La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis oceanomonologal

Largas inspiraciones como alas de agua.

En el prólogo del prólogo, a solas y clavado en la rutina, el rubio barboncillo aspirante a dramaturgo Xavier (Xavier Villanova) tritura y machaca una dosis diaria de hachís dentro de su estrecho depto capitalino, mientras cielos translúcidos, el vuelo listado de aves marinas, su cuerpo recostado sobre el reflujo en la arena y hondas exhalaciones parecen prolongar su estado de ensueño vivido, del que sólo conseguirá arrancarlo el toquido equivocado de un despistadazo joven repartidor (Arturo Adriano) que equivocadamente insiste en hacerle entrega de una remesa de flores, precisamente en ese 14 de febrero, a él que, según se le hace recordar y asegurar, ni siquiera tiene novia. En el prólogo propiamente dicho, nuestro héroe solitario entra a un teatro semivacío y se sienta en cualquier butaca, donde se deja arrobar y seducir de inmediato, en grandes acercamientos visuales que remarcan el clásico aunque ya raro e increíble flechazo incontrolable, por los rojos labios y los ojos con pronunciada pintura azul de la carismática actriz principiante Isabel (Isabel Piquer) que pregona su condición de alma abandonada y su no pertenencia ni a sí misma, como un Mar en Fuga, idéntico al título de la pieza que está representando y tal como varias imágenes de la futura pareja Xavier-Isabel en traje de baño sobre una playa, viéndose fijamente desde ambos extremos del encuadre, o bien extendiendo un brazo desenfocado hacia el otro o la otra, simétrica e idénticamente alejadísimos en una terca profundidad de campo, incluso de ese modo persistentes, siempre sin poder acercarse el uno hacia el otro ni lograr tocarse, antes de penetrar acompasadamente en las aguas, en tanto que la enfática voz del programático monólogo de la mujer continúa escupiendo frases de ardor y despecho escéptico, acusando al hombre en concreto y abstracto, a toda la egoísta, prepotente especie viril, si bien confesando una promiscuidad traumática (“Yo poseo a todos los hombres del mundo”), y el varón invasor, antes sólo arrobado y contemplativo, tras un encuentro informal con ella en un café, teclea con más ardor que nunca en su máquina de escribir (“Tres meses sin verse”).

Tan autónoma, escaldada y arisca como el empoderado personaje femenino de su lapidario soliloquio escénico, Isabel está involucrada en una destructiva relación amorosa con su director teatral Carlo (Luis Esteban Galicia), harta, insatisfecha, por lo que no tarda en ceder a los avances de Xavier, extrañamente impactado y obsedido por ella, según le confía a su incrédulo burlón amigo Daniel (Quetzalli Cortés). Cierta noche de fiesta en el depto de ella, asiste él con una exnovia insignificante sólo para provocarle celos, se desentiende pronto de la otra, regresa y la toma por sorpresa cuando ella se bañaba y pasan una entusiasta, tórrida, satisfactoria noche juntos, pero, al volver a verse, Isabel se reconoce arrepentida de su impulso erótico y le manifiesta que ha decidido no continuar, hasta que, mucho tiempo después, acepta participar en la intensa obra de teatro monologal Ocean Blues, especialmente escrita para ella por Xavier y que él mismo se dispone a dirigir.

Durante el transcurso del montaje de la obra experimental, en la que trabajan creativamente juntos y colaboran en respetuosa armonía, la atormentada muchacha logra romper por fin con su anterior relación nefasta e intenta involucrarse con el atribulado Xavier. Fantasean con vivir juntos, incluso nupcias mediante o como desembocadura tardía. Sin embargo, las complicaciones sentimentales de su relación los dominan y frenan. Prefieren viajar, a manera de huida o sucedáneo, tanto a la playa como sin salir de su depto, gracias a unas tachas que él conecta con tal de darle gusto a ella y para sorpresa del buen amigo cómplice y testigo (“Pero si tú no le entras a eso”). Nada sustancial semeja mejorar no obstante al interior de los encuentros y desencuentros anímicos de ese naciente y tirante vínculo amoroso, aunque, aun así, su dinámica, prefigurada, expuesta, emblematizada y transferida al texto escénico por ambos urdido, apilado y enriquecido, continúa, sometidos los dos por igual al estira y afloja, al flujo y reflujo de sus impulsos en busca del amor por vías y con metas distintas, a los embates de una ola que los arrastra y sepulta, o a los pingües aplausos sobre el escenario.

Ocean Blues (Yellow Films, sistema digital RED, 90 minutos, 2011), sorprendente ópera prima muy inventiva en lo visual del egresado de la primera generación de la escuela del Centro de Diseño, Cine y Televisión y cortometrajista prolífico de 26 años Salomón Askenazi (Rabidondo, 2008; Gimme 5, 2009; Falafel, 2009, Onion Soup, 2009; Viruz, 2009, Ondas violentas, 2009), a bajísimo costo (250,000 pesos, uno de los más reducidos del cine mexicano actual o a secas), se inspira con inocultable explicitud en el monólogo escénico homónimo conjunto de los actores-directores-dramaturgos Xavier Villanova e Isabel Piquer, un monólogo escénico de 50 minutos del Café 22 que se incluye en su totalidad y que interpretaba y reinterpreta su propia actriz creativa bajo la codirección de su autor, como en la trama de la cinta, al lado de sendas improvisaciones en las que ambos intérpretes-creadores, vueltos sujetos y objetos, recrean diversos momentos y situaciones de su vida amorosa, real y sostenida en la existencia extrafílmica, siempre recurriendo con oportuna brillantez la presencia y la intervención del agua, al agua de la ducha o marina como elemento metafórico, o más bien, a la alegoría total del mar y enseguida del océano, pues según el código poético que proponen tanto la pieza como el film, explicitándolo, la relación amorosa es el mar y el monólogo un océano, los dos como Ellos Dos o Entre 2 (“Qué pasará en este grado de intimidad”), por lo tanto en persecución y consecución de una misma y única khátarsis oceanomonologal, como sigue.

La khátarsis oceanomonologal se propone de entrada como una historia de amor. Una compleja, desidealizada y nada convencional historia de amor, intensa y apasionada, pero apenas vagamente romántica. Una heteróclita historia de amor contemporáneo, una historia de amor que rezuma autenticidad y dificultad y malestar por los cuatro costados (uno por cada uno de los rememorados años vividos que ya habían sido utilizados para la pieza), una historia de amor demasiado específica para ser definible o abarcable. A través de ella cuenta varios meses de la vida de la pareja verdadera en la vida real, que recuerda e improvisa en función de su experiencia común verdadera, en efecto vivida. Una actriz independiente aún en periodo de hacer castings fallidos y un joven dramaturgo que ambiciona a tientas dirigir sus propias obras escénicas. Decididos a no tener hijos y viviendo a fondo la exigente mística de la creación teatral como una forma de ser y del Ser, recrean juntos los episodios de su existencia juntos, su mínima, pero particular e irreemplazable, historia de amor, a través de encuentros frustrados, impulsos, reencuentros, subordinaciones, desvíos, viñetas, sueños y elipsis. Los episodios que eligen contar, apenas serán eso, episodios, ni siquiera anecdóticos, intercambiables, donde no se vehicula ni se condensa ninguna tragedia, ni comedia alegre o dramática. En sus contactos sólo hay azar y espontaneidad, cero cálculo o deliberación. La reflexión y las inesperadas consecuencias vendrán después, de modo tan imprevisible cuan desasosegante y, a veces, devastador. Tampoco habrá letargos, ni aspectos o dimensiones hiperbólicas e hipertrofiadas / hipertrofiantes. Exclusivamente hálitos de vida, entropía pura, milagro del contacto y privilegio de poder conectar, enchufar con el otro. Pasmo e inquietud interior. Jamás un relato cronológico y construido de manera genérica, a través de atisbos, rebabas, ecos en la sensibilidad propia y en la ajena, puesto que los elementos que enrarecen la relación son los mismos que la alimentan y la exaltan, sin condena ni celebración algunas en los polos de su perspectiva, arrastrando el tiempo que gira vertiginoso en torno de ellos, trabajándolos, sacudiéndolos, atropellándolos, socavándolos como un mar en fuga perpetua como un océano de melancolía, un Ocean Blues de flujos y subcorrientes involuntarias.

La khátarsis oceanomonologal nunca se desgasta en meras apariencias realistas. Jamás se le ve el rostro a ninguno de los demás personajes-actores que acompañan a la pareja, prefiriendo mantenerlos parcialmente en fueras de campo, en cuerpo fragmentado, como si se tratara de un mundo deleznable, como los adultos del prodigioso Veneno para las hadas de Carlos Enrique Taboada (1984), pertenecientes a una órbita fundamentalmente ajena, tanto a los héroes como a la esencia de la trama, si bien con cierto grado de importancia como participantes en el drama. Tampoco se intenta armonizar el sentencioso tono declamatorio del monólogo con el tono espontáneo de los diálogos ultracoloquiales, y así las sentencias poetizadas del monólogo se reciben más bien como agresivos comentarios a posteriori, una reflexión sobre lo femeninamente vivido que descubren y expresan con terrible contundencia los verdaderos estados interiores de la mujer, en disyunción con sus expectativas y deseos (“Necesito que tú vengas a inundarme con tu mentira”), como meros indicios, que equivalen a revelaciones y develaciones.

La khátarsis oceanomonologal se ceba entonces en las huellas interiores de la búsqueda amorosa. En sus heridas y en sus pequeños logros instantáneos (“Quiero bailar, soñar juntos, vivir un amor perfecto”), convertidos en signos, fetiches ópticos, simulacros inductivos, para los que todo será epifanía e índole perentoria al mismo tiempo. La asfixiante y liberadora alternancia constante alcoba / playa en vaivén interminable. El deliberado dejar caer de la toalla que envolvía al cuerpo femenino, vuelto señal y símbolo de entrega. La plática en el café con cámara giratoria en torno a la pareja de comensales para inocularles una inquietud adicional: la que ellos pretenden ocultar hasta en ese trivial momento / memento. La actitud desafiante de la separatividad de los coloridos tenis enfrentados sobre la arena cuya verdadera condición de soledad entre dos será revelada por sus perfiles faciales con excesivo aire sobre sus cabezas como expulsándolos por el extremo inferior del encuadre. Los irónicos brindis por la soltería (“Me dejaste sin palabras, soy otro” / “Se lo dictaste al oído”). Los cortes subliminales y elipsis abruptas. Los telefonemas por celular con sus hablantes una y otra vez incluidos en el mismo encuadre en campo total, evitando tanto los convencionalismos del corte como los de la pantalla dividida. El sistemático recurso anunciado al desgarramiento en enfático vocerío de tangos tan desgarrados como la vida misma de la pareja. El leit motiv ligeramente añorante y sarcástico de la pareja vestida de novia, con largo vestido blanco y elegante frac, emergiendo cual Ulises de Godard / Angelopoulos de las oceánicas-adánicas aguas eternas, o perdiéndose en ellas.

 

La khátarsis oceanomonologal se estructura en un prólogo y seis capítulos. Todos ellos se presentan con rimbombantes letreros que citan de antemano sus contenidos tanto dramáticos como auditivos, trátese de los conflictos o choques simplificados entre 2, el vómito del ubicuo veneno acumulado, la enigmática araña, la noche de estreno en una isla desierta, o señalando de antemano la entrada / salida de los tangos llorones como no se habían escuchado desde el mejor Subiela kitsch (el supercursi desafiante de El lado oscuro del corazón, 1992). Todos ellos soportando los deslizamientos de corrientes subterráneas que hacen desarrollarse el relato en varios niveles alternativos que corren paralelo, superpuestos entre sí, sean oníricos, imaginarios, teatralizados, realistas o memoriosos, cuatro o cinco estratos a la vez, simultáneos y sucesivos, pero siempre ostentando su vocación de autonomía. El realizador prefiere llamar a esto, no una estructura a lo Resnais ni Duras ni a la Robbe-Grillet ni mucho menos a lo Fellini, ni alguna que invoque al medular Jacques Rivette improvisatorio escénico / vida privada (desde su fundacional obra maestra El amor loco, 1968, hasta Alto, bajo, frágil, 1997), sino, con mayor modestia frívola, una estructura a lo Quentin Tarantino (¿el de Tiempos violentos / Pulp Fiction, 1994, o el de cuál de los dos Kill Bills, 2003 / 2004?), netamente tarantiniana, antes de moda culta, hoy hipotética, con lo que ello implica de circulación de tiempos inasibles, retornos al pasado sobre retornos, transiciones y parpadeos que funcionan como guiños de ojo, sin procurar respiros, y como indicios de fragmentos suprimidos, que podrían dar lugar a nuevos episodios (o nuevos filmes dentro del film), insertados en el seno de una modélica estructura entrecruzada, una estructura circular en seis o siete segmentos separables y acronológicamente imbricados, una estructura a modo de cajas chinas sin subrayado de símbolos ni de alegorías, una impúdica estructura esquizoparanoide que parecería resuelta a autosabotear sus propias ideas, dispendiosa por que puede secretar intuiciones audiovisuales para dar y regalar.

La khátarsis oceanomonologal entra de continuo en éxtasis. Un éxtasis que se vale del estatismo (y del extatismo), formidablemente plasmado por la palpitante fotografía de Rodrigo Sandoval, sólo como una dinámica de la sensualidad provocativa provocadora. Un éxtasis hecho de expresión corporal, de una actriz particularmente atractiva en su corto vestido negro riveteado en rojo, con cuerpo sinuoso, dúctil y flexible, bailoteando en su mismo lugar, retráctil, culebreante, acaso como su carácter y la suerte de sus relaciones mismas. Un éxtasis que va a culminar en la toma de éxtasis (tachas) como insuperable acto de amor (“Tú no te metes eso”, le dice al protagonista su amigazo Daniel), sentaditos ambos contendientes-viajeros en sillones al lado de una mesita con dos diminutas pastillas predispuestas en apariencia inermes e inofensivas. Un éxtasis sondeasecretos personales, con edición insaciable de Kurt Cohen más el propio director, al servicio de una música distanciante y desbordada (en principio original de Daniel Lazo, pero no únicamente), para mejor alcanzar las cimas y las simas paroxísticas de la pareja ofrecida. Un éxtasis a contracorriente y en contraste con esa relación amorosa fincada sobre traumas anteriores, lances e impulsos fallidos, donde cualquier sospecha sin fundamento sería suficiente para poner en marcha mecanismos despiadados. Un éxtasis que compensa herencias de vacío y el arrastre al desespero y la traición / autotraición (“Nadie dijo que esto sería fácil; sin embargo, es necesario”). Un éxtasis que está directamente conectado con la metafísica del actor nato, en acto, en potencia y en impotencia, condición cambiante, su capacidad inventiva, sus desdoblamientos incesantes, su entallamiento imparable, su insatisfacción profunda e insondable, su otorgamiento en espectáculo para satisfacer necesidades recónditamente subjetivas, su idealismo objetal, su martirio. Un éxtasis de forzados cambios de luces sobre fondo de cortina roja circundando a la figura inmóvil de la actriz retadora que usa el micrófono cual arma punzocortante en la mano al decidir muy deliberadamente a desplazarse en el escenario, como un calvario vertiginosamente petrificado donde sólo habrá de sentirse la agitación de los meandros más frágiles de la intimidad vulnerada. Un éxtasis con un elemento perpetuamente fijo a hacer rabiar y otro abismalmente giratorio (solos, abrazados: “Fluyo dentro de ti”, “No hay espacio, no quiero que las cosas se muevan”). Un éxtasis que remite a un caprichoso poema-thriller del gato y el ratón donde Isabel clama mientras Xavier observa y ronda. Un éxtasis abocado a arrancar una simple escama a la dura piel de la naturaleza del misterio amoroso, sabiéndolo imposible de ser desentrañado en su totalidad, antes de sucumbir en el fragor de la intoxicante ola irrevocable que zarandea y ahoga a los héroes (cual vislumbre tangible del sedimento de sus malas relaciones y configuración de sus propias estrategias-obstáculo), a su propio ensimismamiento en sustancia vencido.

La khátarsis oceanomonologal plantea en forma radical el conflicto disyuntivo entre realidad y ficción. De hecho, los Xavier e Isabel de la película pueden ser o no ser los mismos que forman pareja en la vida real, o quienes pergeñaron el monólogo arrasante del cafetín, o los que se prestaron para revivir algunos episodios de su historia de amor y de su existencia en común, o los que ofrecen impúdicamente en espectáculo algunas minucias de su intimidad, o quienes fueron y siguen siendo arrastrados por la ola. Desde este punto de vista Ocean Blues sería la película más argentina moderna del cine mexicano actual, al nivel de En el futuro de Mario Andrizzi (2010), donde una colección de parejas verdaderas se besaban sin término y espectros-personajes de cine fragmentario resucitaban episodios por ellos vividos, o sobre todo Invernadero de Gonzalo Castro (2010), donde el novelista peruano-mexicano allí subrayadamente manco Mario Bellatin se interpretaba (y no) a sí mismo, en una especie de prolongado y sinuoso psicodrama-homenaje en apariencia trivializante, al interior del cual el escritor interactuaba con una falsa familia patriarcal por él jamás formada, y así. Juego de espejos rotos, prolongación de postulados teóricos en acto, desfase formalista extremo de un día a día transferido, todo ello abocado a “capturar una belleza extraordinaria en los pliegues de la vida ordinaria”, para redundar en “una paradoja y una condición imposible, aunque metafóricamente poderosa” (según certero texto del programador porteño-cordobés del festival FICUNAM Roger Koza). O bien, “rutina cotidiana, pensamiento, manualidad, relato autobiográfico, trabajo excepcional y una metafísica improvisada que a veces es elixir y a veces droga para pesadilla. Todo en el pequeño mundo expansivo, como son casi todos los mundos mexicanos” (según otro texto sobre Invernadero, ahora del hiperlúcido y lucidor Diego Trerotola, publicado en la última edición impresa de la revista por veinte años legendaria El amante, número 236, febrero de 2012; sin miedo a convertir este libro en La kirchneriana del cine mexicano), para sublimar cinematográficamente una mostrenca performance molecular.

Y la khátarsis oceanomonologal era por elección categórica una película-objeto que llena la vista al tiempo que embiste, desconcierta y socava por su realidad fundida (o embalsamada) con la ficción.

La khátarsis clonidentitaria

Hipertecnológicamente crucificado, sólo para reiniciar su martirio.

Con cadenas en los tobillos que resonaban al ser forzado a caminar por los pasillos tenebrosos de la prisión y ostentando un espectacular tatuaje con dos carotas a modo de águila pectoral, puesta al descubierto tras tijereteársele su camiseta una vez obligado a extender los brazos en forma de cruz sobre una plancha para ser evangélicamente izado junto con ella, previo a que los azulosos audífonos translúcidos más los líquidos de una serie de tubitos coloridos hicieran su inyectada acción letal, un joven reo peludo (Kuno Becker de arrastrada figura deshecha) ha sido ejecutado entre la parsimonia y el lujo de crueles detalles, a semejanza del restallante overol rojo frenesí del sacrificado, mientras se escuchaban ecos del Salmo 23 en tesitura funeraria. Pero muy poco después, al filo de una tremenda tormenta que azotaba la inmensidad boscosa vista desde los aires y que ya había derribado cierto helicóptero a medio vuelo, una rapada criatura idéntica al ejecutado precoz (Kuno Becker de impresionante figura desarticulada) habrá de aparecer en terrible indefensión por las inmediaciones de la cabaña de reposo del eminente psicoanalista Dr. Jaime Alexanderson (Álvaro Guerrero de timorata efigie arrinconada), luego de que otro prófugo más entero, quien podrá ser identificado en un episodio subsecuente bajo el apelativo del proscrito de inmediato recapturado David Tapia (Mario Cardona), le haya robado al académico su camioneta, para salir huyendo en estampida y dejándolo a merced del temporal, perseguido por una cámara giratoria que primero habría de inmovilizarlo, sin dejar de oír en off el bombardeo de los avisos preventivos contra ese omnipresente huracán nivel tres.

En blanquísimos paños menores, tiritando de frío, afeitado su cráneo al ras, pálido, demacrado, carente de cejas, malherido, asustadizo como gato escaldado, con largas cicatrices a lo largo del esternón y sobre el bajo vientre, amenazado aún navaja en ristre, presa de dolores en aumento y de un shock que le ha hecho perder casi la noción misma de la realidad y completa la memoria, pues sólo recuerda imágenes, entre ellas la de una linda muchacha de nombre Mónica (Kendra Santacruz) malocultándose debajo de una sábana, el infeliz va a ser socorrido por el facultativo psicológico, quien además decide ayudarlo, generosamente, pese a encontrarse en plena crisis por el trágico recuerdo de la muerte de un hijo y por la separación conyugal de su colega doctora aún guapa Sofía (Claudette Maillé), pero a la que acabará recurriendo de emergencia, tras desafiando la tempestad con su camioneta policialmente recuperada y arribar por el ingreso a urgencias al hospital donde ella presta sus servicios como cirujana, junto con el bondadoso gordo mejor amigo de los dos, el Dr. Helmut (Carlos Kaspar), aunque sólo sea para enterarse de que el personaje auxiliado no figura en ningún registro del Banco Mundial de Información Personal (“No, no aparece en el registro, no puede ingresar”), lo que en esa sociedad del futuro inmediato resulta peligroso, ya que se considera un delito o un crimen, por lo que ambos, psicólogo y paciente, deberán salir en fuga, siempre seguidos y perseguidos por agentes federales particularmente encarnizados, iniciándose así un sinnúmero de penalidades conjuntas y toma de riesgos.

Vicisitudes riesgosas teledirigidas y acosadoras de las que apenas ellos mismos son conscientes, pero que le costarán la vida al bien dispuesto doctor pícnico Helmut, por haber descubierto, al lado de su sobreviviente ayudante de gruesos labios carnosos Ray (Alexandra de la Mora), que el ahora fugitivo presentaba huellas y cicatrices de extirpación de sus órganos vitales (corazón, hígado, riñones), aunque no impedirán que en el locutorio de una cárcel de alta seguridad el buen Dr. Jaime consiga interrogar (“Yo digo cuándo terminamos”) al escarnecido preso que viajaba al lado de su protegido carente de identidad (“¿Y qué, por qué tanta curiosidad por él?”), para enterarse de algunos pormenores de su internamiento contiguo (“Siempre lo tuvieron aislado, decían que llevaba años allí”). Tampoco lograrán frenar la indagación de que el muchacho se halla registrado en varios sanatorios con distintos nombres, ni disuadir otros recabados de información, ni bloquear el enfrentamiento de nuestro intrigadísimo héroe jeringas en mano con el corrupto Dr. Castañeda (Julián Sedgwick) que sometía al paciente a sucesivos experimentos prohibidos para efectuar la clonación de sus órganos, por orden del poderoso empresario supuestamente filantrópico Mateo Wilkins (un Carlos Bracho septuagenario todavía erguido e intimidante), muy por encima del gobernador untuoso (Emilio Guerrero), el jefe de seguridad armado hasta los dientes (Guillermo Larrea) y sus diligentes guaruras bestiales (Omar Ayala, Marius Bigai), no obstante ello también encarado a continuación por el valeroso Jaime, consiguiendo conocer por fin la verdadera identidad de su protegido, un tal Christian, estudiante desquiciado en apariencia amoroso e inofensivo que en un incontrolable arrebato erotanático asesinó a su novia Mónica al lado de otras jovencitas, o sea, la guapa hija de Wilkins y dos de sus primas, por lo que el anciano magnate ha empeñado largo tiempo en vengar esas muertes, haciendo liquidar legalmente y enseguida resucitando al despreciable sujeto, sometiéndolo a la clonación de sus órganos y obligándolo a padecer la experiencia de ser ejecutado, en tres ocasiones, una por cada una de sus víctimas gratuitas.

 

Sabedor de estos hechos y revelada la identidad de su protegido, Jaime correrá al rescate de su exesposa, a solas con el realmente peligroso individuo en la cabaña del bosque, para hacerlo así sufrir, in extremis salvador, a certeros balazos nada hipocráticos, disparando a dos manos una pistola escuadra plateada con los ojos cerrados detrás de sus gafitas, su Última Muerte.

La última muerte (Lemon Films - Costa Films - Aleph Media - Fidecine - Eficine, 104 minutos, 2011), costoso film costroso del aspirante a autor completo regiomontano debutando en grande David Letxe Ruiz, contando con un guión trabajadísimo en equipo tumultuario encabezado por él mismo, al lado de Karen Chacek, Gaël Geneau, Patricio Saiz, más los invasivos / atropellantes coproductores Fernando Rovzar y Alexis Fridman, acaso como medida de auxiliadora ayuda preventiva al novato y ejercicio de anticipada supervisión colectiva, se filmó en Buenos Aires y en DF, siempre a la búsqueda voraz de locaciones futuristas en estricto presente a lo Alphaville (Godard, 1962) o El vengador del futuro (Verhoeven, 1990) y de escenarios hipertrofiados. Roza y secreta elementos de ciencia-ficción. Pero funciona en su conjunto, más que como una cinta genérica o un especimen brillante en ese campo, como thriller sofisticado o una fantasía futurista, no muy lejos del film futurosegregacional muy apenitas De día y de noche de Alejandro Molina (2010), aunque con mayores pretensiones aventureras y aspavientos, su contundencia expresiva y minimal. Sin embargo, en virtud de la dirección de arte de Florent Vitse y Patrick Pasquier, trátese de fondos y cruces por caprichosos edificios-colmena, o de enfrentamientos verbales en locutorios carcelarios con cúpula e investigaciones veloces mediante transparentes pantallas virtuales desplegables con un dedo marcador, o de la detección de enfermedades y afecciones con un mero escaneo, o de spielbergianos ámbitos enrarecidos, jamás dejará de proponerse como propósito fundamental el juego de permutaciones fétidas de una misma khátarsis clonidentitaria, como sigue.

La khátarsis clonidentitaria expresa de inmediato y en firme su duro deseo de clonación por medio de clichés. Se basa profusa y casi señorialmente en clichés: los clichés del neothriller psicológico paranoico y de acción violenta al uso rutinario actual, tanto en el cine como en las series televisivas (“Me la paso viendo Discovery y NatGeo, me encantan los documentales, las ondas de ciencia ficción, y cuando veía que a un tipo lo sentenciaban a 400 años de prisión y cinco cadenas perpetuas, me parecía ridículo porque evidentemente no tenía la vida para cumplirlas; así que pensé que me encantaría sumergirme y profundizar en ello”, explicaba el director-guionista a Minerva Hernández, en Reforma, 27 de enero de 2012). Cliché del ente que aparece de súbito, como surgido de la nada. Cliché del sujeto que ha perdido la memoria pero asaltado por imborrables recuerdos traumáticos. Cliché de los recuerdos atenazantes y amenazantes, si bien apenas subliminales, gracias a una serie de flashes mentales que van tomando forma a lo largo del relato, pero que acabarán tomando forma en alguna atroz secuencia-shocking ya en la recta final. Cliché del hombre maduro a punto de pudrirse de buena voluntad en aguda crisis individual, a causa del repudio / separación / divorcio forzoso de la mujer aún amada o por alguna pérdida irreparable, o por las dos razones. Cliché de las avasallantes y omnipresentes e irreductiblemente fuerzas policiales ultrapertrechadas, en última instancia bienhechoras y benditas como potencias calderonistas, con ánimo y permiso de irrumpir en todos los ámbitos privados (como una cabaña o un hogar) e incluso sagrados (como un hospital irónicamente llamado del Sagrado Corazón). Cliché de la engañosa inermidad en el seno de un sistema ordenado que de pronto se descubre un régimen policiaco, abusivo y totalitario a la defensiva. Cliché griffitheano ancestral del incólume salvamento en el último minuto. Clichés asumidos como marca de fábrica y sello inigualablemente personal por una megalómana compañía productora (Lemon Films de los ambiciosos hermanos Billy y Fernando Rovzar) que había fracasado en ese mismo terreno genérico con un primer copro mexicano-gaucho veloz (el infumable Sultanes del sur de Alejandro Lozano, 2007, con sólo una buena secuencia-cliché inicial: la del cronométrico robo del banco chilango), tras haber demostrado mayor originalidad en otros géneros menos frecuentados tipo el eficaz horror doméstico (Kilómetro 31 de la flor de un día de Rigoberto Castañeda, 2006) o el subthriller abiertamente satírico que jamás se toma en serio y ni siquiera se la cree (Matando cabos, del mismo Lozano, 2004; Salvando al soldado Pérez, de Beto Gómez, 2011). La última muerte elabora así un repertorio de los nuevos pero muy antiguos y persistentemente eficaces clichés en el hartazgo, la metafísica y el delirio, sin conciencia ni autoconciencia manifiestas, informes, enfilando hacia una feria del cliché, hasta la sustitutiva falta de imaginación, o la imaginación roturada y rotulada, la reiteración de la reiteración, el espejismo de lo previsible como hallazgo, y el tedio más implacable del mundo.

La khátarsis clonidentitaria se paga, ya en el estribo, el lujo de convertir en clichés el meollo / dispositivo / dinámica de su estructura narrativa. Cliché de la hipocresía y la doble moral como únicas posibilidades de conducta establecida, incluso en ese universo donde ya no circula ningún dinero. Cliché de la ambigüedad de todos los comportamientos y la evolución de éstos por la fuerza de las circunstancias, al cabo de numerosas situaciones límite que transformarán por prodigio zoológico a los corderos en lobos, tras haber sido demasiado tiempo perros de paja, y a los lobos en corderos. Cliché de las volteretas éticas a propósito del hombre bueno que termina convirtiéndose en máquina de huir y matar, de la aparente víctima que oculta dentro de él al peor de los verdugos desalmados, o del filántropo de fachada cuya auténtica naturaleza es la de un encumbrado criminal público tan abusivamente autoritario cuan justicieramente vengativo, sin que la trama se arredre en exceso por el despectivo alcance social / antisocial de ellos.