El marqués de la Ensenada

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Los fracasos de la guerra, con riesgo real para la Hacienda y para el propio Ejército, de cuya desorganización se quejaba constantemente su general en jefe, el marqués de la Mina, y los desprecios del ejército francés obligaron a Ensenada a buscar una salida decorosa y por eso envió al duque de Huéscar a París como embajador extraordinario. «Va a ver si puede remediar el daño con que nos han amenazado», le dijo Ensenada a la marquesa de Salas (4 de febrero de 1746), aunque quizás Ensenada solo quiso desairar al fracasado Campoflorido enviándole un duque, o incluso paralizar cualquier negociación abierta, pues eran conocidas las escasas dotes de Huéscar, de quien Argenson dijo con frivolidad: «Va al baile de la ópera y se levanta muy tarde, aprovecha el Carnaval».

Para entonces, Ensenada ya había enviado al abate Grimaldi a Génova y luego a Viena con la secreta misión de tantear las posibilidades de paz con Austria. Las relaciones internacionales se reducían cada vez más a los campos de batalla, donde la situación era desesperada. Montemar veía claramente el fracaso y así se lo decía a Ensenada: «Para lograr por la fuerza el establecimiento deseado del señor Infante eran necesarios grandes ejércitos en Italia, repetidos buenos sucesos», pero con agudeza reparaba en «los inmensos caudales que en ella (la guerra) se han consumido y con conocimiento de que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» (9 de marzo de 1747). El viejo Montemar acertó de pleno.

Pero a Ensenada también le interesaba mantener la alianza militar con Francia hasta la paz que ya se barruntaba y tantear otras posibilidades a sabiendas de que llegadas las negociaciones primarían los intereses de Francia. Las instrucciones que dio a Huéscar para el desempeño de su embajada demuestran una vez más el pragmatismo de Ensenada y su conocimiento —y aceptación— de las viciadas maneras diplomáticas: «Siendo la corte de Francia, como todas las demás de Europa, un compuesto de personas de diferentes genios, inclinaciones e intereses, conviene manejarlas según la pasión que domina a cada una [y] es necesario representar al Cristianísimo con tanta viveza nuestras cosas, impugnando anticipadamente cuanto puedan oponer o replicar sus ministros, que encontrándole estos prevenido, no solo se confundan sorprendidos, sino que infieran que hay disposición en el ánimo de aquel príncipe para oír otros consejos que los suyos». Y es que Ensenada sabía que la posición de inferioridad de España en Francia venía de arriba: «Débese mirar aquel Soberano como educado por el cardenal de Fleury, desafecto a España, cuyas impresiones estampadas en su juventud no son capaces de borrarse, porque cada día toman más cuerpo».

Con estos presupuestos, Ensenada, que demuestra un perfecto conocimiento de la Corte francesa, pasa a describir el carácter de los ministros de Luis xv, indicando a Huéscar las posibilidades de venalidad que cada uno ofrece. Ensenada comenzaba a ser un maestro en manejar la bolsa y hasta intentó comprar al propio Argenson, ofreciéndole una grandeza de España. No ha de extrañar que el marqués escribiera: «porque el fundamento de todo es el dinero».

Según la información de Ensenada, la situación y las posibilidades eran las siguientes: los maîtres de la situación eran los Argensones, con los que poco se podía lograr «mientras subsista un sistema que solo puede alterarse ganado a los Argensones, parte con esperanza de premio y parte dándoles a entender que el tener contenta nuestra Corte es el medio más seguro de conservarlos en la gracia de su Soberano». Pero también se les puede acercar por medio del conde de Maillevois, el yerno de Argenson, «político muy hábil, astuto y de segunda intención, ambicioso y codiciadísimo de honores en España, aspira al Toisón; es necesario lisonjear, pero no asegurar su esperanza». Más fácil es acceder al favor del duque de Richelieu, «el menos desafecto», que además ha sido desplazado por Argenson y «solicita con viveza el Toisón»: «es necesario —dice Ensenada— fomentar esta especie, si vuelve a la Corte para tenerle más adicto, saber por su medio muchas cosas interiores de Palacio y sugerirle las especies que convenga toque en las ocasiones que se le presenten de hablar con el Cristianísimo».

Esta incursión de Ensenada en los temas de Estado le iba acercando al resuelto duque de Huéscar y a José de Carvajal y Lancáster, que despuntaba ya desde el Consejo de Indias como un hombre de futuro. Como el reinado del viejo Felipe v tocaba a su fin, el nerviosismo ante la llegada de la «esperanza española», Fernando vi, revelaba que estos dos personajes eran la verdadera jefatura del «partido español», el partido de los altaneros Grandes de España y la gran nobleza, que esperaba su gran momento una vez desaparecido Felipe v y apartada Isabel de Farnesio, los reyes que tanto les habían marginado.

Ensenada se acercaba con mucha astucia a los hombres nuevos del nuevo rey, aunque provocara el recelo de Villarías y su facción farnesiana, los poderosos vizcaínos, que se empezaron a mostrar temerosos ante los movimientos del marqués. Precisamente es este rechazo lo que notan los todavía pocos «clientes» de Ensenada, pero él lo sabe dirigir aparentando proteger a los rechazados: va a empezar a crecer la red clientelar ensenadista y Huéscar, sin saberlo, va a ser uno de los mejores aliados para tejerla. El duque, claramente obstaculizado en París por Campoflorido, no tardó en cargar contra Villarías apoyándose en un pretendido «partido contrario» que su vehemencia ayudará mucho a constituir cuando acceda al trono Fernando vi y llegue la hora del cuarto del príncipe. Pocos meses antes de la muerte de Felipe v, el 25 de abril de 1746, Huéscar le decía a Montiano: «el marqués me acumula las pruebas de su constancia. Cuento a v.s. [Montiano] por uno de los más seguros amigos que tengo. No me faltarán Ordeñana ni Carvajal ni media docena de amigos que guardan su amor propio para dármelo a mí». Montiano era el oficial mayor de Villarías, pero estaba ya completamente ganado por Ensenada. Los franceses decían que iba a llegar la hora de los españoles y se presumía que Carvajal y Huéscar serían encumbrados, pero Ensenada fue más hábil y les ganó por la mano, como veremos.

Tuvo que ser hábil para sortear el peligro que suponía provenir de la antigua Corte y haber sido un vizcaíno, y desde luego, un adicto a la Farnesio, la odiosa madrastra. Precisamente, Villarías y la reina viuda —a la que Huéscar odiaba— eran los primeros objetivos a batir y Ensenada podía caer con ellos si el «partido» que pretendía Huéscar lograba la hegemonía. Huéscar le decía a Carvajal en noviembre de 1746 que rompería sus cartas para que le escribiera sin temor «sobre todo si nuestro partido se compone»; por eso, Ensenada aduló a Huéscar y así pudo estar en primera fila en la «poda del árbol farnesiano», que iba a comenzar en medio de la euforia de las fiestas de proclamación de Fernando vi, la esperanza de los españoles.

3

Ganarse al Rey… y a la Reina

Tras 46 años de reinado, el 9 de julio de 1746 murió Felipe v. Su hijo Fernando vi, la esperanza del «partido español», llegaba al trono en medio de la alegría general. En todas las ciudades se levantó el pendón real y Ensenada estuvo muy pendiente de lo que hacían en Barcelona, pues pensaba que «había que volver a los catalanes al amor del amo». Se tranquilizó cuando supo que incluso se había batido una moneda conmemorativa.

El que iba a brillar por organizar las grandes fiestas del reinado ya despuntó en las de la proclamación: «nuestro Amigo (Ensenada) corrió con todo lo que no eran toros, conque lo hizo hacer como nunca», le decía José de Carvajal al duque de Huéscar. El desdén que sentía el hosco Carvajal por las fiestas era ya manifiesto: «el concurso ha sido horroroso», le decía a su amigo el duque. Carvajal, al que llamaban «El tío no hay tal» por su forma brusca de negar, rígido y siempre de negro, sufría con el barullo de Ensenada y Farinelli, constantemente en fiestas, rodeados de artistas y marquesas frívolas, vestidos de la manera más barroca posible, como ambos fueron retratados por su amigo Jacopo Amigoni.

En otra ciudad la proclamación del rey fue un tanto irreverente. Nos referimos a Pamplona, donde el amigo de Ensenada, el jesuita padre Isla —el que años después escribirá el Gerundio de Campazas— iba a hacer una de las suyas, publicando el incendiario pregón que le habían encargado para la regia ocasión y que tituló Día grande de Navarra. La desternillante obrita era la mejor expresión de hasta dónde podían llegar los ripios en esas ocasiones, lugares comunes en los que el rey era elogiado con suma exageración. Todo solía rayar en el ridículo si el autor era malo, pero en este caso el autor era un socarrón, tan gracioso que aprovechó el tono hiperbólico —prácticamente implícito en el encargo— para deslizar chanzas y bromas a costa de los personajes participantes en los festejos, los «bruticos» navarros de Pamplona, entre los que estaban los más descollantes nobles del reino con el virrey, el conde de Maceda, al frente. El padre Isla se mofó de todos con tal habilidad que no se dieron cuenta hasta días después, cuando tras la euforia llegó el sosiego y tras él la irritación general, lo que obligó también a cambiar de humor al jesuita burlón, que hubo de salir precipitadamente de Pamplona para evitar que lo apalearan.

Ese mismo clima festivo y desenfadado se vivía en Madrid, donde se esperaban grandes acontecimientos, entre ellos la decisión de los reyes sobre el futuro de la reina viuda, la «madrastra», que fue blanco del odio acumulado durante décadas, especialmente por los Grandes. Un pasquín decía que Fernando vi «a Isabel, en la farsa de mandar, no le volverá a dar el más ínfimo papel»; otro que la madrastra, «arrumbada cual jumento / sarnoso en el muladar, / solo podrá gobernar / sus enaguas y su aposento». El gesto de los reyes al despedir a «la Vieja» —primero al palacio de la plazuela de los Afligidos (2 de agosto de 1746) y un año después, definitivamente, a San Ildefonso (23 de julio)— fue muy popular, aunque terrible para la que lo había sido todo. Huéscar, al enterarse del destierro definitivo, dijo: «yo la quisiera en Parma». El único consuelo de la reina viuda al dejar la Corte —«un ser vivo que asistía a su propio entierro», en palabras del embajador francés— fueron algunos vivas pagados que recibió en las calles tras salir de palacio, lo que hizo meditar al embajador (el que tanto odiaba a Ensenada): «extraña prueba de la miseria y la vanidad humana en una persona que había hecho temblar al mundo durante treinta años».

 

Hubo además en ese «primer año triunfal» del primer Borbón español una verdadera cascada de decisiones para satisfacer a la nueva reina, Bárbara de Braganza, que comenzó a respirar cuando el marqués de Villarías, el valet de la Farnesio, fue exonerado (diciembre de 1746) para dejar paso a José de Carvajal y Lancáster, su hombre de confianza, pues tenía «sangre portuguesa», según dijo la reina a su padre, el rey portugués Juan v. En diciembre de 1746, al poco de ser nombrado ministro, Carvajal le decía al duque de Huéscar: «El Amigo (Ensenada) está contentísimo; ya ves como caminaremos los dos, despejando los primeros recelos sobre su enemistad. El otro (Villarías) no tanto, pero no le tiraré, puesto que ya no hace mal». Villarías se mantuvo discretamente en la Secretaría de Gracia y Justicia y el Amigo inició su carrera en la nueva Corte de un modo meteórico. Para empezar, si Carvajal no se había atrevido a «tirar» a Villarías, don Zenón sí lo haría y en breve, en octubre de 1747, colocando en su lugar a Alonso Muñiz, más tarde marqués del Campo de Villar, colegial y amigo del padre Rávago y, por supuesto, una de las primeras figuras en las hechuras zenonicias. Pronto, la «farándula de don Zenón» eclipsaría al adusto Carvajal.

Otro nombramiento sonado se sumó a la cascada de cambios de la primavera de 1747: el del nuevo confesor del rey, Francisco de Rávago, que sustituía al farnesiano padre Fèbvre, devuelto a Francia. Venía de la mano de Carvajal, pero pronto fue íntimo amigo de Ensenada, que dijo de él: «vale millones». Había sido un universitario modélico en Valladolid y sorprendía que se llevara bien con todas las órdenes religiosas. Para el marqués fue decisiva su privilegiada relación con los reyes.

Con el nombramiento de Carvajal el 4 de diciembre de 1746, la reina Bárbara cobraba aún más protagonismo, tanto que se creyó en Londres y en Versalles que era «más bien Bárbara quien sucedía a Isabel, que Fernando a Felipe». Para los franceses, solo Ensenada podía contrarrestar el influjo portugués sobre la reina; para los ingleses, la esperanza era Carvajal, que podía aprovechar su privilegiada relación con Bárbara para sacar definitivamente a Fernando vi de la sumisión a la familia francesa. Pero el gran connaisseur que era el duque de Noailles, antiguo embajador de Francia en España, estaba seguro de que el nuevo gobierno iba a ser «nacional», pues el reinado que acababa, «francés e italiano», «nos ha ganado muy pocos corazones españoles».

Y así fue. Las presiones tuvieron el efecto contrario al deseado y al poco el rey hacía sus primeras manifestaciones de independencia. «Ya que no quería ser gobernado por Francia, no lo sería tampoco por Portugal». Se le atribuyó esta frase como tantas otras —«paz con Inglaterra y guerra con nadie»— y se consiguió en este primer año decisivo que el rey fuera el rey pacífico, neutral, que no cedería a las presiones, ni de Inglaterra ni de Francia, pero con suma entereza, tal como Ensenada le había aconsejado en la primera de sus Representaciones: «que conozcan las potencias extranjeras que hay igual disposición en el Rey para empuñar la espada que para ceñir las sienes con oliva». Lo más importante es que Fernando vi se lo creyó con tal tozudez que no abandonó la idea en todo el reinado, ni cuando estalló la guerra de los Siete Años, en 1755, y sufrió un verdadero acoso contra su inquebrantable neutralidad.

Mientras, Ensenada iba acercándose a la reina, de la que consiguió ser secretario en septiembre de 1747 y, antes, tener su absoluta confianza. Ayudaron en este asalto a la reina las dos piezas claves del mundo cortesano, el confesor padre Rávago y Carlo Broschi, Farinelli, inseparable de la melómana Bárbara, muy buena al clave, con el que acompañaba al «Capón», como todo el mundo llamaba al castrato. Ensenada intentó rematar la jugada nombrando al padre Isla confesor de la reina, pero el avispado jesuita le dijo que no quería «prisiones cortesanas, donde al más astuto le salen canas», entre otras lindezas propias de su carácter jocoso (que en realidad, sacó de la Epístola Moral a Fabio, escrita en Sevilla hacia 1610 por el capitán Andrade, como me recuerda Carlos Martínez Shaw con su proverbial generosidad).

Al comienzo del reinado, ganarse a la reina parecía muy difícil, una labor casi imposible para el farnesiano y vizcaíno Ensenada. Bárbara escribía a su padre Juan v declarándole sus temores ante la lucha entre partidos, especialmente asustada por el de los vizcaínos, entre los que metía a Ensenada. La Corte femenina de la reina, poblada de amigas de Ensenada, con Juana Pacheco, la predilecta «guarda portuguesa», y Farinelli, ayudaron a disipar los temores de la reina sobre el marqués. También contribuyó la primera Representación que hizo Ensenada, de 1746, que contenía argumentos para tranquilizar a la facción portuguesa. El nuevo embajador de Portugal en Madrid, el vizconde de Vilanova de Cerveira, con quien pronto Bárbara entabló una estrecha relación, era un hombre de buenas maneras, pero no era un hombre de Ensenada, sobre quien solicitó cautela a la reina. Rávago también tuvo que colaborar.

Según Didier Ozanam, el embajador portugués, siempre desconfiado del marqués, llegó a plantear su exoneración juntamente con la de Villarias, de lo que se enteró Carvajal, que le decía a Huéscar meses después (en septiembre de 1747): «te aseguro que en los principios B [Ensenada] me debió enteramente la vida civil y después muchas veces la conservación de ella, porque se empezó con impresiones adversas». Pero Ensenada, consciente de que las amenazas que se cernían sobre Villarías podrían alcanzarle a él a poco que cometiese una mínima torpeza con la reina, pasó de la indecisión al entusiasmo en cuanto supo que Carvajal era el hombre deseado por Bárbara para suceder a Villarías y que la causa era nada menos que la «sangre portuguesa» del futuro ministro: «e o sangue que tem Portuguez e em que mais fio o seu bom procedimento» (y la sangre que tiene el portugués es de la que más me fio y de su buen hacer). Luego, solo tuvo que emplearse a fondo para ser el preferido de los reyes, lo que una vez conseguido, culminó haciéndose nombrar secretario de la reina (15 de septiembre de 1747).

La reina, Rávago, Farinelli, Ensenada… todos hicieron falta para tranquilizar al rey, para ejercer como un equipo terapéutico, o balsámico, ante sus «furias» y sus «vapores», como llamaba Rávago a los dos extremos en que podía caer, sin duda víctima de una neurosis maniaco-depresiva, a veces remediada (o agravada) con el consumo de opio. Pero pronto este equipo terapéutico se iba a revelar también eficaz para agilizar la pesada maquinaria política y lograr la firma del rey para dar luz verde a los planes de sus ministros, que en el sistema de la vía reservada impuesto por los Borbones era la clave de lo que hemos convenido en llamar despotismo ilustrado.

Así pues, lograr el sosiego de la feliz y ya pacífica pareja real era previo a todo y en esto Ensenada fue el grand maître. Además, de convertir los palacios reales —especialmente Aranjuez— en una Corte siempre festiva, utilizó un método para ganar la confianza de los reyes que Ozanam ha denominado acertadamente «bombardeo psicológico». Al rey se le entregaban los papeles después de que Rávago le hubiera hablado, pues el rey «se aflige con papeles largos», según decía Vilanova, el embajador portugués. El confesor y a veces la reina se mostraban contentos por la decisión que se iba a tomar y, si era necesario, contaban al rey solo parte del problema, o nada si era un asunto espinoso, como lo fue, por ejemplo, el tratado de Límites con Portugal, firmado por Carvajal en 1750. Era sabido que cualquier decisión ministerial que arriesgara la idea de paz o que despertara los escrúpulos de conciencia del rey sobre la situación de sus vasallos provocaba la real melancolía, los asuntos se paralizaban y aparecía la desconfianza en los ministros y las vacilaciones del monarca. El mismo cuidado había que tener con los asuntos de familia —París, Parma y Nápoles—, pues «no olvida que es Borbón».

Preparado el rey por el «equipo terapéutico», Ensenada se presentaba ante él como un hombre humilde, desinteresado por cargos y honores, humillando su figura ante la del venerado rey. Le hablaba de sus colaboradores —«sujetos que me han ayudado con integridad e inteligencia», escribió en la Representación de 1751— y desplegaba ante él su enorme capacidad de trabajo, sin dejar traslucir jamás una nota de cansancio o de preocupación. Es cierto que el marqués trabajaba mucho, pero también lo es que sabía ponerse en escena. Cuando el rey madrugaba en Aranjuez para ir de caza, veía ya al marqués en su secretaría. «s.m. mismo decía algunas veces que no sabía cómo podía aguantar tantas horas de trabajo seguido». Y seguramente será cierto —lo cuenta Fernández de Navarrete— que al conocer el rey las quejas por el mucho trabajo que tenían los cuatro ministros que sucedieron al marqués en 1754, dijo: «Ensenada, que llevaba los cuatro ministerios, no se había quejado ni de un dolor de cabeza en once años».

Por último, el marqués sabía que el rey se consideraba con alguna autoridad moral sobre sus hermanastros, Felipe y Carlos, duque de Parma y rey de Nápoles, respectivamente —aunque estos le despreciaban—, y desde luego, estaba muy pendiente del trato que le dispensaban sus primos franceses, de los que a veces también le llegaron humillaciones que le acrecentaban su baja autoestima. Por eso, Ensenada tenía que estar siempre al tanto y repetir machaconamente la exaltación del monarca hasta hacerle creer que era el elegido para la misión de regenerar España después de «dos siglos de decadencia, desde que falleció Fernando el Católico». Hacer creer al rey su papel de restaurador fue esencial para colocarle al frente de las reformas. «Esta fortuna de España —decía Ensenada en su Representación de 1751— no experimentada en los precedentes reinados, la ha reservado Dios para el de Vuestra Majestad en premio de sus virtudes». Y el marqués aún añadía: «Dios ha destinado a Vuestra Majestad para restablecer la opulencia y el antiguo esplendor del dilatadísimo imperio español».

Paz, fiestas, orgullo regio y proyectos de Estado: los planos en que se desdobló la política ensenadista, sobre todo tras la firma de la Paz de Aquisgrán en octubre de 1748. Los preliminares de la paz entre las potencias europeas comenzaron en Breda, donde se revelaron enseguida las sospechas sobre las intenciones de Francia. España quedó malparada, pero Ensenada convenció a Carvajal hasta hacerle comprender que «la paz nos deja hábiles de hacer prodigios si supiéramos», como acabó diciendo el hosco ministro de Estado. Ensenada pensaba que lo importante era, no esa paz, sino la guerra que de nuevo iba a estallar, pues el tratado no era sino un armisticio y no se habían resuelto los grandes problemas, entre ellos Menorca y Gibraltar, que seguían en manos de los ingleses. Y en esa guerra futura, España debía contar con una armada poderosa: Ensenada hablaba de 125 navíos con 70 u 80 cañones. Era, pues, «una paz a la espera», como dijo Ensenada.

Pero más importante aún era que el rey firmara el tratado y se despreocupara sin sentir la humillación de ingleses y franceses. Y para eso estaba la Corte festiva. «Esta es toda la dificultad: hallar en qué divierta muchas horas honestamente, porque el reloj no se pare y todo lo demás se descuaderne» decía Rávago, temeroso de las «peloteras» del rey. Y esto era cosa de Ensenada y Farinelli. Si le acusaron luego de despilfarrar en fiestas y gastos cortesanos fue porque realmente se esforzó en satisfacer todos los caprichos reales. Las fiestas por la Paz de Aquisgram solo fueron el prólogo de lo que luego iba a venir. Hubo tres noches de luminarias, repique de campanas, Te deum, besamanos, fuegos de artificio, toros. Antes de la tardía publicación oficial, en marzo de 1749 —la paz se firmó en octubre de 1748—, había habido diferentes festejos, por ejemplo, en noviembre de 1748. Carvajal lo comunicaba a Huéscar con su habitual desdén por estas exhibiciones y añadía con desprecio: «que lo de la ópera es el pasto ordinario».

 

La afición a la música de los reyes mantenía una legión de instrumentistas, cantantes, tramoyistas y compositores, que hacían de esta Corte la envidia de la propia Viena, donde habían estado algunos de los músicos. Farinelli, del que Ensenada dijo «yo estimo particularmente a este sujeto», había llegado a España en 1737 solicitado por Isabel de Farnesio y pronto fue el hombre de confianza de Bárbara de Braganza. Gozó de la intimidad de los reyes, pero fue mucho más discreto que lo que su situación podía permitirle. El rey y la reina encontraron siempre en el cantante un apoyo franco, un amigo íntimo discreto y servicial al que colmaron de regalos. Nunca lo consideraron un sirviente más. Ensenada no le incluyó en la nómina de músicos de palacio, en la que sí estaba por ejemplo Domenico Scarlatti, a pesar de que este genial músico napolitano no se había separado de Bárbara desde que era niña. Maestro de la infanta en Lisboa desde 1721, Scarlatti fue llamado al servicio de la princesa de Asturias tras su boda en 1729. Fue desde entonces hasta su muerte en Madrid, en julio de 1757, el primer maestro de su cámara.

Pero Farinelli fue más que un músico. Un contemporáneo lo definió así: «un músico con más autoridad que la cruz de la parroquia». Todo lo relacionado con el teatro, la decoración de escenarios cortesanos, la reforma y embellecimiento de los Sitios Reales y, en fin, el buen gusto palaciego pasaba por el célebre Farinelli, un hombre que había recorrido las cortes de toda Europa y que trajo a Madrid el mejor gusto de cada una de ellas. Su labor como director de escena en fiestas y ceremonias se completó cuando hizo venir de Venecia a Jacopo Amigoni, el pintor abierto al gusto europeo que retrató a los reyes, a Ensenada y a él mismo, y el que mejor congenió con las ideas estéticas de Bárbara. La reina tocaba el clave diariamente con Farinelli, muchas veces en presencia de Fernando vi, embelesado ante la destreza de su mujer.

Ensenada no escatimaba regalos a la real pareja. Consiguió que la reina tuviera una colección de claves tan magnífica como la que el rey tenía de relojes, su gran afición. Buena parte de su correspondencia con las embajadas la ocupan sus pedidos de relojes —incluso hace venir a la Corte a relojeros extranjeros—, de instrumentos musicales, de libretos de ópera y toda clase de partituras hasta lograr tener la mejor biblioteca musical de Europa, como ha señalado José María Domínguez, pero incluso a veces se ocupa de los propios músicos. Con ocasión de la huida de dos cantantes de ópera a Portugal, desata una verdadera persecución hasta hacerlos volver.

Para que los reyes pudieran hacerse regalos, el marqués se convirtió en un experto en diamantes. Los describía cuidadosamente cuando daba las instrucciones de compra; a veces, los devolvía a París o Londres por no quedar satisfechos los reyes o él mismo. También compró pieles —que Ricardo Wall, embajador en Londres, encargaba en Dinamarca—, trajes, cajas de tabaco, vestidos, joyas de todas clases y todo tipo de curiosidades. Llegó incluso a traer vino de Canarias a la Corte, llevándolo primero a Londres para que allí fuera «depurado» y embotellado y enviado a Bilbao, con otros «muy secos, sin dulce alguno y de diferentes calidades, blancos y tintos, unos más fuertes, otros suaves», todos «para uso de Su Majestad».

Todos los caprichos de los reyes eran asunto prioritario del marqués, que, al final, acabará también aficionándose a los brillantes y al lujo, como la insaciable Bárbara de Braganza. La propia Corte se asombraba de la constante exhibición pública en la que vivían reina y ministro y del lujo que desplegaban, pero solo así la fea y obesa reina podía arrancar algún halago, como el que le ofrecía la infanta María Antonia, que la veía «guapa». Los embajadores han dejado retratos verdaderamente hirientes de esta mujer, sobre todo cuando comenzó a engordar. Pero el rey gozaba con la «coquetería» de su esposa y no le escatimó nada. Nadie se explicaba cómo el rey podía seguir estando tan enamorado de su mujer.

El apogeo de las fantasías cortesanas lo llevaría a cabo Ensenada con la célebre «Escuadra del Tajo», una aparatosa puesta en escena que asombró a los propios reyes; también a los embajadores extranjeros, que parecían no recordar que en Londres Su Majestad Británica se había obsequiado con la famosa Water Music en uno de sus pomposos paseos por el Támesis o que, al fin y al cabo, todo era un remedo de los caprichos versallescos de Luis xiv con su Lully, sus tronos y sus góndolas venecianas en los estanques del palacio.

El último santo del rey que disfrutó Ensenada en el poder, el 30 de mayo de 1754, pudo presentar en Aranjuez un gran espectáculo náutico del que él mismo formaba parte. Dos años antes había hecho construir para la misma fiesta barcos de guerra a escala, una fragata y tres jabeques, armados de cañones, que con su tripulación y los músicos navegaban por el Tajo frente al palacio real, todo iluminado por la noche con sesenta mil luces. En 1754 la «escuadra» se componía de quince barcos y la tripulación de 150 hombres. El acto más brillante tuvo lugar el día del Corpus de ese año, el 21 de junio, un mes antes de la caída del marqués. Ese día por la tarde los reyes se embarcaron acompañados del omnipresente Farinelli, que dirigía la orquesta. Ya no solo contemplaban el desfile sino que lo presidían. Después, en otros barcos fueron subiendo el duque de Huéscar, el duque de Medinaceli, el de Béjar, el de Arcos y el de Medina Sidonia, el conde de Valparaíso y otros nobles y altos cortesanos. Ensenada, que se embarcó en el Real, hizo de primer timonel. Fue la última gran representación teatral del poder de Ensenada y de la felicidad de la Corte. La reina y Farinelli cantaron a dúo al regresar, mientras el rey solicitaba frecuentes paradas para cazar. Como a su sucesor, a Fernando vi le gustaba la caza; pero también como a Carlos iii, de una forma especial que consistía en disparar a las piezas con cierta seguridad. En Aranjuez le habían habilitado un coto vallado con redes en el que los sirvientes introducían a los animales, de forma que cuando llegaban los reyes con sus escopetas, sus jaurías de perros y la legión de ballesteros, ojeadores y monteros, que se mantenían todo el año en la Corte al servicio de los reyes, era imposible fallar. La tarde del Corpus de 1754, los reyes desembarcaron en el coto y mataron una loba, dos lobatos y un jabalí. Ensenada se ocupó de poner una gran tapia en Aranjuez para que los animales no pudieran salir del recinto y comerse las hortalizas de los vecinos, lo que provocaba numerosas indemnizaciones.

El severo Carvajal había muerto ya antes de ese último Corpus deslumbrante (en abril del año anterior) y a Ensenada le quedaba muy poco tiempo en el cargo. Llegaba la hora del duque de Huéscar —de nuevo conspirando— y de Ricardo Wall, que tanto contribuirían a airear los despilfarros de la Corte y el lujo del marqués tras lograr su caída. Sin embargo, cuando llegaron al poder les tocó a ellos «divertir» a la feliz pareja y no cesó la compra de diamantes y relojes. Ahora era Wall el que daba las órdenes de compra y Félix de Abreu, el nuevo embajador en Londres, y Jorge Masones de Lima, en París, los que hacían los tratos. Todo siguió igual en la feliz Corte festiva hasta que murió la reina cuatro años después y el rey fue arrebatado del mundo por la locura al año siguiente, incapaz de vivir sin su mujer.

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