Fernando VI y la España discreta

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Introducción

Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desco-nocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer. Por lo demás, son tantas las referencias a su reinado como antesala del siguiente, el más brillante, más largo e infinitamente más estudiado de Carlos III, que no hay forma de superar la nota de mediocridad que definitivamente acompaña al reinado del primer Borbón nacido en España (hágase la excepción de su hermano Luis I por la brevedad de su reinado tutelado).

Sin embargo, para ser solo una sala de espera, el reinado de Fernando VI fue bastante... confortable. Gozó del beneficio ilustrado de la paz y del prestigio internacional de España, se gobernó por mano de ministros tan tenaces y leales como Carvajal, Ensenada, Arriaga y Wall, sin duda ilustrados, es decir, partidarios del robustecimiento del Estado, de las reformas y de la fundamentación técnica de sus proyectos políticos. Aunó en el sostén de la nueva monarquía —una España de origen histórico— a los intelectuales, desde Feijoo, Mayans y Piquer —más que un simple médico— a Jorge Juan, Ulloa y Luzán —más que un poeta—, pasando por un padre Isla, un Sarmiento, un joven Campomanes o un inclasificable Torres Villarroel. En fin, sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía.

Sin duda, la de Fernando VI fue una España cosmopolita y confiada: todavía no había miedos a las filosofías parisinas y sí una enorme confianza en que la Ilustración, la que quería conseguir expresamente el padre Flórez a comienzos del reinado, era un horizonte de aplicación del saber al progreso y a una nueva moral del optimismo, opuesta a la decadencia española y al funesto barroco de la vida es sueño.

Es cierto que el rey fue débil e hipocondríaco, y que en España había todavía clérigos y plumillas como el padre Calatayud —incluso como el padre Rávago, cuando su genio se tornó al final sombrío y huraño—, que agigantaban las amenazas de tantas novedades como se veían —desde el chichisveo al escándalo del Gerundiazo—, pero la labor del gobierno era evidente y hasta Feijoo se admiraba de cómo iban las cosas. El rey no fue un lince y, ciertamente, se «afligía con papeles largos», pero nunca, hasta su postrera y cruel enfermedad, se despreocupó del gobierno, entre otras causas porque fue celosísimo de su prestigio y de su imagen pública, lo que la reina Bárbara, culta y tolerante, alimentó.

Solo cuando faltó la reina, muerta cuando quedaba un año para que terminara el reinado, aparecieron de nuevo las conocidas tintas negras sobre la corte española, pero durante los doce años anteriores los embajadores ya se habían acostumbrado a dar cuenta de que también aquí había luces y progreso. Es el mejor teatro de Europa, diría Keene del que veía en Madrid; Ulloa ha aislado el platino (por más que los franceses le disputaran el descubrimiento); Ensenada ha logrado construir más barcos en seis años que en todo un siglo; Mayans se jacta de que la cultura española es conocida en Europa por sus obras: es el siglo del Quijote a juzgar por sus traducciones; Rávago dice ante las obras del camino del Guadarrama que son como las de los romanos; Fernando VI, carta tras carta, se mantiene firme en la neutralidad ante Luis XV y ante el emperador, mientras Ensenada dice cuando va a emprender el catastro y la reforma de los impuestos que los soldados han de estar en los campos, trabajando y procreando.

La antesala fernandina se completa con la tertulia del Buen Gusto que dirige en su casa la cuñada de Carvajal, a la que acuden los rabiosos jóvenes literatos que décadas después impondrán la nueva estética europea —eso era el buen gusto, el Neoclásico—, mientras la Academia de San Fernando paga a jóvenes artistas su estancia en París o en Roma, y Ensenada y Ulloa amplían su plan de pensionar estudiosos de cualquier materia útil en París. Carvajal, suscrito a la Enciclopedia, Ordeñana —el brazo derecho de Ensenada—, políglota e interesado en cuanto de política se había escrito —de Grocio a Puffendorf o a Voltaire—, Jorge Juan haciendo que la matemática no sea una ciencia forastera en España, son la esencia de la antesala, que, evidentemente, no puede seguir siendo en la historia de España solo un espacio a decorar.

Lo que se resume en esta obra es un conjunto de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado. Primero se ofrece la justificación historiográfica del olvido del reinado mediocre; luego, la vida de unos príncipes de Asturias arrinconados por la todopoderosa madrastra Isabel de Farnesio; después, la plenitud de la nueva monarquía, al final, solo al final, asaltada por la enfermedad, la locura y la muerte. En una segunda parte, aparece el reino de Fernando VI, una España más amplia y menos uniforme que lo que el denominado centralismo borbónico —un concepto muy moderno— ha permitido hacer pasar tópicamente a la opinión pública española. Pues no fue así. Los españoles de mediados de siglo rivalizaban ante todo por presentar a su lugar de origen, su patria, como la que había producido más glorias a España. Todos, desde los embajadores a los escritores —Nipho o Cadalso—, dejaron testimonios del orgullo que mostraba el español al hablar de su tierra. Feijoo hubo de saltar ya ante el exceso.

Porque, en efecto, la España de Fernando VI es variada y plural. Ensenada mira siempre a Cataluña, a la que hay que acercar al amor del amo, dirá; los diputados vascos rivalizan para que no se les prive del privilegio de ser los primeros en dar guardia a las personas reales; Madrid es corte, sí, pero también un enano que se agiganta día a día recibiendo contingentes de gallegos, cántabros, riojanos, después de que ha sido una esponja sobre todo lo que había a 200 kilómetros a la redonda. Cádiz es un hervidero de negociantes procedentes de toda la península y de las grandes casas comerciales europeas. En fin, la meseta cerealera, con tantos páramos y desiertos —los que más ven los viajeros extranjeros— es completamente diferente a la España costera de la pesca y el comercio, de las naranjas y el aceite, de los puertos —Barcelona, Bilbao, Cádiz, Valencia— y la burguesía.

Una última mirada a la sociabilidad —al contraste entre los viejos privilegios y los nuevos usos sociales—, al arte, la música, la literatura, ayudará a comprender al lector que solo la corte permite el encumbramiento de la sensibilidad y la inteligencia, pero que en tiempos de Fernando VI todavía se podía resistir con la pluma en la mano en la periferia: hay está Feijoo en su Oviedo, Mayans en su Valencia, Sarmiento en su Pontevedra. Pues hay academias y círculos ilustrados en Barcelona, en Sevilla, en Valladolid, en Cádiz, en Zaragoza. En Azcoitia, Peñaflorida ya ha empezado las primeras reuniones de lo que pronto será la Vascongada, la primera Sociedad de Amigos del País.

En suma, el avisado lector podrá ver en las páginas que siguen un rey y un periodo de la historia de España que probablemente le haga reflexionar sobre viejos conceptos siempre sometidos a revisión en un país que se prepara para dar la bienvenida al cuarto siglo borbónico y que todavía no ha acabado de ver claro lo que ya fue objeto de debate en tiempos de Fernando VI, en esa España que hemos llamado España discreta. Esta nueva edición, actualizada de la primera de 2001, conserva el buen tono de la España feliz en la que se escribió, cuando parecía que los españoles empezábamos a superar el viejo fatum, las ideas negativas sobre nuestro pasado; hoy, el fantasma de la frustración ha vuelto, España de nuevo se ha desorientado en el mundo, pero su historia no debe volver a ser el valle de lágrimas, ni el campo de batalla de sentimientos y agravios. Pues, como hubo una España con esperanza en el siglo XVIII, ha de haberla en este triste presente y en el futuro. La historia de España sigue siendo antes de nada un proyecto social.

I

EL REY

1

Historiografía

Mediocridad y consenso

La imagen que la historiografía ha trasmitido de Fernando VI y de Bárbara de Braganza ha gozado en todas las épocas de amplio consenso, lo que equivale a decir que la «feliz pareja» y su reinado han suscitado poco interés. Los historiadores no suelen discutir sobre unos reyes eclipsados por la imagen resplandeciente de su sucesor Carlos III y que, como mucho, venían a ser un eslabón entre el belicoso y extraño Felipe V —y su enérgica y poderosa mujer Isabel de Farnesio— y el ilustrado hermanastro, un rey de España que viene precedido por su fama napolitana y que ha gozado de biógrafos, panegiristas y, tras su muerte en 1788, de una desmesurada cohorte de profesionales del elogio fúnebre que ha llegado a nuestros días.

El conde de Fernán Núñez, embajador y primer biografiador de Carlos III, sería el primero en difundir con éxito de público los grandes logros del reinado ilustrado por antonomasia, inaugurando la línea historiográfica que ha convertido al xviii español en un siglo demediado, absolutamente desproporcionado. Desde entonces, su segunda mitad, agigantada, es ocupada en solitario por el rey ilustrado mientras todo lo anterior permanece bajo el dominio de una ilusionada espera. Inevitablemente, Fernando VI y su reinado quedaron convertidos en un contraste más a la espera de que Menéndez Pelayo, un siglo después, lo sentenciara por mediocre.

 

La poquedad del rey pacífico, todavía más acentuada para la posteridad por su penosa y larga agonía, por carecer de sucesión y por consentir el bárbaro testamento de su esposa a favor de Portugal, domina el «poco interesante» reinado. El rey era «hombre de bien», «muy amante de su familia», «esencialmente pacífico y propenso a llamarse amigo de todos», escribía Antonio Ferrer del Río en 1852 en su divulgada Historia del reinado de Carlos III en España publicada cuatro años después; pero, siguiendo la corriente general, el historiador reparaba en la reina, «de inteligencia limitada», que «influía en todas las determinaciones», y destacaba la hipocondria y la tendencia a la melancolía del regio matrimonio, causas de que rey y reina «languidecieran» al margen de los asuntos políticos, confortándose mutuamente y mitigando sus afecciones con los fastuosos espectáculos dirigidos por Farinelli.

En el balance final, resaltaban los logros de la paz fernandina y las pruebas de que mantenerla fue fruto no tanto de la tenacidad del rey como de su debilidad o, al menos, de su propensión natural. Así lo sentenciaba ya Ferrer del Río: «Satisfecho de reinar sosegadamente sobre los dominios que las guerras anteriores no habían segregado de su corona, supo acallar los afectos de hombre, cumplir las obligaciones de rey, ser insensible a los halagos, cauto contra las asechanzas y, siempre digno y al nivel de tan alto puesto como el trono, sacar ilesa de continuas acometidas y triunfante y fecunda en bienes la neutralidad española».

Con una óptica bien distinta, Wiliam Coxe había publicado en Londres en 1813 una obra basada en la documentación de los embajadores británicos que tendría gran difusión. Vertida al castellano en 1846 en la conocida edición popular España bajo el reinado de la casa de Borbón, Fernando VI aparecía como hombre débil, «frugal y económico» —lo que luego quedaría empañado por la codicia de la reina—, amante de la paz y cumplidor escrupuloso de su palabra. Afectado de «hipocondria», era todavía «más irresoluto que su padre» y, «a pesar de la docilidad natural de su carácter, experimentaba violentos arrebatos de cólera y de impaciencia». Finalmente, llegó a estar «persuadido de su incapacidad natural».

Sin embargo, W. Coxe resaltaba ya las realizaciones del reinado y atribuía al rey las virtudes más estimadas por el pragmatismo inglés; así, el rey se habría interesado por «un cuidado exquisito en cuanto podía contribuir a la mejora de la agricultura nacional», a la vez que era uno de los que más habían protegido «con mayor liberalidad las artes y la ciencias». En cuanto a la política exterior fernandina, Coxe incrementaba las filias inglesas de algunos ministros como José de Carvajal y Wall —por contraposición al afrancesamiento general—, dejando un terreno abonado para las controversias que han dominado la segunda mitad del XIX y buena parte del XX.

El rey eclipsado por sus ministros

Empleando a veces las mismas palabras y expresiones de Ferrer del Río, Modesto Lafuente (1806-1866) llevaba las líneas maestras del primer panegirista carolino al tomo XIX de su Historia General de España publicado en 1857, solo un año después del texto de Ferrer. La obra de historia general más conocida del XIX demostraba que su autor había pasado por encima al historiar el periodo fernandino. Le interesó más Carlos III, ya convertido en guía de progresistas, por lo que el liberal Lafuente le tributaba el tópico homenaje haciendo de los reinados anteriores una mera antesala: «feliz y provechosa preparación», «cimientos y bases», que «allanaron grandemente el camino para el más ilustrado y más próspero reinado de Carlos III».

Pero Lafuente reforzaba y ampliaba las ideas de Ferrer en un aspecto de gran interés para el futuro: los ministros de Fernando VI, Carvajal y Ensenada, eran presentados como hombres de opuestos caracteres, brillantes ambos aunque enfrentados en sus concepciones y prácticas políticas. La idea ha llegado así a nuestros días, sin embargo, los dos historiadores españoles atribuían a Fernando VI y Bárbara de Braganza la habilidad de «balancear el poder y el favor de los ministros» y el «propósito» de «sostener al uno contra el otro».

Poco tardó en abrirse paso la idea contraria: a medida que se iba conociendo la labor de los ministros se eclipsaba aún más la imagen del rey en materia política, por lo que a fines del XIX eran del dominio público su abulia ante el trabajo de leer papeles y los esfuerzos que debían hacer el confesor, la reina, Farinelli y Ensenada para evitar que los asuntos se paralizaran a causa de las manías regias. W. Coxe ya lo había esbozado: Fernando VI «creía haber cumplido con sus deberes de soberano tan luego como había confiado a sus ministros el peso de la administración».

A sostener esta idea contribuyó la excelente biografía de Ensenada que Antonio Rodríguez Villa publicó en 1878, el libro más útil y documentado sobre el periodo. Con profusión de documentos, el archivero abonaba la idea de que los ministros pudieron actuar con más decisión precisamente por el desinterés de Fernando VI, mientras la reina y al padre Rávago quedaban como intermediarios terapéuticos. Rodríguez Villa introducía el binomio rey abúlico-ministro eficaz y encaminaba los estudios históricos hacia el análisis de las realizaciones del reinado y el conocimiento de sus verdaderos responsables, concluyendo por ello que «el reinado de Fernando VI es el más extraordinario, pacífico y singular de nuestra historia».

En 1924, Miguel Mozas Mesa completaría la apología de los ministros fernandinos con su obrita editada en Jaén sobre la figura de don José de Carvajal, el mismo año en que M. Ferrandis publicaba un Equilibrio europeo de don José de Carvajal. En las dos, el ministro aparecía como el gran nauta de la política de equilibrio. A diferencia de Ensenada, cuya fama se agigantó en la Restauración, don José de Carvajal no había merecido una biografía —todavía hoy falta la que amplíe los apuntes de Mozas y Ferrandis—, por lo que fue conocido sobre todo por su labor como jefe de la diplomacia. Su contribución a la política interior siguió siendo casi desconocida, aunque Miguel Mozas destacaba ya la labor del ministro culto como protector de la Real Academia y de la fernandina de Bellas Artes.

Los reyes versión «feliz pareja ante la adversidad»

La tesis doctoral de Ángela García Rives sobre Fernando VI y Bárbara publicada en 1917, debía ser la continuación de la biografía que Alfonso Danvila había publicado en 1905 sobre los reyes. Así parece estar concebida a juzgar por el punto de arranque, el año 1748, justo cuando Danvila había dejado el reinado sin la continuación prometida. Los bien denominados por la autora Apuntes sobre su reinado comienzan directamente con un capítulo dedicado a «Fernando VI desde la paz de Aquisgrán» y terminan con la «locura rabiosa» y muerte del rey. El texto, mucho más diáfano que el confuso de Danvila, introduce las líneas maestras por las que continuarán todos los estudios sobre los reyes, prácticamente hasta el que publicó Pedro Voltes en 1996, o el más reciente, del año 2009, de Guillermo Calleja Leal, que fue el comisario de la Exposición «1759-2009. Fernando VI en el castillo de Villaviciosa de Odón, Archivo Histórico del Ejército del Aire» y dejó una síntesis más que aceptable en el compendio de textos editado por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.

García Rives persigue la comprensión de la política fernandina y acierta al reflejar el escenario de paz como primera condición para entender las relaciones exteriores de España y la obra interior, pero pronto empieza a asomar su interés por los «detalles humanos», lugar común que asocia a la real pareja al papel de bondadosas víctimas: víctimas de tensiones belicistas; víctimas de las intrigas cortesanas, que han sufrido desde su juventud; víctimas de una madrastra-suegrastra que les amarga la vida; víctimas, en fin, de la cruel enfermedad que les lleva a la muerte.

Dominan en la obra los escenarios cortesanos, las fiestas regias y los caprichos de la pareja, la «farándula de don Zenón», la corte musical de Bárbara y Farinelli, la «sentida» muerte de la reina y después la trágica del rey que, en medio de su locura, sigue siendo el centro de las intrigas de la madrastra Isabel de Farnesio, del «espionaje» de su hermanastro D. Luis, caracterizado como malvado y estúpido, y de la soberbia de Carlos, su sucesor, más interesado en la corona que en la salud de su hermano. En suma, Ángela García Rives aportó una sensibilidad femenina muy evidente al reflejar una atmósfera de tristeza en medio de la fiesta forzada, un clima de desamor y desamparo en la vida de los reyes, consolados mutuamente. La reina Bárbara encontraba en la autora una primera reivindicadora.

La explotación del papel de víctima la había iniciado Alfonso Danvila, que abiertamente tomó partido por un Fernando español, príncipe de Asturias, legítimo heredero de su hermano, el breve Luis I. Así, Felipe V habría arrebatado el trono a Fernando cuando, forzado por Isabel de Farnesio, había vuelto a ceñir la corona tras morir su hijo Luis I en quien había abdicado. Desde entonces, todo el ordenamiento legal se habría trastocado. El más viejo legitimismo, al que aún se abonaría el carlismo decimonónico de pergamino, salía a relucir en Danvila, que para cubrir el flanco populista insistía en agigantar un constante ardor popular español a favor del príncipe Fernando, confundiendo el partido español o aristocrático con la xenofobia y las manifestaciones populares «patrióticas», que exageró.

Para Danvila, el entorno familiar de Fernando y Bárbara estaba poblado de «príncipes mediocres y desagradecidos» cuyas correspondencias y «manejos» eran conocidos por los futuros reyes que «pasma que aún tuviesen voluntad de interesarse por su suerte y atender a sus progresos y a su fortuna». «Lo más triste del caso —reflexionaba el biógrafo— era que, de no ser en Fernando, ningún apoyo tenían ni ninguna esperanza lo mismo los infantes Dª María Antonia y D. Luis que D. Felipe y D. Carlos.» El confeso menendezpelayista anunciaba su deseo de continuar su obra con el fin de «llenar el vacío que el citado maestro notó en la historia de nuestra vida nacional».