Espejo de historias y otros reflejos

Text
Aus der Reihe: Ensayo
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

El laboratorio de Rosendo Rebolledo

En un lúgubre sótano del corazón de la ciudad más grande del mundo se oculta el laboratorio fantástico del doctor Rosendo Rebolledo. Aunque pocos pue den acceder a las fantasías que emanan de este amplio centro de experimentación, tengo para mí que se trata de un verdadero patrimonio de nuestra historia, baluarte de nuestra crónica y medidor inigualable de nuestras respectivas cronologías.

El curriculum fantasmal del doctor Rebolledo incluye un trienio de estudios preparatorianos en el Colegio de San Ildefonso y ocho años —literalmente, profesionales, pues reprobó cuatro veces anatomía y sólo con mordidas aprobó neurofisiología— en la Antigua Escuela de Medicina. El verdadero perfil que caracteriza a Rebolledo es que se trata de un auténtico habitante de lo que ahora llaman el Centro Histórico: Rosendo Rebolledo nació, creció, estudió y ha pasado todas sus vidas sin salir del Centro de la Ciudad de México. Salvo algunas escapadas a Tacubaya, un memorable pic-nic en San Ángel en 1942 y el inolvidable paseo a Xochimilco en 1962, Rebolledo no ha salido de ese mágico perímetro que reúne todos los sabores y poderes de México.

Sin embargo, Rebolledo conoce todos los confines del país y, más aún, tiene las suficientes pócimas en su laboratorio para asegurar que también conoce todas nuestras épocas, cualquier pretérito y todo hecho histórico. Su secreto es orgánico y científico, se desenvuelve entre matraces y tubos de ensayo y sólo será perceptible para algún visitante ocasional. A falta de recorridos geográficos, el doctor Rebolledo ha exagerado sus conocimientos geológicos; intercambio de paisajes y de cerros por frascos de creolita y manganeso. Tiene frascos con jugo de magueyes jaliscienses y tunas de San Luis Potosí que, combinadas con sus propias recetas rebollescas, le han permitido no sólo conocer esas comarcas, sino incluso vivir momentos culminantes de su historia.

Me explico: Rebolledo es uno más de los historiadores sin cartera y sin título que considera la aventura de los recorridos por el pasado como una de las formas más sublimes de la experimentación psicotrópica. Aunque discípulo de Hipócrates y poseedor de su título de galeno operario, el gran Rosendo lleva ya más de treinta años combinando peyote con jugos de tuna y cáscaras de guayaba con jarabes de chía, brebajes que le han permitido no sólo presenciar en vivo la entrada de Miguel Hidalgo a Guadalajara, sino incluso conversar con Francisco I. Madero en la cárcel de San Luis Potosí.

La mayoría de los frascos que se encuentran en su laboratorio fantástico son en realidad alimento y combustible para el conocimiento y vivencia de la Ciudad de México. En grandes garrafones color ámbar —que alguna vez fueron recipientes de la afamada marca homeopática Similia— el doctor Rosendo Rebolledo almacena desde limaduras de tezontle hasta raspaduras de cal y concreto —que él mismo ha raspado con su navajita de los afamados muros del centro de la ciudad. En unas inmensas cajas de madera —también homeopática— Rebolledo tiene un buen arsenal de varilla oxidada, aluminio moderno, cristales de colores, pedazos de semáforo (recogidos luego de choques automovilísticos en calles céntricas) y hasta confetis de desfiles célebres.

Las combinaciones de piedras con frutas, hongos con cal, minerales de diccionario con verduras de mercado, son cuidadosamente calculadas por este Doctor de los tiempos, de manera que al invitado se le ofrecen licuados o cocteles según su inquietud histórica: chocolate prehispánico, champurrado virreinal, licores independentistas, aguardientes liberales, infusiones conservadoras, humos imperiales o tequilas revolucionarios. El invitado pasa entonces a ocupar alguno de los espaciosos sillones y, a ojos cerrados y sin desplazarse, literalmente viajar por los pasados de México.

Aunque no se pueden revelar las recetas de Rebolledo, valga mencionar que con una combinación de menta, manzanilla y raspaduras de la fachada de la antigua Cámara de Diputados de la calle Donceles, Rebolledo logró aparecer en una de las fotos de paseo de don Porfirio Díaz. En otro viaje, Rebolledo combinó tezontle raspado del antiguo Palacio de Heras y Soto, de la actual calle de Chile, con hierbas que le trajeron de Guanajuato, y sólo así pudo presenciar la entrada triunfal dé Agustín de Iturbide a la Ciudad de México, el 27 de septiembre de 1821, aunque para él siguió siendo el 2 de marzo de 1984.

Viajes sin duración fija, con destinos que llegan a precisarse casi al instante deseado, los brebajes de Rosendo Rebolledo son una más de las confirmaciones de las bellezas de la musa Clío. Lejos de la pretensión y el acartonamiento, el oficio de historiar ofrece viajes ilimitados y sus circunstancias, aunque registrables y narrables, son alimento ideal de la imaginación y del ensueño. Ante el laboratorio secreto del doctor Rosendo Rebolledo nos queda la prohibida tentación de rascar los muros de nuestro pasado, confeccionar recetas de viaje al pretérito, combinando historias y biografías, como sólo se encuentra en el paralelo placer de la lectura.

Sueño de un sueco en México

De entre los mágicos libros que se encuentran en el laboratorio del doctor Rosendo Rebolledo, me permito transcribir en forma íntegra una nota insertada entre las páginas 346 y 347 del manoseado volumen "Suecia: sueño de los vikingos". Esta nota manuscrita por el doctor Rebolledo reafirma la universalidad de sus intereses científico-culturales y confirma el inagotable encanto de su laboratorio.

"Conocí a Ingemar Olaf Larsson ante una aromática penca de carne al pastor en una taquería de la calle Motolinía. Me sorprendió su tez transparente y el deslumbrante color rubio-blanco de su larga cabellera, pero despertó mi azoro la mirada devota —y perdida— con la que miraba girar la carne que acariciaba al fogón. Supongo que sintió mi interés y en perfecto castellano me dijo: 'No es que tenga mucha hambre. Sucede que me embelesan todos los tipos de giros, y más, si son ante el fuego...'.

"Sentí que por metiche me esperaba una larga perorata sobre danzas rituales ante fogatas y que el rubio era antropológico. Sin embargo, luego del obligado gesto de pagar la primera ronda de tacos, descubrí una verdadera revelación fantástica. Ingemar Olaf Larsson me contó el giro supremo de su vida: abandonar climas y prosperidades nórdicas por el solo afán de una aventura en México. Su embeleso por estas tierras comenzó con unos cursos de español, unas fotografías de las pirámides y un video que mostraba la historia de las corridas de toros en México.

"Pronto, su inclinación por convertir a México en un sueño o utopía lo llevó a configurar su mítica gira: voló a Nueva York, bajó en autobús a Texas y cruzó la frontera caminando. Llegó a esta antigua Ciudad de los Palacios con un ejemplar de la gira tarahumara de Antonin Artaud, una edición en inglés de Bajo el volcán de Lowry y una postal de Jorge Luis Borges fotografiado en Teotihuacán. A este bagaje hay que agregar dos pantalones, un espejo y el dominio —ya sin acento— de nuestro idioma.

"Habíamos terminado de comer cuando me invitó a caminar hacia la Alameda. Sobre la ya famosa calle de Cinco de Mayo me sorprendió su conocimiento de edificios, estilos y épocas que se alinean sobre esas aceras. Cruzamos la explanada de Bellas Artes y a espaldas del monumento a Beethoven —con el consiguiente rumoreo que suscita el merolico que siempre se encuentra por allí— prosiguió su retahíla de asombros y admiraciones. Lo común sería que dijera que me asombraba su amor por México con el clásico sólo los extranjeros aprecian sus bellezas... Sin embargo, no fue asombro, sino miedo lo que me provocaron sus palabras. Hablaba desde la palidez de un semblante casi inexistente y sus palabras, aunque sin acento, parecían emanar de la boca de un personaje más que de labios de una persona.

"Me contó que recorría diariamente la zona del Templo Mayor, que conocía cada metro de los túneles de la Catedral Metropolitana y que, todas las tardes, visitaba una pirámide sumergida que se encuentra en el patio de una casa de la calle de Argentina. Lo que inicialmente aprecié como devoción turística, me sonaba ya a fanatismo enloquecido.

"Mi gira en México, me dijo, consiste en la continuidad de los giros. Aquí la giro —como dicen ustedes— de girador, constante. Un día me ves de elegante corbata en la terraza del Hotel Majestic y, esa misma noche, me puedes ver perdido en una botella de mezcal entre los pilares de la Plaza de Santo Domingo... México es mi giro total: color y sombras, calores callados y gritos en pleno Zócalo".

"Cuando yo ya preparaba una discreta despedida (pues he de confesar el temor que me provocaban las ideas del sueco), Ingemar Olaf Larsson adivinó mi inquietud. Me dijo entonces que su gira sólo seguía el ejemplo de tantos otros viajeros extranjeros que han quedado atrapados por la fantasmagoría y la fantasía de nuestro México. Enumeró una larga lista de historiadores y novelistas que le han dedicado grandes obras y muchas horas a nuestro pasado y a nuestros entornos. Como si fuera clarividente, agregó lo que fueron las últimas palabras que escuché en esa gira con el sueco: 'Antes de que te alejes, te confieso una magia. Entre los miembros de mi familia hay quienes heredamos ciertas facultades con los giros: una tía podía derretir el hielo con leves movimientos de sus muñecas y un primo se hizo célebre cuando le inyectó movimiento a un muñeco de nieve con el ligero aletear de sus dedos, como si se tratara de un control remoto. Aunque en Suecia nunca logré tales sortilegios —a pesar de que dominaba desde joven las ancestrales consignas silábicas del Libro secreto de los Larsson— he descubierto que en México sí logro mis magias. Te he traído a La Alameda porque aquí hago mis mejores giros. Los hago todas las noches ante la escultura de esta belleza...', y con el índice me señaló la escultura de la muchacha que tiene los brazos amarrados atrás de la espalda y que se encuentra a unos pasos del Hemiciclo al Benemérito.

 

"Según me dijo el sueco, con la ayuda de unos giros silábicos y con el amparo de la noche, él era capaz de darle vida a la estatua de esa musa indefensa y, una vez que la despertaba, recorrían su romance por cuanto rincón del Centro Histórico se les antojara.

"Lamento informar que nunca más volví a ver a Ingemar Olaf Larsson y que, hace unos días, en una de mis frecuentes giras a las librerías de viejo de la calle Donceles se me informó de su lamentable fallecimiento. Se trata de un verdadero giro del azar: mientras revisaba los estantes sin ningún interés particular, descubrí un bello ejemplar en octavo mayor cuyo título encerraba el nombre Larsson. Mi amigo el librero me platicó que ese libro le fue vendido por la dueña de una vecindad cercana en donde a veces dormía y, finalmente, murió 'un sueco altote, paliducho y güero'.

"Con ayuda de un diccionario sueco-español, que compré junto con el bello ejemplar, logré traducir que se trataba del mismísimo Libro secreto de los Larsson. Aunque lamento no haber cultivado la amistad de Ingemar Olaf, hoy inicié mis clases de sueco en curso intensivo. ¿Será que logre ligarme a alguna estatua?" Firma: Rosendo Rebolledo, médico, abril, 1978.

El taxi de Patrimonio Balvanera

Me habían comentado sobre la posibilidad de viajar a Madrid desde la Ciudad de México sin desplazarse del Centro Histórico de esta ciudad. Se trataba de un enrevesado juego místico y misterioso que estaba estrechamente vinculado tanto con el biorritmo personal del potencial viajero, como de la configuración de las estrellas en el día elegido para el pase trasatlántico. De lograr la combinación esotérica, uno solo tendrá que cruzar de rodillas la calle Madero —del Palacio de los Azulejos al atrio del Templo de San Francisco— para encontrarse de pronto en plena Puerta del Sol. Sobra mencionar que nunca logré el anhelado pase ibérico y que sólo provoqué —en tres diferentes ocasiones y horarios— los embotellamientos más ridículos que ha conocido la antigua calle de San Francisco-Plateros.

Sin embargo, el azar y las circunstancias me jugaron una reivindicación. Aunque no llegué a Madrid, tuve la fortuna de viajar en el taxi de Patrimonio Balvanera, vehículo conocido por algunos como La nave del olvido y mencionado en algunos textos como El carruaje de los tiempos. Su caprichosa carrocería imperceptible y su silencioso deslizamiento por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México han hecho que sólo muy pocos viajeros hayan tenido la oportunidad de viajar en el taxi de Patrimonio, y contar con el privilegio de su conversación.

Para lograr la aventura, se precisa del cumplimiento de ciertos ingredientes: tener afición, o de plano amor, por la historia de la Ciudad de México; comer en algún restaurante del Centro Histórico (de preferencia con dos aperitivos suaves, mariscos de plato fuerte, postre de pura cepa nacional y dos digestivos semi-suaves) y extender la mano, exactamente a las seis de la tarde, en la esquina que hacen las calles de Bolívar y Venustiano Carranza. Exactamente a la seis de la tarde, ni un minuto más, ni uno menos.

Patrimonio Balvanera es moreno, regordete y feliz, a pesar de que ha sufrido los estragos de los siglos. Lleva tres siglos y medio transportando pasajeros ocasionales, víveres en peligro de descomposición y muchas décadas con el acarreo de libros, cuando su taxi era carreta. A mí me tocó en suerte verlo de traje con chaleco, al parecer contemporáneo, pero hay quienes aseguran que puede ir de casaca garigoleada y peluca blanca o de negra levita con chistera alta. Sea de rejoneador colonial o de chofer porfiriano, Patrimonio conjuga sus dotes de manejo con una conversación intermitente.

Sin que se lo dijera, Patrimonio me llamó siempre por mi nombre e intuyendo mi vocación se dirigió directamente al Zócalo mientras me dictaba una perfecta cátedra sobre el último tercio del siglo xix. Al girar sobre Cinco de Mayo, cambió su conversación y, con la ayuda de la radio, me transportó al México de principios de 1943. Con música de Agustín Lara como fondo, observé un bello cartel que anunciaba la presentación de la ganadería de Pastejé en el Toreo de la Condesa: Armilla, Silverio Pérez y la alternativa de Antonio Velázquez. Dado que es una de mis fervientes aficiones, le pedí a Patrimonio que me hiciera el milagro de poder ver en vivo las faenas de Tanguito, Clarinero y la lidia de Andaluz, que yo ya sabía se llevarían a cabo en esa tarde.

Pero Patrimonio tenía otros planes: "Otro día, con más calma, vamos al toro y si quieres hasta platicas con Silverio cuando era joven" y, sin ser tajante, agregó: "Ahora, lo que te toca es definir tu delirio. Sé que has buscado viajar con pases locos al otro continente, e incluso sé de tus atravesadas de rodillas. De acuerdo con tu afición taurina, deberías saber que los pases —aunque sean pocos— tienen que ser razonados y con ritmo, pero para lograr ese temple no tienes que andar hincándote. Conmigo ya descubriste que el secreto de estos espacios está en el tiempo: el que transcurrió y el que transcurre. Dominarás los espacios en tanto domines los tiempos..." Sus palabras se interrumpieron con un acelerón que le metió al taxi y, con un leve viraje del volante, reconocí el México olímpico y estudiantil de finales de 1968. Contrario a lo que supuse me esperaba, reconocí —sobre la acera de Isabel la Católica casi esquina con Madero— las figuras ya legendarias de César Costa, con suéter de rombos, Johnny Laboriel, con botines tipo Beatle, Enrique Guzmán y la ya mítica Angélica María.

Creí que me abandonaría en esa época con claras intenciones musicales, mas la aventura que me preparaba Patrimonio era de otro tono. Al doblar por Donceles y llegar a la calle de Argentina, a la altura de lo que ahora ocupa el Museo del Templo Mayor, descubrí que ya era otra época, otros trajes y sonidos. Patrimonio paró entonces su taxi, me abrió la puerta con cortesía y con un leve guiño, que me señalaba hacia San Ildefonso, me dijo que allí mismo me esperaría.

Guiado por un desconocido propósito me encontré de pronto en el centro del salón conocido como El Generalito, rodeado de los que ahora son mis maestros aunque aquí los veía con mucho menos años. En las adornadas butacas de madera se instalaban distintos autores, historiadores y escritores en perfecta revoltura de épocas y de idiomas. Michel de Montaigne al lado de Ramón Iglesia, Alfonso Reyes que se acercaba a escuchar a Samuel Johnson, Marc Bloch y Diderot se reían de un comentario de Heródoto y éste tomaba del brazo a quien reconocí al instante como Lucas Alamán.

Con la emoción que me provocaba mi azoro, quise preguntarle al joven que se sentaba a mi lado (que ahora he leído y releído con frecuencia), si todo aquello era realidad palpable o ilusión etílica, ¿cada cuándo se juntan?, ¿son clases o tertulias?, ¿hay examen?... pero adivinando mi inquietud, mi ahora maestro me susurró: "Que no te sorprenda, pero esta reunión es infinita. Aquí vienes, ves y escuchas cuanto leas y recuerdes. Esta es el aula de la memoria, jardín de Clío, refractario de Cronos, vasija de todo saber y cátedra sin calificación".

Una hora después, recuerdo una campanada, cuando sentí el mismo e inexplicable propósito de regresar al taxi de Patrimonio. Con una sonrisa, que merece el adjetivo de deslumbrante, Patrimonio Balvanera me esperaba vestido áhora de impecable chaqué y, una vez que me cerró la puerta, acelerando la mágica nave del irónico olvido, me reiteró la posibilidad de más y más viajes a las reuniones de El Generalito con la conclusión de su cátedra: "La clave que necesitas está en que recorras los pasados en tanto recorras los espacios y que camines todos los espacios en tanto reconozcas, leas o conozcas, todos los tiempos posibles".

Me dieron ganas de preguntarle más detalles a Patrimonio Balvanera cuando observé que paraba en la misma esquina donde arrancó nuestro recorrido. Con el mismo guiño que me había lanzado anteriormente, me abrió la puerta y se despidió al desvanecerse entre humos. Ante el vacío que dejó el taxi desaparecido, mi mirada quedó fija en el reloj otomano de la esquina de Carranza y Bolívar, que marcaba las seis en punto con la implacable fidelidad de siempre.

Severiano en Coyoacán

Someday I'll have a disappearing hairline

Someday I'll wear pyjamas in the daytime

"Afternoons and coffeespoons"

Crash Test Dummies

A Severiano le colocan una sillita en el centro del jardín de una vieja casa en Coyoacán. Haga sol o sombra, Severiano ya no levanta sus manos de las rodillas, levanta su frente y recuerda una trayectoria que cumple ochenta y nueve años el mes que entra. Licenciado en Derecho, aunque él insista en llamarle Jurisprudencia, Severiano dedicó su vida al oficio de historiar.

Muy a su pesar, ningún miembro de la familia lo ha llamado historiador. Al contrario, desde hace ya varios lustros sólo se refieren a él como Severiano, sin don ni abuelito, de tú y sin cortesías. Sin embargo, todos los días desde su silla Severiano realiza gesticulaciones y mutaciones que lo hacen el más raro ejemplar del gremio de los historiadores. Sucede que en su cara lleva impresas las huellas de todas las épocas de nuestra historia: ralo bigote prehispánico —a a la usanza del tío Bernardino del Beato Juan Diego—; ceja derecha con cortada virreinal —como si fuera un hierro de sometimiento colonial—; mirada independentista, con mentón liberal; cierto rubor conservador y nariz de águila soberana —como la defensora de la Patria. De lado, hay mañanas en que se le ve un perfil porfiriano —como si se despidiera desde el Ypiranga en Veracruz— que se puede tornar —según el ángulo del sol— en silueta revolucionaria, digna de aparecer en algún mural de nuestros edificios públicos.

Su labor como historiador estuvo siempre a la sombra de sus labores en el despacho de abogados Medina-Murillo-Cifuentes y Veragua, lúgubre caverna leguleya desde donde Severiano se especializó en la redacción de actas y testamentos, en la constante relectura de códigos y constituciones de empresas y en la obligación semanal de atestiguar embargos, citatorios y matrimonios. De aquí que las horas que lograba dedicar a la investigación histórica no sólo fueran desdeñadas por su familia, sino incluso tipificadas como "desperdicio mental".

A lo anterior habrá que agregar que Severiano nunca tuvo tiempo de formalizar académicamente su verdadera vocación. Además de que le producía una pereza infinita tener que cuadricular con créditos y horas de clase la efervescente emoción que le producían las tardes en el Archivo General de la Nación. Por otro lado, Severiano descubrió desde muy temprana edad que sus mutaciones faciales se producían con mayor facilidad ante la lectura o conversación de temas históricos. Sus gestos se aceleraban con solo hojear México a través de los siglos y con la obra de Lucas Alamán era capaz de cambiar de pigmentación. Enfrentarse a ocho semestres de explicaciones y burlas de parte de maestros o compañeros, le resultaba francamente inaceptable.

Tengo la fortuna de conocer a este Zelig mexicano y, mientras que su familia insiste en que su don es materia para algún cirujano plástico, he procurado visitarlo por lo menos dos veces a la semana. Ante mis propios ojos he visto como su rostro —al hablar de Porfirio Díaz— se transforma de una filiación oaxaqueña y morena hacia una faz europea, blanqueada y con luengos bigotes. En el breve lapso de unas horas, al releerle unos párrafos de La sucesión presidencial de 1910, el rostro de Severiano se encogió y rejuveneció con todo y barbita de candado.

Hace unos meses hice el experimento de leerle a Severiano, en una misma mañana, párrafos selectos y alternados de dos excelentes biografías de Hernán Cortés y Nezahualcóyotl escritas por mi querido maestro José Luis Martínez. Valga como elogio agradecido al autor, que Severiano no sólo pasaba de las barbas y el castellano, que lo hacían don Hernán, al antiguo rostro casi lampiño del Rey-Poeta, sino que además tuvo a bien comentar un sinfín de circunstancias y datos que complementaban mi lectura de esos libros.

Las mañanas con Severiano me han permitido conocer en persona los gestos —que yo creía hoscos y altaneros— de Antonio López de Santa Anna y me han conferido el privilegio de platicar con Bernal Díaz del Castillo, como joven soldado y como viejo memorioso, ¡en un mismo día! Incluso, he probado si la memoria de Severiano es internacional y, una mañana que preparaba un artículo sobre el fascismo europeo, este genial coyoacanense me divirtió con las ridículas gesticulaciones de Benito el Duce, los grotescos movimientos de bigotito y fleco del deleznable Führer y la voz tipluda casi inconcebible del Caudillo Franco.

 

Además del gran valor historiográfico que he obtenido con las enseñanzas de Severiano, he de informar que también domina la literatura. Así, hay mañanas en que lo he visto encanecer y filosofar como Alonso Quijano el Bueno y me consta que Sancho Panza no era tan gordo como lo pintó Gustave Doré. De este tipo de pláticas, la mejor mirada que se le pone a Severiano es cuando hemos releído juntos a Marcel Proust, ojos a media asta, gomina en el pelo, etcétera.

En el Prefacio a sus Vidas Imaginarias, Marcel Schwob ataca a los historiadores que desdeñan a los individuos a cambio de enfatizar las acciones generales, subrayar procesos colectivos o ensalzar movimientos impersonales. Schwob menciona que los razonamientos del filósofo Pascal en torno a si la longitud de la nariz de Cleopatra —o las arenillas en la uretra de Cromwell— hubieran influido en el curso de la historia son "hechos individuales (que) no tienen más valor sino porque modificaron los acontecimientos o porque hubieran podido cambiar su ilación". El extraño caso de Severiano en Coyoacán, la extravagante rareza de sus mutaciones histórico-faciales, me han llevado a reconocer la importancia significativa de las biografías dentro de las crónicas; gestos, ánimos y humores se me han vuelto igual de importantes que los números de las cuentas económicas o los anónimos desencantos de la política.

Como bien me lo ha demostrado Severiano, la historia no sólo se lee en proclamas y edictos, sino que se comprenderá mejor con caras, linajes, sonrisas y llantos. Pero tampoco hay que exagerar la gesticulación, pues como él mismo apunta: "Imagínate si sólo me leyeras la Notre Dame de Víctor Hugo. Me verías siempre con cara de Cuasimodo... y eso sólo lo hago cuando quiero asustar a mis nietecitos."