Derecho y política de la educación superior chilena

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La STC 2731-2014, de 26 de noviembre (requerimiento respecto del proyecto de ley de administrador provisional y de cierre), precisó tres criterios interpretativos: 1º, que el derecho de recibir educación y la libertad de enseñanza exigen que los establecimientos respectivos otorguen “una educación reconocida oficialmente y de calidad”; 2º, que las IES tienen la autonomía que les reconocen la Constitución, las leyes y sus estatutos; y 3º, que “el derecho de otorgar educación reconocida oficialmente y conducente a la obtención de un título universitario o técnico-superior importa la concurrencia de normas de organización y procedimientos que velen por los derechos de todos los integrantes de una comunidad educativa” (c. 15º). El fallo reconoce que la educación es un “derecho social” (c. 17º) y que constituye el “medio indispensable de realizar otros derechos humanos” (c. 20º). Asimismo, indica que “el derecho a la educación y la libertad de enseñanza exigen una ponderación específica de derechos que se dan al interior de un contexto más complejo”, constatando que el reconocimiento oficial impone a los administradores, controladores y propietarios de las IES que satisfagan unos “criterios finalistas en cuanto a la calidad de tal educación” (c. 21º). Respecto de la autonomía de las IES, concluye que esta “se ejerce según o en silencio de ley, y no contra la ley. La intervención legislativa, por definición, establece restricciones, limitaciones, obligaciones. Es decir, la ley puede afectar la autonomía (STC 2541/2013; 2487/2013), puesto que esta tiene límites”; al punto que la autonomía de las IES “se extingue con la revocación del reconocimiento oficial” (c. 31º).

En este orden de ideas, siguiendo a Cruz Parcero (2007: 77-99), es posible conceptualizar la educación reconocida por el Estado como un conjunto o “haz de relaciones”, un derecho amplio que se descompone a su vez en distintas relaciones (derechos a prestaciones, libertades e inmunidades, potestades públicas y privadas) que, de acuerdo a la legislación o a criterios normativos (como la idea de coherencia), están implicados por él.130

1.4.3. Argumentación jurídica y constitucionalismo democrático

Una interpretación cognitiva se limitaría a identificar los distintos significados posibles de los textos jurídicos, sobre la base de las reglas del lenguaje, técnicas interpretativas, tesis dogmáticas, etc.131 Esta actividad podría considerarse científica, aunque no tendría efectos prácticos. Elegir uno de los significados posibles, apunta Guastini, es interpretación “decisoria”; en tanto que atribuir a un texto un nuevo significado (y/o derivar normas “implícitas”) es interpretación “creativa”. Estas dos últimas son operaciones “políticas” en la que los juristas suelen involucrarse, aunque únicamente la realizada por los órganos de aplicación está provista –formalmente– de consecuencias jurídicas (Guastini: 2008, 35-6). Por ello, lleva (solo) parte de razón Guastini (2008: 66) cuando afirma que la literatura sobre la interpretación constitucional más que teoría es doctrina o ideología de la interpretación constitucional. Ahora bien, el método jurídico incluye todo el conjunto de criterios y operaciones que permiten, primero, pasar de los textos a las normas (interpretación) y, luego, pasar de las normas generales (que limitan el campo de lo discursivamente posible) a las decisiones particulares de los jueces (que seleccionan y dotan de autoridad uno de los discursos posibles).132 Dado que ningún sistema jurídico puede determinar completamente la decisión jurídica, porque la vaguedad es una propiedad inherente al lenguaje, resulta justificado, dice Alexy (2007b: 273-274), introducir “formas y reglas especiales de la argumentación jurídica, su institucionalización como ciencia jurídica, y su inclusión en el contexto de los precedentes”.

Las constituciones suelen expresar complejos compromisos políticos y establecen a nivel de principios una serie de valores, fines y derechos fundamentales (que pueden entrar en conflicto entre sí). Implementar los derechos sociales –según Carbonell (2008: 9-16)– “exige que la interpretación constitucional se ‘materialice’ en distintas políticas públicas sustantivas”, incluida la distribución del gasto público; por su parte, proteger a las minorías, grupos vulnerables o históricamente discriminados, implica discutir la función del Derecho en nuestras sociedades para decidir cuándo se debe aplicar un trato igual estricto o están justificadas, por ejemplo, las políticas de discriminación positiva; la interpretación constitucional debe lidiar, en fin, con la tensión entre el principio democrático y de deferencia al legislador con los principios de supremacía y control constitucional (que resguardan el “coto vedado” de los derechos fundamentales).

Sin perjuicio de la dimensión “política” de la interpretación constitucional, la Constitución es la norma fundamental del sistema y los derechos que garantiza han de realizarse en la vida política y social, por lo que el discurso constitucional ha de conservar el status de Derecho. Es en ese sentido que Ackerman (2011: 39) niega “que el derecho sea la política por otros medios y que la interpretación constitucional sea pura pose”. El texto es el punto de partida de la interpretación y el discurso constitucional debe ofrecer el marco de referencia para el diálogo y el debate político tendiente a crear, modificar o derogar normas generales. La teoría constitucional debe mostrarnos las modalidades de la argumentación de los órganos aplicadores de la Constitución, sin olvidar que “la autoridad fluye hacia quienes pueden relacionar los compromisos fundamentales de la Constitución con las creencias e intereses que estimulan al pueblo” (Post y Siegel, 2013: 41).

Esta es la manera en que podemos eludir el riesgo de que el Derecho quede indeterminado y se vea totalmente absorbido por la moral (que esta pase a ser el género rector de la Política). Advierte Nino (2014: 137) que si fueran genuinas las paradojas de irrelevancia e indeterminación radical del Derecho, “el derecho positivo sería una gran ficción de nuestra cultura. Sería simplemente una pantalla sobre la que los jueces y juristas proyectarían sus opiniones morales haciéndolas aparecer como prescritas por una autoridad política legítima”. Por consiguiente, si bien el derecho constitucional y la política democrática están íntimamente vinculados, en lo que toca al derecho de origen judicial la regla de imparcialidad requiere que el juez sea “independiente de la política” (Fiss, 2007b: 34), esto es, independiente de la influencia y el control de quienes detentan poder político (o el económico). Ese es el principal alcance que debe darse a la tesis de la “separación”: mantener y garantizar la independencia de los jueces.

Para que el Derecho pueda cumplir su función social de guiar las conductas, resolver conflictos y facilitar la cooperación, necesita apoyarse en el mecanismo de la autoridad, que reposa sobre el hecho de que la mayoría reconozca legitimidad a las prescripciones emanadas de los poderes públicos (Nino, 2014: 160-161). Es clave para ello reconocer que la acción de los constitucionalistas, legisladores, gobernantes y jueces “consiste, en general, en aportes a una obra colectiva cuyas contribuciones pasadas, contemporáneas y futuras no controlan y solo influyen parcialmente” (ibíd., 140-141). Sería irracional –sostiene Nino– pretender modelar la sociedad sobre la base de una Constitución ideal desconectada de la realidad y el contexto histórico en el que surge, que un legislador impulsara una ley que vulnere abiertamente derechos garantizados por la Constitución vigente, o que un juez quisiera resolver un caso como si estuviera refundando, con su decisión, todo el orden jurídico o toda una rama del mismo.133

Lo objetable entonces no es recurrir a consideraciones valorativas para interpretar el Derecho, sino, como dice Nino (2014: 107-108), hacerlo de forma encubierta, pues ello implicaría que tales valoraciones –con su apariencia de necesidad científica– no estarían sometidas al control de la discusión democrática. La interpretación constitucional es tarea de la “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”; por eso dice Häberle (2001: 149 ss., 286): todos los ciudadanosˮ son “guardianes de la Constitución”, ya que la defensa de los valores fundamentales no puede ser monopolio de un solo poder sino que es “asunto de todos”. El Estado de Derecho actual ofrece, de esta forma, una respuesta al reto de Hobbes: la democracia es, después de todo, “gobierno de personas” (Bellamy: 2010, 72 ss.). En ese contexto el Derecho es “gobierno de reglas y principios” emanados de decisiones populares o respaldadas por éstas, que permiten su mejora continua. De lo que se trata, en suma, es que el sistema constitucional logre un equilibrio adecuado entre ser “democráticamente sensible” y mantener autonomía profesional respecto del discurso meramente político para que pueda tener autoridad como Derecho (Post y Siegel: 2013, 113).

La práctica y las decisiones jurídicas carecen de sentido en tanto acciones aisladas; solo pueden contar como “contribuciones a una acción o práctica colectiva”. Cuando esa práctica resulta justificada por principios autónomos de moralidad social, pasamos –como señala Nino (2014: 161)– a una segunda etapa del razonamiento justificatorio “que presenta una estructura escalonada”, en que la acción y decisión debe justificarse “tanto a la luz de la preservación de la práctica como tomando en cuenta la posibilidad de mejorarla aproximándola a los principios de justicia”. Son las circunstancias de la política (el hecho del desacuerdo) las que conllevan la exigencia de una dogmática jurídica “líquida” o “fluida”, como dice Zagrebelsky (2011: 17-18), que “pueda contener los elementos del derecho constitucional” agrupándolos en una “construcción necesariamente no rígida”, que dé cabida a combinaciones que deriven (también) “de la política constitucional”.

 

La argumentación jurídica cumple, esencialmente, una función de justificación.134 Justificar una decisión jurídica quiere decir, siguiendo a MacCormick (1995: 17), dar razones que muestren que la decisión en cuestión asegura “la justicia de acuerdo con el Derecho” (la imparcialidad del juez) con miras a mantener el propósito de “certeza derrotable” que el Derecho debe perseguir.135 ¿Cómo se concilia nuestra noción de Estado de Derecho, cuyo propósito central es la certeza jurídica y la separación de poderes, con el carácter argumentativo (y retórico) del Derecho? MacCormick (1999, 2016) entiende el Estado de Derecho como un medio de protección contra la intervención arbitraria de agentes estatales en la vida y libertad de las personas. Por eso se basa sobre un sistema de reglas generales enunciadas con claridad, que operen de manera prospectiva, que exijan conductas posibles y que formen un conjunto coherente y no arbitrario (sigue en esto a Fuller, 1967). Al mismo tiempo, el rule of law asegura el derecho de defensa (en un procedimiento contradictorio) para cuestionar la relevancia de una demanda o acusación, así como las pruebas e interpretaciones en que ella se base. Los principios y tópicos aceptados en el Derecho sirven como punto de partida de la argumentación, pero son “desafiables” (en virtud del test de universalización y coherencia). Concluye MacCormick (1999: 21): “La certeza del Derecho es, por tanto, certeza derrotable” y “el carácter argumentable del Derecho no es la antítesis del Estado de Derecho, sino uno de sus componentes”.

La argumentación jurídica (el discurso legal) es la continuación de la política, no por cualquier medio, sino por un medio especial (una “razón técnica”) capaz de movilizar la fuerza socialmente organizada para un propósito dado. Cuando los derechos sociales se consagran en la Constitución se promueve una mayor igualdad y, en circunstancias favorables, sucede una “revolución de los derechos” (Epp, 2013: 33 ss.). Desde la perspectiva argumentativa, esto no implica un activismo ideológico de parte de los jueces. Los jueces deben resolver casos difíciles; hay derechos implícitos y los principios pueden colisionar entre sí. Los principios constitucionales son utilizados por los jueces tanto para justificar un derecho –y los deberes correlativos– como para especificar (el alcance de) las normas establecidas. Los jueces pueden declarar inconstitucional una ley por infringir un derecho en su esencia o imponer limitaciones que no resultan proporcionales. Las reglas, cuando su aplicación resulta justificada, revelan por su parte un adecuado balance de los principios en juego. Todo ello es controlado mediante la doctrina del método jurídico.

La identificación y el peso de los principios al interior de una comunidad legal y política dependen de sus prácticas argumentativas y de su adecuación al esquema coherente de principios reconocidos. Argumentar a favor de un principio es tejer una trama con un conjunto de estándares interrelacionados, en constante evolución a la luz de prácticas institucionales, de criterios interpretativos y de una diversidad de fuentes que se articulan entre sí. La respuesta a la pregunta acerca de si tenemos o no un derecho será, entonces, siempre una cuestión de principios y no una cuestión de políticas públicas. Los derechos son inherentes a la comunidad política; son parte de su nomos (o acuerdo político fundamental). Son también creaturas de la historia y de la moral.

Para ilustrar esta perspectiva del método recordemos un análisis de Dworkin referido a la cláusula de igual protección: en 1945, un estudiante negro de apellido Sweatt no fue admitido en la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas; la Corte Suprema declaró que la ley que reservaba la admisión a los blancos violaba la igual protección de las leyes. En 1971 un alumno judío, DeFunis, fue rechazado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Washington, con calificaciones que estaban por sobre las de un filipino, chicano, negro o indígena norteamericano. Solicitó a la Corte Suprema que declarase que la práctica de cuotas, con estándares menos exigentes para grupos minoritarios, violaba su derecho a la igual protección de la ley. Dice Dworkin que existe un acuerdo general de que la segregación, una clasificación que perjudica a un grupo frente a otro que ya es favorecido o privilegiado, es un mal en sí; que toda persona tiene derecho a iguales oportunidades educativas (las diferencias admitidas se basan sobre la capacidad y esfuerzo) y que un fin legítimo que puede perseguir la política estatal es remediar las graves desigualdades de la sociedad. También hay acuerdo en que no es función de los jueces “anular las decisiones de otros funcionarios porque están en desacuerdo respecto de la eficiencia de las prácticas sociales”; solo pueden hacerlo cuando la discriminación es incorrecta, injusta (Dworkin, 2002: 325-329). Nuestro autor agrega que se debe distinguir la igualdad como política de la igualdad como derecho; así como entre el derecho a “igual tratamiento” (distribución igual de oportunidades, recursos o cargas) y el “derecho a ser tratado como igual”, con la misma consideración y respeto que otros, que es el derecho fundamental. DeFunis, aclara Dworkin (2002: 333), en cuanto quiere estudiar Derecho no tiene un derecho del primer tipo; y el segundo solo se vería violado en caso de infracción al principio de proporcionalidad.

En el estatuto constitucional de la educación superior confluyen, como se verá, diversos principios: derecho a la educación, libertad de enseñanza, libertad de asociación, derechos de propiedad y a la libre iniciativa económica, derecho a la igualdad ante la ley y en la aplicación de la ley (prohibición de la arbitrariedad), derecho a la libertad de trabajo (y al ejercicio de una profesión), contenido esencial de los derechos, etc. Ello implica la necesidad de ponderación:136 el derecho a la educación y la libertad de enseñanza componen un mismo valor (el primero se realiza mediante la otra) de modo que siempre habrá que ponderar el interés privado (el de la libertad) con el público (el derecho social), preservando un núcleo de contenido de cada derecho.137 Prima facie, se puede aventurar la siguiente regla: la libertad es mayor en la enseñanza no formal y menor cuando se pide el reconocimiento oficial. Del mismo modo, es mayor cuando no se requiere el financiamiento estatal y menor cuando se accede a él. Finalmente, es mayor para entidades privadas (grupos intermedios) y menor para las entidades del Estado.

Los derechos constitucionales no están condenados a quedar desfasados a menos que medie una reforma constitucional formal. Es tarea de la teoría constitucional proponer un método para descubrir qué derechos tenemos y adecuarlos a la evolución política de la sociedad. Ese método supone (elaborar y) adoptar una teoría política particular.138 Va más allá de la “retórica política” en cuanto busca precisar qué facultades, poderes, libertades e inmunidades implica un derecho en sentido jurídico; se apoya en el “discurso jurídico tradicional”, pero va de las fuentes formales a las materiales, para analizar y reconstruir el discurso político que explica el surgimiento, el contenido y los objetivos de las normas jurídicas que tratan la materia. Finalmente, opera con los argumentos que permiten armonizar el principio constitucional y democrático, proponiendo una “conversación” y una síntesis intergeneracional de las lecturas históricas de la Constitución (Ackerman, 2011: 89 ss.).139 El argumento de base es que solo se puede justificar la imposición colectiva de un modelo de conducta cuando se basa sobre decisiones previas adoptadas por el pueblo soberano (por sí o por medio de las instituciones que representan esa voluntad); interpretadas adecuada y actualmente conforme a los criterios de integridad y coherencia, en el marco de una concepción del Estado de Derecho centrada en los derechos.

Quienes proponen un cambio de modelo o paradigma en el sistema educativo deben aclarar si ello se justifica por la voluntad actual de la mayoría (lo cual no requeriría una razón conceptual sino un método que permita auscultar la voluntad popular respecto al mejor diseño institucional) o por una cierta concepción de la justicia (y entonces estarán obligados a justificar que se trata de la mejor interpretación posible de nuestra práctica y tradición constitucional). Los intentos de cambiar la fisonomía institucional en educación y rescatar el rol central de la ley en el diseño de las políticas públicas, enervando la eficacia normativa de la Constitución, procuran en realidad estipular nuevos significados para viejos conceptos con miras a producir una mutación constitucional, sin pasar por la reforma.

Desde otra perspectiva, los ataques contra la ponderación y argumentos de principios no nos ayudan a entender mejor ni a orientar la práctica “tal como ella es”.140 Nuestros jueces seguirán, mientras tanto, ponderando principios (de manera más o menos rigurosa), asignando carácter fundamental a los derechos sociales y, de ese modo, dando impulso (con más o menos eficacia) a la “cultura de los derechos”. Son las propias características del derecho contemporáneo –la constitucionalización de los derechos sociales y la “textura abierta” de las disposiciones constitucionales– las que impiden que se pueda seguir operando bajo el paradigma de la “ciencia pura” del Derecho.

Cualquier intento de dar cuenta de la evolución político-institucional, para cualquier sector del ordenamiento jurídico, ignorando el peso de los principios y, peor aún, de organizar políticas públicas de forma deductiva desde “el cielo de los conceptos” (Ihering, 1974), sin considerar la trayectoria, tiene pocas probabilidades de éxito. Parafraseando a Marx, cabría decir que los rasgos característicos del Derecho contemporáneo así como la path-dependence de los sistemas educativos, se imponen como una “ley natural reguladora”. Desconocerlos –tal como le ocurre a quien ignora la ley de gravedad– no evitará que se nos caiga la casa encima.

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