Espejo de historias y otros reflejos

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Aus der Reihe: Ensayo
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Las infusiones de Wang Feng

Aunque nacido en Mexicali, Baja California, y bautizado como Faustino por sus padres inmigrantes, Wang Feng lleva en su aspecto, acento y en muchos años de ejercicio profesional, una auténtica personalidad de mandarín de siglos pasados. Hay quienes aseguran que se trata de un verdadero caso de personalidad omnipresente —que en las noches duerme en Beijing y que despierta involuntariamente en plena Ciudad de México— y que sus atributos más que de fármaco oriental, se deben a oscuras conjuras mágico-esotéricas. Lo cierto es que Wang Feng es más mexicano que el mole poblano y que la confusión de sus virtudes se debe a la efectividad de sus recetas.

Inmerso en el enigmático barrio chino de la ciudad más grande del mundo —barrio microscópico si se compara con el Chinatown neoyorquino o la Gran Comunidad de San Francisco— se encuentran las dos habitaciones que, desde 1953, alquila mi amigo Wang Feng. En lo que parece un fumadero de opio —más copiado de las películas norteamericanas que de fotografías auténticas— Wang Feng recibe a los clientes con una variedad infinitamente cromática de batas orientales, gestos y sandalias inconfundiblemente pequinesas y una sonrisa que no es exagerado calificar de eterna.

La mayor parte de su clientela responde a un añejado anuncio que Wang Feng coloca en un periódico desde hace ya treinta años y, por lo mismo, buscan aliviar insomnios, dolores de muela y problemas renales. Así, Wang Feng se ha especializado a tal grado en estos males que con unas pequeñas bolsitas de yerbas —orientales y xochimilcas— despacha a su clientela con una sola cita, lo cual ha fomentado su mitificación.

Por buenos y largos años que desayuné a diario en un café de sus paisanos —"La flor del cachanilla" que se ubicaba en la calle de Artículo 123— me consta la verdadera biografía de Faustino Wang Feng y, aunque nunca he comprobado su fama de viajero nocturno del espacio, sí puedo corroborar sus habilidades como viajero de los tiempos. Resulta que en mi ya recurrente afán por recorrer el pretérito de México, una mañana le pregunté al buen Feng si no manejaba somníferos o alucinantes que me permitieran estudiar mejor esa época que en los libros llaman Revolución Mexicana. Le expliqué que durante mis estudios siempre me parecieron insípidas las clases del profesor Malandrina que, ni por edad ni por vocación, conocía realmente el tema. Además, Jacinto Malandrina no le imprimía ninguna emoción a toda esa época que se inicia con el derrumbe de don Porfirio y que, según los discursos, aún sigue dando vueltas en nuestra cronología política.

A mi parecer, y gracias a unas lecturas fuera de clase, más que Una Revolución esa época reúne varias revoluciones, algunas rebeliones y un mosaico de pasiones: desde la configuración geográfica de los que se alzaron, los particulares motivos que los orientaron y las utópicas metas que se propusieron los distintos bandos. Con todo, ya tenía yo elaborada una hipótesis que dividía a esa época de México en distintas etapas: la apostólica-democrática de Madero, la revancha-reversa-etílica de Victoriano Huerta, la reivindicación-bandolera y febril de Francisco Villa, la constitucionalista de Carranza, la terrenal-autóctona de Zapata y otra serie de divisiones definitorias.

Para mi fortuna, y en un gesto de verdadera cortesía oriental, Wang Feng me permitió conocer loa íntimos secretos de su consultorio. Rodeado de dragones de papel y rociado de inciensos maravillosos, mi amigo Wang me mandó, con la fuerza de un té de tila con limón, directamente a la ciudad de Celaya en 1915. La rara infusión que me recetó este mágico personaje (que de no ser por Mexicali, lo hubiera creado Woody Allen) me permitió conocer en persona —y en un mismo día— las impresiones de Álvaro Obregón y Francisco Villa a punto de enfrentarse en una de las dos batallas cruciales que libraron en el Bajío mexicano.

Escuché —porque lo presencié en mi delirio oriental— a Felipe Ángeles decirle a Villa que lo mejor era retirarse al norte. Villa quería atacar Celaya con unas cargas de caballería descarada, a la usanza de cómo triunfó en Tierra Blanca, pero Ángeles le advertía que Obregón lo esperaría atrincherado en estas tierras sin arenosas dunas móviles, sino inmóviles zanjas de la muerte. A punto de diluirse mi alucinación, alcancé a ver cómo Álvaro Obregón redactaba —aún con puño y letra que luego perdería en Santa Ana del Conde— aquel telegrama donde informaba que el "enemigo hase replegado varios kilómetros, dejando el campo regado de cadáveres..."

Siguieron varias sesiones, casi dos veces por semana, en el salón de Wang Feng para que pudiera corroborar mi hipótesis: la Revolución Mexicana reunió distintos ánimos y proyectos y para estudiar esta época crucial de nuestra historia es preciso reconocer la intensidad y desolación mortal que generan las guerras.

Con la sutileza de un siamés de pedigree, Wang Feng tiene desde su salón de la calle Dolores el pasaporte ideal para la confirmación de nuestra memoria o la exploración de nuestra historia. Más que un armario de complicadas infusiones, el Gran Feng ofrece la serenidad onírica —similar a las distancias que da la lectura o la reflexión— y desde los silenciosos enredos de un sueño provocado —similar a los caminos que toma la imaginación ante la lectura sin prisas— es capaz de mandarnos al pasado en presente.

Por falta de recursos no he podido visitar a Wang Feng con la frecuencia que quisiera. Aunque, luego de mis viajes revolucionados y revolucionarios, tuve oportunidad de vivir algunos momentos reveladores de la Guerra de Reforma y hasta un desfile durante el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines.

Sé de buena fuente que Faustino Wang Feng se regresa definitivamente a Mexicali. Sin embargo, me encuentro en pleno ahorro de fondos ya que el Gran Wang ofreció cumplirme un último viaje con sus infusiones: desde la preparatoria he querido confirmar algunas hipótesis anatómicas que tengo sobre la Güera Rodríguez. Prometo que informaré.

Otro Benemérito

Don Benito Suárez se parecía más a Maximiliano de Habsburgo que a su tocayo fonético: luenga barba rubia —con algunas canas— peinada y partida a la mitad, uno noventa de estatura imperial y vestido siempre con inmaculados trajes en tonos azul marino. Los doce alumnos que tuvimos la fortuna de tomar clase con él lo apodábamos "El Otro Benemérito", no por la similitud vocálica, sino por los curiosos paralelos que tenía Suárez con Juárez: de niño, cuidó vacas en San Juan del Río; de adolescente, decía querer estudiar jurisprudencia y de adulto aprendió a tocar la flauta.

Lejos de ser objeto de burlas, el maestro Suárez siempre se ganó el más sincero respeto de sus alumnos por la inexplicable habilidad y destreza con las que impartía su cátedra de Historiografía Mexicana. Sin explicaciones esotéricas, ni pócimas psicotrópicas, el Otro Benemérito tenía lazos vivos con cuanto personaje muerto se le ocurriera llevar a clase. Mientras los otros profesores exigían largos y tediosos ejercicios, más cercanos a la calistenia memorística que a la comprensión de los tiempos pasados, el maestro Suárez nos llevó en persona a Lucas Alamán, Carlos María de Bustamante, José María Luis Mora y una larga lista de historiadores y escritores que han engalanado y descrito la historia de México.

Ante nuestro azoro y expectación, el maestro Suárez abandonaba la tarima magisterial, se acomodaba en cualquiera de las bancas estudiantiles y sólo intervenía ocasionalmente para hacerle preguntas al personaje en turno. Recuerdo que Rebolledo le llegó a decir que debería hacer públicas sus habilidades resurrectivas, a lo que el maestro Suárez respondió con un simple "Ve y diles. Nadie te lo creerá". De manera que durante dos semestres, y a tres veces por semana, los afortunados alumnos del Benemérito Suárez tuvimos la envidiable oportunidad de entrevistar personalmente a Francisco Cervantes de Salazar, llenito Díaz de Gamarra, fray Bernardino de Sahagún y al propio Benito Juárez. De la asistencia de este último mencionaré que su aspecto era realmente diferente a lo que muestran las estatuas y las estampitas de papelería y que sus comentarios —en plena aula— cambiaron radicalmente la imagen que tenían muchos alumnos de él.

Muchos años antes de que las computadoras profesaran una educación "interactiva", el maestro Suárez brindó a sus alumnos la sabrosa oportunidad de dialogar en persona con los hombres y mujeres de nuestra historia que sólo conocíamos como villanos irredimibles o héroes insoslayables. El Otro Benemérito los bajaba de sus pedestales e incluso a algunos les hablaba de tú y con confianza. Ya no eran ni siervos de la Nación ni Padres de la Patria, Niños Héroes o Epónimos intachables; se volvieron personas con nombres propios, tan cercanos como José María, Miguel, Juan o Josefa. De hecho no todos los invitados del maestro Suárez fueron célebres: nos presentó a una monja novohispana del siglo xvii que no escribió ni una sola línea en su vida, pero que nos reveló infinidad de detalles culinarios y espirituales de su vida conventual que nos fueron más útiles de lo que esperábamos. Lo mismo pasó con un minero guanajuatense del siglo xviii y un anónimo soldado de principios del siglo xix: nos relataron los hechos pero con climas, las batallas con todo y miedos, los proyectos con prejuicios e ignorancias.

Algunos alumnos —entre ellos el mentado Rebolledo— le llegaron a pedir al maestro Suárez que formara tertulias, en vez de invitar a un solo personaje del pasado. Querían juntar a Bernal Díaz del Castillo con algún azteca octogenario para confirmar o desmentir lo de "Historia Verdadera", pero el maestro Suárez confesó que sólo tenía el secreto para invitar personajes o convocar a los muertos de uno en uno.

 

Posteriormente, y también a petición de Rebolledo, el Benemérito Suárez nos sacó del aula e inició un programa integral de convivencia con los pasados: su habilidad resucitadora también se manifestaba en las calles y en cualquier edificio de la Ciudad de México. Lo único que nos exigió para estos paseos era que lleváramos trajes o abrigos, capas o gabardinas que ayudaran a disfrazar al invitado en turno, para evitar engorrosas explicaciones con policías o directores de museos. Así, caminamos en pleno Zócalo con el Virrey Revillagigedo enfundado en un elegante traje Macazaga (que le prestó Rebolledo) y desayunamos con Pedro de Alvarado —de suéter (o jersey), pantalón de mezclilla y botas Siete Leguas—en la terraza del Hotel Majestic. Si queríamos verlos vestidos a su respectiva usanza, teníamos que encerrarnos en el aula, pero si queríamos escuchar in situ sus testimonios y memorias nos cooperábamos para el ajuar. Nunca olvidaré la cara de un dependiente de cierta tienda de ropa cuando le llevamos a Cuitláhuac para que nos lo vistiera: seguramente pensó que hacíamos una obra de caridad.

Al acercarse el final de nuestro curso de Historiografía Mexicana le sugerimos al maestro Suárez que nos impartiera Historiografía Mundial I y II, incluso Teoría y Método de la Historia, para no interrumpir nuestro delirio. Sin embargo, el maestro Benemérito tenía otros planes: nos dijo que pensaba viajar por todo México con Alexander von Humboldt para llevarlo a conocer el estado actual del mismo país que recorrió el alemán hace más de un siglo. A pesar de nuestra insistencia, el maestro Benito Suárez llegó al final del curso con una determinada resignación de clausurar nuestros encuentros con el pasado a través de sus magias. Hizo dos exámenes escritos y un examen oral, calificó con un rigor inusitado y nos felicitó, ya que no hubo reprobados.

Con todo, la despedida del maestro Benemérito no fue triste. Nos exhortó a que buscáramos en lectura o en reflexión, viajes por el país y el mundo, o caminatas por calles y visitas a los edificios antiguos la manera personal de convivir con los pasados. A manera de graduación nos invitó a Palacio Nacional y al pie de la escalinata del patio central nos presentó al maestro Miguel Ángel, "amigo de muchos años que continuará su formación de historiadores". Regordete y de muy baja estatura, el maestro Miguel Ángel inclinó la cabeza como juglar medieval o mimo coyoacanense y con un leve gesto imprimió movimiento, sonido, ruido, estruendo y barullo al mural de Diego Rivera que allí se encuentra.

Los doce atónitos alumnos veíamos con sorpresa y gusto una nueva aventura de nuestra vocación: ahora hablaríamos con murales y pinturas, cobrarían vida los cuadros y retratos. Mientras algunos subían la escalera para ver y escuchar mejor los movimientos del mural, quise abrazar al Benemérito Benito Suárez pero, como en las películas, al buscarlo ya no estaba.

La Miss Weber

Cuando trabajé en la Secretaría de Proyección y Rendimiento compartía mesa —no cubículo, ni escritorio— con un grupo burocrático que se había ganado el apodo de "Los cuatro fantásticos": Mendívil, contador público y portero de un equipo de futbol llanero; Lozada, ingeniero frustrado y guitarrista ocasional; Rebolledo, médico retirado, pero laboratorista aficionado y el gran Bedoya, protoejemplo del aviador burocrático. Los cinco formábamos la "Quinta del Olvido", apodo que nos ganamos por nuestra clara afición y adicción a los libros, chismes, anécdotas y leyendas de la historia de México.

Todas las mañanas nos repartíamos el periódico por secciones e iniciábamos nuestra ronda de lectura; no sólo era una democrática manera de compartir la prensa, sino una excelente estrategia para dejar pasar las primeras horas de la mañana gubernamental. Nunca olvidaré la mañana del 9 de julio cuando Lozada descubrió entre los anuncios clasificados el enigmático recuadro que anunciaba las Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber. (Por cierto, este anuncio aparecía en columnas bajo otro que ponía: "Señora enseña el búlgaro. Llamar tardes." Tuvimos que explicarle a Bedoya que se trataba de un idioma.)

Esa misma mañana hablé con la Miss Weber e inscribí —telefónicamente— a la "Quinta del Olvido" en lo que sería una de las más alucinantes aventuras de nuestra verdadera vocación. Historiadores de medio tiempo, noctámbulos lectores e investigadores de madrugada, los que formábamos la ya mentada "Quinta" sólo habíamos tomado algunos cursos aislados —en calidad de oyentes— de historia en general o de historia de México. Poco nos imaginábamos de las sorpresas que nos revelaría la Miss Weber

Para empezar, su escuelita: un lúgubre y pequeñísimo departamento enclavado en un vetusto edificio de la calle Donceles. Para continuar, su aspecto y presentación: una modosita y madura mujer que lucía suéter tejido por ella misma, pelo más que canoso, azulado, y su voz con el típico acento de los oriundos o nacidos en Moroleón. Desde la primera entrevista se refirió a nosotros como "mis muchachos" y con un despliegue casi maternal de cariño, evidente en el hecho de que con nosotros cerró inscripciones. "Les dedicaré mi tiempo completo, muchachos, para que realmente aprovechen su cursito."

Como en todas nuestras decisiones burocráticas —asuetos, cantinazos, justificantes médicos apócrifos, pretextos de emergencia, colectas, deudas, etcétera— la "Quinta del Olvido" votó esa misma tarde si proseguir con el curso de la viejita o programar una nueva ronda de visitas a museos y bibliotecas de la Ciudad de México, instead. Fue Mendívil el que nos convenció de inscribirnos —ya con pago— en el curso de Miss Weber con el nada débil argumento de que se trataba de un pretexto ideal para estar fuera de la oficina (en esa época, los cursos académicos extra-laborales no sólo eran bien vistos, sino incluso alentados por la H. Secretaría de Proyección y Rendimiento).

Entre los métodos que utilizó la entrañable profesora Weber para que su curso se convirtiera realmente en Clases Vivas de Historia Heterodoxa, destacaré aquí las "Excursiones por la historia", "Ejercicios de recuperación física de la memoria" y "Recreaciones heroicas", que ella llamaba "Seminarios Pedagógicos". En el primero de estos seminarios, nos hizo caminar a lo largo de todo el Paseo de la Reforma y anotar en una libreta todas las leyendas de las estatuas que alinean sus aceras. Posteriormente, teníamos que hacer una descripción —apologética o crítica— de cada uno de esos hieráticos próceres que conformaron buena parte del enrevesado siglo xix mexicano.

Los "Ejercicios de recuperación física de la memoria" consistían en recrear física y mentalmente cualquier momento —glorioso u oprobioso— de nuestra historia. Aunque a otros les parecería ridículo, mencionaré que a la "Quinta" nos sedujo particularmente este singular seminario de Miss Weber: revivimos la intensidad de la Decena Trágica, ataviados con trajes más o menos de época, en plena Ciudadela. Es decir, a pesar de que más de un transeúnte nos miró feo, los cinco entusiastas —guiados por nuestra Miss— reprodujimos no sólo el correteo de las balas y el estruendo de las bombas (cada quien hacía sonidos con la boca), sino el intercambio de órdenes, insultos y vivas.

En otro de estos memorables ejercicios, que los norteamericanos llaman reenactments, la Miss Weber nos permitió recuperar físicamente la faena de David Liceaga al toro "Zamorano" realizada en la década de los cuarenta. Por el breve lapso de unas horas, los Viveros de Coyoacán se convirtieron en la antigua Plaza El Toreo de la colonia Condesa y, a pesar de algunos desmañanados aeróbicos que cruzaron el ruedo haciendo sus ejercicios, Bedoya personificó a la perfección la nobleza y bravura de aquel memorable toro, mientras Mendívil se convirtió en Liceaga con todo y banderillas, estoconazo y vuelta al ruedo con oreja y larguísimo rabo. (Vale mencionar que Rebolledo hizo la ambientación del público con sus olés, reproducidos con un inexplicable eco, y que a mí me tocó ser peón de brega, mientras Lozada fungió de monosabio.)

Por último, y en el mismo tono, las "Recreaciones heroicas" del curso de Miss Weber consistían en la resurrección teatral y anímica de los momentos heroicos de nuestra historia de bronce o monumental. Según la entrañable viejecita, al recrear estos "grandes episodios nacionales" estaríamos en mejores condiciones de sopesar su verdadero valor y significado. Así, guiados por su atenta cátedra, los "Cinco fantásticos" recreamos el asesinato de Álvaro Obregón en lo que quedó del restaurante "La Bombilla". Bedoya puso la mesa, mantel y vajilla, por lo tanto, actuó de mesero; Lozada actuó de León Toral y a Rebolledo le tocaron los "balazos". Para no alargar más mis recuerdos, sólo mencionaré que la más célebre de nuestras recreaciones fue la Retoma del Castillo de Chapultepec. Los cinco burócratas con afición vocacional por la historia, le estaremos siempre agradecidos a Miss Weber por la oportunidad de convertirnos —aunque sólo fuera de mentiras y por unas horas— en Niños Héroes de carne y hueso.

Con todo, ¿qué extraño motivo nos movía a seguir en ese curso de la Miss Weber? ¿Qué provecho le podíamos sacar a un calendario de recreaciones Teatrales —cuasi infantiles— un reducido grupo de burócratas, historiadores de afición? Evidentemente, hay cinco diferentes respuestas: para Lozada, toda la aventura con Miss Weber se debió a que, de niños, ninguno de nosotros fue aceptado en los Boy Scouts. Según Rebolledo, todo se explica a través de la teoría del Complejo de Edipo de Freud, mientras que Bedoya nunca ha dejado de insistir en que se trató de un desenfreno más que nos permitió evadir —como debe de ser— nuestras responsabilidades laboral-burocráticas. Coincido con Mendívil en que el curso de Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber por lo menos nos sirvió como una loca diversión, que según dice él, "es virtud poco mencionada de la investigación histórica".

He de subrayar que no todo fue pura diversión. Cuando recreamos la batalla de Chapultepec, Bedoya nos sorprendió a todos cuando se aventó del barandal del Castillo —no envuelto, pero sí bien agarrado de la bandera nacional— hacia la verde pendiente del cerro. Asido del lábaro patrio, quizá creyó ganarse una mejor calificación con la Miss Weber o quizá se sintió realmente la reencarnación de Juan Escutia. Lo cierto es que se rompió unos huesos y hasta la fecha se niega a compartir sus impresiones de aquel vuelo.