera auténtica sus intereses y la realidad española.

Dentro del aspecto social, el capitalismo se encauzará y no se regirá como clase apartada, pero tampoco se le consentirá una inactividad absoluta. El trabajo tendrá una garantía absoluta, evitando que sea servidumbre del capitalismo y que se organice como clase, adoptando actitudes combativas que le inhabiliten para colaboraciones conscientes. Se implantará la seguridad del salario hasta que se pueda llegar a la participación de los obreros, haciéndose beneficiarios en el aumento de producción.

Serán respetadas todas las conquistas alcanzadas legítimas y justamente, pero al lado de estos derechos estarán sus deberes y obligaciones, especialmente en cuanto afecta al rendimiento de su trabajo y leal colaboración. Todos los españoles estarán obligados a trabajar según sus facultades. No puede el Estado nuevo admitir parásitos.

El Estado nuevo, sin ser confesional respetará la religión de la mayoría del pueblo español, sin que esto suponga intromisión de ninguna potestad dentro del Estado.

[…]

En el orden internacional, comercial, viviremos en armonía con todos los demás pueblos, en especial con los de comunidad de raza, de lengua y de idearios comunes, y dentro de la más leal convivencia, siempre que no sean incompatibles con nuestro sentido ideológico. Exceptuamos de manera rotunda el contacto soviético.

Estoy seguro que en esta tierra de héroes y de mártires que vierte su sangre generosa para que el mundo encuentre en España la más clara de las visiones, cuando escriba sobre las páginas de su Historia, que no es Oriente ni Occidente, sino genuinamente española, marcará el ejemplo a seguir con este movimiento nacional. ¡Viva España!”

No perdamos de vista las cursivas. Salvo la referencia tan delgada a la religiosidad del nuevo orden institucional, poco después reconocida por el propio Franco como fruto de una reflexión no hecha, el resto será la esencia del franquismo inconmovible hasta su mismo final en el arranque del último cuarto del siglo XX.

¿Pero, cómo ha llegado hasta aquí Franco?

Aunque en este mismo capítulo, muy pronto, vamos a acercarnos más a la figura de Franco antes del estallido de la guerra, adelantaremos aquí que era un personaje muy popular en la escena pública española desde que en la década de los años 20 se había convertido en un joven general afamado por sus hazañas en el norte de África y por su vertiginoso ascenso en la carrera castrense. Un militar además de reconocido prestigio conservador, nacionalista y contrario a los principios esenciales que encarnaban el régimen republicano, contra el que dudó en rebelarse más por cuestiones logísticas y tácticas que de convencimiento moral o ideológico. Un militar recordado y hasta añorado por los soldados y oficiales en suelo africano, algo que será esencial en los decisivos y acelerados días del verano de 1936, cuando sepa aprovechar su desbordante ascendente sobre las tropas españolas en el protectorado marroquí para ponerse al frente de ellas tras aceptar el mando que la conspiración le había reservado.

Asesinado antes de que comenzara la sublevación –de hecho acelerándola precipitadamente– el líder de la extrema derecha menos parafascista, José Calvo Sotelo; y con el fundador y máximo dirigente de los esos sí parafascistas de Falange –el hijo del exdictador, José Antonio Primo de Rivera– en la cárcel desde la primavera de ese año de 1936; el panorama ya se había despejado para Franco con el accidente aéreo que le había costado la vida a Sanjurjo, el máximo dirigente in pectore de los sublevados, y con la suerte que corrió otro de los jefes previsibles de la sedición, el general Goded, uno de los cabecillas de primera hora de la conspiración, ajusticiado en agosto tras fracasar al intentar llevar a la ciudad de Barcelona hacia su causa. El fusilamiento en noviembre de José Antonio y otro accidente de aviación, el que acabará con la vida de Mola en junio de 1937, dejarán al general ferrolano sin competidores posibles en el camino más elemental hacia el futuro político buscado por los sediciosos: una dictadura militar de mayor o menor duración, con o sin un rey.

Pero el espaldarazo definitivo en el liderazgo del bando sublevado por parte de Franco llegará cuando, a finales de julio y principios de agosto del fatídico año 1936, el jefe de las fuerzas armadas norteafricanas consiga hacerlas cruzar el estrecho de Gibraltar tras lograr que la Alemania nazi y la Italia fascista vendan a los rebeldes los aviones necesarios para su traslado a Andalucía y llevar así a cabo subrepticiamente, para no romper la llamada no intervención internacional, el primer puente aéreo militar de la historia. El financiero Juan March, varias veces elegido diputado y miembro que fuera del Partido Radical de Alejandro Lerroux, además de exconvicto por presuntas irregularidades en sus actividades económicas, fue el principal rico hombre aportador capitalista a la causa no ya rebelde sino particularmente franquista.

Ajeno aún a las maneras políticas de los autócratas que iban a poner boca abajo el planeta, Franco no dudó en solicitar a las potencias que unos meses más tarde crearían el Eje Roma-Berlín su ayuda interesada, algo que hizo presentándose a sí mismo como el líder de los sublevados, una jefatura autoasumida y de la que el general no tuvo dudas desde el momento en que supo del fallecimiento de Sanjurjo, como recoge el historiador británico Paul Preston en el que es considerado por la mayoría de los expertos el mejor libro escrito sobre el dictador. El 7 de agosto de ese año, Franco estaba en Sevilla. Y a finales de ese mes, en Cáceres. Hacia la jefatura de los alzados.

3. Franco, ese hombre

“Es posible que el supuesto coraje de Franco fuera auténtico, ya que tenía fama de no conocer el miedo. De ser cierto, indicaría un hombre totalmente carente de imaginación y humanidad. El valor temerario de aquella época, que tanto contrasta con la cautela del resto de su vida, también pudo ser consecuencia de su ambición. Habiéndose propuesto llegar cuanto antes a general, y para tener ascensos por méritos de guerra, necesitaba exponerse a las balas del enemigo y lo hacía sin miramientos”.

Paul Preston, “Franco”, en Ángel Viñas (editor y coordinador), En el combate por la historia. La República, la Guerra Civil, el Franquismo, 2012.

Supongo que a los más jóvenes les podrá chocar el título de este epígrafe. Pues bien, Franco, ese hombre es el título de un documental realizado en 1964 por el director José Luis Sáenz de Heredia. No es un documental cualquiera, pues además de ser un encargo personal del entonces autócrata admitido ya en la comunidad internacional, es una obra enmarcada en las fastuosas celebraciones de los “veinticinco años de paz” transcurridos tras el final de la Guerra Civil, en realidad “veinticinco años de Victoria”. Una hagiografía, vaya. Literalmente, una hagiografía.

Dicho esto, es importante saber que lo que ahora pretendemos es una cesura en medio del abigarrado escenario de la guerra para acercarnos a la vida de Francisco Franco. Pero no una cesura para presentarte una hagiografía del dictador, ni para hacer lo contrario, se trata de situar al protagonista principal del franquismo hasta el mismo momento en que aterrizaba en el norte de África para ponerse al frente de las principales unidades de los sublevados en el verano del año 1936.

 

El 4 de diciembre de 1892 nacía Francisco Franco Bahamonde en la localidad portuaria coruñesa de El Ferrol. Bautizado Francisco (aunque también Paulino Hermenegildo Teódulo) días después en consideración hacia su abuelo paterno, había venido al mundo en ese municipio costero porque era donde se encontraba su familia al ser su padre (Nicolás Franco y Salgado-Araújo) capitán de la Armada allí destinado, y su madre (María del Pilar Baamonde y Pardo de Andrade) hija a su vez de militar que había ejercido algunos de sus empleos en dicha villa marinera.

Habrás notado, lector, que el apellido heredado de la familia paterna de su madre, Baamonde, se transcribe habitualmente en el caso de nuestro protagonista con una hache entre las dos aes: pues así lo usó habitualmente el propio Franco. La explicación de tal asunto nos haría desviarnos del objeto de esta obra, y es que no hay ni visos de acuerdo entre los investigadores, razón por la que nos limitamos a aclarar que no hay errata que valga en lo que acabas de leer.

Es el momento de hacer asimismo otra precisión, esta en lo referente al nombre de la ciudad donde nació Franco.

Ferrol es la denominación oficial actual de un municipio gallego llamado tradicionalmente El Ferrol hasta 1982 que, en 1938, por razones obvias, recibiría el reverencial topónimo de El Ferrol del Caudillo.

El caso es que Franco emprendió la carrera militar, mas no en la Armada sino en el Ejército de Tierra y, así, en 1907, ingresaba en la Academia de Infantería de Toledo para, tres años después, convertirse en segundo teniente de Infantería, aunque sin haber destacado especialmente, más bien de una manera que podríamos calificar de mediocre. Muy mediocre. Pero el norte de África era ya escenario habitual de las correrías exteriores españolas y caldo de cultivo del meritoriaje castrense de un país gobernado por una monarquía constitucional, que no parlamentaria, encabezada por el muy militarista rey Alfonso XIII. Y es así que a sus 20 años de edad el hijo del capitán de la Armada Nicolás Franco comenzaba su peculiar cursus honorum en el Ejército de África, enfrascado en la conocida como guerra de Marruecos, en la que habría de intervenir en numerosas operaciones bélicas. Teniente en 1912 (el único ascenso que no será por méritos de guerra), capitán tres años después, comandante en 1917… Solo su localidad natal y la ciudad de la que será su esposa, Oviedo “entre 1910 y 1912 en el primer caso y de mayo de 1917 a septiembre de 1920, así como unos pocos meses del año 1923, en el segundo” son las plazas de sus primeros catorce años de destino castrense distintas del norte de África, donde labra su fulgurante carrera a fuerza de su arrojo personal y del uso de una extrema dureza con sus soldados. Arrojo que le costará en 1916 ser herido de extrema gravedad en el abdomen en el transcurso de un combate en El Biutz, un poblado a ocho kilómetros de Ceuta, que motivó su traslado al Hospital Militar de esta ciudad y supuso que ese mismo año se le concediera la segunda Cruz de primera clase de María Cristina.

El mismo año en que se casa en Asturias con una mujer de una familia rica, Carmen Polo, 1923, el año del pretoriano golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera, Franco regresa al protectorado de Marruecos para ponerse al frente de la primera bandera del Tercio Extranjero, de la Legión, vaya. Suceden para Franco tres vertiginosos años de ascenso militar (teniente coronel en ese 1923 y coronel en 1925) hasta convertirse en 1926 en el segundo general más joven de Europa, pues es general de brigada con solo 33 años a raíz de sus valientes participaciones en distintos combates contra los aguerridos norteafricanos contrarios a las actividades españolas en sus territorios. Franco es, ya lo hemos dicho, un militar popular y repleto de prestigio. Un militar africanista, todo hay que decirlo. Son los tiempos de la dictadura primorriverista, el letal paréntesis de la Restauración cuyo fracaso dará al traste con la legitimidad y la popularidad de las opciones monárquicas. Franco es en 1928 director general de la Academia General Militar de Zaragoza, dos años antes del final del proyecto de Primo de Rivera y tres por delante de la proclamación de la Segunda República.

Precisamente es una de las tempranas medidas adoptadas por la principal figura del nuevo régimen, Manuel Azaña, por aquel entonces ministro de la Guerra del Gobierno provisional republicano, la que hizo que, si Franco no había recibido especialmente entusiasmado la nueva situación política, comenzara muy probablemente a tenerle una inquina muy del tenor de la que muchos de sus compañeros de armas mantendrían desde la primera hora de su proclamación: el cierre de la Academia zaragozana y con él el cese de su director, en junio de 1931, dos meses después de la proclamación de la Segunda República. El propio Franco afirmará muchos años después:

“Yo jamás di un viva a la República”.

Y ya el 14 de julio de 1931, en su discurso de despedida de la Academia General Militar de Zaragoza, tachó la decisión gubernamental de arbitraria, algo que le valdría una reprimenda del ejecutivo y que quedara en situación de disponible.

Comandante militar de La Coruña en 1932 y de Baleares en los dos años siguientes fueron sus dos primeros cargos durante el régimen republicano.

Pero es tal vez ahora el momento de reflexionar si bien brevemente sobre la ideología, sería mejor decir sobre las convicciones, no vayamos más allá, de este militar africanista tan orgulloso de serlo. Seguiré para ello lo que dejó escrito en un magnífico y breve estudio sobre Franco el historiador Juan Pablo Fusi. Y son esas convicciones, fundamentadas en la caracterización esencial de Francisco Franco como guerrero, y como guerrero en las colonias, las siguientes: considerar al Ejército el garante de la unidad nacional; estimar que su actividad en el norte de África volvería a colocar al Ejército en su prestigioso lugar de guardián de las esencias de lo español; y dotar a aquél de la vitola insoslayable de ser la salvaguarda permanente de la supervivencia de la patria, ya que el intervencionismo militar para mantener el orden nacional es algo históricamente recurrente y admitido. Digamos que la base de su pensamiento político era algo a lo que podemos llamar nacional-militarismo.

Ahora bien, algunas de las ideas de Franco respecto de la política que le tocó vivir o sobre el pasado de España quedaron lo suficientemente claras para los investigadores que se han acercado a su personalidad como para que yo pueda ahora recogerlas aquí y, con ello, acabar de perfilar el pensamiento de la persona que habría de gobernar con mano de hierro su país durante varias décadas.

Para empezar, su marcado antiliberalismo, sustentado en su creencia de que el siglo XIX, y sobre todo lo que le había tocado a él vivir, subvertía los logros de la España anterior a la aplicación de los principios de la Ilustración, tan antiespañoles. Su antiliberalismo tenía el corolario del anticomunismo y se acentuaba en su acendrado catolicismo, al que veía como el fundamento moral y político de la nación española. Un catolicismo, una religiosidad, en suma, sobrevenida, pues en su etapa de joven y bravo soldado y oficial en suelo marroquí había sido legendaria su fama de hombre “sin miedo y sin misa” (en realidad se le llegó a reconocer, según cuentan algunos de quienes en aquellos años le conocieron, como “el hombre de las tres emes, sin miedo, sin mujeres, sin misa”).