La madurez del cine mexicano

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2. La madurez prima

¡Ah, hijo!, ahora ajustaremos cuentas tú y yo,

¡deberemos medirnos muy bien con mi mal gusto

y mi vulgaridad!

Pier Paolo Pasolini, Fabulaciones

La madurez desmadrosa

En Pares y nones (Movies Independent, 94 minutos, 2013), retumbante aunque menesterosa y menesterosa aunque retumbante ópera prima del bajacaliforniano egresado del Centro de Estudios Cinematográficos de Cataluña vuelto autor total además de editor de 33 años Gregorio Carrillo Vázquez (cortos previos: A Table is a Table, 2002; I Want to Be a Pilot, 2006; La morena, 2007), los ociosos adolescentes tardíos tijuanenses vagamente sexoadictos pero mejores amigos de ellos mismos Olga (Mariana Cabrera medio abeja reina potencial), Joel (Hozé Meléndez medio Mick Jagger nativo) y Tavo (Sergio Valdez medio barboncillo) viven en la fiesta perpetua, alcoholizándose, drogándose con tachas o crack o cocaína, bailoteando y jugueteando cual eufóricos chicuelos irresponsables, pues les basta con desearlo y a la voz de esforzarse a acometer la venta de algún objeto valioso de la casa de la chica para armar la parranda en el tiovivo de un parque público, en un miradero desde las alturas de la ciudad, en su refugio Taelo al interior de un edificio abandonado, en cervecerías de cuarta o en las ricas mansiones dentro de las que penetran por fractura para vaciar todo lo bebible existente y dejar como recuerdo-regalo una palomita de papel, olvidando por un buen rato los problemas personales que los aquejan a cada uno de ellos: a la renuente Olga al parecer ajena a sus privilegios de clase pero debiendo encargarse de la salud de una frágil hermanita Jimena (Mariana Solé Garduño) a quien habrá de hospitalizar de urgencia en cierto aciago momento, al taciturno Joel soñando con largarse muy lejos en ruptura con todo y relegando las llamadas por celular de su acosadora novia Moni (Daniela Loera) y resistiendo los embates de los sueños recurrentes en que se topa con pintarrajeadas paredes estrechantes y lidiando con una depresiva Mamá siempre desplomada (Christian Hernández) y descubriendo con terror estar enamorado de su amiga imprescindible (“¿Con quién te gustaría pasar el resto de tus días?” / “Con Olga”) para comenzar a intentar fajarla en mala onda provocando los celos viscerales del tercero en discordia, y a éste mismo, al huraño Tavo demasiado preocupado y absorto al percatarse de cómo le pesa y pisa los talones su hermano apenas menor Ren (Fernando de Ita), que irrumpe en la vida exigiendo los favores del poder monetario para ser respetado por las calles, al lado de los indiferenciados cuates delincuentillos que provocarán un verdadero drama al apoderarse de una maleta repleta con droga valiosísima, haciendo que el trío dinámico irrumpa en casa de un horripilante miembro del crimen organizado a quien apodan el Macaco (Jesús Castanos Chima) que al descubrirlos deberá ser apabullado a golpes de tapa de mingitorio y ultimado a patadones rabiosos, provocando la reacción furiosa de todos los sicarios de su banda, ávidos de recuperar la maleta tanto como de vengar a su compinche, atrapando a los pandilleritos aficionados para interrogarlos hincados y por turno, e irlos liquidando de un tiro de gracia, hasta que Ren, para salvarse, acabe por denunciar calumniosamente al infeliz Joel como el causante usufructuario de todo, siendo detenido a punto de largarse con Moni en la central camionera y acribillado por aparente ley fuga.

La madurez desmadrosa ilustra y remeda las visiones interiores del personaje monologal de Joel cuyos desvaríos, a veces incoherentes, en ocasiones más o menos coherentes, son verbalizados por una voz en off espectral que guía la ficción, a la vez que la perturba, o en definitiva la trastorna y trastoca a nivel de la secuencia, para que la trama oscile narrativa y dramáticamente entre los claustrofóbicos alucines post mortem de la ferroviaria Europa de Lars von Trier (1991) y la complacencia en las travesuras extremas producidas por enervantes de La vida en el abismo (Danny Boyle, 1996), siempre y cuando su sforzato de trepidante nuevo cine fronterizo (con genuino acento cachanilla) no se salga de los dictados de las sociológicas fábulas irrumpemansiones que van de la transgresión trepidante de Los educadores (Hans Weintgartner, 2004) al vencido cinismo mediático de los Ladrones de la fama de Sofia Coppola (2013), ni que sus momentos álgidos de narcothriller shocking rebasen las archicomplacientes truculencias seudocríticas de Alejandro González Iñárritu (Amores perros, 2000; Babel, 2006) o los intimistas resabios efímeros de sucedáneos más simpáticos tipo Fuera del cielo de Javier Patrón (2006) y que todos ellos hayan sido limpiamente superados por el ascético Heli de Amat Escalante (2013), hasta que el héroe-pivote de la ficción malsana, siempre la égida del neotremendismo a la mexicana que se está redefiniendo, se derrumbe en ese lóbrego túnel que de modo obsedente lo perseguía en sus malos sueños pero donde ahora la luz salvadora se ubica por detrás, aunque a cada instante de la ficción, por lo demás confusa y llena de cabos sueltos, se haya estado mimando y mimetizando una autopermisiva percepción solipsista del espacio urbano apenas perceptible y de un tiempo hipotético según el cual ni los protagonistas ni nosotros estamos dentro del espaciotiempo, sino que éste gira alrededor nuestro y éso es lo que nos desgasta y anonada.

La madurez desmadrosa parte de una dislocación de la imagen en blanco y negro de alto contraste y a veces sobreexpuesta (fotografía de Alex Montalvo), a golpes de irritada irritante cámara en mano posDogma ’95, nerviosa e inestable por desencantada, desestabilizadora e inconexa, a base de todoinsinuantes planos muy cerrados sin reposo posible en su agitación interna, como avergonzados y penosos, perpetuamente desequilibrados porque deben contraponerse con la actitud reconcentrada del héroe narrador y, pese a desembocar en una fascinación genérica de moda comercial por las historias truculentas de drogas y homicidios violentos, debe corresponder presunta y forzadamente al malestar profundo de la juventud sin esperanza de hoy, hundida hasta por sus escarceos sorpresivos en la piscina, sus fajes interruptus, sus irreprimibles compulsiones de evasión jamás cumplidos, su sino tan cruel como el del buen Joel y tan titubeante como el de la sensual desglamurizada Olga y tan evoporable como el del atormentado Tavo, sus espectaculares hedonismos de opereta proclive al sainete, su novela de crecimiento compartido y lastrado, su adolescente búsqueda incesante de un lugar en el imposible mundo de los adultos, su vergonzante romanticismo disolvente y de mal agüero, su desenfreno en retroceso y apagado ante la memoria de otros tríos mejor planteados / desarrollados / estridentes / desvanecidos (de Los valseuses abyectitos de Bertrand Blier, 1972, a Los soñadores crispados de Bernardo Bertolucci, 2003, siempre más allá de los ingenuos ménages à trois pour épater les bougeois de la temprana Nouvelle Vague), sus actitudes enmarañadas, sus negaciones éticas reducidas a cuerpos convulsos y reacciones a la necesidad y a la opresión del medio, su derretida proclividad a la derrota, su melancolía impostada, su inermidad ante el desatado de la verdadera violencia (padecida sobre todo desde los pánicos del falaz postulante Ren ante los expeditivos tiros en la nuca hasta llegarle el turno), sus no-pensamientos embotados, su acomodamiento en pares y nones donde siempre sobra alguien de entre estos nones que nunca pertenecerán a ningún orden ni sociedad establecida.

Y la madurez desmadrosa arranca (“Ésta es mi vida, ésta es mi suerte”) y culmina como una reflexión sobre la suerte (“La suerte, la pinche suerte”) y su predeterminación / indeterminación de la índole azarosa de la vida siempre pendiendo de algún hilo fuera de control y determinación, cual lejano karma innombrable y tan accidental como la condiciones reales de existencia (o como la entrada a una casa equivocada), la suerte acorralada y comprimida entre la emoción oculta y el impulso instantáneo instantáneamente satisfecho, la suerte circunscrita entre cierta “mirada absorta en el smartphone, autismo virtual y narcisismo de selfie” (Carlos Bonfil en La Jornada, 26 de abril de 2014), la suerte que vuelve a ser “la materia bruta del destino” y de “la dicha modesta o la desdicha serena” (André Compte-Sponville), la suerte elevada a terca pasión infructuosa, la suerte probadora a contrario y en retrospectiva de que se ha seguido viviendo para no tener que resignarse a la suerte (“Mi nombre es Joel y ésta es mi suerte”).

La madurez pederasta

En Obediencia perfecta (Astillero Films - Foprocine / Imcine - Fidecine / Imcine - Eficine 226, 100 minutos, 2014), experimentadísimo debut largometraje del exseminarista y veterano director ejecutivo de cine y TV Luis Urquiza (de Dos crímenes de Roberto Sneider, 1994, a Morelos de Antonio Serrano, 2012; corto previo: Amor de madre, 2006), con guión suyo y de Ernesto Alcocer basado en uno de los seis relatos contenidos en el recuento Perversidad de éste, el lindo puberto guanajuatense con cabello abultado a lo beatle Julián Santos (Sebastián Aguirre) bendice con fervor de ojiazules cerrados la comida del último día de campo con sus padres, hermanos y primos en los años sesenta, porque ha decidido dedicar su vida a salvar almas, o sea, estudiar para sacerdote católico, y por ende ingresar al seminario de los Cruzados de Cristo, en el que le aguarda un extraño mundo regido por normas distintas que podrían resultar locuras en el exterior, entre pletórico de discretas caricias paternales e hipócritamente brutal, en donde no están exentos ni la represión de las melenas ni el bullying en el trato con los compañeros, tanto como la introducción de alguna revista pornográfica, la masturbación a escondidas tomando como incentivo alguna virginal empleada doméstica Sierva de Cristo (Luciana González de León), los clandestinos cigarrillos prohibidos y el obligatorio levantamiento a media noche de su vulnerado compañero de dormitorio Alberto (Alejandro de Hoyos), pero sobre todo en donde reina como ser supremo el venerado (y recibido con transidos aplausos) padre Ángel de la Cruz (Juan Manuel Bernal), a cuya autoridad todos se someten, hasta el beatífico Padre Galáviz (Juan Ignacio Aranda) y el feroz templador de carácter Padre Robles (Luis Ernesto Franco), pues se considera el peor pecado de la comunidad no guardarles reverencia absoluta a los superiores jerárquicos, y es él como rector del seminario y director fundador de la congregación quien acostumbra vigilarlo todo (incluso a los seminaristas bajo la regadera matinal), recibe todas las informaciones de transgresión y quien aplica los correctivos corporales merecidos (como hincarse semidesnudo soportando pesadas biblias sobre los brazos en cruz), quien se expropia a base de abyectas zalamerías los donativos de la señora millonaria María Rosa Alcérreca (Claudette Maillé) y quien, sin embargo, pronto nombrará a Julián, ante la envidia colectiva, como su Elegido, para acompañarlo en plan de sirviente personal los fines de semana a su finca de reposo michoacano, por una temporada dichosa, y así aprender de él la enseñanza de la Obediencia Perfecta, establecida como máximo ejercicio espiritual por el contrarreformista santo español Ignacio de Loyola, en tres etapas bien marcadas, que pasan por la obediencia imperfecta, comenzando por el cambio del nombre al de Sacramento Santos y atraviesan por la revelación del cura copulando con una feligresa, los azotes furiosos por el espionaje involuntario, la atención especialísima del sufriente padre Ángel necesitado de urgente descarga de sus testículos dolorosamente llenos, la práctica pederasta admitida ya sin ese pretexto medicinal, pero premiado con una fina estampita piadosa (si bien idéntica a las que luego descubrirá Santos en los casilleros de varios de los condiscípulos que alguna vez fungieron también como Elegidos), y el enamoramiento románticamente playero con el autor de la abusiva iniciación homosexual, ya plenamente aceptada y vuelta placentera, previo a la melancólica ruptura amorosa con el incuestionable padre Ángel, aceptada con resignado estoicismo, sabedor de que otro bello chavo feliz vendría tarde o temprano a ocupar su privilegiado lugar.

 

La madurez pederasta glosa el caso escandaloso del padre Marcial Maciel (1920-2008), fundador de los Legionarios de Cristo y solapado hasta por el Papa hoy canonizado fast track Juan Pablo II (según reconoció su testaferro legal y sucesor al frente de la Iglesia Romana: el autorrenunciador exPapa Ratzinger antes rebautizado Benedicto XVI), con nombres en clave apenas cambiados (Ángel de la Cruz, Cruzados de Cristo que son legión), por lo que el relato retrospectivo inicia con un epígrafe de Loyola idealizando la máxima conquista espiritual (“Eres un báculo sin voluntad, como un cadáver”), prosigue con la entrega cardenalicia (por Dagoberto Gama en el papel de Norberto Rivera) de la sentencia vaticana que recibió un Maciel ya provecto (Juan Carlos Colombo) para el retiro a una vida de recogimiento en oración en su casco de hacienda de Cotija, Michoacán, y continúa con el reporte de las denuncias de algunos valerosos exlegionarios ya adultos (Arturo Athié, José Barba, Saúl Barrales) que se atrevieron a acusar públicamente a su antiguo violador y que aquí se funden en uno solo (interpretado por Alfonso Herrera) para que se confabule pacientemente con sus compañeros por teléfono (“Sé que va a tomar tiempo, cuenten conmigo”) y se coloque de adusto perfil barboncillo en las alturas para que arranque por sobreimpresión el oportunista asalto de sus traumáticos recuerdos infantiles, también concentrados en el personaje-síntesis de Sacramento Santos, sin posibilidad alguna de que el contenido de esos prólogos sean jamás retomados, ni siquiera implícitamente, por el discurso narrativo, lleno de cabos sueltos.

La madurez pederasta dosifica al máximo su vértigo retardado, en aplazamiento, lastrado e impedido, pues de hecho la cinta podría empezar en su tercer tercio, cuando aparece el letrero de la Obediencia aún imperfecta en su primera etapa, denotando ése y muchos otros problemas estructurales, pese a sus cuidados de pulcro cine industrial y académico que se toma cualquier tiempo de la tierra para delinear sus acciones, casi didácticamente (¿el didactismo del aprendizaje de la obediencia perfecta?), aunque sin conflictos psicosociales duros ni con verdadera densidad, sino sólo valerosos moderados, neotremendistas light y éticamente valederos, dando como resultado una obra dramáticamente de pésima estructura, verborrágica en el vacío y peor equilibrada, desperdiciando demasiado metraje en las despedidas y en los papalotes líricos y en las primeras impresiones escolares, atiborrándose de diálogos-cliché religiosos en in o en off y un exceso de overlaps píos (“Deseosos de cumplir lo que yo les estaba mandando bla-blá”), extraviándose en pretensiones de politizado thriller denunciador de trazo grueso dentro de la línea panfletaria contra la vesania de las hermanas magdalenas de En el nombre de Dios (Peter Mullan, 2002) con escenas seudo-shocking como el lavado de cerebro a la mamá de Alberto (Isabel Aerenlund) para que descrea del llamado de auxilio de su hijo o el cachondeo mental a una estatua de la Virgen María como si fuera Ana Claudia Talancón bajado el celeste manto sobre sus senotes sagrados (en El crimen del padre Amaro de Carlos Carrera, 2002), optando por las antípodas de la elocuencia docuficcional femicusadora del Agnus Dei, Cordero de Dios de Alejandra Sánchez (2011) o del vehemente antiencubrimiento ecuménico del ensayo documental Mea maxima culpa: silencio en la Casa de Dios de Alex Gibney (2012), refugiándose en una fotografía exquisita de Serguei Saldívar Tanaka dentro de espacios majestuosos hasta con grúas monumentales y en una música esquizofrénica de Alejandro Giacomán que pasa de grotescos coritos sacros con soprano a una agitación de cuerdas desatadas sin transición lógica alguna, supliendo la no-mostración elíptica de los preliminares acosos pederastas con deliberativos paseíllos perpendiculares a la cámara mientras suenan canciones de época tan descomunales como “Compasión por el diablo / Sympathy for the Devil” de Los Rolling Stones (¿tácita y carísima Compasión o Simpatía por el pobre diablo Maciel?) y “Popotitos” de nuestros exsimios Teen Tops al mismo excitante nivel sugestivo, llenando apenas el expediente del esquematismo superficial con simbolotes de pena ajena (el premonitorio perro muerto en la carretera, el sacrosanto lobo literalmente rodeado de borreguitos, las persecuciones desquiciadas en el kubrickeano laberinto verde de El resplandor de 1980), confundiendo la acerba metafísica de la indeterminación en el internado de Las tribulaciones de El joven estudiante Törles (Volker Schlöndorff, 1966) con cualquier suntuoso remedo de la escuela de magia de Harry Potter, conformándose con cierto rigor y sensibilidad en una morosa mecánica expositivo-descriptiva que nunca rebasa ni expresiva ni ideológicamente ese plano, ya que allí donde se requería del talento severo y de una aguda mirada a lo Michael Haneke, para poder trascender, sólo se encuentra una laxa acumulación de tremendos incidentes intrascendentes que se creen hipertrascendentes (que para eso están los fetichistas ahora también ligadores lavados de pies en el buñueliano Jueves Santo de Él, 1952), de banalizadores hechos medio nostálgico-romanticones (ese goce incomparable de enamorarte de tu abusador genital aventando conchitas en la playa) medio insensibles y predeterminados (esa fatalidad minada por desinvolucramientos inanes).

Y la madurez pederasta consuma las tres penosas etapas del estrecho camino hacia la Obediencia Perfecta: haces las cosas por amor a quien te lo pida, amas hacer lo que se te pide, y actúas y piensas como el que amas, o séanse, ya en la práctica: la pérdida de la identidad, el arrasamiento de la voluntad y la homologación con el agresor, para desmontar de esa manera “el mecanismo de control espiritual del adolescente seducido que debe agradecer a su violador la ofensa recibida hasta identificarse con él perfectamente y continuar el ciclo de abusos sobre discípulos nuevos” haciendo de una ruptura del “circulo vicioso” como la de Urquiza “una película necesaria” si bien “los excesos que muestra” “quizá palidecen ante la naturaleza real del personaje en que se inspira” (Carlos Bonfil en La Jornada, 4 de mayo de 2014), en cuya mente criminal o esquizofrénica jamás intentan meterse ni el behavourismo ni el conductismo viviseccionales dominantes, pero la falla consiste en que el relato todo lo ha envuelto en las capas de la discreción y la calma, pero también de la denuncia próxima a lo omiso, la autovictimadora complicidad parca y aseada, con lujo de impunidad, confianza en el otro, silencio cómplice y culpabilidad transferida / asumida, cual si estuviese respaldando la irreversibilidad fatal e imposible de esas etapas expuestas a la luz, en virtud de su aberración misma, sin mayor fuerza ambigua, ni vigor, ni indignación sagrada, ni rencor al pasado, ni siquiera algún tinte de cálida elegía en su oscurecimientos con ecos finales en la íntima tristeza reaccionaria y rememorante, tibia y autocastrada, como si de ese modo renunciase o disfrazara su tremebundismo inherente.

La madurez fugitiva

En Cumbres (Aurora Dominicana - Rayo Veloz - Eficine 226, 84 minutos, 2013), coloquial y severo debut como autor completo del comunicólogo-grupero neoleonés treintón Gabriel Nuncio (exproductor para Canana Films y de otros cortometrajes), con austera fotografía en blanco y negro del coproductor Israel Cárdenas (el experimentado realizador, junto a la dominicana Laura Amelia Guzmán, de las admirables docuficciones Cochochi, 2007, y Jean Gentil, 2010), la tibia clasemediera regiomontana apenas adolescente Miwi (Aglae Lingow conmovedora) es despertada a media noche por su estresado padre descompuesto (“Tu hermana tuvo un accidente”) en medio de gran agitación (“Papá, traes sangre, ¿qué te pasó?”) para pedirle nerviosamente (“Te vas de volada, tráete todo el dinero”) que lleve en la camioneta familiar a su hermana mayor Juliana (Ivanna Michel intocablemente rechazante) a la casa de la Tía Beba que habita en una ciudad cercana, pues la joven mujer, en estado de shock, es incapaz de manejar, pero ya arriba del vehículo, negándose a dar cualquier explicación aparte de vaguedades (“Nos peleamos”) y provista de un arma blanca (“¿Por qué traes navaja?”), exige ser primero conducida a la casa de su novio Santiago (Daniel Torres Moreno), adonde varias patrullas policiacas y una multitud de curiosos reunidos impiden a las chavas acceder, por lo que deciden dirigirse al inicial destino fijado, aunque tomando extraños atajos, permitiendo además, a regañadientes, que se les pegue al interior del vehículo (“No lo vayas a traer”) un inaguantable primo rapero verborrágico Daniel Danisaurio (Abdul Marcos), a quien se habían detenido a solicitarle un préstamo que él elude parloteando enredosamente por celular con sus cuates (“Necesito dinero, ¿tú también?, bienvenido al club”), y luego los tres prosiguen a la morada de la tía, enterándose por la radio y por periódicos hallados en un restaurante caminero de un feroz crimen pasional que también le costó la vida a un niño, dudando de continuar hacia la ciudad de San Luis Potosí o al legendario antes ansiado Real de Catorce, refugiándose perentoriamente las dos hermanas en la casa aislada del servicial amigo paterno Efrén (Sergio Quiñones), huyendo de un ya preciso acoso policial cada vez más cerrado, debiendo pasar la noche a la intemperie en una piscina vacía, recluyéndose en un granero, estableciendo lazos de afecto y entendimiento medio solidario medio ligador con un sobrino de Efrén llamado Noé y con otro amable chavo, terminando ellas por estar a punto de separarse, pero reencontrándose y abrazándose a media carretera durante un colosal embotellamiento nocturno, pero aprovechando cierta calma para hacerse confidencias sentimentales y, prácticamente extrañas entre sí, conocerse mutuamente un poco más, hasta hacer culminar su viaje en un bosque umbrío y en una cumbre solitaria, perentoriamente.

La madurez fugitiva va con notable sagacidad descubriendo poco a poco y, a medida que progresa esta forzada road picture de titánicos esfuerzos, la índole del delito cometido por la hermana emocionalmente perturbada y las razones del grave afán perseguidor del film mismo, cual pesquisa detectivesca paralela (análoga al redescubrimiento de las dos hermanas incomunicadas entre sí a lo Michelangelo Antonioni), mediante un dosificado bombardeo de información mediática y sensacionalista que incluye apenas atisbados TVnoticieros (con el cineasta Alejandro Aldrete haciéndola de lector de noticias), cápsulas radiofónicas y hasta titulares de tabloides amarillistas (“La bestia anda suelta” / “Amanecen muertos”), que contrastan con algún sarcástico letrero hallado en una tienda caminera (“Sonrían mientras podamos”), que van dejando rastros al tiempo que rastrean y rinden testimonio de un cerco policial que va cerrándose en torno a las chicas, que permite a la confiada morrita Miwi tan solidaria aún / aun sin tener idea clara de lo que está sucediendo (“Yo estoy segura de que ella no fue”) ocultarle datos fundamentales (como el deceso del propio exnovio Santiago) a esa arrebatada hermana querida y admirada (hoy patéticamente deshecha de amor y doliente culpa y desesperación) a la que en realidad apenas conoce (y viceversa) aunque convivieran en la misma casa, que corren a contrario sensu de la anagnórisis de las carnalillas entre sí ahora prodigiosa y diríase milagrosamente solidarias.

 

La madurez fugitiva pasa muy deliberadamente de la crónica de nota roja sobre un crimen brutal a la dulce novela rosa, de la confesa nota roja a la novela rosa inconfesable, de la auténtica nota roja alrededor del abominable caso criminal de Diego Santoy Riveroll ocurrido en un primaveral Monterrey hacia 2006 (en la zona residencial llamada Cumbres, de ahí un significado local del título del film) dentro un contexto de escándalo aún casi ingenuamente provinciano (poco antes de la desintegración del tejido social tras la calderoniana declaración de guerra contra el narcotráfico y del auge de las redes sociales en el ciberespacio) a la novela rosa sólo sucedida en el imaginario del relato, de ida y vuelta, con los sexos cambiados y multiplicados del protagonista a las heroínas, aunando la búsqueda legítima / ilegítima de la emoción fácil con la búsqueda ilegítima / legítima de la emoción sencilla, en suma, una nota roja víctima sonrosada de un pacto de novios hasta la muerte que se besan apasionados en medio del inicial plano estático que aglutina a la abigarrada concurrencia a un antro y verdugo blandengue de la multihomicida que es salvada por su hermanita al estar tentada de herirse con navaja una vena del antebrazo, una nota roja como pretexto para la eclosión de firmes y duraderas emociones profundas que acaban presenciando arrobadas los saltos sobre patineta de un chavo cordial y oyendo entusiasta las confidencias novieras de las hermanitas al fin fraternalmente hermanadas y contemplándose hacer monerías con chicle bomba cual efímeras pompas de jabón ideológico-sentimentales.

La madurez fugitiva usa, usa, requeteusa, rehúsa y abusa narrativa y formalmente de los planos cerrados, dentro del automóvil o afuera, en los refugios o hasta en el bosque, tornando hipotética buena parte del espacio exterior (a la manera antiestilística de El lenguaje de los machetes, Kizza Terrazas, 2011), convirtiendo sitios muy reales en sugeridos o virtuales, devorando y deglutiendo un millar de kilómetros que podrían haberse filmado en el mismo set difuminado; un abuso de planos cerrados como método observacional y como recurso maniaco y monotemático que nunca dice lo que cree decir o quería decir, volviendo irrespirable lo que debía ser solidario e intimista lo que pretendía ser agobiante, de manera indistinta.

Y la madurez fugitiva manosea, saborea y recrea el egregio tema de la huida de los amantes malditos, con tan culta estirpe hollywoodense / antihollywoodesca (Sólo vivimos una vez de Fritz Lang, 1937; Viven de noche de Nicholas Ray, 1949; Bonnie y Clyde de Arthur Penn, 1967; Amantes sanguinarios de Leonard Kastle, 1970), más allá de la regurgitación de sus lugares comunes prestigiosos (Profundo carmesí de Rip, 1996) y de sus reinvenciones juveniles a la mexicana (Voy a explotar de Gerardo Naranjo, 2009, y el mencionado El lenguaje de los machetes, ambas cintas curiosamente producidas por el mismo Nuncio), carcomiéndolo, domesticándolo, familiarizándolo, endosándoselo a las chavas en jadeante fuga más persecutorias que perseguidas, interiorizándolo, degradándolo mediante esa confraternización inesperada y gracias a una triple operación desdeñosa e inofensiva, de falsa aspereza, borrado y sabotaje sustancial, cada vez más lejanamente subversivo, para conseguir apreciar por fin, enormemente, el regalo de un CD popero autoral del primo indeseable, canturreando y fundiéndose ambas (antonionesca incomunicación cancelada) en la espesura boscosa de una cumbre transfigurada por la niebla del fatal destino compartido, la conclusión abierta y una elipsis dirigida hasta otro infinitesimal campo vacío, con cámara posada sobre cierto espectral árbol frondoso y, por montaje conclusivo en la naturaleza silenciosa, sobre sus ramas delgadísimas apuntando hacia la grisura del cielo, cual puntos suspensivos que están sustituyendo tanto al castigo diferido como al compromiso real de la ficción.