Historias del hecho religioso en Colombia

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LA CONSTRUCCIÓN DE SUJETO A TRAVÉS DE LOS SERMONES FRANCISCANOS: DISCURSO Y HERMENÉUTICA EN POPAYÁN, SIGLO XVIII

Beatriz Eugenia Quintero Espinosa

INTRODUCCIÓN

Durante el periodo colonial hispanoamericano tanto el papado como la Corona española buscaron moldear la conducta de los vasallos bajo su dominio mediante el uso de diversas estrategias que cumplieran con tal objetivo. En este sentido, el presente trabajo hace alusión a las prácticas religiosas enmarcadas en los parámetros del Concilio de Trento (1545-1563), cuyos cánones tuvieron proyección hasta la promulgación del Concilio Vaticano I (1869), resaltando la predicación como estrategia persuasiva fundamental en la construcción del sujeto virtuoso. Para efectos de lo anterior se analizarán los sermones que, desde el púlpito de los franciscanos del Colegio de Misiones Nuestra Señora de las Gracias en Popayán, se emitieron a la feligresía local a través del uso de diversos textos, clasificados según su utilidad retórica, divididos en este caso particular en panegíricos y ejemplares1.

Así, el presente trabajo se inscribe dentro de lo que Michel Foucault denomina una arqueología, en este caso, una masa documental de sermones que adquiere el valor de hacer emerger al análisis unas prácticas que contribuyen a enriquecer una ontología histórica del catolicismo como acontecimiento y las formas del discurso que definen el contorno de su régimen de verdad2.

En concordancia con lo expuesto, esta investigación se basa en dos grupos de manuscritos: el primero, una recopilación de exempla elaborados por diferentes autores católicos que el español fray Juan Antonio del Rosario Gutiérrez —guardián en dos ocasiones de los franciscanos de Popayán— utilizó para su magisterio pastoral en la segunda mitad del siglo XVIII; el segundo, dos tomos de Sermones Panegíricos cuyo momento de ingreso a la colección del Colegio de las Gracias no se conoce con precisión y que fueron escritos por diversos autores en diferentes momentos, como es presumible por la variedad de papel y letras que presentan, cuyo cúmulo total abarcó, según datos extraídos de los textos en cuestión, cuatro tomos, de los que solo se han conservado el primero y el tercero.

EL COLEGIO DE MISIONES NUESTRA SEÑORA DE LAS GRACIAS Y LA RETÓRICA

Con el acceso al Imperio español, los Borbones concibieron la idea de emprender lo que se conoce como la segunda conquista3, plan que buscaba sujetar a los súbditos de una manera más estricta al poder real, a fin de que fueran vasallos más productivos y leales al rey; para que este plan fuera más efectivo, la Corona no soslayó el apoyo de la Iglesia católica, que, si bien se vio afectada por varias de las medidas estatales, también aumentó sus fundaciones eclesiásticas en América. Como parte de dichas políticas, el franciscano Fernando de Jesús Larrea fundó en la ciudad de Popayán en 1756, en el marco de los “colegios de propaganda fide”, el Colegio de Misiones Nuestra Señora de las Gracias, con miras a la formación de misioneros destinados a la región de los indígenas andaquíes en el actual departamento del Putumayo. Sin embargo, es conveniente aclarar que, aunque los franciscanos seguirían amparándose bajo la jurisdicción misional hasta 1864, su principal objetivo —el adoctrinamiento de naturales— solo lograría sostenerse aproximadamente hasta 1780 y, según las fuentes consultadas, con muy poco provecho tanto para la buena fama de los religiosos como para la labor misional propiamente dicha, a tal punto que el virrey José de Ezpeleta se pronunció al respecto manifestando:

Que los padres, ignorantes u olvidados del carácter del apostolado querían conducir a los indios más por el rigor que por la dulzura, castigándolos con el látigo por sus propias manos, lo cual motivó no solo la deserción de las poblaciones y el poco fruto que se hacía, sino que aún habían ocasionado la sublevación de los indios con perjuicio de tantas almas.4

A lo anterior se sumaban los conflictos entre los frailes y los padres jesuitas, debido a que los primeros sostenían “un comercio clandestino con las partidas de filibusteros portugueses que subían y bajaban por el Putumayo”5; la marcada resistencia a dejar la ciudad y entrar en los territorios de la misión por parte de los religiosos de San Francisco residentes en Popayán; la crisis vocacional y otros problemas internos del convento. Situaciones que hacen fácil deducir que, desde fines del siglo XVIII, el único sitio donde realmente el Colegio podía ser efectivo era en la capital de la Gobernación de Popayán, lugar donde los hijos de Asís ejercieron su discurso modelador de sujeto dócil a Dios y al rey, mediante la aplicación del régimen pastoral de la confesión y la prédica, que convierte a la masa de infieles (individuos) en sujetos, es decir, en seres vinculados a unas formas específicas de individualidad, control e interiorización de la norma cuyo quebrantamiento culposo demanda un acto penitencial6.

En este sentido, la predicación franciscana en Popayán durante el siglo XVIII se centró en dos tipos de sermones: 1) el Exemplum, sermón de tipo ejemplarizante que parte de narrar historias cortas, entre las que se incluían narraciones bíblicas, eventos concretos sobre la vida de los santos o hechos ocurridos a pecadores en algún lugar de la cristiandad, todo con el fin de enseñar y reafirmar los dogmas de la fe y evidenciar los males de sucumbir al pecado; 2) el panegírico, sermón destinado a realizar los elogios fúnebres de los difuntos y a conmemorar las fechas importantes del tiempo litúrgico7; su principal objetivo, al menos en el caso del Colegio de las Gracias, estuvo encaminado a resaltar las virtudes que debían servir de modelo a la conducta social.

En este sentido, el ejercicio de la predicación exigía que cada uno de los temas a tratar se escogiera según la necesidad de cada ocasión, esto con el objetivo principal de que la enseñanza moral y dogmática impartida moviera la voluntad de los escuchas hacia el fin establecido, mediante el discurso y el arte de la retórica o de la persuasión. De esta forma, es bastante claro que los sermones, al igual que otros discursos hagiográficos, se amparan bajo el concepto ciceroniano de la Historia como magistra vitae, en la que mediante “la combinación de los hechos, de los lugares y los temas revela una estructura propia que no se refiere a ‘lo que pasó’, como ocurre con la historia, sino a ‘lo que es ejemplar’”8; es decir que el paradigma moral se ante-pone al hecho verdadero, a lo cual se adiciona que este tipo de textos fueron considerados hasta principios del siglo XIX como historiográficos, en los que se observaba “el antiguo cometido moral de la historia, por el que no solo debía instruir por medio de los juicios, sino también debía servir para mejorar”9 la condición humana.

Así, no era relevante si lo relatado había sucedido fielmente como lo decía el predicador, o incluso si había llegado realmente a ocurrir; lo que se esperaba era que cada uno de los miembros del auditorio creyera en su veracidad, pues no importaba si lo narrado era verdadero siempre y cuando fuera verosímil, a fin de motivar hacia una intencionalidad específica, buscando que los lectores o, en este caso, escuchas, no solo aprendieran el dogma, sino que además disciplinaran sus voluntades y pensamientos hacia un fin determinado, cuyo modelo de conducta, para el catolicismo tridentino, estuvo marcado principalmente por los mandamientos de la ley de Dios y los vicios y virtudes capitales.

Este tipo de normas, encauzadas al control mental y corporal de los individuos, son un tema recurrente tanto en los sermonarios medievales como en los que se suscitarían durante el barroco. En ellos no solo se resumen las pautas dogmáticas, sino que también se cumple con los principales objetivos de la retórica: enseñar, deleitar y conmover. Estos tres grandes tópicos de la predicación estaban encaminados a lo siguiente: enseñar (docere) es transmitir una instrucción clara al público, ya sea de tipo moral o histórico; deleitar (delectare) trata acerca de la forma como es transmitida la enseñanza “con el fin de captar la simpatía del lector”10 o el oyente; y, finalmente, conmover (movere) busca generar en el espectador una reacción emotiva que cree en él sentimientos de apoyo o rechazo hacía un tema en particular.

El Concilio de Trento y su énfasis en la predicación

La Iglesia que cobijó el periodo colonial hispanoamericano estuvo marcada por las normas del Concilio de Trento, que surgió como respuesta del catolicismo a la Reforma protestante promovida por Martín Lutero (1517); y, como ya se había hecho con otros mecanismos coactivos utilizados por el papado en la Edad Media para encauzar a los feligreses, presenta el sermón con un hálito renovado, como elemento de vital importancia para evitar que las ovejas se aparten del rebaño de Nuestro Señor.

Frente al tema de la retórica y la predicación, el Concilio de Trento fomenta el uso de estos mecanismos como efectivos para la enseñanza del dogma católico y para disciplinar a los fieles por medio del discurso, pues está claro que un sujeto disciplinado tiene menos probabilidades de quebrantar la ley frente a uno que no lo esté, además de mostrar la necesidad que existía pos Trento de controlar las interpretaciones teológicas. Por esto, y siguiendo las actas conciliares:

[…] era preciso que los pastores enseñaran “lo que es necesario que todos sepan para conseguir la salvación eterna; anunciándoles con brevedad y claridad los vicios de que deben huir, y las verdades que deben practicar, para que logren evitar las penas del infierno, y conseguir la eterna felicidad”.11

 

En este sentido, se pretendía que la prédica dirigida al público fuera lo más sencilla posible, sin despertar ningún tipo de cuestionamiento o debate dogmático, aleccionando principalmente sobre lo que los feligreses debían saber para no desviarse del corpus canónico, resumido principalmente en vicios y virtudes capitales, mandamientos de la Ley de Dios, mandamientos de la Iglesia y sacramentos.

Para desarrollar lo anterior, el sacerdote, al momento de la predicación, ponía en marcha el ejercicio retórico, a fin de causar el mayor impacto posible entre la feligresía. Con ánimo de llevar lo anterior a feliz término, y que el público se viera representado en cada palabra y gesto que el predicador le trasmitía, la Iglesia tridentina utiliza el recurso introducido por San Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de la Compañía de Jesús, consistente en invitar al espectador a imaginar por medio de los sentidos corporales el mensaje litúrgico, configurando lo que se conocería como compositio loci. Es decir que, si por vía de ejemplo, se hablaba del infierno, los sacerdotes debían, a través del discurso, hacer que los sujetos pudieran

[…] ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos, y las ánimas como en cuerpos ígneos. […] oír con las orejas llantos, alaridos, voces, blasfemias contra Christo nuestro Señor y contra todos sus santos. […] oler con el olfato humo, piedra azufre, sentina y cosas pútridas. […] gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y el verme de la consciencia. […] tocar con el tacto, es a saber, cómo los fuegos tocan y abrasan las ánimas.12

Así, es claro que, en la teatralidad barroca, cuando los predicadores se encontraban en el interior del templo y ejecutaban la práctica del sermón, utilizaban no solo las herramientas retóricas ya expuestas, sino que también se apoyaban en las imágenes que estaban a su disposición en el mismo. Recurriendo a ejemplos concretos, para los sermones de fiesta, al hablar de la Virgen de la Concepción, en el templo franciscano de Popayán se podía señalar y utilizar el bulto de la inmaculada alada, o hacer lo mismo en las festividades de San Roque con la imagen de este santo, entre otros casos en los que el texto escrito se corresponde con una representación escultórica: la crucifixión, el Señor de la Columna, san Antonio, san Buenaventura, etcétera.

Por otra parte, en el caso de los exempla, que podían usarse tanto en los días festivos como en la liturgia cotidiana, encontramos que al hablar de la Magdalena rogante junto al lecho de una enferma agonizante, para que se arrepintiera de sus pecados y se abandonara a la piedad del Señor; o cuando el Señor Crucificado inclinó la cabeza ante el hombre que, siguiendo los preceptos católicos de amar al prójimo, perdonó a su enemigo; o al mencionar un caso sucedido en la vida San Juan Evangelista, bien podía señalar el camarín del Señor de la Vera Cruz —donde se representaba el calvario compuesto por las imágenes del Cristo de la Vera Cruz, la Virgen Dolorosa y san Juan Evangelista—; dando cumplimiento a lo expresado en el Concilio de Trento donde se expresa:

Enseñen diligentemente los obispos que por medio de las historias de los ministerios de nuestra redención, expresadas en pinturas y en otras imágenes, se instruye y confirma al pueblo los artículos de la fe, que deben ser recordados y meditados continuamente y que de todas las imágenes sagradas se saca gran fruto.13

TIPOS DE SERMÓN: SERMÓN DE FIESTA, SERMÓN COTIDIANO

Al hablar del sermón debemos mencionar que se trata de un texto que se incrusta, la mayoría de las veces, dentro de un acto ritual determinado por la praxis de la liturgia católica. Su objetivo es hacer una representación del mundo de la vida ante los feligreses, es un texto que solo adquiere sentido al ser mímesis14, pues puede representar “el deber ser” en términos morales, como veremos en los sermones destinados a las fiestas, o la cotidianidad de las pasiones y el pecado a través de los exempla.

Así, y teniendo en cuenta que la asistencia a los actos litúrgicos era copiosa en el periodo aquí estudiado, los sermones se constituían como un hecho obligado, no solo en las eucaristías de la semana, sino también en las diversas procesiones, fiestas de santos, rogativas, novenas y demás oficios a los que concurría de forma copiosa la feligresía. En este sentido, cuando hablamos del sermón nos adentramos en un escrito que, si bien tiene una clara intención pedagógica al pretender enseñar de forma certera los dogmas de la fe, es de destacar que no se trata de un escrito plano y sin matices, sino más bien de varios textos que, por su carácter y búsqueda de un fin común, se pueden agrupar dentro de un mismo género. En el caso concreto de los sermones panegíricos fúnebres, estos

[…] pueden clasificarse, en atención al sitio que el difunto ocupaba en la estructura estamental de la sociedad, en oraciones fúnebres de plebeyos, de dignidades eclesiásticas y civiles, y de nobles y miembros de la casa real; sin embargo, había una serie de características comunes a todos ellos. Estos tenían dos protagonistas: la muerte y el difunto, sobre los que versaba el tema de oración; ambos asuntos generaban dos partes diferenciadas en el discurso, aunque íntimamente conectadas: una doctrinal, que “se dilata en consideraciones tópicas sobre la vida y la muerte”, y otra de carácter panegírico, sobre las acciones y virtudes del muerto.15

En otras palabras, los sermones funerarios eran aprovechados para recalcar un tema que fue recurrente en la cultura barroca: la idea de que el mundo, el cuerpo y la existencia en el plano terrenal eran algo fútil y transitorio. En este sentido, se emplea la vida del difunto, sus devociones, obras pías e, incluso, sus actos reprochables a los ojos de Dios, todo con el fin de enseñar a los feligreses sobre la necesidad de reprimir sus impulsos pecaminosos y llevar una vida virtuosa apegada a las costumbres de la Iglesia. Sin embargo, pese a ser un texto frecuente y relevante para el catolicismo, en el caso concreto de Popayán no se ha encontrado documentación de este tipo que mencione a personajes de la ciudad, aunque, al ser una parte fundamental de la homilía de difuntos, se presume su uso; aun así, vale la pena aclarar que en los sermones panegíricos fuente de esta investigación se encuentran tres textos de este tipo utilizados para las homilías de los cardenales españoles Juan Pardo de Tavera (1472-1545) y Pascual de Aragón (1626-1677), cuyos panegíricos, aunque ajenos al tiempo y el lugar estudiados aquí, son textos fúnebres que pudieron servir como modelo para elaborar las oraciones dedicadas a los habitantes locales.

Las temáticas establecidas en los panegíricos del Colegio de Misiones Nuestra Señora de las Gracias, tal como se observa en la figura 1, son diversas y dependen de las celebraciones dispuestas en el año litúrgico que, grosso modo, podemos resumir así: Tiempo de Adviento, consistente en cuatro domingos para preparar la llegada de la Navidad. La Natividad, que abarcaría desde el 25 de diciembre hasta el 6 de enero. Primer periodo del tiempo ordinario, con una duración que podía variar entre 5 y 9 semanas, que abarcaba desde el 7 de enero hasta el martes anterior al Miércoles de Ceniza. La Cuaresma, aproximadamente cuarenta días antes del domingo de resurrección; en este tiempo se incluye la Semana Santa y es, probablemente, la celebración más importante del catolicismo; esta época se encuentra marcada por el ayuno, por restricciones alimenticias y por la abstinencia sexual. La Pascua, que iba desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés. Por último, el segundo periodo del tiempo ordinario, que marca el fin del calendario litúrgico, periodo que trascurre entre el lunes después de Pentecostés hasta el día anterior del primer domingo de Adviento, y que incluye las fiestas de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi. Además de lo anterior, también se incluían festividades relacionadas con las diversas advocaciones de la virgen y los santos, aunque vale la pena aclarar que las celebraciones relativas a estos últimos variaban de una población a otra.

FIGURA 1. Sermones panegíricos del Colegio de las Gracias, mediados del siglo XVIII, clasificados según el tiempo litúrgico


FUENTE: gráfico elaborado por la autora según datos extraídos del Centro de Investigaciones Históricas José María Arboleda Llorente (CIHJMAL) Sermones panegíricos para festividades católicas. Fondo Colegio de Misiones Nuestra Señora de las Gracias, tomos 1 y 3, s. f.

Por otra parte, sin importar la festividad que se estuviera celebrando, el sermón panegírico utilizado en las celebraciones religiosas tenía dos objetivos primordiales: enseñar y reafirmar el dogma católico entre los feligreses y, aunado a esto, ofrecer un modelo de perfección, el ideal de la virtud, mediante la presentación de una vida ejemplar que todo católico debía esforzarse por imitar en su día a día a fin de alcanzar la salvación eterna, a la vez que promovía conductas culturales marcadas por el deber ser de la sociedad. A modo de ejemplo, podemos tomar el texto “Apuntamientos para sermones de la Concepción de la Virgen”, de autor anónimo, en donde esta es presentada como “espejo de todas las divinas perfecciones”, “retrato de D[io]s y de sus luces candor”, entre otros apelativos, no solo por ser el único ser humano que, según el catolicismo, había nacido sin la mancha del pecado original, sino también por haber llevado una vida virtuosa, símbolo de humildad y obediencia al aceptar los designios de Dios sin renegar de estos, así como en otros textos sobre la figura de María resaltaría su papel de hija, madre y esposa devota, obediente de la ley de Dios, resignada a la soledad de su destino al perder a su único hijo16.

En este punto vale la pena aclarar que, en el periodo en cuestión, así como se prestaba especial atención a las fiestas sacras, también tenían lugar las fiestas profanas que se celebraban en el mundo occidental. Entre este tipo de festividades encontramos las carnestolendas, celebradas en el Primer Tiempo Ordinario, que

[…] servían para el esparcimiento de los moradores de la ciudad, quienes aprovechaban el tiempo para organizar reuniones de amigos y de familia alrededor de abundantes comidas, del moderado consumo de licor y de diversiones como los toros, las cuadrillas o los bailes.17

En la ciudad de Popayán estas festividades al parecer eran propicias para la exaltación de los ánimos, pues los tropeles y reyertas estallaban fácilmente y se cometían excesos que desembocaban en varios vicios capitales, como la gula y la lujuria: “Las infidelidades, los ajustes de cuentas, los enamoramientos y los robos eran parte integrante del jolgorio”18. De ahí que, si bien las autoridades civiles permitían este tipo de festividades, la Iglesia las condenaba moralmente. Esto último parece estar sustentado en uno de los sermones aquí analizados, titulado “Cómo nació un hijo monstruoso a un mal casado y le quitó la vida”, en donde se predica que “el domingo de carnestolendas” una mujer en los últimos días de su embarazo sale en busca de su marido, encontrándolo en una taberna bebiendo y jugando con “ruines compañías”. Ante la súplica:

[…] con buenas palabras que se viniese con ella y no se ocupase en cosas tan indignas de su persona, él como loco y desalmado se enfureció contra ella por los buenos consejos que le daba y en retorno le dio muchos golpes y bofetadas y por últimamente la despidió diciendo: idos con el demonio vivo que traéis en el vientre, a él os encomiendo y él os valga y si estáis aquí un punto te quitaré la vida con esta daga.19

La mujer regresa a casa y a causa de lo anterior:

[…] con increíbles dolores parió un monstruo, el más extraño que hasta entonces había visto; era por la parte anterior desde la cintura arriba hombre, por las espaldas y de allí abajo serpiente, con una cola de dos varas de largo; estaba vivo y silbaba como culebra, cosa que pasó admiración y espanto a todos los que se hallaron presentes, dieron cuenta del suceso a su padre, el cual vino luego y entrando en el aposento el monstruo voló a él como un pájaro y ciñéndole con la cola le dio tantos y venenosos bocados que sin poder valer murió luego allí rabiando. La madre le siguió sobresaltada y aparada del temor de que le vino un recio sobresalto que en breve tiempo acabó la vida y el hijo monstruoso siguió a ambos muriendo luego como si no hubiera nacido más que para castigo de su malo y desordenado padre.20

 

Este tipo de advertencias, que en este caso concreto están dirigidas a reprimir impulsos que conllevan vicios reprochables, como la gula, representada en la bebida, a evidenciar los peligros de la blasfemia y el juego, y a condenar a los malos esposos, eran presentadas a la feligresía en un sermón que podríamos catalogar como de lo cotidiano o versátil: el exemplum, definido por Jacques Le Goff como:

[…] una anécdota edificante destinada las más de las veces al uso de los predicadores […]. Se trata pues de un producto ideológico de gran consumo. Procedente de la Antigüedad, donde era empleado sobre todo por los oradores y en los procesos, profundamente modificado por el cristianismo”.21

Este tipo de sermón ha tenido una tradición bastante amplia en la historia de la predicación en el cristianismo, siendo posiblemente su época de mayor difusión el siglo XIII, cuando las recientes órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos, se convirtieron en sus principales promotores al incluirlos en las prédicas que dirigían a la población del común22. Práctica que continuaría hasta la Contrarreforma, que la impulsaría nuevamente al hacer énfasis —con ayuda considerable de la imprenta— en la difusión de textos espirituales, tales como vidas de santos, catecismos, sermonarios, entre otros, que en la mayoría de los casos llegaban al pueblo exclusivamente de boca de los predicadores, no solo por el alto costo que representaban los ejemplares impresos, los cuales se encontraban lejos del alcance de la gente del común, sino también porque la mayoría de la población no sabía leer ni escribir.

Para dar una descripción más detallada de los exempla podemos decir que el cristianismo los utilizó con el fin de evidenciar y respaldar un hecho moral, en el que para lograr un efecto de mayor verosimilitud se incluían algunos datos como el “nombre del sujeto, su procedencia, una característica individual y hasta una casualidad a la acción narrada”23. A modo de ilustración de lo anterior, veamos el siguiente caso: Antonio, natural de Flandes, de profesión alcabalero, que en 1599 fue condenado por la Divina Providencia a morir quemado por perjuro, mentiroso y avaro, entre otros vicios, hecho que tuvo mayor trascendencia cuando se supo del caso en Bruselas, en la corte del Archiduque Alberto, quien decide investigarlo24.

Por todo lo anterior, aunado al dramatismo que debían imprimirle al exemplum los predicadores al ejecutar el arte de la retórica, con el fin de adoctrinar y reafirmar en la fe a los sujetos, el sermón era considerado por la feligresía como la mejor parte de la misa, pues era la única que se oficiaba en lengua vernácula y, por ende, la única parte de la liturgia que podía entender todo el auditorio25, pues este estaba acostumbrado a repetir de forma mecánica los responsorios de la misa y las oraciones en latín, existiendo la sospecha de que, al ser la mayoría del pueblo analfabeta, no comprendía con exactitud lo que estaba pronunciando.

Sin embargo, en la Popayán del siglo XVIII y principios del XIX, al igual que sucedía en el resto del mundo católico, la población en general apreciaba las dotes retóricas del buen predicador que, subido en el púlpito y con los ojos de los feligreses puestos en él, fuera capaz de hacerlos vivir lo narrado en el sermón por medio del teatro de imágenes barrocas. En ese sentido, la escogencia de los casos que debían servir para trasmitir el mensaje moral y dogmático de la Iglesia era de suma importancia, pues debían ser perfectamente identificables para la feligresía, que debía ver reflejada su vida en la narración de actitudes y aspectos comunes que bien podrían haber ocurrido en este lugar de la cristiandad a personas con oficios propios de aquel tiempo. En este sentido, los sujetos escuchas del sermón debían ser invitados por el mismo a emprender una lucha consistente en dos opuestos: sucumbir a los deseos terrenales o autocontrolar este tipo de conductas y llevar una vida virtuosa. Así, encontramos que los manuales de predicadores en el siglo XVIII mostraban la capacidad de afectar el pathos de la audiencia como uno de los mayores éxitos de su práctica:

El predicador no confíe en la elegancia de las palabras, sino en la virtud de sus obras: no se deleyte [sic] en las aclamaciones del público, sino en los llantos: no procure ganar aplausos, sino gemidos: derrame primero las lágrimas, que desea derramen sus Oyentes; y así los encienda con la compunción de su corazón.26