La orgánica del cine mexicano

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La orgánica rididemonológica

En la coproducción con Estados Unidos en versión angloparlante y copias dobladas al castellano Belzebuth (Pastorela Películas - Fidecine / Imcine - EFD International - Universidad Autónoma de California - Chemistry, 114 minutos, 2018), caligráfico quinto largometraje del egresado cececiano antes especialista en sátiras descabelladas de 42 años Emilio Portes (Conozca la cabeza de Juan Pérez, 2008; Pastorela, 2011, y El crimen del cácaro Gumaro, 2013, ya en cortocircuito), con guion suyo y de Luis Carlos Fuentes, el tierno si bien mastodóntico agente policial fronterizo Emmanuel Ritter ( Joaquín Cosío) sufre en carne viva el fallecimiento de su bebé recién nacido durante la matanza de niños que sin motivo eficiente e intempestivamente provoca a cuchilladas antes de autodegollarse una enfermera de pronto enloquecida dentro del cunero de un sanatorio de maternidad, trauma del cual ni el pobre hombre ni su esposa Marina podrán reponerse jamás, por lo que un lustro después reaparecerá amargado, ateo y envejecido, en compañía de su misma bocabajeable pareja Demetrio ( José Sefami) y obedeciendo órdenes del temido jefe Nájera (Enoc Leaño), para indagar otras dos masacres sucesivas de infantes, una dentro de un kínder, perpetrada sin razón por uno de los niñitos que ni era agresivo ni consumía drogas, y otra a causa del estallido de un cine, hecho explotar por una mujer de apariencia inofensiva, pero, tal como lo averigua el agente policial gringo del FBI Iván Franco (Tate Ellington) que por ser un experto exsacerdote católico jamás practicante bajo esa unción ha sido enviado desde el país vecino para auxiliar en su pesquisa paranormal a nuestro aturdido e incrédulo detective Emmanuel, existen varios puntos coincidentes y cabos comunes sueltos en ambos casos, como las psicofonías audibles y graficables de las criaturas maléficas del más allá, como las huellas con demoniacos signos medievales detectables mediante rayos ultravioleta en las paredes de los sitios de los crímenes espantosos, como la ronda previa a los atentados de un provecto encapuchado de luenga barba blanca que no puede ser más que el excomulgado cura vaticano ultratatuado Vasilio Canetti (Tobin Bell icónicamente extraído de la serie Saw: el juego macabro) sospechoso de estar ligado con el Anticristo (o de plano serlo) y la invariable presencia inminente pero nunca consumada, tanto en el jardín de niños como en el cine, del angelical pequeño inerme Isa Rubio (Liam Villa), primito de un eliminado Jonathan e hijo de la luminosa madre joven Beatriz (Yunuen Pardo), por lo que sólo falta sobrevivir a los sísmicos ataques demoniacos en el tenebroso cuchitril de la sexibrujesca adivina buena madre de familia preventiva contra la magia negra Leonor (Giovanna Zacarías) y en la temeraria visita a la capilla abandonada de un campestre exalbergue infantil, para que ahora sí ya no quepa duda alguna de que todos esos exterminios y asedios en apariencia inmotivados se deben a los fenómenos de posesión satánica producidos por la presencia activa de un diablo menor llamado Belzebuth, deseoso de acabar de raíz con la nueva Virgen madre (sin duda la aterrada señora por suerte ilesa Beatriz) y con el tercer Mesías (indudablemente el indefenso hijito también ileso Isa), en vista de que el segundo quizá lo hubiese sido el tal Vasilio que anda por ahí ambiguamente ayudando, y entonces deberán unir sus fuerzas el enardecido agente mexicano cascarrabias Emmanuel, el calculador enclenque investigador estadunidense caído del cielo Iván y el sospechosamente sinuoso a perpetuidad Vasilio, pues no les queda de otra que despistar a las autoridades y al innombrable Enemigo ultraterreno cruzando la frontera hacia el desierto, llevándose a escondidazas con ellos a la huidiza Beatriz y al enternecedor Isa, a través de un tenebroso narcotúnel en desuso, aunque también éste se halla infestado de poseídos, mil obstáculos, destrucción, altares de tentacular magia negra e incluso acometidas del mismísimo Belzebuth bajo la forma de un desencajado Cristo parlante en los suelos (Conde Fabregat), que arrullarán la transformadora posesión satánica del descreído Emmanuel, aullante, traidor y multifacético al ser sujeto a una larga, cruenta y dolorosa labor de exorcismo, hasta el devastador enfrentamiento directo con el Enemigo y la final liberación en lo que habrá sido una mera irrepetible orgánica rididemonológica.

La orgánica rididemonológica sabe que nada hay más atroz y difícilmente digerible que una matanza gratuita en complicidad con un infanticidio, ¿acaso inspirándose por pésimo gusto amarillista en el aún impune incendio de la guardería ABC de Hermosillo, Sonora, donde perecieron 49 niños el 5 de junio de 2009?, y hacia ahí dirige desde un primer momento sus truculentas baterías expresivas, multiplicando luego por tres los iniciales hechos funestos, para no errarle, y todo ello minuciosamente descrito y escalofriantemente escenificado con lujo de doctas explicaciones soporíferas y sanguinarios detalles perversos, fuera y dentro de la conciencia de su atribulado héroe, vuelto así representante a la vez de una incontenible fuerza telúrica y de una indómita vocación ideosincrática (“Hasta los mexicanos ateos creen en Dios”), marcado hasta morir de incurable estereotipia feroz como el propio Joaquín Cosío que lo encarna por los personajes-flagelo de El Mascarita (del Matando cabos de Alejandro Lozano, 2004) y El Cochiloco (de El infierno por Luis Estrada, 2010), atrabancado y rugiente, sin pasar por la criba del pensamiento articulado aunque se discuta en su entorno sobre las diferencias entre creer y tener fe por ejemplo, encadenado y crucificado con clavos verdaderos a la Cruz y destrozado de cien maneras regenerativas, antes de la absolución concluyente y fecunda.

La orgánica rididemonológica contempla de ese modo, sin piedad ni autoconmiseración, cómo el agitado aunque impertérrito director Portes conquista la cumbre del ridículo más épico e inclemente, con lúgubre fotografía virtuosística de Ramón Orozco Stoltenberg, diseño de producción más que solvente de Carlos Lagunas, edición sin reposo de Rodrigo Ríos y del realizador llena de montajes disyuntivos y bombásticos flashbacks mentales, formidablemente irrealista música original de Aldo Max Rodríguez (el conmovedor viudo consolado de Rita, el documental de Arturo Díaz Santana, 2018), convincentes efectos visuales de Othón Reynoso (armonizando al Polar Studio con el Melocotón Studio y el Arvizu FX), impecable diseño sonoro de Christian Giraud y Alejandro de Icaza, ecléctico vestuario anacronizante de Gabriela Fernández y maquillaje espectacular de Roberto Ortiz, o sea, un ridículo cimero ya no por la vía de la grotecidad seudopopulachera de Pastorela ni omnisatírica sin trasfondo de El crimen del cácaro Gumaro (aunque ahí está Giovanna Zacarías ahora como residuo hermelindesco de Evita Muñoz Chachita), siempre sin recuperar la imberbe frescura efervescente de Conozca la cabeza de Juan Pérez, sino por la ruta más expedita de un simple tomarse en serio a sí mismo, incluyendo a los elementos absurdistas o kitsch siniestros y al humor negro y al humor involuntario, tanto como a la pertinencia de sus históricas y europeas dimensiones predeterminadas, a las que cree estar colocando al nivel de los clásicos del género del terror, del thriller policiaco sobrenatural, del suspenso sanguinolento y del horror posmoderno (tipo El exorcista de William Friedkin, 1973, reciclado), con sus secuelas e imitaciones y remedos detonantes, por lo que se aguarda con vehemencia una risotada paródica y autoirrisoria que frustrantemente nunca llega para impedir el naufragio y salvar del fantochesco estropicio inflado de autoimportancia, henchido de narcisismo apasionado sin pasión, esa parafernalia sin cesar reinventada de efectismos, guiños, visajes, delirios masoquistas, infelicidad martirizado de un agónico más que irónico Emmanuel aspirante a indeliberado custodio divino aun a regañadientes, ademanes, aberraciones y muecas en la oscuridad y en la demasiado prefabricada atmósfera rojiza, tan vacuos e inagotables cuanto debidamente olvidables olvidados de inmediato.

La orgánica rididemonológica quizá sólo quiere agasajar masturbatoriamente los estoicos sentidos del espectador distraído con la ingestión indigesta de una revulsiva pócima-revoltijo audiovisual, a base de incursiones y escapatorias autoexcitadas, solemne arranque crepuscular de cuando el Papa en persona pidió en 2010 que fueran revisados los casos de posesiones avalados por expertos en demonología, incallables enfrentamientos con los propios demonios exteriorizados, ritmo de festival macabro sin causa, itinerarios de inframundo lovecraftiano de una travesía eternizada a fortiori, alacranes saliendo despavoridos del crucifijo vomitante, imágenes humeantes y efigie del niño demente disparando o estampadas estatuas de tzompantli expresionista instantáneo, escocidas sanguijuelas adheridas al torso semidesnudo del cuerpo hipercastigado, alguna plausible invectiva política bienintencionadamente malvada (sin remitir por supuesto al expresidente Emilio Portes Gil ancestro del realizador), huidas por pasadizos con cámara subjetiva sin término, bengalas rojizas incapaces de iluminar el sentido de las alucinaciones narrativas, acecho de ruidos y ronroneos acezantes quasi musicales, carriola escarlata con vida propia de escarlatina, constantes profundidades de campo y frontgrounds análogamente amenazadores, haz cenital fungiendo como santificado sello protector más al estilo de El golem tanto literario (Gustav Meyrink) cuanto fílmico (Paul Wegener y Henrik Galeen, 1920), terminal de rosario elevándose como cola de alacrán en erección, cubiertas blancas que vuelan a malatrapar a los poseídos, objetos en imparable caos volandero, esquirlas de diálogos pretendidamente alivianadazos (“Él conoce el Mal en su forma más oscura” / “El Mal también es poder, sexo, dinero, miedo” / “¿Entonces se sacrificó por el equipo?”), sofocantes soplos de aire irrespirable, y sobre todo los colaterales discursos incestuosos de las linternas omnipresentes y de los caprichosos altares cerrando el paso a la menor provocación.

 

Y la orgánica rididemonológica culmina retractándose y neutralizando el ennoblecimiento tácito de sus dispersas e insostenibles blasfemias (el crucifijo de cabeza o así) en la beatitud de un interior inmarcesible del Vaticano donde un alto prelado enjuto claramente judío (el director teatral Boris Schoemann en delicioso cameo purpurado) acepta por fin la no menos enjuta existencia del superenemigo Belzebuth (o Belcebú o Beelzebub o Baal Zebub o Ba’al Z’vuv para designar a la divinidad filistea Baal en hebreo: el diablo) en la endemoniada época actual, para reclamar las crepusculares arenas magníficas y benditas de una suerte de idílico desierto de Judea en plena frontera México-Estados Unidos donde nuestro Cochiloco-Mascarita Emmanuel se ha convertido en el Espíritu Santo del nuevo Cristo encarnado (Emmanuel en hebreo: Dios con nosotros) y de su venerada Madre más intocada que aquella progenitora Marina vuelta chivo expiatorio (“No creo que lo vaya a superar”) o aquella maestra de kínder (Alondra Benítez) propensa a la más terrible histeria sacrificial tan premonitoria de la película en sí, tras la serie muerte bárbara / transfiguración aceda / arbitraria resurrección oportuna, y luego vuelta a comenzar, obedeciendo a pie juntillas la orden del subtítulo publicitario del insustancial bodrio repelente: Belzebuth, no dejes de rezar.

La orgánica hostilizadora

La hostilidad se ha vuelto tan franca y decidida en su búsqueda de una inmediata eficacia sin demasiado pulimento, que su visceralidad ya no puede distinguir entre la cerrada irracionalidad del cine de horror regional y el realismo obtuso pero abierto de una nueva comedia urbana costumbrista de garantizado localismo perverso sintiéndose de avanzada, como sigue.

Lado A: La orgánica hostilizadora criptosantera

En Inquilinos (All About Media - Natalis Cinema, 88 minutos, 2018), derivativo cuarto film genérico del exfotógrafo jalisciense de 47 años Salvador Chava Cartas (Amor Xtremo, 2006; Rock-Mari, 2010, y Treintona, soltera y fantástica, 2016; episodio “Vista panorámica” en Sexo, amor y otras perversiones 2, 2006-2011), con guion de sus habituales colaboradores Juan Carlos Garzón y Angélica Gudiño, la joven pareja disfuncional que integran la linda exdrogadicta aspirante a escritora Luzma (Danny Perea tras hibernar desde alguna lejana Temporada de patos) y el bloqueado escritor en busca de puesto como músico titular en una empresa Demián (Érick Elías) llegan a instalarse en una lóbrega vecindad barrial de Guadalajara en donde son recibidos por el conserje cojo Marcelino (Noé Hernández guiñolesco y repelente como siempre y como nunca) que los introduce al depto 6A donde hallan un viejo mueble de madera sin llave e imposible de abrir presumiblemente abandonado por los inquilinos anteriores, de inmediato descubren que están siendo espiados desde atrás de los visillos del depto de enfrente por la sórdida presencia muda femenina (Violeta Silva) y son asaltados por la desvariante anciana de cabellos blancos doña Socorro (Evangelina Martínez), a quien por fortuna no tarda en controlar su madura hija inquilina Irma (Gabriela Roel) particularmente amable y hasta obsequiosa (“No mamá, todavía no están dentro”), pero aun así los nuevos vecinos remedan el desarticulador rengueo del conserje y se burlan de las situaciones que los envuelven, antes de copular frenéticamente ya que se hallan en plena reconciliación y viendo de nuevo con optimismo su futuro tras una sórdida historia de intrigas familiares y un aborto indeseado, por lo que, sin desanimarse por otros incidentes y contratiempos como descubrir una miniatura de espantajo en el pretil de la ventana, comprobar que resulta imposible abrir de ninguna manera el aparatoso mueble residual y notar que la fotografía favorita de Demián ha desaparecido, así como el desasosiego causado en la chava por sus recurrentes pesadillas decapitadoras o advertir a medianoche que las cobijas jaladas son desde fuera de campo mientras la cama se agita como acordeón, el varón parte por la mañana a su agencia publicitaria y la ingenua Luzma empieza a desempacar unas cajas que, después se percatará, vuelven a llenarse solas, quedando a merced de esos y otros fenómenos inquietantes que cada vez le suceden con mayor furia, impidiéndole concentrarse en su trabajo cual terapia ocupacional y haciéndola acudir por auxilio y desahogo con su amiga doctora Judith (Camila Selser) para obtener fuertes medicamentos calmantes, o más bien exacerbadores, tanto para ella como para el buen Demián, quien desaprueba esos recursos desesperados y comienza a dudar y a temer abiertamente acerca del frágil equilibrio mental de su compañera, ya aterrada con los crípticos signos maléficos de la santería que irrumpen a cada paso, ya vulnerada buscando refugio inútil rezando el rosario o cobijándose bajo el manto de un alivianado sacerdote de la parroquia (Fernando Ciangherotti) que la confunde aún más al querer tranquilizarla (“La santería es una forma de adorar a Dios tan válida como cualquier otra”), enfrentando entonces el incomprensivo Damián a su pareja femenina, intentando calmar por la fuerza sus ánimos cada vez más agitados, tratando de sacarla de los estados obsesivos que la hacen ver estatuas sacudidas por blasfemias e imágenes de la Santa Muerte por doquier, obligándola a confrontarse con los objetos de hechicería de un puesto del mercado ad hoc y llevándola con un brujo para que le haga una limpia, pero presenciando que éste queda también aterrado ante los avances de la condición embrujada de la mujer, aunque el mismo Demián ya esté para entonces rascándose los brazos hasta sangrar, hasta sacarse llagas, hasta quedarse atrapado en el baño de su depto, y ser salvajemente aniquilado, con la venia emocional de esa Luzma increíblemente activa en su defensa propia que ha asistido al velorio de la anciana Socorro, ha visto morir asesinada a su amiga Judith, haber recibido el testimonio desvariante del alucinado viejo inquilino Antonio (Dagoberto Gama) que completa de lúcida viva voz la siniestra historia de historias, ilustrada con recortes de periódico e investigaciones criminales por internet, de las jóvenes inquilinas que la precedieron en la asunción de un rol de testigo impotente y víctima, sobre todo después de abrir con una palanca de fierro el mueble repleto de residuos de antiguas hechicerías santeras, y después de querer infructuosamente deshacerse de éstas dentro de bolsas negras en los botes de basura que se reciclan solos, y después de propiciar la confusa mortandad histérica a su alrededor que ha involucrado a su compañero sentimental y al teratológico cuidador, y después de acudir vencida al depto 6B de la vecindad donde la falsamente protectora y benefactora Irma la recibirá en su seno para someterla a un total sojuzgamiento exterminador y a su fatal desaparición del mundo de los vivos, como cumpliendo con un destino prefijado por una perversa y bien cerrada orgánica hostilizadora criptosantera.

La orgánica hostilizadora criptosantera se hace preceder de un enigmático prólogo sensibilizador que ya es la historia de una víctima viril (Luis Arrieta) atrapado en la atmósfera adversa, sin salida, ni recuperación ni resarcimiento que predominará en todo el relato de los imbatibles Inquilinos acechantes, equidistante tanto de la confabulación de inquilinos satánicos al servicio engendrador de un nuevo Mesías demoniaco en El bebé de Rosemary como del thriller paranoico ideal de El inquilino (ambos de Roman Polanski, 1968 / 1976), en virtud de la cerrazón total, absoluta y radical de una fuliginosa fotografía de Patricio López que se mantiene en activo exprimiendo hasta la saciedad las acrimonias del diseño de producción sin reposo de Tato Cartas, una punzante música percutiva de Ximena Sariñana y Dan Zlotnik que se atiborra de efectos excluyentes de cualquier frase melódica posible, una edición de Martha Poly Vil negada a cualquier digresión o respiro, sus retos y ritos de ratas rotas como rutas de vida, y last but not least un diseño sonoro de Uriel Villalobos Ávila jadeante a perpetuidad, todo ello con una sorprendente eficacia expresiva en la turbiedad dominante y en los detalles (la sangre de la gallina descabezada como semilla) que jamás hubiera imaginado el habitual savoir faire esforzado y mediocremente burdo del realizador de oficio.

La orgánica hostilizadora criptosantera echa a propósito de la santería tradicional e imaginaria toda la carne al asador, en el puesto de mercado particularmente vivo y en los rituales del santero finalmente reacio hasta la cobardía, pero también en una serie creciente de perplejidades blasfemas y paradojas visuales que surge en los rincones más íntimos e inopinados, en el presuntamente salvador templo católico lleno de veladoras y estatuas tan sangrientas como los cirios y las pavorosas imágenes de los altares alternativos como el que adorna indicativamente el sitio del velorio de la vieja Socorro, en el maldito mueble-caja de Pandora infestado de lóbregas reliquias carcomidas y polvorientas que exhiben el peso y el paso de los siglos, en suma, en esas figuraciones sacras igualmente amenazantes o premonitorias, cuyo maleficio se advierte diseminado por doquier, y a través de esa senda abierta, una santería que anonada el entendimiento y la sensibilidad del espectador predispuesto o no al juego de los sustos y los hallazgos genéricos, y decidido o no a soportar una tempestad de provocaciones y acometidas a su escepticismo que acaso en condiciones normales jamás caería en esas trampas ópticas, ni en ese mundo truculento que dentro del más efectista cine de sustos gesta un hábil sincretismo lábil de las tradiciones africanas mezcladas ahora con la crueldad de los sacrificios prehispánicos, ni en experimento de vanguardia o hibridez genérica alguna.

La orgánica hostilizadora criptosantera recurre al paroxismo constante del horror, un paroxismo instalado, un paroxismo que parece nacer de la nada para apoderarse de la totalidad de la imagen y de la escena y del sentido, un paroxismo que surge de una anómala y hasta malsana sensación del asedio continuo (asedio, asedio y más asedio) productor de un reciclado desquiciamiento voraz, un paroxismo que es tufo y calidad de tósigo en la atmósfera y hasta en los insinuantes diálogos ambiguos (“Lo que necesites” / / “Ya ha pasado antes” / / “Por favor, sácame de aquí” / / “Esto apenas está empezando”), un paroxismo que apenas permite la insinuación y cuando ésta se asoma sin duda se agradece, un paroxismo en do de pecho y en allegro bárbaro que casi no admite adagio ni preparación alguna, un paroxismo que es máxima intensidad siempre de acceso y al ataque, un paroxismo cuya exacerbación se aguarda una y otra vez súbita y sin mengua, un paroxismo tan recurrente como los que Roland Barthes señalaba en la ópera para volverla un espectáculo difícilmente tolerable y ridículo para la inmensa mayoría, un paroxismo como enfermedad declarada sistemáticamente inferior a sus síntomas, un paroxismo que en cada una de sus múltiples crisis bruscas pierde el sentido y semeja desmayarse sin remedio, un paroxismo de exaltación extrema a partir de mínimos detalles amplificados arbitrariamente y al límite, un paroxismo cuyos excesos tornan ardua y fatigosa no sólo la marcha del relato sino el redondeo de nunca acabar de la película en su conjunto como si se tratara de una sola pieza (o de un solo shot como su homólogo increíble La casa muda del uruguayo Gustavo Hernández, 2010).

La orgánica hostilizadora criptosantera admite e incluso parece solicitar a gritos ahogados una lectura simbólica y nominalista, de manera deliberada o no muy dentro de la tradición novelística latinoamericana, pues así como la santa luz redentora de Santos Luzardo se enfrentaba a la barbarie de la selva tragahumanos representada por la heroína titular de la gran película declamatoria Doña Bárbara de Rómulo Gallegos-Fernando de Fuentes (1943), así Luzma, Luz María, la diáfana Luz de la virginal María irá quedando en las garras del demonio Demian, el implacable homónimo del niño poseído y falso héroe exorcista / exorcizado si los hay, hasta que cualquier resto de Luz en Luzma desaparezca y toda luminosidad se apague, se nulifique por completo y quede extinta para la perennidad fílmica, generando la más predestinada y procrastinante de las tragedias horroríficas, sin empatía ni necesidad de seguir derivando ni desvariando demasiado: como buena Luzma o luz madre, transformada en otra Lucifer.

 

Y la orgánica hostilizadora criptosantera redondea entonces su cuento negro y pesimista con la imagen de una espeluznante espeluznada Luzma convertida en víctima propiciatoria, espiando tras los visillos de la ventana de enfrente a la primorosa pareja de chavos amatorios que componen una tal Jocelyn (Zuria Vega) y su galán al integrarse como nuevos inquilinos victimables perfectos para garantizar el eterno retorno del círculo hechicero funestamente prefijado e ineluctable, por encima de todo lamento o apelación sagrada, porque la orgánica hostilizadora criptosantera era además crisposantera.