La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis periplosuicida

Cuando miras mucho tiempo al abismo, también el abismo te mira a ti.

El bello y sugerente epígrafe que anuncia al DVD e inaugura al film, ninguna duda debe dejar de la ambiciosa naturaleza del proyecto. Toda su naturaleza: vertiginosa, autorreflexiva, visualista, orgánica, reversible / irreversible y abismal. Nietzsche, nada menos, para abrir el apetito, efímero y perdurable, previo a la recortada recostada figura de protagonista adolescente recorriendo inmóvil, como sobre un lienzo en negro, la extensión de la pantalla-caballete, de abajo hacia arriba, o en dirección oblicua, cual asedio persistente y sideral / siderado. Sólo faltan inubicables detalles de El jardín de las delicias de El Bosco para remarcar que las visiones emergentes a continuación, de ninguna manera pretenden conformar ni un relato ni un retrato realistas, sino una fábula trascendente, pronta a situarse en lugares simbólicos, aunque edificantes, fuera del mundo, o localizables, como caprichos semirracionales semidesvergonzados, pero siempre irresponsables / responsables y azarosos, en un mundo interior, diseminado e intemporal, aquel que mugidos y rumores de agua en off ayudan a ubicar y desubicar enseguida. Previas a que las imágenes en blanco y grises de una pileta derramándose y su líquido creando un extraño jeroglífico en el suelo, se decidan a fijar, a definir, a transfigurar esos inventivos caprichos estéticos, curiosamente muy intuitivos en lo fílmico, pese a su esteticismo preestablecido y agarroso.

Pero aún en esas condiciones, incluso emblemática y tropológica, trama sí hay. Todavía en la obstinada adolescencia, el frágil paciente Jerónimo (Ramiro Guerrero) es abofeteado en el pasillo de un hospital psiquiátrico, a guisa de bienvenida y señal de egreso, por su hiperdominante madre enjuta Mercedes (Carmen Beato especializada en madre de caníbales y hoy de orates), antes de jalarlo en bata, conducirlo, arrastrarlo, a través de febriles restos fabriles y páramos de sueños oscuros donde alguien, acaso el mismo muchacho, gritonea de repente “No estoy loco”. Por ese camino, arribarán a la aislada casa familiar, donde una provecta Mercedes abuela (Marypaz Mata), archidependiente y casi robotizada, los espera, entra con ellos y se estaciona a un lado del televisor que sin parar escupe mensajes deístas (“Dios está contigo”) y narconoticias criminales, fungiendo dulcísimamente por ello como único lazo comunicacional de ese hogar amargo hogar.

Ahora vestido con camisa blanca albeando de limpia y restregando alguna ropita en el fregadero, el triste, silencioso, decaído y ensimismado Jerónimo permanecerá omiso a la dura esclavitud de su progenitora, que debe cambiarle los pañales en el baño a la anciana ya sin control de esfínteres, tanto como a otros afanes maternos para que el joven se enderece, para que se recupere pronto de la depresión profunda que le produjo (según se sabrá después) la muerte prematura de su sensitiva esposa Ana (Francesca Guillén) al pretender practicarse un aborto, y para que se confiese con un demasiado impaciente cura en el templo del lugar, aunque el hijo, a todo ello, preferirá hacerse abofetear por la rotunda mecanógrafa entusiasta y vulgar a quien de buenas a primeras le espeta “Lo único que necesito es tu útero” en el gabinete de un merendero, y luego intentará suicidarse, abriéndose las venas con una gillette dentro de la tina, y entonces gozar viendo cómo le brota sangre del costado bajo la camisa durante el resto del relato, cómo le expresa en vano su deseo de ser sacerdote a una religiosa (“Al fondo a la derecha por favor”), cómo labora en plan de obrero sin usufructo en una planta derruida y cómo se niega visceralmente a ser sometido por su atrabiliario pariente adulto pelón Nicolás (Omar Pérez Faisy), quien cuenta con total apoyo familiar para su virilista actitud omniamenazante y secuestradora asesina.

Se sucederán, entonces, diversas tentativas de Jerónimo por escapar a ese yugo materno-machista-doméstico, que lo harán salir de noche para rescatar e involucrarse sentimentalmente con el prostituto a medias transexuado Felipe-Samanta (Aldonza Vélez), que castamente le quedará agradecidísimo(a) por haberse preocupado y ocupado de ella(él), pese a las torvas actitudes y actividades siniestras de su pareja vengativa (Abraham Saldaña). Tentativas que lo impulsarán a burlarse y burlar al mundo con desafiante atuendo y maquillaje de payaso y mendigo astroso, paria víctima de los demás y de sus propias arideces. Lo impelerán a sacar del sanatorio-fábrica de tronados a un desnudo pero escarmentado y vencido Jerónimo padre (Mario Balandra) para alojarlo en casa, contra la oposición colectiva. Lo obligarán a sabotear el secuestro de una infeliz Sofía (Daniela Zavala) encadenada de pies y manos. Y en un acto de hartazgo desesperado, lo orillarán al exterminio del padre, la madre y todos los miembros sobrevivientes de su familia, reunidos en una fiesta mundana rojo frenesí, disparándoles a bocajarro con una sustraída pistola liberadora, haciéndolo recobrar por unos instantes, en su imaginario al fin desatado, memoria y plenitud, y a su añorada Ana, quien leía los deseos de su amado apuntados con escritura críptica en un libro abierto. Antes de las metamorfosis, la muerte voluntaria y la resurrección purificadora acojan por fin al hombre Jerónimo, coexistiendo con su otro yo (Germán Valdez III) y su engendro venturoso, un niño andrógino y divino, culminante.

El principio de la espiral (Insurrección Film - Deja Vu Cine - 3 Lunas Producciones, 108 minutos, 2010), anticonvencional ópera prima del cineasta independiente michoacano de 46 años también productor-director-guionista de tres provocadores cortometrajes escultóricos y sadianos Rafael Rangel (Int. 19, 2002; Peces de asfalto, 2004; Sangre circular, 2006), con guión sobretrabajado durante siete años por el autor en compañía de Beatriz Novaro y Paulo Riqué, intempestivamente distribuida primero en DVD y hasta después en (muy escasas) salas comerciales, rinde apretada y difícil cuenta de tan compulsivo periplo rumbo al suicidio, de tan aventureras y aparatosas, cuan contradictorias, difusas e incontables tentativas liberadoras, gracias a la contundencia de una plástica de pictórica energía, con crucial fotografía del debutante León Nik, sacándole el máximo partido al uso de la luz natural y a los faros de los automóviles de los técnicos o actores para iluminar las calles, así como a su personalísima concepción de la cinta como un ser vivo, añadiéndole algunos trazos de color deslavado al tibio blanco y negro reinante (muy en el tono de las fotogenias alucinadas del experimentalista francés de culto F. J. Ossang), al tiempo que, con preciosista contundencia, se torna anticipatorio de todo, cual prolepsis indeterminada, indeterminable e interminable, de un suicidio del que se parte y al que por ventura se desemboca, ese suicidio que pesa y pasa por cada episodio funesto y a través de cualquier vericueto, a modo de leit motiv o como culminación del arduo periplo, involucrado por entero, enfrascado en la búsqueda, por todas las sendas y no-sendas, de una khátarsis periplosuicida, como sigue.

La khátarsis periplosuicida se esfuerza por hacer una descripción y un cuestionamiento maniacos de la esquizofrenia. La esquizofrenia cercada, acosada, cazada sin cesar, recreada, reinventada, redefinida. La esquizofrenia doblemente incomprendida por los demás, porque vivida desde adentro. La esquizofrenia producto aberrante y ruin de la opresión familiar. La esquizofrenia a manera de algo más que gritoneo a la defensiva en el páramo destrozado. La esquizofrenia como idealización y espacio poético ideal. La esquizofrenia según el rechazo a la espiritualidad burdamente burocratizada. La esquizofrenia que hace cambiar diez veces de sitio por corte-salto de imagen en el sillón de la sala de espera al infinito. La esquizofrenia que rompe con el principio de identidad, sustituyéndolo por el de la espiral multiplicadora que aqueja sin remedio al jovenazo vulnerado por excelencia lo vierte en un Jerónimo con delirio suicida en la tina y lo convierte en alter ego de sí mismo, un tanto cómicamente más joven (Germán Valdez III inaugurando su personalísimo estilo de la exclusiva gracia de su abuelo Tin-tán), en un Jerónimo padre e incluso en otro yo hijo de sí mismo, el Jerónimo infante purificado. La esquizofrenia del dedo-ego brutalmente amputado y del reflejo en el espejo con toques de campana intimista. La esquizofrenia-desdoblamiento y la esquizofrenia-infortunio al final muy afortunado. La esquizofrenia-aventura y desventura a la vez del tiempo vital en su nacer y renacer indómito e incesante. La esquizofrenia suicidoabortiva o abortosuicida para afirmar la vitalidad de la vida, sus mareas in situ y su reflujo-reciclamiento imparable.

La khátarsis periplosuicida considera que no hay anotaciones ambientales neutras que valgan. Sólo tendrá que vérselas con perversas insinuaciones ambientales e invectivas argumentales, así estén unas y otras apenas esbozadas, como el niño que acaricia insinuante el piernón de la madre en una banca de la iglesia, como el transexuado en verdad inquietante con tetas y pene bajo la ducha, como el oleaje pintado sobre la pared (mural de Mar y Sol Rangel) que azota acústica y sacude emocionalmente la habitación claustral, como la refactura de embelezadas cumbres cancioneras-kitsch (“Perfume de gardenias”, “Sweet Dreams”) por cortesía del músico arreglista Pablo Kominik, como las cuatro frases triviales que profiere el héroe en una película de una hora y 48 minutos donde numerosos diálogos resultan altisonantes (“Nos van a chingar a todos”) o deliberadamente ininteligibles, como la carretilla con agonista o cadáver envuelto en sábana al estilo del teatro pánico de Arrabal, como el espionaje constante y la navaja afilándose sobre el rostro de la damisela amarrada como en película de horror gore o chili-giallo (tipo la insólita 24 cuadros de terror de nuestro consumado oficiante del género Christian González, 2008), como la pitonisa negra (Verónika con K) que lee en voz alta un trozo de la original Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll a una temerosa niñita acorralada, como los sagrados tiros a quemarropa antiedípicos / antiedipizantes / antisépticos que recurrentemente convocan deslumbramientos en blanco difuminante, como el ascenso por un campanario de la seudomujer con bebé en brazos y salvajes arrullos de tempestad, como el conclusivo balazo en la frente de la chava amada y el propio disparo luminoso por fin suicida consumado. Analogías, reciclamientos, reminiscencias religiosas (mal o aún no) resueltas.

 

La khátarsis periplosuicida navega vigorosa y trágicamente entre demasiadas aguas mezcladas. Como si su imaginario autoexcitadamente delirante y autoalucinado, ingenua y obviotamente transgresor, jamás se diera abasto. Entre las patas de los caballos más desbocadamente fílmicos. Entre el climatérico furor intrauterino de las pruebas iniciáticas en tropel y en abundancia ad nauseam de El Topo (1969) y La montaña sagrada (1972) del increíblemente gurú aún hoy Alejandro Jodorowsky y las Historias del desencanto de Alejandro Valle y Felipe Gómez (2000-2005). Entre el plan absurdo de refundar las figuraciones inconscientes de David Lynch volviendo crepusculares / augustas / augurales sus abigarradas y retorcidas pulsiones deseantes. Entre una gestación aquejada de un innato e inasumible egocentrismo-falocentrismo militante y contumazmente misógino (madre tiránica, falsa mujer agradecida, féminas orondamente reducidas a carne atormentada / hendida / ovillada). Entre las demandas de una estructura concisa y cíclica que debe atravesar varias veces por los mismos trayectos órfico-infernales (con el joven demente arrastrado, con su homólogo paterno, con el hijo del hombre). Y entre la obsesión del Origen que va de un equivalente de los caóticos niveles de El origen (Nolan, 2010) al surgimiento de un bebé cósmico como turbia turbulenta coronación de la vida en el universo tras las diáfanas fantasías del Kubrick de 2001: odisea del espacio (1966) o a los pliegues del nacimiento de un nuevo Christus (nombre con el que la ficha del film designa al retumbante recién nacido y asimismo título del nuevo proyecto ficcional en proceso / interruptus del realizador Rangel).

La khátarsis periplosuicida gusta de diseminar y dejar abiertos sus enigmas, asumiéndose en última instancia como un enigma ella misma y la película en sí. Pero, ¿a qué se refería el título alegórico-programático de la cinta? ¿Cuál es el Principio de la Espiral? ¿De qué Principio de la Espiral se está dando pormenor, o a cuál se está regañando o evocando? ¿Allí donde empieza la espiral, su fundamento, su plan, su función? Según el realizador: “Es el recorrido mental del personaje” (en conferencia de prensa reportada por Tania Molina Ramírez, La Jornada, 29 de enero de 2011). Ambigüedad o vaguedad absoluta. Escorias freudianas, desechos sagrados.

Y la khátarsis periplosuicida era por obra y desgracia el aferrado contagio sensitivo y sentimental de un mundo derrumbado en todo su derredor.

La khátarsis erodespertadora

Los sueños de la razón / sinrazón del despertar sexual engendran monstruos.

Apadrinado a su machista manera por el áspero camionero Chema (Ignacio Guadalupe) que como todos los burlones del pueblo lo hacen saltar (“Salta, Mingo”) aunque al menos lo instruye en la lucha carreteril contra el pecado a la mitad del mundo zacatecano (“Hacia allá los pecadores, hacia allá los santos”), y edipizado al límite por su vieja madre costurera vendepollos Graciana (Luisa Huertas) que todavía se baña con él en la misma tinaja del patio antes de dormir juntos en la misma cama, el veinteañero medio poeta medio niño perpetuo con dócil retraso mental Mingo (Hansel Ramírez) es asediado genitalmente durante su reparto de volátiles de casa aislada en casa solitaria por la descarada Doña Cata (Susana Salazar) y por otras insatisfechas hembras maduronas del lugar, con sexoaturdido hombre rechazante / rechazado o sin hombre, de las que el infeliz muchacho huye despavorido, porque babea tan romántica cuan abstinentemente embelesado por la linda chava chavocha Paulina (Paulina Gaitán) que le enjareta hasta dos boletos para su elección como reina de las fiestas lugareñas. Sin embargo, cierto inopinado día, rozando la prieta piel aún tersa junto al tirante del corpiño de su progenitora, el buen chavo deficiente experimenta las incontenibles pulsiones de la necesidad y el despertar sexuales, lo cual escandaliza a ésta, llamándolo sucio perverso, y de inmediato corre por consejo al templo del asustadizo e injusto Padre Justo (Eugenio Martínez), quien no encuentra mejor solución que enviarle por la noche a su tímida pero primaria criadita adolescente Licha (Iazua Larios), para que se encargue del enojoso trámite de la iniciación experta / inexperta, cosa que en efecto habrá de ocurrir, luego de torpes acercamientos y caricias bárbaras, sobre la paja de un granero, bajo la curiosa mirada espía de la vieja espontáneamente voyerista.

El detonador erótico ha sido pulsado y va a involucrar, alborotada y alborotadoramente, a la pequeña comunidad dizque puritana, en su conjunto. Guiado por su nueva beneficiaria carnal Doña Cata, quien le enseña una vasta gama de posiciones copulatorias, lo hace memorizar encendidos trozos bíblicos (El cantar de los cantares de Salomón) para recitárselos a solas o a la seductora hora ahora de excitar a sus amantes, y llega hasta a organizar largas reuniones semanarias para compartirlo generosamente con sus amigas so pretexto de chismosas sesiones jugando a la baraja, el cándido Mingo (“Cariñoso, detallista, muy trabajador”) va a convertirse, de la noche a la mañana, en un codiciado objeto sexual de todas las señoras del villorrio, y al exclusivo servicio de ellas, que se juegan sus favores al poker o por turno, o se lo preparan aderezado para banquete, como recompensa a su carismática y poética tesitura fantasiosa, trátese de la aún buenona torta del presidente municipal doña Inés del alma mía (Isaura Espinoza), la respetable abandonada del marido doña Juana (Lumi Cavazos), la esposa del mecánico zafio doña Eustolia (Ana Karina Guevara), o bien, ya en bola y tartufescamente, Rita (Elvira Richards), Olga (Julia Robles), Queta (Daniela Vash) y la provecta de pronto gozadora doña Chayito (Magda Vizcaíno). Mientras esto sucede el salivoso alcalde ruco don Zenón (Fernando Becerril) asediará con prepotencia de caciquillo envalentonado y subirá a su regia camioneta con todo y amiga chaperona a su atractiva ahijada, una y otra vez, abusando de sus derechos / deberes de padrino, para acabar violándola un mal día allí mismo y contando con el silencio de la mortificada chava, quien va a permitir que la responsabilidad recaiga en el afortunado / infortunado Mingo. Será entonces el airado padre de la muchacha ultrajada, el atrabancado lugareño Joaquín (Raúl Adalid), quien se encargará de castigar al falso culpable, encabezando al populacho-lobo enardecido en el linchamiento del cordero expiatorio, sin que nadie se atreva a intervenir en su defensa, ni su dolida exasperada madre Graciana que acepta la sugerencia del curita hipócrita para irse a rezar hincada por el alma del vástago en la iglesia, ni el venerado amigo cariñoso Chema que se conforma con atropellar justicieramente con su pick-up al verdadero culpable don Zenón para dejarlo clavado en una silla de ruedas por siempre, mientras el hijo aberrantemente adorado y el protegido aberrantemente dilecto es aberrantemente quemado y reducido a cenizas en la plaza pública.

La mitad del mundo, antes Pueblo caliente (CUEC - UNAM - Foprocine / Imcine - Gobierno del Estado de Zacatecas, 95 minutos, 2009), primer largometraje del brillante cortometrajista metaliterario excuequense de 46 años Jaime Ruiz Ibáñez (Don Chico que vuela, 1988; Agonía, 1991; Los maravillosos olores de la vida, 2000; Castigo divino, 2005) y séptima ópera prima producida por el CUEC para fogueo de sus egresados, es una de las más difícilmente definibles e indeterminadas entre ellas, porque, aparte del puro interés morbosón y por encima de cursilerías del tipo fin de la inocencia, alcanza cierto grado de diafanidad en forma y contenidos. Ha tomado como base la amoral, heterodoxa, interdependiente y triunfalmente delictuosa relación de la insólita pareja de asaltantes formada por una madre obsedida por su sepelio (Ana Ofelia Murguía) y su hijo deficiente mental (Silverio Palacios cuando joven) que tan brillante cuan divertidamente se consignaba en el cortometraje La caja (2003) del mismo realizador, para insistir en un uso múltiple del personaje de ese muchacho pueblerino con evidente aunque ligero retraso mental, pero ahora sí que con capacidades diferentes, porque “Mingo es el abrazo solidario, la risa, la nobleza, la entrega sin prejuicios; el amante estigmatizado que puede ser mejor que nosotros, los considerados normales; Mingo se convierte en el centro de los pecados de los otros, es el espejo de lo que no queremos ver y que juzgamos sin sentido; es el reflejo de lo que no aceptamos, y nos duele reconocernos” (Ruiz Ibáñez en entrevista con Jorge Caballero en La Jornada, 16 de enero de 2011), deseando inducir en el espectador, a través de esa singular criatura y de la cinta lúdica que a su imagen y semejanza engendra, una khátarsis erodespertadora, como sigue.

La khátarsis erodespertadora se dinamiza con humor recóndito casi invisible o en definitiva grueso e hipotético (“Hago cine de crítica social, pero con humor”: Ruiz Ibáñez dixit), se retuerce sin mayor eficacia cómica y se acartona eroteratológica y esperpénticamente a lo Tlayucan (Alcoriza, 1961) o a lo banalizadoramente promiscuosatírico de aquel Sexo por compasión (Laura Mañá, 1999) tan olvidado por híbrida causa hispanomexicana peor mezclada. En el momento en que el cine universal descubre (y se burla de) las bondades del sexo líquido, y aún al grito de “a falta de hombres, lo que caiga es bueno”, porque cualquier gallo es alivio para las nalgaprontas, el antes pudibundo cine nacional aún juega al inhibido / desinhibido, con los ojos vendados de la gallina ciega erotómana, y se ceba en el antinaturalista sexo antinatural y con culpa, suponiendo, hasta sus últimas consecuencias acerbas y masoquistas, que un individuo de capacidades diferentes bien despiertas y con cara de niñato que declama poemas, resulta un amante superior a cualquier hombre del pueblo que se considera normal.

La khátarsis erodespertadora deja a nivel de esbozo todos los temas que toca. Esboza el tema de la edipización extrema de la madre aberrada al inerme hijo ya bien crecidito, no demasiado lejos de la burdamente fina intuición caricaturesca en frío de La mujer de Benjamín (Carlos Carrera, 1991). Esboza el tema de la inútil ternura ardiente de las vidas en flor. Esboza el tema de la condición del subnormal en una sociedad ignorante y hostil vuelta instintivamente vesánica. Esboza el tema de la sexualidad desatada e incontrolable como fuerza devastadora de morales y resistencias: incontinente despertar sexual, convulsivo despertar sexual, fatídico despertar sexual, y ya estuvo. Esboza el tema del amor que se desquicia en los torbellinos del azar cruel por su imposibilidad de ser celular. Esboza el tema de la cruel masacre de la inocencia. Esboza el tema del hipócrita fanatismo religioso discriminador-explotador sexoclasista sin piedad con las mujeres desvalidas o fuera de su órbita caritativa de clase. Esboza el tema de la contravenida aspiración / tentación absurda a la santidad. Esboza el tema de la súbita promiscuidad compensatoria de las mujeres largamente insatisfechas y crispadamente antojadizas. Esboza el tema de la mofa a la candidez optimista transferida al disfrute sexual, según el afilado modo afilosófico voltairiano antiLeibnitz, o en un registro próximo al realista mágico garciamarcuzco de la increíble y triste historia del cándido Eréndiro y su falsa abuela desalmada, sita en algún protector relevo del legendario Macondo subfaulkneriano ahora a la Mitad del Mundo. Esboza el tema de la profanación, a un tiempo religiosa, pictórica y fílmica, con befa leve, shocking-light, medio lugarcomunesca, al cuadro de La última (es)cena de Da Vinci blasfematoriamente recreada con goyescos mendigos vejatorios por el churrealista Buñuel en Viridiana (1961), y con ese alucine del manjar humano armoniosamente compartido por el gulorgiástico punzante Ferreri de La gran comilona (1973) y el inefable Greenaway de El cocinero, el ladrón y sus cuates (1989). Esboza el tema del machismo rencoroso, siniestro, rampante y obtuso, hasta el colectivo trastorno obnubilado y exterminador. Esboza el tema de la naturaleza del prejuicio social en la incapacidad / posibilidad de realización del deseo cual es necesario y en plenitud. Esboza el tema de la educación erótica sobre la marcha admirable, hasta generar un zángano multiusos con facha de milagroso Don Juan encogido, cual San Mingo consuelo de las afligidas insatisfechas, y funcional destino de chivo expiatorio. Esboza el tema de la violencia soterrada, en apariencia tan dormida como la libídine de las señoras decentes del pueblo (perfectos ejemplos de una doble moral situada ahí donde la sexualidad se torna imaginación y erotismo); una violencia subrepticia, latente, arcana, en diversas ocasiones a punto de estallar y por fin haciéndolo hacia el tercio final de la lidia. Esboza el tema del pueblo retrógrada, estragado y enceguecido, perdiendo figura y compostura al convertirse en émulo de La jauría humana (Arthur Penn, 1966), capaz de linchar bajo cualquier pretexto canoense a un ente incómodo por diferente, sutil, delicado y ganón. Esboza el tema del Via Crucis cachondo hacia martirio en la hoguera, más cerca de alguna versión primitiva de La ejecución de Juana de Arco (siempre y cuando no se pase de la incluida en el Catálogo de Vistas para Cinematógrafo de Lumière) que de los gratuitos baños de sangre de Canoa (1975, de Felipe Cazals, el ya desinflado asesor nefasto del guión de Ruiz Ibáñez) con su muerte-resurrección al infinito aún ahoritita, en las encogidas llamitas añorantes de la ineptitud de El Santo Orificio o El Santo contra el Orificio de Ripstein (1973). Esboza el tema de la traición a la amistad en un remate aberrante con el acento puesto en la cobardía (individual, comunal / anticomunitaria), que ningún discurso (o no-discurso) remata ni puntualiza, ni desboca ni desemboca, ni concluye. Esboza el tema de la condena de un inocente, en la cauda de una interminable tradición nacional que incluiría a El lugar sin límites (Rip, 1977), un inocente con olvidable retraso cuya tumba en la Mitad de la calzada, y acaso del Mundo (o acaso del Mingo partido por la Mitad), será ornada por un colorido exvoto naïf.

 

La khátarsis erodespertadora se queda en un caleidoscopio de meros esbozos. Esbozos, esbozos, esbozos. Esbozos fabulescos sin moraleja ni esbozo embozado de lección moral alguna. Esbozos simultáneos y, sin embargo, dispersos, diseminados, carentes y reacios a cualquier verdadera densidad o profundo desarrollo psicológico. Esbozos que, como el habla fragmentaria de Nietzsche, “no anuncia nada, no representa nada; no es ni profética, ni escatológica”, pero “cuando algo se enuncia, ya todo ha sido anunciado, incluso la eterna repetición de lo único, la más vasta de las afirmaciones” (Maurice Blanchot en La entrevista infinita). Un tibio carnaval de esforzados esbozos, con overlap de poemas, sublime aparición femenina en cámara lenta, lluvia de plumas de almohada, huella de beso onírica sobre el cristal, profusión proliferante de mosquiteros y cortinas-mampara, encueres explícitos y colección de sexoposturas forzadas, porque la eterna unicidad de esos esbozos dicen el no-ser del devenir, y la no-repetición lo repite como la incesante cesación del ser (diríamos glosando en opuesto a Blanchot). Una verdadera metafísica antimetafísica y práctica impracticable del esbozo temático.

La khátarsis erodespertadora deriva del delirio más antidelirante. Con fotografía sin pálpito de Alejandro Ramírez Corona, edición un tanto cansina de Víctor Velázquez y una anticlimática música folclorosa de Armando Rosas sólo funcional en sus solos de oboe o con pianito sensitivo o en sus deslizamientos de cuerdas (pero jamás en sus tutti culminantes ni en su tema medio bobalicón “Devoraste la cereza”), sorprende que una idea tan delirante como la que gobierna y determina al relato, haya encarnado en una realidad tan parca, tan llena de oquedades ficticias, de ineficaces cambios de tono y caídas de ritmo. Que a partir de una idea tan apasionada y delirante como lo eran las vicisitudes monstruosas de un detonante despertar sexual en un pueblaco refundido y extraviado de hoy, se haya generado en forma y sustancia a una cinta tan alejada del delirio, en las antípodas de la contundencia y la excelencia narrativa de los cortos previos del realizador: una comedia dramática e insistente demasiado laxa, mediocre, casi inerte, sin vida, más próxima al significante vacío que al insignificante lleno. Lleno sin embargo, misteriosamente, de buenas presencias y actuaciones. El debutante consecuente Hansel Ramírez conmovedor en principio y al principio únicamente, Luisa Huertas sin nota falsa pero incapaz de superar a su viejuca intrigante de El crimen del padre Amaro (Carrera otra vez, 2002), Ignacio Guadalupe con ambigua bonhomía rústica muy postactor-fetiche de Juan Antonio de la Riva, Susana Salazar coagulando usurpadoramente la eroferocidad de aquella indomable Iselota Vega en busca de verga, Paulina Gaitán más ridículamente inalcanzable que Dolores del Río, Magdita Vizcaíno veteranísima enternecedora al reverdecer por la lujuria pasita-pasita y así sucesivamente. Una determinación de sobredeterminantes delirios indeterminados, dándoles la vuelta en redondo.

Y la khátarsis erodespertadora era por exceso de lucidez una cojeante fábula autoconsciente e inmoralista sin poder de convicción.