Diario de Nantes

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Y así siguiendo.

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10 de octubre

Crucé el brazo norte del Loira por el puente Haudaudine y pasé a la isla de Nantes. Caminé por los muelles hacia el Oeste, pasé frente al moderno Palacio de Justicia [04, 001] y llegué al destino buscado: el parque de los antiguos astilleros, ahora convertidos en albergue de máquinas maravillosas, inspiradas en los ingenios que Julio Verne, hijo dilecto de esta ciudad, imaginó en sus novelas de aventuras. La calesita del ingreso es ya un prodigio de la fantasía decimonónica: los niños se trepan a un avestruz que cabecea, a un sapo que abre la boca y saca su lengua pringosa, a una caldera semoviente que echa humo, a un Pegaso, a un globo aerostático, a la nave voladora de Robur [04, 002-003]. Contra la fachada, se extiende una rama enorme del Árbol de las Garzas sobre la que es posible dar un paseo. Enseguida se entra en la galería de las máquinas, donde se desparraman plantas y animales mecánicos. Algunos de estos producen un asombro nunca experimentado antes, salvo quizá por el personaje de una película (La cité des enfants perdus de 1995, Hugo de 2011). Una garza de ocho metros de envergadura sobrevuela, con sus pasajeros reales (es decir, nosotros, los visitantes), la maqueta del Árbol de sus compañeras [04, 004-005]. Hay una oruga a la que es posible subirse y manejarla [04, 006]. Lo mismo ocurre con una hormiga gigante, de aspecto bastante perturbador, en cuyo lomo caben cinco personas; el insecto se traslada lo más campante a lo largo de la galería [04, 007]. En realidad, los seres de la galería son las primeras máquinas que se preparan para el proyecto más grande de la compañía, aquel Árbol de las Garzas, que medirá treinta y cinco metros de altura, cincuenta de envergadura, estará listo en 2019 y podrán subirse a él unas cincuenta personas simultáneamente, tomar asiento en sus bichos y aves para trasladarse de una rama a la otra. Cuando salí a la gran explanada de los astilleros que da al río, vi lo increíble, lo más fantástico, un elefante, también mecánico, de doce metros de altura, que mueve las patas como si fuera de verdad, juega con su trompa articulada, lanza chorros de agua con ella, agita sus orejones y... barrita, juro que barrita [04, 008-010]. El monstruo paró junto a una escalerilla de avión por donde descendieron las veinticinco personas que se encontraban dentro de sus vísceras metálicas y luego subieron otras veinticinco. Aproveché para aproximarme y explorar las articulaciones electromecánicas de sus patas y de la trompa, que quedan a la vista. La bestia volvió a moverse como si tal cosa. Rodeé después un carrusel de tres pisos, una calesita insólita que lo hace ascender a uno por un recorrido en espiral y lo arrastra del fondo del océano a la superficie del agua, poblada de aves. Desde los peces luminosos o los moluscos de las profundidades abisales hasta las gaviotas, se trata de mecanismos y autómatas recubiertos por las formas y los colores de los seres naturales. Seguí mi camino, pasé por debajo del Titán Amarillo, una grúa gigante en desuso que parece concebida para estar en ese lugar de sueños paleotécnicos [04, 011]. Llegué al muelle de las Antillas, cuyos quinientos metros rectos están jalonados por dieciocho anillos de acero galvanizado y cuatro metros de diámetro, iluminados de colores diferentes en la noche [04, 012-013]. Durante el día, el juego producido por la variación de las vistas del río, del horizonte hacia el océano y de la ciudad a través de los anillos, permite descubrir detalles y hermosuras del paisaje que, de otro modo, se pasan de largo. El conjunto es obra de Daniel Buren y Patrick Bouchain, inaugurada en 2007. Buren, famoso desde 1985 por su instalación de doscientas sesenta columnas de diferentes alturas en el patio del Palais-Royal en París (Los dos escenarios), quiso simbolizar con sus anillos de Nantes la presencia del recuerdo perenne de la esclavitud y aludir, al mismo tiempo, al matrimonio que allí tiene lugar entre el agua, la tierra, el aire y la luz. Nantes, desarticulada por la crisis industrial de los ochenta, se ha transformado en una suerte de museo viviente, abierto, dinámico e inesperado, donde la tragedia de la esclavitud no puede dejar de ser el núcleo duro de la experiencia de propios y extraños a la ciudad.

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11 de octubre

El día estaba espléndido, el “último week-end de buen tiempo”, me dijeron los nanteses, y aproveché para volver a la Isla de las Máquinas. Quería subirme al paquidermo y lo hice. Eran las cinco y media de la tarde cuando volví a la margen derecha del Loira por el puente de Ana de Bretaña. Comencé entonces el recorrido minucioso del Memorial de la Abolición de la Esclavitud, un espacio muy abierto a orillas del río. Sobre el pavimento, hay una placa donde está escrita la historia negrera de Nantes y, a partir de allí, por unos buenos trescientos metros, algunas centenares de cápsulas vidriadas donde se leen los nombres de los puertos y de algunos de los barcos de la trata (los que se conocen de las mil ochocientas expediciones fletadas desde esta ciudad hacia el golfo de Guinea), más la fecha de su partida del estuario [05, 001-003]. La placa informa que: entre el siglo XV y el XIX, hubo 27 233 expediciones negreras en el Atlántico; que más de doce millones y medio de personas fueron sacadas de África y deportadas a América o las Antillas; que más de un millón y medio de esas personas murieron en la travesía; 4 220 expediciones salieron de los puertos franceses y transportaron a 1 380 000 africanos; las mil ochocientas expediciones nantesas desarraigaron por la fuerza a unos 550 000 individuos. Los nombres de los navíos son escandalosos: La bella nantesa, El Héctor (por el héroe troyano), Los corazones unidos, La Santa Ana (madre de la Virgen), La tierna Familia (¿habrá sido la Santa Familia?), La Paz. No se los ve con nitidez, como si se quisiera recalcar que fue necesario rescatarlos de las brumas de los archivos y de las memorias, que se los quiso olvidar y es necesario recuperarlos ahora con el objeto de saber y pedir perdón. Por encima del solado, se ve una superficie continua de cristales que se hunden en el piso. Es necesario descender a un túnel para darse cuenta de que esos cristales continúan y, bajo tierra, llevan todos mensajes escritos que testimonian el espanto o la esperanza de acabar con la esclavitud y la larga, larguísima sombra de sus efectos más recientes [05, 004-005]. Igual que en las cápsulas del exterior, los textos se leen con dificultad, porque están duplicados en cristales superpuestos mal iluminados. No es un error de los artistas-arquitectos, sino algo hecho a propósito para pensar que se los está leyendo a través de nuestras lágrimas. Me dejó atónito un mapa del Atlántico con un haz de flechas del color de la sangre, que pasan del África a América y forman algo parecido a una aorta [05, 006]. Ignoro cómo sería un gráfico semejante, referido a la trata en el mundo árabe, en el cuerno de África y en el Índico, pero con el nuestro ya basta para que los blancos occidentales nos hundamos en la vergüenza y en la culpa. Traduzco varios de esos textos, los que más me impresionaron, los que no me esperaba que existiesen, los que recordaba, como el famoso “Tuve un sueño” del doctor Martin Luther King.

No podéis odiar a un pueblo o a una comunidad que dejaron de odiaros, no podéis amar verdaderamente a un pueblo o a una comunidad que os odian todavía, o que os desprecian calladamente. Sucede que, en materia de relaciones entre las comunidades, el olvido es una manera particular y unilateral de establecer vínculos con los demás, mientras que la memoria, que no es una medicina para el olvido sino literalmente su estallido y su apertura, no puede sino ser común a todos. El olvido ofende y la memoria, cuando es compartida, consigue la abolición de esa ofensa. Cada uno de nosotros necesita de la memoria del otro, no porque vaya en ello la virtud de la compasión o de la caridad, sino porque nace una lucidez nueva en el proceso de la Relación. Y si queremos compartir la belleza del mundo, si queremos ser solidarios de sus sufrimientos, debemos aprender a recordar juntos.

Édouard Glissant, Une nouvelle région du monde [Una nueva región del mundo], 2006.

Amo el cristianismo puro, pacífico e imparcial del Cristo; he aquí por qué detesto el cristianismo corrupto, esclavista, injusto e hipócrita de este país en el que se da latigazos a las mujeres y se roban niños. De hecho, no encuentro la menor razón, más allá de la más engañosa, para llamar cristianismo a la religión de este país.

Frederick Douglass, Vida de un esclavo americano contada por él mismo, 1845, Estados Unidos.

Hermanos y amigos. Soy Toussaint Louverture: quizá mi nombre haya podido hacerse conocido hasta para vosotros. Emprendí la venganza de mi raza. Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo. Trabajo para hacerlas existir. Uníos, hermanos, y combatid conmigo por la misma causa. Desarraiguemos juntos el árbol de la esclavitud.

Toussaint Louverture, Déclaration d’abolition de l’esclavage, 29 de agosto de 1793.

¡Un comercio de hombres! ¡Gran Dios! ¿No se conmueve la naturaleza? Si ellos son animales, ¿acaso no lo somos nosotros también?

Olympe de Gouges, “Reflexiones sobre los hombres negros”, 1788, Francia.

Llamo negrero no sólo al capitán del barco que roba, compra, encadena, encarcela y vende hombres negros o mulatos, que llega a arrojarlos al mar para hacer desaparecer el cuerpo del delito, sino que llamo igual a todo individuo que, mediante una cooperación directa o indirecta, es cómplice de tales crímenes. De modo que la denominación de negreros comprende a los armadores, los despachadores, los accionistas, los encargados, aseguradores, colonos de las plantaciones, gerentes, capitanes, contramaestres y hasta al último de los marineros, que participan en ese tráfico vergonzoso.

 

Abate Grégoire, Des peines infamantes à infliger aux Négriers, 1822, Francia.

Sueño que, un día, sobre las colinas rojas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos propietarios de esclavos puedan sentarse juntos en la mesa de la fraternidad. [...] Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivan un día en un país donde no se los juzgue por el color de su piel sino por su carácter. ¡Hoy tuve un sueño! [...] Sueño que, un día, también en Alabama, [...] los niños negros y las niñas negras, los niños blancos y las niñas blancas, puedan tomarse de la mano, como hermanos y hermanas. ¡Hoy tuve un sueño!

Martin Luther King, “Tuve un sueño”, 28 de agosto de 1963, Estados Unidos.

Los plenipotenciarios de las potencias que han firmado el Tratado de París del 30 de mayo de 1814, reunidos en conferencia y habiendo tenido en consideración que el comercio conocido bajo el nombre de trata de negros de África ha sido entendido por los hombres justos e ilustrados de todos los tiempos como algo repugnante a los principios de humanidad y de moral universales; [...] declaran frente a Europa que, al creer que la abolición universal de la trata de negros es una medida particularmente digna de su atención, conforme al espíritu del siglo y a los principios generosos de sus augustos soberanos, se encuentran animados por el deseo sincero de concurrir en la ejecución más rápida y eficaz de esa medida con todos los instrumentos a su disposición, y actuar merced al empleo de tales medios con todo el celo y toda la perseverancia debidos a una causa tan bella y tan grande.

Anexo número 15 al Acta final del Congreso de Viena, 9 de junio de 1815.

(Inesperada la existencia de tales autores para semejante texto.)

No soy verdaderamente libre si privo a algún otro de su libertad, así como tampoco soy libre si me veo privado de la mía. El oprimido y el opresor están ambos despojados de su humanidad.

Nelson Mandela, El largo camino hacia la libertad, 1994, Sudáfrica.

La resistencia a la opresión es un derecho natural. La propia Divinidad no puede sentirse ofendida de que nosotros defendamos nuestra causa, pues es la causa de la justicia, de la humanidad: no la mancharemos con la menor sombra de un crimen. [...] ¡Y tú, Posteridad! Concede una lágrima a nuestras desgracias y moriremos satisfechos.

Louis Delgrès, “Al universo entero, último grito de la inocencia y de la desesperación”, proclama en el fuerte Saint-Charles, Guadalupe, 10 de mayo de 1802.

Siento en la médula de mis huesos depositarse las voces y las lágrimas, ¡ay!, la sangre. De los cuatrocientos años, de los cuatrocientos millones de ojos, doscientos millones de corazones, doscientos millones de bocas, doscientos millones de muertos inútiles.

Léopold Sédar Senghor, Poème élégie pour Martin Luther King [Elegía para Martin Luther King], 1977, Senegal.

Artículo 1. La República Francesa reconoce que la trata negrera transatlántica, así como la trata en el océano Índico, por una parte, y la esclavitud, por la otra, perpetradas a partir del siglo XV en las Américas y el Caribe, en el océano Índico y en Europa contra las poblaciones africanas, amerindias, malgaches e indias, constituyen un crimen contra la humanidad.

Ley número 2001-434 del 21 de mayo de 2001, discutida el 10 de mayo del mismo año, Francia.

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12 de octubre

¡Qué día! ¡Por Dios! ¡Qué día! Había hecho propósito de enmienda y no escribir mi diario hasta la semana próxima, pero es im-po-si-ble. Tentaciones y emociones por todas partes. A las 11, su Excelencia el Embajador de la India, Dr. Mohan Kumar, llegó al Instituto para inaugurar en este marco la cátedra Raza, destinada a maestros indios de las artes que quieran hacer una pasantía en Francia. Sayed Haider Raza es un pintor importantísimo, nacido en 1922 en Babariya, una aldea en medio de la selva de la India central. Comenzó sus estudios de arte en Bombay; en 1950, viajó a París donde vivió hasta 2010, año en el que, a instancias de su amigo y biógrafo, el poeta Ashok Vajpeyi, se instaló en Nueva Delhi y pasó a dirigir la Fundación que tiene su nombre, fundada por él mismo en 2001. No sólo becas y apoyo continuo a jóvenes estudiantes de música, artes visuales, poesía, danza, teatro, cine, sino la organización de seminarios internacionales acerca del papel de la actividad estética en el mundo contemporáneo forman el abanico de actividades que promueve la Fundación. Títulos incitantes llevan los workshops, por ejemplo: “El arte importa”, “El fin del arte y la promesa de belleza” (el fin entendido como final, no como objetivo). Por supuesto que ya estoy zambullido en la obra del pintor Raza pues he aquí que la mayoría de los cuadros que adornan las oficinas y los corredores del IEA son copias de sus acrílicos sobre tela. Debo estudiar largo y tendido el asunto, pero puedo decir desde ahora que el arte de Raza se alimenta de cuatro vertientes: una geometría próxima al Klee más abstracto, un cromatismo a la Hundertwasser, los textiles de su país de origen y el juego de equilibrios, plásticos y conceptuales, entre los mandalas de luz y color y el Bindu, punto o círculo negro que se presenta como el origen de todo ese mundo formal (y así parecería que tiende a contraerse para dejar lugar a los patrones de rectas y espirales) al mismo tiempo que desenvuelve una fuerza centrífuga y simula expandirse para absorber cuanto de él mismo ha salido [06, 001-003]. Vajpeyi trae a colación los escritos del místico persa, ad-Dīn ar-Rūmī, maestro del sufismo, y retengo una de sus frases que, a mi juicio, reverbera en el balanceo o latido del Bindu, traducido a una visualidad pura por Raza: “Los caminos van de aquí para allá, pero no llegan de ninguna parte”.

Voy al acto de inauguración de la cátedra. Habló primero el director Jubé. Excelente. Dijo que el IEA era un sitio de estímulo de la creatividad por serendipity (lo creo, estoy a punto de abandonar mi tema de investigación y ponerme a contar nada más que el día a día de este ancho mundo en una cáscara de nuez; ya se terminó mi período de papers y anotaciones curriculares, bien puedo dedicarme por un tiempo a lo que se me dé la gana). Dio el ejemplo de la asociación entre Wasifuddin Dagar, músico de la India, y Pierre Maréchaux, mi mentor especialista en la literatura neolatina del Renacimiento amén de pianista reconocido del repertorio romántico alemán (Schubert, Schumann, Liszt) o tardorromántico en general (Saint-Saëns, Albéniz). Ambos coincidieron en el IEA en el período 2011-2012 y ahora están a punto de publicar un libro juntos acerca de la estética de la música en la India y Europa, en una perspectiva comparada. Intervino el embajador, quien inició el retrato de ese “gran hombre” que es Raza. Abundó en la cuestión de las convergencias culturales entre Francia y la India y terminó con una pica en Flandes, cuando dijo que, aunque miembro de la OTAN, a Francia le interesa, igual que a la India, un mundo multipolar. Fue luego el turno de Ashok Vajpeyi, quien también estuvo como fellow del Instituto en aquel período y ahora presentó al primer titular de la cátedra Raza, nuestro compañero de este año, Kumar Shahani, cineasta. Quedé knock-out cuando, para describir la felicidad que había tenido en Nantes, Ashok recordó que, cierta vez, miraba el Loira y vio cómo subía la corriente hacia las fuentes. Pensó que había bebido demasiado la noche anterior, que estaba confuso pero, más tarde, alguien le confirmó (como a mí) que el fenómeno se daba, hasta dos veces por día, como consecuencia de la fuerza de las mareas en el estuario (¿Será posible tamaña coincidencia? Y sí, lo es, por cuanto, poco rato más tarde, en el almuerzo, mi compañero Sudhir Chandra, de la Universidad Mizoram de la India, me confesó que él también se había enfrascado en el tema y descubierto que hay unos instantes del día en los que las fuerzas del océano y del río se compensan: el agua permanece quieta. A las cinco de la tarde, estuve mirando largo rato el Loira desde la oficina; tiene razón Sudhir: vi que el río se queda inmóvil unos minutos para reanudar enseguida su marcha paradójica aguas arriba). Ashok se explayó sobre Raza y Kumar, de quien comentó su libro de ensayos acerca del cine contemporáneo, recién publicado (The Shock of Desire and Other Essays, Nueva Delhi, 2015). Centró su análisis en la noción de Klee sobre el arte –la actividad que hace visible lo invisible–, convertida por Kumar en el punto de partida de sus reflexiones y de su modo de filmar. Una frase de Shahani, gran estudioso también de la obra de Robert Bresson, monopolizó nuestra atención: “La contradicción básica de la forma cinematográfica surge de su capacidad para reemplazar el objeto de su ‘contemplación’ por su imagen” (tomada del ensayo “Mitos en venta”). Para cerrar su intervención, Ashok retomó la astucia final del embajador y bromeó sobre una cierta rapidez diplomática de los indios respecto de sus pares franceses. Contó la historia de las negociaciones que terminaron en la firma de un tratado, en 1956, por el que la vieja colonia francesa de Pondichéry fue entregada a la India independiente. Al parecer, el primer ministro Pierre Mendès France habría sugerido al embajador indio que la ocupación de la Goa portuguesa por los indios precediera la devolución de Pondichéry. El diplomático preguntó entonces cómo suponía el señor Mendès France que los políticos de la India tomarían semejante consejo, salido de boca del gobernante de la nación que había proclamado los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad para el mundo entero, y, en esa circunstancia, buscaba colocarse por detrás de una dictadura, la de Antônio de Oliveira Salazar en Portugal. “Pero, bueno”, arguyó el primer ministro, “hace trescientos años que Francia está allí”. “Y nosotros”, concluyó el embajador, “estuvimos los dos mil anteriores en ese mismo lugar”.

Por fin, Kumar Shahani dio su conferencia inaugural de la cátedra Raza. Un humanista de aquellos que conocí de adolescente en las páginas multiculturales del Correo de la Unesco hacia el filo de 1960. Supe ahora cuánto había extrañado yo la ausencia de figuras de semejante densidad en los últimos treinta años. Nuestras esperanzas de los sesenta no tenían límites. Cada frase de Kumar lanzó una idea nueva para mí. Empezó con un reconocimiento de la importancia del cine para nuestra civilización y subrayó hasta qué punto la conciencia mundial tiende a olvidar ese papel de la cinematografía, pero destacó a Francia como un colectivo que va a contracorriente. Por ello, se dijo, no le extrañaba que estuviésemos hoy en el anfiteatro Simone Weil para celebrar la existencia del cine, un arte que hoy sería, por su propio carácter visual y la posibilidad de traducir simultáneamente el discurso mediante los subtítulos, el medio más eficaz para superar las barreras culturales, tropezar a menudo con las trivialidades del presente y, sin embargo, disponer de la capacidad de empezar de nuevo, con sólo captar el jostling (¿los empujones?) de la realidad sobre nuestros sentidos, las retinas, las membranas acústicas. El hermano de Kumar es un neurobiólogo que facilita a nuestro hombre el contacto fluido con la ciencia de la India. La matemática, saber en el que nunca será motivo de extrañeza que los indios estén a la vanguardia, es la rama predilecta del cineasta, inmerso en el debate alrededor de la naturaleza del azar. Porque, según dice Kumar, el arte y el azar van siempre de la mano. El cine procura registrar y encapsular el movimiento, particularmente si es impredecible. Allí es cuando y donde ingresa el azar. Pasó nuestro amigo la escena, de uno de sus films (Bhavantarana, la biografía documental del gurú danzarín Kelucharan Mahapatra, 1991), de un hombre que baila en el bosque y, luego, la articuló con la toma periodística actual de una muchedumbre de sirios que se abren paso bajo la lluvia en una etapa de su viaje hacia Alemania. Claro que el movimiento es asimismo el del relato, el pasado que está vivo al recordárselo y los vaivenes de la conciencia. Vimos otra escena en la que una mujer, todavía joven pero curtida, cuenta a un hombre cómo su familia fue perseguida por la policía, despojada de todo por los poderosos del lugar, el dolor sin reposo y sin palabras ni gritos de su madre, la desesperanza de su padre, su propia huida, su primer trabajo, su encuentro con el hombre que le propondría casamiento, quizá porque una comida que ella le preparó le había gustado tanto. La mujer conoció en aquel instante la primera sorpresa alegre, que nunca la abandonaría, de toda su vida. El travelling de la cámara alrededor de la narradora y la música lánguida de fondo sirven de instrumentos formales para preguntarse, sin conseguir respuesta: la energía de esa mujer, ¿se irradia o queda encapsulada en el cuarto miserable de la película, una habitación con una ventana por donde se ven pasar los trenes? De cualquier forma, ella demuestra que el desarrollo de los dones recibidos (el de relatar, en su caso) es el elemento básico a la hora de expresarse e interactuar enaltecidamente con los otros. Kumar hizo una observación que me dejó con la boca abierta. Los subtítulos debieron erradicar el subjuntivo, un modo verbal que casi ha desaparecido, según el cineasta, del inglés y del francés, aunque resulte un constituyente poderoso del discurso de la mujer (Tarang, 1984). Shahani exhibió, en tercer lugar, el movimiento que la cámara y la música de una flauta, evocadora del ritmo de los sueños, descubren en las ruinas aparentemente quietas de una mezquita (The Bamboo Flute, 2000). Las imágenes alcanzan una belleza conmovedora. Escuchamos, para terminar, la “Canción de otoño” de Paul Verlaine, la de la “languidez monótona”, cantada por Georges Brassens, y vimos otra escena de La flauta de bambú: unos pescadores vestidos con andrajos se echan al mar, quedan restos de sus canoas en la playa. Eso fue todo. Adiós.

 

Tuve la suerte de almorzar con Sudhir, quien me facilitó el contacto con Kumar. Aproveché para volver sobre la cuestión del subjuntivo. Nuestro artista me contó que ya la esposa de Bresson le había advertido hasta qué punto el uso de ese modo llegaba a obstruir la comprensión de los guiones por parte del público francés. Más tarde, ignoro qué tilingo de estos barrios enrostró una vez a Kumar su elitismo por echar mano del subjuntivo. A lo que el interpelado respondió que, en la India, él tiene contacto con decenas de personas por día y pocas veces ha escuchado un uso mejor y más rico del subjuntivo que entre las clases populares de su país. Sucede que, me aclaró Kumar, el subjuntivo desvela la inestabilidad, el carácter siempre hipotético, el ansia de libertad, la precariedad de una vida amenazada, en los seres humanos que componen el pueblo, las grandes masas de los pobres y aún esperanzados. Los poderosos aborrecen el subjuntivo, quisieran su reemplazo por el indicativo o, mejor, por el imperativo.

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13 de octubre

Trabajé en mi presentación del próximo lunes. A las seis, asistí a la conferencia, en el anfiteatro, a cargo de un ex-fellow del período inmediato anterior, el doctor Andreas Rahmatian de la Universidad de Glasgow. Presentó un libro suyo sobre una figura clave de la Ilustración escocesa, de cuya simple existencia acabo de enterarme hoy: Henry Home, lord Kames, longevo el caballero (1696-1782), pariente, amigo y corresponsal de David Hume, maestro de Adam Smith, de James Boswell y de Thomas Reid, el filósofo del common sense. Kames fue juez, jurista, historiador del derecho, filósofo moral y teórico social. No concurrió a ninguna universidad de su tiempo ni hizo el Grand Tour. Poseyó una excelente formación jurídica por el hecho de haberse dedicado a la abogacía hasta llegar a ser, en 1752, juez de la Corte de Edimburgo. Fue un conocedor apasionado de las artes y las letras europeas. Personaje olvidado, por los escoceses de hoy (quienes no le perdonan su entusiasmo ante el Acta de Unión que aprobó la sociedad indisoluble entre Inglaterra y Escocia), por los juristas (pues consideran que sus ideas del derecho y su historia están completamente superadas), por los scholars de la actualidad (superespecializados, entienden que lord Kames conectó demasiados temas dispares y se fue por las ramas). Sin embargo su figura tiene, a juicio de Rahmatian, un gran interés histórico; primo, debido a la difusión que tuvo su obra en el siglo XVIII; secundo, por la originalidad de sus ideas y planteos, que lo impulsaron a vincular campos aparentemente tan alejados como los de la estética y el derecho. Sus obras principales, casi todas traducidas al alemán, fueron: un ensayo acerca de las “Antigüedades Británicas” (1747), Essays on the Principles of Morality and Natural Religion [Ensayos sobre los principios de la moralidad y la religión natural] (1751, su libro tal vez más conocido), Principles of Equity, un tratado en torno a los principios de equidad (1760), Elements of Criticism [Elementos de crítica] (1762, texto que se ocupa de cuestiones de estética y despertó la cólera irónica de Voltaire en 1764; Andreas piensa que ese enfrentamiento habría sido una manifestación de los conflictos usuales entre el creador literario –Voltaire en este caso– y el crítico de la obra ajena) y, por último, Sketches of the History of Man [Esbozos de la historia del hombre] (1774).

Rahmatian partió del análisis del libro sobre la crítica artística, donde se encuentra una primera distinción clara entre emociones y pasiones del espíritu que sigue el surco ya abierto por Locke y el escocés Francis Hutcheson. Emociones son los caracteres que adquiere el alma como consecuencia del uso de la voluntad y de sus nociones acerca del placer y del dolor. Pasiones son los movimientos y efectos en el individuo completo, cuerpo y alma, que desencadenan las emociones. Existe, para Kames, una “pasión de la belleza”, suscitada exclusivamente por los objetos perceptibles mediante el sentido de la vista; la música no engendra ese tipo de pasión, pues está fuertemente ligada al intelecto. Hay una belleza absoluta en ciertos objetos y también una belleza relativa de las acciones, a la que denominamos belleza moral. Kames cree que, si algo no es moralmente bello, no puede ser tampoco bueno. Pero, atención, la condicional universal no es verdadera, vale decir, todo lo bello no es necesariamente bueno. De todos modos, los hombres estamos dotados de una capacidad innata y común de percibir la belleza, la armonía, la diferencia entre el bien y el mal. Tal innatismo aleja en buena medida a Kames de la filosofía empírica. Andreas nos llevó a descubrir los encadenamientos que el escocés armó entre el saber racional sobre lo bello y la constitución del derecho. Porque lo opuesto de la belleza es la deformidad. Las acciones humanas y las leyes se orientan según esa polaridad, de modo que las acciones bellas determinan los deberes y obligaciones de los hombres, esto es, forman la base del derecho. Todos los seres humanos del mundo distinguimos y reconocemos tales deberes, corolario que es probado por el hecho de que el corpus de palabras que los designan tiene un equivalente en todas las lenguas del mundo. Kames diferenció entre virtudes primarias (por ejemplo, la justicia, la fe a la promesa dada), que se vinculan con obligaciones y deberes, y las virtudes secundarias, bellas pero no obligatorias (por ejemplo, la benevolencia). Adam Smith adoptó esa clasificación en su obra La teoría de los sentimientos morales de 1759.

Andreas se ocupó luego de explorar los términos en que Kames presentó las paradojas de la libertad y la necesidad en la conducta humana. Nuestro lord acepta, en principio, que el hombre es siempre un agente libre pero, al mismo tiempo, admite la existencia de un determinismo moral. ¿Cómo se resuelve la contradicción? Ha de reconocerse que el mal no puede existir sin el permiso de Dios. Y “permitir” es sinónimo de “causar”, por lo que, en realidad, para que los hombres obedezcamos nuestros deberes y lo hagamos inclusive con alegría, Dios nos ha insuflado un “artificial sense of liberty”, un “deceitful feeling [sentimiento engañoso] of liberty”. Sobre semejante fundamento, los seres humanos podemos crear una religión natural que, a pesar del engaño divino, resulta superior a las religiones históricas, asentadas sobre el miedo. Respecto de la historia, Kames, igual que otros pensadores de la época, creía en el desarrollo humano, uniforme y común a todos los pueblos de la Tierra, que habría atravesado cuatro estadios: el de la caza, el de la cría de ganado, el de la agricultura (el primer momento productor de la superfluity que permite comprar en el extranjero las cosas necesarias, faltantes en el interior de las sociedades) y, por fin, el estadio del comercio. Si bien acerca de las primeras etapas no existen pruebas objetivas o bien son escasas y débiles, Kames promueve una historia racional y conjetural que nos lleva a deducir una “cadena regular de causas y efectos” en el devenir, que garantiza “la universalidad del progreso humano”.