Historias del hecho religioso en Colombia

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FUNDADORES ESPIRITUALES



Las casas religiosas contaban, junto con los fundadores materiales, con los “fundadores espirituales”

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, quienes impulsaban, reforzaban o se comprometían personalmente con la fundación conventual. Entre estos se encontraban generalmente los miembros de la Iglesia, frailes o clérigos que inspiraban, despertaban, alentaban e incidían sobre los fundadores-patrones, como afirma Miura, en su “voluntad de fundar”. En el caso del Convento de Santa Clara la Real de Tunja, para citar un ejemplo, su fundación respondió a la decidida voluntad del matrimonio de Francisco Salguero y Juana Macías. Sin embargo, la cercanía a los franciscanos y a los ideales de esta orden pesaron fuertemente en la decisión del matrimonio. Así, la encomienda de Mongua, cuyo titular era Salguero, pertenecía a la doctrina de Sogamoso a cargo de los franciscanos

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. Es posible que la cercanía a los doctrineros y a sus principios espirituales determinaran que Salguero fundase el convento, le donase todos sus bienes y su mujer ingresara en él como monja. Los ideales de pobreza y observancia de los franciscanos conmovían a los laicos y conseguían el apoyo material del conjunto de la sociedad

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Como se aprecia, los miembros de las órdenes religiosas eran auténticos promotores de las fundaciones conventuales, constituyéndose en muchos casos en los gestores de los procesos de apertura de los claustros. Los dominicos, para dar otra referencia, desde 1627 estuvieron detrás de la consolidación del patronato para la fundación del mencionado Convento de Santa Inés. Juan Clemente de Chávez había dispuesto en su testamento que encargaba a su hermana Antonia del patronato para la fundación del convento. La confluencia de intereses entre la familia Chávez y los frailes tuvo, sin embargo, una fuerte confrontación, porque al parecer Antonia de Chávez sospechaba del interés de los frailes en el control del patrimonio del convento, a cambio de los servicios espirituales que estos podrían brindarle a la comunidad de monjas. Finalmente, cuando el convento se abrió en 1645 los frailes quedaron fuera de la fundación, sin participación material ni espiritual

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En ocasiones, si el fundador material era clérigo, este podía motivar a otras personas para que se sumaran al proyecto, como se observa en el caso del cura Francisco Rincón, fundador del Convento del Carmen de Villa de Leyva. Dicho clérigo, en 1634, “refirió que Su Señoría había visto la disposición que tenía para fundar y dotar un convento de monjas del Carmen”

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, para lo que aportaría una serie de bienes. Asimismo, animó a Isabel de Fuentes a que entrara como monja y ayudara con la dotación con diez mil pesos de capital

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. Puede afirmarse que detrás de cada fundación había una motivación espiritual que llevaba al establecimiento de alianzas entre élites y órdenes o clérigos, conformándose de este modo una red social y también económica, necesaria para asegurar los ingresos y la concentración de beneficios a favor de la Iglesia. Es posible reconocer en estos procesos cómo se iban anudando diferentes tipos de vínculos con el objetivo de la fundación de un monasterio, en el que los diferentes grupos sociales se cohesionaban y reforzaban.



Entre los fundadores espirituales no se puede dejar de lado a las monjas que iniciaban la vida del instituto; ellas son las primeras que ingresaban con título de fundadoras: viudas, doncellas, madres con hijas, monjas procedentes de otros monasterios. En todo caso se trataba siempre de mujeres que pertenecían a linajes reconocidos socialmente, a las que se les otorgaba el título de fundadoras y se las nombraba prioras o abadesas de las comunidades. Al respecto, se observa un patrón similar en los monasterios estudiados. Normalmente se trataba de las mujeres de la familia del fundador, a las que se les reservaba el ejercicio del máximo poder en el manejo de la institución. Visto de esta forma, en la fundación de conventos, más allá de la devoción y la motivación espiritual de las élites americanas, sin duda reales, se advierte una estrategia sistemática para consolidar sus linajes. Una tendencia observable ya en la primera generación de conquistadores.





ADVOCACIÓN Y DEVOCIÓN



De la vinculación del patrón con el o los fundadores espirituales se derivaba la advocación bajo la cual se inscribía el convento. De los trece conventos que anotamos para el caso del Nuevo Reino de Granada (incluidos los de Popayán y Pasto), ocho se vincularon a la orden franciscana, como lo denotan las fundaciones de clarisas y concepcionistas. A simple vista, la amplia difusión de la vida claustral femenina puede tomarse como un triunfo de la labor misionera de los franciscanos llegados a los dominios americanos; sin olvidar que, para el caso de las concepcionistas, se trataba de una orden promovida por la misma Corona

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. Se trata de una política en toda regla, como lo revela la fundación del Convento de Pasto, en donde sus dos fundadoras y cinco doncellas vestían de “sayal blanco con escapulario y manto azul como correspondía a las religiones que estaban aprobadas ”

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El éxito de la orden franciscana, que promovía a las clarisas y concepcionistas —puede inferirse— se relaciona con el proceso de reforma de la vida regular, que perseguía la búsqueda de un cristianismo más puro, genuino e interior, establecido a finales del siglo XIV y principios del XV como modelo de vida religiosa. En ese espíritu se formaron numerosos frailes observantes, que una vez en Indias plasmaron su ideal reflejado en la relativa popularidad de las fundaciones conventuales femeninas

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Sin embargo, la advocación de los conventos obedecía también a causas muy particulares, como lo revela el caso del mencionado Luis López Ortiz, patrono fundador de la Concepción de Santa Fe. Este “tuvo una visión de una matrona con el alba de la Concepción” que lo llevó a decidirse por esta advocación al momento de nombrar al convento

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. Con seguridad, más allá de esta experiencia mística, lo que se advierte es la sintonía de este hombre piadoso con la devoción dinástica de la Inmaculada Concepción. Un hecho que favorecía la aprobación institucional y que iba en consonancia con la creciente adhesión popular y franca expansión de su culto

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. Como se verá, no era la única devoción en ascenso.



En los albores del siglo XVII, llegó al Nuevo Reino de Granada una corriente propugnada por Francisco de Osuna, Luis de Granada y Santa Teresa de Ávila. Ello trajo una innovación en la vida religiosa de algunos sectores de la sociedad colonial americana, como fue la interiorización de la vida espiritual, la atracción de la oración interior y el recogimiento

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. Entre la muerte de Santa Teresa en 1582 y su beatificación en 1622 se produjo una “ola de fervor religioso”

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 que llegó al Nuevo Reino de Granada y que se puede apreciar en las fundaciones de los conventos de Carmelitas de Santa Fe y de Cartagena, en 1606 y 1609 respectivamente. En ambos monasterios se advirtió el deseo de sus fundadoras de adherir a la “regla de Santa Teresa”. La rama femenina de la orden fue apoyada por las autoridades episcopales y por la propia monarquía española que la auspiciaba junto a la Compañía de Jesús. Se trataba de una propuesta de vida interior, de autenticidad en la vivencia de los votos de observancia, austeridad y humildad. Entre 1601 y 1606 la fama de Santa Teresa se extendía por todo el Imperio español

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, forjando un modelo de vida conventual que impulsaba otra manera de vivir la vida religiosa diferente de la conocida hasta ese momento.



Las motivaciones que llevaron a estas mujeres a ingresar a los claustros eran diversas: muchas veces coincidieron en la necesidad de buscar “un lugar social” en la sociedad colonial para aquellas que no querían o no podían acceder a un matrimonio conveniente a su estatus. No obstante, a partir de la propuesta reformadora de Teresa de Ávila, el convento se planteaba también como una opción de vida que incluía, de un modo más radical, la dimensión espiritual como finalidad, con una “edificante vida pública”, lo cual ocasionó una fascinación en la mente de las personas

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“POR LA SALVACIÓN DEL ALMA, LA SALUD DE SU MAJESTAD Y EL AUMENTO DE SUS REINOS”



Hasta el momento se asume que, en una sociedad con un régimen de unanimidad religiosa, como sería el caso aquí estudiado, tiene sentido que un cristiano pudiente se incline por la fundación de un convento. Sin embargo, tras este acto se perciben diversas razones. Vale la pena indagar más sobre los motivos que llevaban a este tipo de decisiones. Del mismo modo, subyace el interés por responder a quién o a quiénes favorecía una empresa de ese orden

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Se olvida, en la perspectiva de nuestro tiempo, que la salvación del alma era una preocupación fundamental para cualquier vecino del mundo hispanoamericano y, en términos más amplios, del orbe cristiano. Esto debió ser algo más que una formalidad o una simple creencia vaga, si se atiende a la efervescencia religiosa que —tanto en Europa como en América— tiñe la vida política y social de una época marcada por las luchas confesionales

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. Si se quiere, siguiendo a Huizinga, puede pensarse que ella marcó “el tono de vida” de una sociedad que, en todas sus expresiones, refleja muy bien la preocupación por el memento mori

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. La Iglesia enseñaba que la vida terrenal era solo un paso previo para la vida eterna y verdadera junto a Dios. Por consiguiente, era válido preocuparse por salvarse del infierno, pasar rápidamente por el purgatorio y garantizar el disfrute del cielo y la corte celestial. En esa perspectiva, alcanzar este objetivo, que la Iglesia mostraba como el único importante, era algo arduo e implicaba una serie de sacrificios, renuncias, penitencias y oraciones

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. En función de esa “carrera de salvación” se adentraban hombres y mujeres, que abrazaban la vida eclesiástica o religiosa, asumiendo estos principios como una verdadera “profesión”; otros podían efectuar “obras pías” que los posicionaban en franco camino para alcanzar los bienes celestiales y la vida eterna, evitando el purgatorio (o disminuyendo el tiempo que se pasaba por allí)

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. Estas cuestiones, con seguridad, estaban presentes en el momento en el que un fundador de una casa religiosa se decidía a expresar esa voluntad. Con aquella obra se auspiciaban el culto divino, los servicios religiosos y las prácticas piadosas de la gente. Por otro lado, el convento devolvía estos esfuerzos materiales y espirituales asumiendo la responsabilidad de rezar por el alma del patrón y su familia, ayudándole a expiar los pecados cometidos en menoscabo de la bienaventuranza eterna

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Sin embargo, las fundaciones conventuales trascendían la esfera religiosa y se convertían en instrumentos de prestigio y promoción del linaje, además de ser una garantía de reconocimiento social. Ángela Atienza sostiene que “durante el Antiguo Régimen ninguna familia de la nobleza que se preciara desechó la oportunidad de ejercer su patronato sobre una o más entidades eclesiásticas”, siendo justamente los conventos una de las piezas más prestigiadas del patrocinio religioso

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. De acuerdo con la cultura y la mentalidad hispánicas, el patronazgo era una de las atribuciones de la monarquía y sus familiares, de la nobleza, de los municipios o de aquellos que querían incrementar su honor. No resulta extraño que estas prácticas se trasladaran a los nuevos dominios americanos, en donde las élites emulaban las prácticas nobiliarias peninsulares.



La relevancia de estas obras servía a los nuevos señores americanos para manifestar su poderío y realzar su prestigio; o, como lo analiza Wolf, el patronato era también una estrategia de “lucha contra el anonimato”

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. En este sentido, no fueron extrañas las disputas por la obtención de las titularidades. La fundación del Convento de Santa Clara en Mérida, por ejemplo, dividió a la élite emeritense en dos bandos rivales, comandados por dos familias que se disputaban la titularidad del convento. Los enfrentamientos en este caso terminaron en muertes violentas, demorando la fundación unos 30 años más hasta que se aplacaran los ánimos y se decidieran a resolver el problema de la apertura

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Otro enfrentamiento tuvo lugar entre la comunidad religiosa del convento santafereño de la Concepción y los sucesores de Luis López Ortiz. Al parecer, una vez fallecido el fundador, la familia demandaba el reconocimiento de su patronazgo; por su parte, las monjas argumentaban con razón que los fondos del convento no procedían en su totalidad de lo entregado por López Ortiz, recabando en que la dotación del edificio e Iglesia correspondía a un capital dejado para ese fin por otro vecino fallecido. La familia inició numerosos pleitos por el control del convento, llegando hasta la agresión física de la abadesa Beatriz de la Concepción propinada por uno de los familiares

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. El fiscal de la Cancillería Real, Aller de Villagómez, a su vez hermano de tres monjas, interpuso una demanda para que se modificara la titularidad del convento y se le reconociera al Rey el título de patrón. Entre los argumentos de la demanda se insistía en que, desde 1576, se planeaba la instalación del primer monasterio en la ciudad para lo que el Rey había dispuesto una partida, producto de lo recaudado por las medias anatas, para la construcción de este. En efecto, en el tiempo que Luis López Ortiz asumió el patronato, el gobernador Antonio González le entregó en 1592 y 1595 fondos provenientes de las medias anatas, declarando además que estas pertenecían al monasterio en virtud de lo ordenado por cédula real que nombraba administrador al mencionado López Ortiz

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. La sentencia finalmente salió favorable al fiscal Villagómez, estipulando que el convento quedaba bajo el patrocinio real, mientras que a Ortiz y sus descendientes se les reconocía solo como fundadores

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. La tutela del Rey se demostró una vez más en 1618, con ocasión de problemas en la edificación. Para la urgente reparación de la iglesia y parte del monasterio se solicitó el auxilio económico de la hacienda real para que se le otorgaran los beneficios económicos derivados de la media anata, tal como se había asignado en ocasión anterior

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El Real Convento de San José, también de la ciudad de Santa Fe, fundado por la mencionada Elvira de Padilla en 1606, resulta sumamente interesante para entender este tipo de conflictos entre las familias de la élite

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. La peculiaridad de su fundación radica en su inusual apertura sin licencia real, contando con la sola autorización del presidente de la Audiencia Juan de Borja y del arzobispo Lobo Guerrero. En ello incidió posiblemente que no se contara en el momento de su apertura con fondos suficientes para su fundación, salvo la propia casa de Elvira de Padilla y las rentas de una parte de la encomienda de Fusagasugá (por la que le entregaban de las Cajas Reales unos 400 pesos). La escasez de recursos que caracteriza esta fundación constituye una notable excepción en comparación con los otros conventos aquí estudiados. Lo cierto es que, a solo dos años de fundado el convento, se solicitó auxilio económico a la Corona para que “le hiciera merced y le diera limosnas en vino, aceite para alumbrar al Santísimo, médico para atender a las enfermas y botica”. Al parecer, la comunidad no alcanzaba a cubrir los gastos de las monjas y la situación de pobreza había llegado al extremo que al mediodía se mandaba a las monjas a “pedir pan para comer o pedían vino en los vecinos para celebrar la misa”

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Hasta el momento, no se ha podido dar con las fuentes que muestren el camino por el que se obtuvo el título de monasterio real. Sin embargo, en 1624, a dieciocho años de fundado el convento, la priora solicitó al Rey la merced “como Patrón universal de todos los conventos de Indias de aceite, cera y vino, como se hace y se ha hecho con las casas de religiosos y religiosas”

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. Agregaba la superiora que el convento hasta el momento no había pedido auxilio y solicitaba mercedes como las efectuadas a los otros “con medias anatas o repartimiento de indios como lo dado a las monjas de la Concepción y Tunja que desde el principio tuvieron más justas fundaciones”

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. Asimismo, en 1628, una petición similar permite ver que las mercedes no habían llegado. Finalmente, al parecer hacia mediados del siglo XVII el monasterio encontró poderosos benefactores y colaboradores eficaces que gestionaron, además de los auxilios económicos para las reformas del edificio, el reconocimiento del título honorífico de “monasterio real”

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Las disputas en torno al patronato dejan en claro que los conventos, como instituciones, hacían parte de las estrategias de poder de ciertos grupos sociales. Formaban parte de sus intereses y en torno a ellos se dibujan otros actores que intervenían o mediaban en esas disputas.



Con menos frecuencia y con poca influencia en las decisiones, participaban también otros sectores sociales en lo relativo a las fundaciones. Así sucedió con el Convento de la Concepción de Pasto, del que se dice que



con las dotes y limosnas que hace personas pías suficientemente se podría hacer y fundar el monasterio y muchas gentes de esta ciudad han comenzado a poner en ejecución lo que hasta ahora se había propuesto y para que todos se animen las doñas se han congregado, metido y juntado en una casa de honesto sitio

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En la fundación del Convento de Santa Clara en Tunja, destacados vecinos, encomenderos y compañeros de armas de Francisco Salguero apoyaron la petición de permisos para la apertura. No solo pesaba la relevancia de los personajes, sino el consenso social que se generaba en torno a la fundación

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. El interés por este primer convento de la jurisdicción no dejó ajenos a los miembros del gobierno, quienes se aprontaron a tomar partido por los beneficios que aportaría a las hijas y nietas de conquistadores, y a las mujeres “víctimas de la pobreza”, problemas que la Corona debía resolver por una razón de justicia debido a los méritos de aquellos antepasados.



También destacaron los oidores la promoción de las buenas obras, la devoción y ejemplaridad que traía consigo una casa religiosa, aspecto de total incumbencia para el Patronato Real. Estos argumentos le valieron a la Audiencia para nombrar al convento como “Santa Clara la Real”

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, y disponer además del amparo de la Corona para la primera fundación monástica del Nuevo Reino de Granada. A cambio, como sucedía en estos pactos, se establecieron algunas obligaciones que el convento debía atender. La primera exigía la disponibilidad de dos plazas para el ingreso de dos doncellas seleccionadas por los miembros de la Audiencia a las que el convento debería otorgarles el hábito, la profesión religiosa —con los gastos propios de la ceremonia— y la alimentación. Las dos seleccionadas solo debían aportar su ajuar y su cama, sin exceder el valor de 100 pesos. Esas vacantes siempre estarían completas, de modo que, si se producía la muerte de alguna de las dos o de las dos, debían ser reemplazadas por otras candidatas

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De alguna manera la estructura de poder se refleja con nitidez en el momento de las fundaciones conventuales. Este tipo de obras atañía primeramente a los vasallos españoles, pues eran sus hijas las destinadas en principio a los conventos. La aprobación social con que partían las fundaciones convocaba (y obligaba de hecho) a la injerencia de los funcionarios reales. Ante el consenso de los notables de la ciudad, los representantes del Rey no podían permanecer ajenos o indiferentes, en tanto que se trataba de un asunto de interés valioso para el conjunto de los súbditos. La intervención de la autoridad política se puede apreciar mejor en el caso de la donación dejada por Catalina de Cabreros, en 1592, “para que se funde un monasterio de la Orden de San Francisco y con advocación de Nuestra Señora de la Concepción”

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. La testadora había ordenado que la titularidad del patronato se adjudicara a los gobernadores de la ciudad; por otro lado, estipulaba que el convento estuviera sujeto a la orden franciscana y que el arzobispado le diera su autorización. El gobernador le escribió al Rey, como Patrón de Indias, para consultarle si se podía conmutar la obra del monasterio por un hospital para la atención de la numerosa cantidad de enfermos que se registraban de la armada y la flota. Sostenía, asimismo, que el dinero donado (30 mil pesos), tres casas principales y otros remanentes no alcanzaban para el monasterio, pero sí eran suficientes para la atención de los enfermos

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La voluntad de Catalina de Cabreros tuvo que esperar hasta 1618, fecha en que se fundó el Convento de Santa Clara de Cartagena. Que el convento se fundara y estuviera sujeto a la orden franciscana no fue olvidado por los mendicantes. Así, en 1617, fray Guillén de Peraza fue a España con poderes, y consiguió la bula pontificia, la cédula del Rey y la autorización de sus prelados para traer religiosas del convento de Santa Inés de la ciudad de Sevilla para que lo fundasen. De ese modo llegaron a Cartagena, con el franciscano José Maldonado, Catalina María de la Concepción (como abadesa), Inés de la Encarnación (como vicaria) junto a Leonor del Espíritu Santo y dos criadas, Luisa Gutiérrez y Celedonia de Camus

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Se podrían mencionar otras situaciones en las que la intervención de las autoridades fue muy activa en torno a las fundaciones conventuales. Los funcionarios reales, en sus distintas instancias, mediaron (o se implicaron) en muchas ocasiones en los conflictos entre patrones y órdenes o en la promoción de las instituciones religiosas. Los conventos, como se ha insistido, no solo aportaban prestigio y honorabilidad a las ciudades y a sus élites. Ellos mismos eran instrumentos de poder con los que se garantizaba el consenso social, como se ha visto en el convento de Tunja con las dos plazas permanentes. La Audiencia, con ese privilegio, podía colocar a dos hijas de vecinos notables con algún apremio económico. Un hecho del que un gobernante hábil sin duda sacaba un rédito político.



Hubo intervenciones menos felices. En 1600, Fray Martín de Sande, provincial de los franciscanos y hermano del presidente de la Audiencia, con el apoyo de los oidores y el alguacil mayor, ordenó cerrar “la puerta de la iglesia con llave y la del convento la tapiaron con piedra y lodo, dejando apostados diez guardias” hasta que las monjas acatasen su autoridad en detrimento de la del obispo, que era la reconocida por las constituciones de la comunidad

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. La intervención de los gobernantes locales podía en muchos casos ser decisiva para la vida conventual. De ello dan cuenta buena parte de sus actuaciones que, por otra parte, confirman la importancia de los conventos femeninos