Derecho y política de la educación superior chilena

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Las funciones comunes o aquellas que se cumplen contingentemente por algunas IES, con independencia de su régimen jurídico, no sirven para caracterizar “lo público educacional”. Es por tanto inevitable adoptar un criterio mixto (formal y material) si se le quiere imputar consecuencias normativas (por ejemplo, el acceso a la gratuidad): el régimen público será aquél que defina la ley, sobre bases objetivas, no discriminatorias y proporcionales (compatibles con la autonomía). Las IES estatales deben obviamente ser consideradas públicas, por “la necesidad político-cultural (…) de no transformar a la educación superior en un mecanismo puramente endogámico y expresivo de intereses particulares” (Brunner y Peña, 2011b: 57); pero nada obsta a que IES privadas, autónomas en sentido material y formal, que carecen de dueño (y no persiguen fines de lucro) y que se orientan efectivamente a la producción de bienes públicos (incluida, por ejemplo, la equidad en el acceso), lo que debería ser verificado mediante una evaluación externa imparcial, sean también consideradas públicas de acuerdo con la ley.

El Derecho estatal que reclama supremacía en el orden territorial, reconocerá estas y otras instituciones que existen en su interior, fijándoles requisitos, funciones y formas de control. El legislador debe garantizar la autonomía (León 2011), a partir del núcleo de significado de este concepto, el que en el ámbito de la ES se complementa con la idea de universidad y el valor de la libertad académica (Bernasconi 2015 y 2016). Si el Derecho se concibe como instrumento de una adecuada política pública –v.gr., para mejorar el pluralismo, el debate público racional y la igualdad– se debe evitar caer en el “utopismo” y hacer los arreglos necesarios para que esos objetivos se hagan realidad (Fiss, 2007a: 264). La autonomía universitaria es el diseño institucional adecuado para cumplir con los valores y propósitos de la enseñanza superior: la libre investigación científica, la docencia y difusión del saber, la conformación y desarrollo de comunidades académicas, etc. Para el logro de los valores y propósitos de la ES algún grado de autonomía administrativa y financiera es requerida, pero la dimensión académica es la esencial.72 En ese sentido, la participación de los académicos en el gobierno de las instituciones es condición necesaria aunque no suficiente de la autonomía universitaria.

El límite de la autonomía es la competencia regulativa del Estado, pero el límite de la competencia estatal es la autonomía requerida por la libertad de enseñanza. Gozan de autonomía también las universidades estatales, aunque aquí se admiten más restricciones por su condición de servicio público. En seguida, la ley puede delimitar y asegurar la adecuada autonomía que corresponde a universidades privadas que tienen una orientación pública, libremente adoptada, y que acceden a financiamiento público. Este régimen es más exigente, a su vez, que el que rige para las demás universidades, que pueden perseguir fines particulares en el marco que fije la ley, sin financiamiento estatal. La autonomía universitaria implica las “condiciones de la libertad política y económica, y condiciones de la libertad del espíritu” (Herrera, 2006: 33). La ley, en fin, define los ámbitos de autonomía que corresponden, mutatis mutandi, acorde a su función, a los IP y CFT.

1.3. LA EDUCACIÓN COMO DERECHO SOCIAL FUNDAMENTAL

Como se vio, la Nueva Mayoría se propuso transitar desde un sistema que trataba a la educación como “bien de consumo”,73 a otro que se funda en la idea de “derecho social”. La noción de derecho social que se ha instalado en la esfera pública es opuesta a “la idea individualista de derechos”, pues aquella se funda en las nociones de cooperación y deberes recíprocos, a las que el derecho liberal sería indiferente. Por eso Atria (2014b: 45, 47) dice que se equivocan los defensores de los derechos sociales “que alegan estentóreamente que no hay diferencias entre derechos sociales y derechos individuales”. Los derechos sociales, según esta concepción, no deben ser entendidos como “derechos a un mínimo” (una protección contra la pobreza) sino que deben dar lugar a servicios públicos universales. En tal sentido, esta nueva teoría del derecho social se basa en el “principio de universalidad” (como criterio de distribución opuesto al mercado) y se opone al principio de subsidiariedad (o de “focalización” de las políticas sociales). Un derecho social es algo a lo que se accede por la mera condición de “ciudadano” (miembro de la comunidad política), en relación asimétrica con el Estado y sin que medie una “negociación” entre las dos partes (Atria, 2007). Un derecho social de educación debería otorgar garantías explícitas a los ciudadanos tanto en el acceso a los distintos niveles de enseñanza, como en la calidad del servicio que se recibe, asegurando, en materia de financiamiento, la gratuidad “en el punto de servicio”, incluida la educación superior (Atria y Sanhueza, 2013).74 La educación pública (estatal) debería fijar los estándares de calidad y tener presencia relevante en la matrícula del sistema en todo el territorio nacional.75

La realización de un derecho social implica, es cierto, un fortalecimiento del rol del Estado, en la provisión directa del servicio educativo, vía financiamiento y una más estricta fiscalización del sistema, o en ambas formas. Solo una adecuada presencia estatal en el sistema educativo permitiría realizar el principio de igualdad y promover la integración e inclusión social en todos sus niveles. Pero, ¿qué significado(s) ha tenido en la práctica jurídica la educación (superior) como derecho fundamental y cómo se relaciona(n) tales significados con la libertad de enseñanza? Cuando se concibe a la educación como un “derecho social”, ¿qué (nuevos) deberes implica para el Estado y en las relaciones entre las personas? De otro lado, ¿es la gratuidad un elemento nuclear de este concepto, una condición necesaria para que se realice el derecho a educarse o, por el contrario, las normas constitucionales admiten el desarrollo de concepciones alternativas o mixtas del mismo?

Para responder estas preguntas habrá de acudirse al texto constitucional (y al de los tratados internacionales vigentes), pero esto solo proporciona el punto de partida y el marco para la interpretación. La perspectiva histórica y social, como se quiere mostrar en este trabajo, es relevante para conocer cómo los distintos actores del sistema educativo han entendido en cada época este conjunto de deberes, libertades y facultades, cómo han percibido el rol del Estado en educación y cuál ha sido, si cabe, la evolución o tendencia al respecto.

Para interpretar una práctica –i.e., asignarle un sentido– hay que situarse al interior de la misma (Dworkin, 2005). La concepción del Derecho como argumentación (Atienza: 2006) –a la que adscribo– busca dar cuenta del fenómeno jurídico en los Estados constitucionales de Derecho,76 como un sistema de normas y como una práctica social compleja dirigida a cumplir ciertas funciones en la sociedad utilizando –entre otros– un discurso y “medios argumentativos” (Atienza 2013: 180). El Derecho en todas sus instancias –legislativa, administrativa, judicial y doctrinal– es concebido “como un entramado muy complejo de decisiones –vinculadas con la resolución de ciertos problemas prácticos– y de argumentos, esto es, de razones a favor o en contra de esas (o de otras) decisiones” (Atienza 2013: 20). Esta teoría nos compromete con el diseño y mejora continua de “la ciudad” que habitamos. El trabajo, en cuanto involucra conceptos interpretativos, es al mismo tiempo descriptivo y prescriptivo (Dworkin, 2005, 2007 y 2014). El análisis jurídico requiere una teoría política (en el sentido de Dworkin)77 que provea la mejor justificación de los derechos fundamentales y la práctica que se desarrolla en torno a ellos; que sirva de base al jurista, al político y a los policy-makers para identificar lagunas y contradicciones normativas, y proponer nuevas técnicas de garantía, así como soluciones eficaces y coherentes.

La estructura básica de una sociedad justa, según Rawls (1985), debe ser compatible con el pluralismo y posibilitar la convivencia y la cooperación entre los ciudadanos, de forma que cada uno de ellos sea libre de ejecutar su plan de vida libremente elegido bajo condiciones iguales para todos. De consecuencia, sostiene Rawls, se deben prevenir las acumulaciones excesivas de propiedades y riquezas, y mantener la igualdad de oportunidades educativas para todos: el sistema escolar –público o privado– debe ser diseñado para destruir las barreras de clase.78 Esto implica que las desigualdades inmerecidas, como las derivadas del nacimiento y de dotes naturales, habrán de ser compensadas de algún modo (Rawls 1985: 123).79 Y no puede ser de otro modo pues, como sugiere Häberle (2003: 188-189), la Constitución opera como deber y como límite de la educación; en tanto que los fines de la educación “constituyen condiciones de base para la Constitución de la libertad”, y esas “condiciones de base” para el pluralismo deben ser transmitidas a cada nueva generación.

Habermas (2005: 188-189) dice que hay derechos fundamentales (1) relativos al mayor grado posible de “iguales libertades subjetivas de acción”; (2) los referidos al status de miembro de la comunidad jurídica, y (3) a la accionabilidad y protección de los derechos. Luego, los sujetos se transforman en autores de su orden jurídico, mediante (4) derechos a participar con igualdad de oportunidades en los procesos de formación de la opinión y voluntad comunes (principio democrático); los que implican (5) derechos a que se garanticen condiciones de vida –sociales, culturales y ecológicas– para un disfrute en términos de igualdad de oportunidades de los derechos mencionados de (1) a (4).

El derecho a la educación corresponde a esta última clase, la de los derechos que hacen posible acceder con igualdad de oportunidades al goce y ejercicio de los demás derechos fundamentales. Por eso es un “derecho social”: sin una educación equivalente (de calidad) para todos, es imposible construir una teoría de la Constitución que respete la igual dignidad de las personas.80 El derecho a la educación, lo mismo que las libertades básicas de que hablaba Rawls, puede (y debe) asegurarse igualitariamente a todos los individuos (De Lora, Pablo, 1998: 69). El derecho a la educación está estrechamente relacionado con las condiciones de bien común –que permiten a todas las personas su mayor realización espiritual y material posible– y con el derecho a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional (Art. 1º de la Constitución chilena). Por lo tanto, hay razones fundamentales “fuertes” a favor de garantizar legalmente una distribución equitativa de las oportunidades educativas, aunque esto importe imponer ciertas restricciones a la libertad de enseñanza.

 

¿Puede sostenerse que en Chile la educación superior sea un “derecho social”? De ser tal, ¿cómo pueden compatibilizarse el derecho social a la ES con la libertad de enseñanza y la autonomía de las IES? Cualquier teoría que pretenda justificar estas prácticas educativas (o su reforma), antes que partir de conceptos estipulados a priori, debe tener en cuenta los propósitos y valores de la práctica, tal como se expresan en el debate público, aunque no se trate de conciliar el desacuerdo. En ese sentido, conviene tener presente que las partes en disputa interpretan los discursos desde un cierto “marco” (Lakoff, 2017) y promueven el uso de palabras que evocan (“nos arrastran” hacia) su visión del mundo. Así, podemos distinguir dos concepciones opuestas sobre el derecho a la educación, que corresponden a los dos modelos ideales de la política educativa, una que pone énfasis en la decisión individual o familiar y la otra en el rol del Estado.

1.3.1. La concepción liberal conservadora

Para la concepción “liberal-conservadora”,81 en ES la garantía constitucional del derecho a la educación opera simplemente como una norma programática o de eficacia diferida, que a lo sumo orienta al legislador para una realización o configuración gradual del derecho, mediante programas de política pública o normas ejecutables de acuerdo al nivel de desarrollo del país y en la medida de los recursos previstos en la ley de presupuestos. En Chile, esta postura suele ir acompañada de una férrea defensa de la libertad de enseñanza como verdadero derecho subjetivo de “primera generación”. Este impone al Estado un deber de no interferencia y, por ende, de un esquema de provisión mixta con predominio del mercado (es decir, de prestadores privados, con y sin fines de lucro) y subsidiariedad del Estado, en que las personas pueden libremente contratar el servicio (en la medida que cuenten con los recursos para ello).82 La Constitución marcaría la primacía de la libertad de enseñanza sobre el derecho a la educación, según esta mirada, dado que la primera cuenta con una garantía jurisdiccional mediante el recurso de protección, en tanto que el segundo no. Las actas de la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución (C.E.N.C.) abonarían esta tesis, al servir como prueba de la “intención original” del constituyente.83

Esta es una concepción de la enseñanza y la autonomía de las IES de cuño liberal, basada en la cooperación meramente voluntaria de los miembros de la sociedad y en los mecanismos de mercado (el contrato). Se configura una esfera privada de oferta, elección e influencia familiar que queda inmunizada contra la intervención del Estado, al más puro estilo de Nozick (1991), Hayek (2008) y Spencer (1999). Sin embargo, no niega todo efecto práctico al reconocimiento constitucional del derecho a la ES (una versión tan burda de la concepción liberal sería fácil de refutar). Aunque su efecto principal sea establecer una obligación genérica de hacer para el Estado, no formalizable (ni universalizable), esta concepción admite que este derecho (y los derechos sociales, en general) puede tener alguna “fuerza vinculante” e, incluso, puede ser materia de protección, en la medida en que, operando de forma análoga a los derechos civiles, establece una prohibición de hacer –de lesionar derechos– para el Estado. Así, para quienes han logrado tener acceso a la enseñanza superior, o para los padres que quieren asegurar una determinada educación a sus hijos y, por ende, elegir libremente el establecimiento educacional que mejor encarne sus aspiraciones, el derecho a la educación funcionaría como derecho de defensa frente a la intervención estatal y podría ser protegido sea por la vía de la libertad de enseñanza, del derecho de propiedad, del debido proceso o de la cláusula de no discriminación arbitraria.84

El principal problema de la concepción liberal-conservadora es que pone como nota esencial del derecho a la educación la autonomía, cual garantía del individuo y de las IES. Esto es, lo radica en la esfera privada, al igual que la libertad de enseñanza. El derecho a la educación –e incluso la noción misma de autonomía referida a la enseñanza– se erige, en cambio, desde lo público, ámbito en el cual las libertades cobran sentido en la medida que se articulan con derechos y deberes en un orden social “decente” (que trata a todos con igual consideración y respeto). Por eso, para los liberal-conservadores la universalidad del derecho a la educación superior o la igualdad sustantiva en las condiciones de acceso a ella no pasa de ser una promesa utópica y su incumplimiento no configura ninguna infracción de normas constitucionales. Nada más se podría infringir –por omisión– el deber de fomentar este nivel de enseñanza; pero, se comprende, bastaría un esfuerzo mínimo por parte del Estado para cumplirlo.

El que la concepción liberal-conservadora se aleje tanto del núcleo de significado del concepto (lo que la mayoría de las personas entiende connotar cuando expresa: “la educación es un derecho” y lo que la jurisprudencia ha establecido en materia de derecho a la educación)85 es una buena razón para desconfiar de la utilidad de la misma. La concepción liberal-conservadora, por otro lado, parte de la premisa de que todo lo que haga el Estado podría ser contrario a la libertad, mientras que lo que hagan los individuos o entes privados será un acto eficiente y sinónimo de libertad. Prieto (1990: 50-51) advierte, en cambio, que la alternativa real no se plantea entre la sumisión al Estado versus la plena libertad de decisión económica y social (como pretende la concepción liberal). La disyuntiva es entre la sujeción de la mayoría al poder formalmente privado de quienes controlan el proceso económico versus la posibilidad de someter al control público el “azar y la imprevisibilidad natural” (o sea, la “destrucción creativa” de los agentes de mercado).

El defecto de esta concepción como tesis jurídica (que, como se observa, no comparto), es que torna superfluo el reconocimiento constitucional del derecho a la educación. Los mismos efectos podrían lograrse sin que el derecho estuviese consagrado en la Constitución. Se viola por ende una regla básica de hermenéutica constitucional, a saber, que debe excluirse cualquier interpretación que conduzca a anular o privar de eficacia a algún precepto de la Constitución. No es propio de la tarea dogmática aceptar una parte del texto (aquella que se avenga a nuestro marco) e ignorar, rechazar o minimizar la otra. El derecho a la educación superior, pues, ha de significar algo más que lo que la teoría liberal-conservadora sugiere.

1.3.2. La concepción igualitarista

Para la concepción igualitarista (o “progresista”) de los derechos sociales, en cambio, la educación superior tiene un contenido normativo “fuerte”, por oposición al sentido “débil” que le atribuye la otra teoría, e implica el deber del Estado de asegurar a todos los estudiantes el acceso o, al menos, las mismas oportunidades de ingreso a la ES.

Si la concepción liberal-conservadora aplica de modo restrictivo la teoría de Kelsen de los derechos subjetivos,86 la concepción igualitarista del derecho social –a la que adscribo- es propia del constitucionalismo como teoría del Derecho y como fenómeno que requiere una nueva forma de interpretar las normas jurídicas (y de argumentar con ellas). Así, Ferrajoli (2010) concibe el Derecho como un sistema de garantías para los derechos fundamentales reconocidos positivamente. El derecho surge con la norma que lo consagra, en tanto que las garantías pueden estar en el plano del “deber ser” positivo. Si faltan las garantías, el legislador tiene el deber jurídico –y de coherencia– de dictar normas e instrumentos para la satisfacción del derecho. El juez debe sujetarse a la ley si es válida (cuando su significado resulta coherente con las normas constitucionales), reinterpretar las leyes conforme a la Constitución o denunciar la inconstitucionalidad.87 La ciencia jurídica debe jugar también un rol proyectivo e innovador, proponiendo correcciones a las técnicas garantistas, o sugiriendo nuevas garantías. Los derechos fundamentales son universales e indisponibles: se sustraen del mercado y de la decisión política. Son lo que “no debe decidirse” o lo que “debe ser decidido” por la mayoría, es decir, generan para el Estado vínculos negativos (derechos de libertad) y positivos (derechos sociales que no deben quedar sin satisfacción).

La tesis central de esta segunda concepción es que, si los derechos sociales (como el derecho a la educación superior) son verdaderos derechos, el Estado no podría justificar su incumplimiento de las obligaciones fundamentales amparándose en la falta de recursos. En ocasiones existen obligaciones ex lege, explícitas en el mismo texto constitucional (como la de establecer un sistema universal, gratuito y obligatorio de enseñanza básica y media); y en otros, hay obligaciones genéricas, como las relativas al derecho a la educación superior, que requerirían nuevas técnicas de garantía y justiciabilidad (como prestaciones gratuitas, protección jurisdiccional, cuotas para alumnos vulnerables, mínimos de presupuesto, etc.). Para la concepción igualitarista los derechos sociales son “derechos en serio” (Dworkin). Reclaman la intervención legislativa (el legislador no puede desconocerlos o restringirlos) y tienen toda la fuerza normativa que el constitucionalismo reconoce a los principios.

Los principales argumentos a favor de este modelo han sido desarrollados, entre otros, por Abramovich y Courtis (2004: 19-64). Tales son, básicamente, la relación de semejanza con los derechos civiles y políticos, la refutación del supuesto carácter indeterminado o no formalizable de la prestación, y la posibilidad cierta de exigir judicialmente algunas de las obligaciones que conllevan.88

Es tarea del derecho constitucional identificar ciertas obligaciones mínimas de los Estados, ya que esto es condición para la “justiciabilidad” de los derechos sociales; la eventual insuficiencia de acciones idóneas sería –según Ferrajoli– simplemente una laguna susceptible de ser superada. Desde luego, en casos de violación del derecho social o de la cláusula que prohíbe la discriminación arbitraria, procederían muchas de las acciones judiciales tradicionales: acciones de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, y la subsecuente de inconstitucionalidad (nulidad) de un precepto legal contrario a la Constitución (Art. 93, Nº 6 y 7); de ilegalidad o nulidad de actos reglamentarios; declarativas de certeza; de protección; de indemnización de daños y perjuicios e, incluso, acciones ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica. Esas posibilidades son más claras cuando el Estado presta directamente un servicio en forma parcial, discriminando a ciertos sectores de la población (Abramovich y Courtis: 2004, 43). Sin embargo, también se pueden ejercer cuando el Estado debe regular una actividad, autorizar el funcionamiento o reconocer oficialmente a instituciones, o fiscalizar el cumplimiento de las normas y, eventualmente, aplicar sanciones. Incluso, podría impugnarse –y controlarse– la discrecionalidad del Estado en materia de disposición presupuestaria cuando se trata de asegurar derechos fundamentales. El incumplimiento del Estado podría presentarse como una violación individualizada o genérica, al establecer condiciones discriminatorias en el acceso a la educación o ciertos beneficios (fue el caso de la glosa de gratuidad), o por la aplicación de sanciones desproporcionadas. La jurisprudencia ha acogido, de otro lado, acciones por incumplimiento de obligaciones genéricas de hacer por parte de órganos estatales.89

 

Se suele criticar a la posición igualitarista por promover el activismo judicial y porque, dada la índole de los reclamos, el éxito de algunas acciones individuales podría producir un resultado inequitativo, al mantenerse el incumplimiento general. Ahora bien, tal como reconoce Gargarella (2006), no solo existe un espacio para la revisión judicial de los derechos sociales, sino que dicha intervención de los jueces podría en ciertos casos enriquecer los procesos de deliberación pública. De este modo, cuando la violación del derecho afecta a un grupo amplio de personas en situaciones análogas, una serie de decisiones judiciales particulares, aunque no logren generar un cambio coherente del sistema jurídico vía jurisprudencia, al menos pueden servir como señal de alerta hacia los poderes políticos e influir eficazmente en la definición de las políticas públicas.90

La clasificación entre derechos civiles, políticos y sociales responde a razones históricas pero no justifica diferencias estructurales en la índole y defensa de los derechos.91 Las diferencias son solo de grado, pues en todos los casos se incluyen obligaciones negativas y positivas de parte del Estado. Tanto respecto de los derechos sociales como de los civiles y políticos existe prohibición de lesionar los bienes que constituyen su objeto y en ambos casos se requiere un “hacer” concreto: “proveer las condiciones institucionales para permitir su ejercicio y asegurar su tutela”. Tampoco hay derechos gratuitos: todos tienen un costo con cargo a rentas generales (Holmes y Sunstein, 2011), y eventualmente algunos pueden tener un costo específico para las personas destinatarias (tasas, aranceles o impuestos cedulares).

El derecho internacional de los derechos humanos sirve para discernir cuatro niveles de obligaciones del Estado: de respetar (no interferencia); de proteger (impedir que terceros interfieran); de garantizar el acceso al bien (cuando el titular no puede hacerlo por sí), y de promover (desarrollar condiciones para el acceso equitativo). Por consiguiente, el deber de respeto obligaría al Estado a no cerrar establecimientos cuando no exista alternativa equivalente, y a no empeorar o perjudicar la calidad de la educación que se imparte. El deber de protección se observa, por ejemplo, en los casos en que se pide auxilio de la fuerza pública o una orden judicial para desalojar establecimientos “en toma” (ocupados por estudiantes a modo de protesta).92 La obligación de promover forma parte del contenido esencial del derecho a la educación superior (está en el texto de la Constitución), y la de garantizar el acceso al bien educacional se vincula fuertemente con la igualdad de oportunidades. Además, los acuerdos internacionales (Art. 26° de la Convención Americana de Derechos Humanos y Art. 2°.1 PIDESC) imponen a los Estados el deber de tender progresivamente a la plena realización del Derecho y la prohibición de adoptar medidas de carácter regresivo.93

En cuanto a las garantías, siguiendo a Abramovich y Courtis (2004: 33-36), cabe distinguir entre mecanismos directos e indirectos: las obligaciones de proveer servicios pueden realizarse por el Estado o sus instituciones, pero también el Estado puede asegurar el goce de un derecho por otros medios, en los que pueden tomar parte activa otros sujetos (que resultan así obligados).94 Entonces surge: a) la obligación del Estado de “establecer algún tipo de regulación”, sin la cual el ejercicio de un derecho no tiene sentido; b) en ciertos supuestos, la regulación establecida por el Estado puede limitar o restringir las facultades de las personas privadas, o imponerles obligaciones de algún tipo;95 y c) cuando el Estado provee servicios a la población, en sistemas de cobertura mixta, debe regular los mecanismos de aporte estatal, incluyendo limitaciones u obligaciones de los entes privados y alguna forma de fiscalización (como es el caso de las subvenciones escolares, becas y créditos fiscales para la educación superior, y la función de superintendencia).

Cada tipo de obligación ofrece un abanico de acciones posibles. Por eso, se puede concluir que la fuerza vinculante del derecho a la educación superior no queda siempre sujeta a la “condicionante económica”.96 Asimismo, se justifican las distintas soluciones que la práctica judicial ha ido dando a los casos en que se ven envueltas situaciones relativas al acceso, permanencia o egreso de las IES; desde el tema de las cláusulas abusivas en los contratos de matrícula (o la negativa de entregar certificados por deuda), hasta el deber de respetar los derechos fundamentales de los alumnos cuando se ejerce la potestad disciplinaria o la de eliminación académica (León, 2014). Así, los derechos sociales en tanto derechos fundamentales tienen una “fuerza de irradiación” que se despliega hacia todos los ámbitos del Derecho y un efecto horizontal, es decir, poseen eficacia no solo frente al Estado, sino también entre privados (Bernal Pulido, 2012).97

1.3.3. La gratuidad y el derecho social

La concepción igualitarista comienza a imponerse en nuestro medio, dado que el TC chileno ha reconocido los derechos sociales como genuinos derechos fundamentales.98 Pero Atria (2004a) plantea un desafío: no se debe adoptar el marco –es decir, la cosmovisión– de la derecha. Los derechos sociales deben justificarse, según Atria, en clave socialista.

En un trabajo referido a la educación básica y media, Atria (2007: 41-64) sostiene que la mejor interpretación posible de los derechos constitucionales relacionados con la educación es una de corte igualitario, que niega la existencia de una libertad para que los padres transfieran privilegios a sus hijos. Frente a la posición liberal –que identifica el núcleo esencial del derecho a la educación con su contenido prestacional (el derecho de todos a acceder a la educación y el deber del Estado de establecer un sistema gratuito de enseñanza básica y media para asegurarlo)–, plantea una socialista, que identifica el núcleo del derecho a la educación y de la libertad de enseñanza con la “libertad protegida” (un derecho en sentido estricto) de los padres a elegir la que ellos consideren la mejor educación para sus hijos. Una libertad protegida implica un deber correlativo general de no interferencia y el deber del Estado de asegurar el ejercicio de la misma. Luego, el igual goce del derecho a la educación y su ejercicio efectivo prohíbe a los establecimientos educacionales formular exigencias tales que los hagan inelegibles para ciertas familias, como la selección de estudiantes (requisitos de acceso) y el cobro de una suma de dinero. Dicho de otro modo: ni la libertad de enseñanza –que permite crear establecimientos educacionales– ni la libertad de los padres de elegir el establecimiento de enseñanza para sus hijos, incluyen la libertad de crear o de elegir establecimientos excluyentes.

Atria (2009) define luego la educación pública como aquella que asegura al estudiante su ingreso a esta sin discriminación de ningún tipo. Quien quiera ser admitido en un establecimiento público tiene “derecho” a ello (es una relación asimétrica, basada en el principio de ciudadanía, en la cual el Estado no tiene la facultad de excluir al ciudadano).99 Eso no se da en la relación entre postulante y sostenedor del establecimiento privado, aunque este reciba financiamiento público, pues esta relación es simétrica (contractual, basada en el principio de mercado). Aquí el proyecto educativo del establecimiento puede servir para establecer criterios de selección o permanencia e, incluso, estaría permitido el cobro de cuotas (si hay ley de financiamiento compartido). Por consiguiente, es legítimo que el Estado establezca un sistema de educación “pública” (i.e., regimentado por el Estado, a través del Mineduc) no discriminatoria y gratuita. En ese marco, Atria (2012) niega que financiar una educación superior gratuita sea una medida regresiva y critica la idea de focalizar el gasto fiscal en los más pobres. Que los que pueden pagar por educarse deban hacerlo, en vez de favorecer la equidad, permite segregar por capacidad de pago de los padres, consagrando, de facto, un sistema altamente desigual. Atria argumenta que una política es regresiva cuando redistribuye el ingreso hacia los más ricos, aumentando la brecha entre ricos y pobres; en cambio, una política es “progresiva” si logra disminuir esa brecha. La clave es que el Estado cobre (por la vía de impuestos) a cada uno de acuerdo a sus capacidades y provea (educación) a cada uno de acuerdo a sus necesidades.100