La justeza del cine mexicano

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La justeza del amar es planteada por Ramírez-Suárez como un movimiento del ánimo cinematográfico que quiere eliminar cualquier forma de cinismo y toda huella de prepotencia falocrática, sin saberse amenazado tanto por el discurso-sermón en sí como por un neopuritanismo amatorio para sí, y algunas desmesuras más. Desmesura subjetiva del lamento apenas secreto por la frustración de los escritores fallidos o autoestériles que se van quedando en el camino. Desmesura social del universo que gira sobre el disfuncional artificio imposible del mundo publicitario como superficialidad extrema y lugarzazo común emblemático de la cinecultura yupi / posyupi y de la imbecilidad cotidiana. Desmesura seudosensual con cargo a simulación de cogidas, habitualmente con calzones, contra el escritorio o en el sillón, o bombeando desde el background a la rorra chavocha bien gozadora, que contrastan con el lenguaje desinhibido (“La espuma no escurre como el semen escurriría”). Desmesura interpretativa de actores debutantes compartiendo el privilegio con actores ya muy experimentados incluso de tercera vuelta. Desmesura plástica con base en una solvente cine-fotografía funcional de Luis Sansans Arnanz. Desmesura acústica al condimentar e invadir, o incluso desplazar o subordinar, la trama sin ton ni son a los caprichos de una ultracomercial banda sonora retacada con canciones ilustradoras o tautológicas sólo a veces irónicas o en contrapunto pasional de los singulares grupos y solistas regiomontanos Chetes (“Querer”, “La primera vez”) y Myriam (“Me lo pide la piel”), así como de los chilangos Kudai (“Abismo”), Zoé, Edith Márquez y Kerigma. Desmesura estructural de su atropellada e inane “colección de viñetas, de cuadros a los que les falta alma” (Andrés Bermea en su reseña de Amar como “una cinta atrevida” en la sección “¡Hey!” de Milenio diario, marzo 7 de 2009). Desmesura disfrazada de una recoleta prédica antisexual.

Cinco historias más entrecruzadas que unidas no hacen una sola. Cinco formas del advenimiento del amor o del amor que puede durar toda la existencia o muy poco. Porque, luego del despido de Joel por una encabronada Patricia y del entierro de Doña Concha, Gabriel se ganará la confianza de su mujercita para copular sabrosamente por fin con preservativo y Carlos le asestará un liberador puñetazo a su jamás amado padre contrito en la azotea confidencial para hacerse digno emulador de los viejos amorosos y ganarse el himen de su anhelada Susanita. Así se hacen todos acreedores de la justeza del amar (y del desamor y la soledad reflexiva a puñetazos), esa justeza del amar se encuentra inmejorable y en realidad conmovedora, sin embargo, otra vez paradójicamente, en una secuencia de íntima desmesura, que vale por todas las escenas baldías de Amar: el viejo Benito / Chabelo ascendiendo a lo sublime al recitarle, intensamente enardecido, el fino texto de una canción de Agustín Lara al féretro de su amada inmóvil (“Solamente una vez / amé en la vida / solamente una vez / y nada más / una vez nada más en mi huerto / surgió la esperanza / la esperanza que alumbra el camino / de mi soledad”), un proferimiento sostenido que desafía y vence todos los ridículos conminantes posibles. Por contraste con esa delirante secuencia podrá deslindarse mejor que la película ha puesto en acción más situaciones y mecanismos subconceptuales de los que necesitaba y realmente podía manejar, disponer, desarrollar, valorar y controlar.

Y la justeza del amar era ante todo la evidencia y el don de un amor que no se otorga aunque ambos contrayentes / contendientes se derritan de amor el uno por el otro, una condición abstinente dentro de la cual cada personaje que interviene representa una individual manera exclusiva de no-amar.

La justeza de la aceptación

Aguafuerte y aguacero a un tiempo, pero aguafuerte de agua (él) y fuerte (ella) y aguacero de agua (ella) y cero (él).

Un triste adulto cuarentón y una lastimera adolescente de 19 años, los dos personajes principales del oneroso e inesperado fiasco comercial-melodramático Enemigos íntimos de Fernando Sariñana (2008), van a coincidir en cuartos contiguos y habrán de agonizar, solitarios o en tumulto, con numerosos congéneres y homólogos que se ignoran, al interior del lujoso hospital con helipuerto Médica Sur de la moralmente desmoronada ciudad de México.

Por un lado, el varón del cuarto 83 es el hasta hace poco archiseguro arquitecto internacionalizado Álvaro Beltrán (Demián Bichir aún con arrestos espásticos de su Fidel Castro suprahollywoodense), cuyo mundo personal se ha visto derrumbado de súbito, tras ser internado por problemas de próstata sangrante, si bien secretamente pensando superar esa impotencia de todos tan temida (“Por eso no se me para” / “Ahí te quedas con tu hoyo”); ir a dar alegremente al quirófano para que el doctor cuate José Luis (Marcelo Buquet) lo someta a una operación a las 7:30, detectársele un tumor maligno en el riñón derecho, ser atendido por la infeliz enfermera muda Blanca (Dolores Heredia) con sufrida madre diabética (Luisa Huertas) que obsequia impaciente el impoluto velo parisino nupcial de la abuela e inescrupuloso novio taxista machín carimarcado Nacho (Roberto Sosa) que sólo desea tirársela pa’ pronto; recuperarse mínimamente, quedar más impotente que nunca, perder repentinamente el cabello gracias a un severo tratamiento de quimios y radioterapias, y pronto, por si fuera poco, agonizar rodeado de sus innumerables seres queridos, aunque más bien indiferentes, a causa de agudos conflictos personales: su quisquillosa esposa aún guapa de elegante pelo lacio Rebeca (Verónica Merchant), ahíta de culpas porque se descubre embarazada del amante que sin embargo la quiere a la buena Esteban (Daniel Martínez); su hijito autista Nico (Fernando Trujillo), que se la pasa haciendo figuritas con un sistema de bloques plásticos Lego y jugando con ellas; su fallido hermano drogadicto seudoescritor Raúl (Lenny Zundel), incapaz de superar un superlativo sentimiento de hijo rechazado; y la madre sexagenaria común, la egoísta y abandonada fotógrafa de arte Esther (Blanca Sánchez), quien ha sufrido el repudio del anciano padre ya con dificultades en el habla (Hugo Stiglitz) para rápido sustituirla con una exigente amante joven (Fabiola Campomanes) que, por supuesto, acertadamente, faltaba menos, lo explota y desprecia.

Por su parte, la chica agonizante de al lado es la estudiante universitaria pobre Mariana (Ximena Sariñana vuelta sonrosada cantantita famosa para ahora apoyar paradójicamente la declinante obra fílmica de su papá exPigmalión) con madre preocupona profesional (Zaide Silvia Gutiérrez), hermanillo menor protectoramente ambiguo Octavio (Sebastián Sariñana) y brillante novio guapetón Mauricio (José María de Tavira) que prosigue sus estudios becado en España y a quien ella recibe de jubilosa visita cogiéndoselo contra el lavabo en un mingitorio del aeropuerto, ya proponiéndole él llevársela consigo, pero luego de marearse inopinadamente, desvanecerse cuan corta es, y ser sometida a espectaculares análisis clínicos y tomografías para descubrir que tiene un tumor cerebral, la muchacha decidirá callarse, ocultarle estoicamente la funesta noticia de sus padecimientos a su compañero amoroso, darle falsas pistas, inventar exámenes y urdir otros pretextos para dejar de verlo, largarse a pasar sus últimas destrampadamente tristes vacaciones en la playa con reventadas amigas traviesas (“Vamos a desnudarnos todas”, gritan antes de arrojarse al mar), ponerle a un atractivo ligador playero (Fernando Noriega), reñir con el intempestivo enamorado sempiternamente sorprendido, desmayarse junto a las sillas de lona, ser hospitalizada de urgencia y quedar en impronosticable estado de coma, yacer durante días conectada a un artificial respiradero clínico, prestar involuntariamente su cuerpo inmóvil como caminito al avión de juguete hecho con su Lego por el ensimismado Nico y por añadidura servirle como objeto voyeurista al más superazotado arquitecto al rape de su vecindario terminal, mientras en el estacionamiento del nosocomio su despistado burlado adorado galanazo Mauricio es fraternalmente agredido a golpes por un malencaminado Octavio furioso, para enterarlo así de la ingrata noticia escondida por su sacrificada hermana sacrificial, pero acabando los dos por abrazarse como buenos cuñados prometidos y compañeros del mismo dolor difícilmente soportable.

Así, en el filme multiprotagónico Enemigos íntimos (Corazón Films – Foprocine : Imcine – Electra del Milenio, 90 minutos), séptimo largometraje del antes prolífico director-productor ya cincuentón Fernando Sariñana (el de Todo el poder, 1999, y Amar te duele, 2002), con profuso aunque esquemático libreto muy desbordable de su esposa Ana Carolina Rivera, predominan con empeño los afilados tentáculos del ocultamiento y la no-aceptación, pero sólo para mejor desembocar en una limada aceptación final y concluyente, una sobreexcitada y desahogadora aceptación multiforme y multiesmerada, una aliviadora e inmaculada aceptación multiesmerilada y multívoca, la justeza de una aceptación colectiva cual tema único a desarrollar o barruntar o garrapatear, hacia el que todo conduce y conlleva. Por encima de la idea de la muerte, puesto que “la muerte es una constante en la vida de todos; hasta que no entiendes su fragilidad puedes comprender su grandeza; es una reflexión difícil que atraviesa por aceptar la mortalidad y que todo se puede acabar en cualquier momento; Castaneda decía ‘hay que aceptar a la muerte como un compañero que siempre viaja a la izquierda’” (Fernando Sariñana, entrevistado por Carlos Jordán para el suplemento “Laberinto” de Milenio diario, 18 de julio de 2009). La aceptación en todas sus formas, ilustrada, exprimida e interpretada por todas las frases-dictum citables de los libros de autoayuda, aunque conduzcan a aberraciones seudoéticas como confesarle valerosamente a un moribundo indefenso que se le engaña desde hace un año y se espera un bebé de otro.

 

La justeza de la aceptación se preocupa, primero que nada y después de todo, por revestir de apabullante modernidad apantalladora los viejos tópicos del melodrama lacrimógeno más adocenado y crujiente, un híbrido melodrama bifronte y conjunto, el melodrama de moribundos irremediables y el melodrama de bobalicones falsos conflictos adolescentes, no dejando ver nada de manera normal, ocultando artificialmente el todo a través de la parte móvil porque dinamizada a la fuerza, escamoteando lo más que se pueda, presentándolo todo de manera anómala, recurriendo a la menor provocación a una retórica de efectos vistosos, desplegando de manera constante una afanosa parafernalia sesuda de dudosos trucos expresivos (que parecen retornar sucedáneamente a la maniática ineficaz saboteadora cámara chueca del incipiente aunque trepidante Hasta morir de Sariñana, 1994), insertando abundosos recursos ópticos a granel. Furor innecesario de una acosadora cuan temblorosa cámara en la mano contra los personajes del incontinente cinefotógrafo-realizador Chava Cartas (Amor Xtremo, 2006), fotogramas corriendo y vuelta a corretear a velocidades arbitrariamente cambiantes, efectista picoteado de monton-shots cada vez más cerrados sobre sujetos estáticos, transiciones en acelerado que desplazan y reemplazan sistemáticamente al corte directo, visiones clínicas o mingitoriales alucinaciones posthorror oriental cual formas de paso, delirios y desmayos y desvaríos visionistas / visionarios / visionudos a granel, rudos jump cuts más automáticos que autoconscientes, síntesis de imágenes ¿para abreviar metraje? que se creen contundente descripción veloz, arrítmico montaje atropellado que torna malhechura con disculpa o valemadrismo vil a las normas narrativas de la ya rebotadísima corriente cinematográfica arcaica Dogma 95. Como si todo eso les proporcionara a las criaturas de Rivera-Sariñana la consistencia dramática que les falta, por infalible arte de magia tecnicista, en contraste con la casi siempre acertada, solvente y sonriente dirección actoral de Sariñana, pero con fondo acústicamente sacarinoso e inmutable, a base de introductorias baladas cursis de los años ochenta (“Vive feliz ahora / mientras puedas / tal vez mañana no tengas tiempo / para sentirte despertar”) y todavía más cursis arreglitos musicales o temas originales conjuntos de las inefables Haggal Cohen Milo, Ximena Sariñana y Claudia Arias (para alcanzar “Una chispa fugaz / en la edad del cielo”).

La justeza de la aceptación concederá, pues, que una mujer que rehuía verse en el espejo y rehusaba asumir su envejecimiento tanto como su condición de abandono, se tome fotografías al desnudo (sublime reivindicada Blanca Sánchez encuerándose por primera vez en la pantalla), amplifique en escrutadores tamaños monumentales / omniautorreflejantes / todorreveladores las cartográficas estrías de la piel arrugada / corrugada en las partes más fofas de su cuerpo, obtenga venturosos elogios idiotas por ellas al exponerlas en una galería esnob (“Tienen un estilo muy posmodernista”) y, acertando así al aceptarse, logre abordar con ternura en el pasillo de un Wall-Mart a su provecto exmarido humillado y ofendido. Que la enfermera que descartaba y rehuía el contacto carnal por sí mismo, sólo pensando en el anillo matrimonial destinado a su dedo anular, por fin acepte la cópula incómoda y gozosa, no en la leonera repelente de un sexocómplice de su novio repelente, sino montándosele sobre el asiento de su taxi en las alturas de un mirador gratuito de la ciudad para ascender gracias a su aceptación del Eros y la vida hasta el séptimo cielo noctívago. Que el farsante bloqueado que se creía, sentía, decía y presumía de escritor para dar sablazos a diestra y siniestra con los proyectos irrealizables en su laptop baldía, antes de hacerse golpear por narcomenudistas a los que provoca tras la cerca de un callejón para acabar tumefacto, finalmente consiga la comprensión amorosa de las indelebles huellas dejadas a perpetuidad en el vientre materno (“Esa cicatriz eres tú”) y, con modesta pluma fuente primitiva, se ponga a redactar hasta el final una admirable novela cuya primicia le será otorgada al hermano en silla de ruedas en la explanada heliportuaria del sanatorio para que la haga volar al viento como signo de recíproca aceptación desinteresada (“No importa, no importa”). Que la mujer madura adúlteramente preñada a escondidas reconozca aceptadoramente su ignominiosa situación ante el marido vuelto todoaceptante. Que el rabioso moribundo canceroso se calme, acepte enfrentarse a la muerte, se homologue con la anónima muchacha en estado de coma que gime entubada en el cuarto contiguo, le susurre como una oración al oído las palabras de consuelo que quisiera escuchar porque él mismo se ha repetido cien veces en el colmo de la máxima sabiduría recóndita (“No tengas miedo, no tengas miedo”) y fallezca junto a ella, o más bien a su abrigo aceptante pasivo, acurrucado, en posición fetal, cual retorno al claustro primigenio. Que la equivocada chica despierte de golpe al lado del difunto fáustico y deje de hacer pendejadas con su novio amoroso, aceptando irse a la playa reconciliadora para besuquearse con él otra vez a placer y echarse líricas carreritas paradisíacas sobre la arena todoperdonante. Que un médico de cabecera-amigo bonito (“No mamen, José Luis”) renuente a aceptar sus deseos, tendencias y prácticas homosexuales, mejor sea borrado casi por completo del congestionado haz de relatos al ser reducido el filme de 120 y 110 festivaleros minutos a sólo 90 definitivos minutos compactos para su explotación normal varias veces aplazada (debido al riesgo epidémico de influenza porcina AH1N1 o a drásticas estrategias del verano fílmico: una cinta con tan pésimo sino como el de sus personajes), por cálculo mercantil o por exceso de ridículo, o por ambas razones, jamás lo sabremos a ciencia cierta. Y de ese modo, que todos lo personajes se acepten, se confiesen, obtengan lo que más deseaban y telenovelescamente se rediman, amén.

La justeza de la aceptación dictamina, entonces, documenta y sobreestructura, diversifica y malestructura por docena la dificultad para aceptar la propia vida y la de los demás, ya que “Nadie quiere ver lo que es inevitable”, porque “Yo sí te quiero, no como el pendejo de tu marido”, despreciando al prójimo porque “Crees que tus pinches nalgas me van a hacer falta”, interrogando compensatoriamente cual oráculo al niño silencioso perpetuo con un “Bebé, ¿tú crees que me voy a morir?”, aullando sinceramente porque “Me mata pensar que puedas estar con alguien más”, reclamando por chantaje ardido desde la puerta del baño que “No me vas a dejar así; ábreme, pinche muda”, celebrando que “Vine por ti, quiero que te vengas conmigo”, habiendo reprobado camino a la descuartizadora sala de operaciones aquel negador de infortunios “No pongan esa cara, si no me voy a morir”, y cosechando restos de comida en la basura popular porque allí se encuentran tan democrática cuan discriminadoramente “Todas las enfermedades del mundo”.

La justeza de la aceptación acepta, sin mayores omisiones, renuncias o sacrificios, ser el filme oficial que representa con más certera certidumbre la ideología oficial del evasionismo calderonista. Todas las desgracias y todos los males del mundo atacan, no por circunstancias sociales e históricas muy específicas, sino por mala suerte y porque los mexicanos de todos los estratos sociales (todos ellos plasmados muralmente en el filme) no se aceptan a sí mismos, debido en exclusiva a cualidades negativas, percepciones nefastas y sentimientos funestos como el miedo, la arrogancia, la culpa, la mediocridad, los celos, el sentimiento de inseguridad patológica, y así sucesivamente. Porque aquí nada puede ser fatalmente concreto ni ineluctablemente objetivo, todo es subjetivo y mera cuestión de actitudes para rechazar o aceptar la realidad como un simple juego de fintas, simulacros equivocados y estrategias individuales fallidas, porque los peores Enemigos Íntimos son los que se llevan dentro, más allá y más acá de las pulsiones de vida y de muerte, de la proximidad del dolor, el apremio de la necesidad, la inminencia de la desaparición y el angustioso acoso de la nada, sólo las apariencia impuras y mal asumidas mantienen oculto el secreto de las cosas y los significados. Aquí no se aceptarán peores metáforas premonitorias o sustitutivas de la tragedia por venir que los coloradotes jitomates partidos a cuchillo, las naranjas despanzurradas en un exprimidor, las radiografías liberadoramente quemadas en la hoguera de la playa, o la caída femenina de ladito cual coco de palmera acapulqueña que se suma a los estáticos estéticos depositados ya sobre la arena. En consecuencia sólo la Aceptación interior podrá ser global y englobadora, cual forma iniciática indispensable y todo consumable / consumado, apertura a un nuevo pacto simbólico con la existencia en situación, sin otra clave interpretativa que ella misma.

Y la justeza de la aceptación era ante todo un enlamado aguafuerte resistiendo el más cruento aguacero de la sofisticación inútil, un empacho melodramático de tanática truculencia acerba a veces hostil (en la línea de las Ciudades oscuras de Sarisaña, 2001, aunque menos tremebundista) coexistiendo con la comedia rosa autoparódica (en la línea de las Niñas mal de Sariñoña, 2006, aunque menos sosa), una caótica y contradictoria tentativa de tremendismo con clase, un zarandeado exterminio de lo irracional, una contrainsurgente resurgencia de complejos incidentes retorcidos que primero se ennegrecen para acabar iluminándose aleccionadoramente libres de todo sentimentalismo, un deambular casi esperpéntico por sucesivas vomitonas de sangre cual pompas de jabón al final con lógica de aguacero y sentido de aguafuerte.

La justeza de la decadencia

Se creía el Jim Morrison mexicano.

Jodido, ojeroso y estragado, pero aún de greñas largas, entregado a un divagante monólogo interior superexplícito en la incallable banda sonora (“Cuando era un roquero exitoso me gustaba la vida, ahora me gusta dormir, ¿adónde va uno cuando duerme? a lugares del pasado o estrellas que aún no existen / seguir vendiendo computadoras toda su mugrosa vida / ser mejor que en la vida real / la vida es áspera, rutinaria, injusta”) y ya aceptando chambas degradantes con su grupo Esfera en cualquier semivacío El Barullo-Bar, el exroquero venido a muchísimo menos de 46 años Pat Corcoran López (Humberto Zurita ahora de cartón piedra sólo verosímil roquerín cuando referencial en fotofija) toca la guitarra eléctrica y canta a sala vacía (“Esta noche es tan sólo un recuerdo”), padece el ominoso ridículo de su cuate Araña (Juan Carlos Remolina) que intentaba caer abierto de patas (“como güila”) a media balada rock, agarra a puñetazos a un comensal borracho demasiado agresivo, y todos son expulsados en bola por la puerta trasera (“A tocar a su casa, maricones, y platíquenle a sus nietos que su último concierto duró menos de un minuto”) sin lograr siquiera que les devuelvan sus instrumentos, para desesperación del sobrio envejecido manager bandoso Duque (Fernando Luján) cuya hija Julia (Elizabeth Ávila) demuestra valiente sensatez (“¿No se dan cuenta? Su época ya pasó”) y le ha dado un tierno nietecito autista llamado Daniel (Adrián Herrera).

Alicaído, buscando una compensación emocional, el lamentable Pat se refugia, para embriagarse e intentar divertirse, en el antro Savoy, otro sitio desértico. A la salida, es víctima de un conato de asalto, atropellado, salvado por la joven mesera de minifalda obligatoria Ana (Ana Serradilla cada vez más encantadoramente Cansada de besar sapos), con quien había tratado de ligar, y hospitalizado. Al egresar, se enfrenta al sermoneo madurador del Duque, pero, reacio a sus palabras y sus propuestas de actuar en una plaza provinciana, sustrae a escondidas las llaves de su auto y se larga de nuevo al Savoy para continuar ilusoriamente la conquista de la guapa Ana, so pretexto de agradecerle su generoso rescate, si bien esa misma noche, la chava, delante de la impotente presencia protectora del roquero, es corrida de su empleo explotador por culpa de la grosería de un cliente exigente en exceso y nomás por joder. Sin tener adónde ir, invitada a cenar y a pernoctar en camas separadas (“Amarras a tu animal”), la atractiva muchacha se confiesa chicanita, de 27 años, tránsfuga de San Francisco, sola en el mundo, obsesionada con su ascendencia mexicana y con los árboles, mostrándose insegura, despistada, sin clara ubicación existencial (“Siempre he deseado tener a alguien a quien amar y en quien confiar, pero siempre he tenido relaciones enfermas”), añorando localizar al único pariente que sabe vivo, un abuelo desconocido que acaso aún reside en Guanajuato.

 

A la mañana siguiente, luego de una tempranera desaparición en busca de trabajo sin encontrar nada, Ana acepta el aventón foráneo que se acomide, o más se avoraza, a darle Pat, adueñado del auto de su agente y sólo en abusivo contacto telefónico con él. Entusiastas y cada quien esperanzado a su manera, se lanzan al largo viaje, material y emotivo a un tiempo, por la cinta asfáltica de la amplia carretera, ahítos de casetes de Los Doors y Beethoven por igual, haciendo voluntaria o involuntariamente varias escalas. En la primera, en Bernal, cerca de Querétaro, un Pat lleno de inútiles fingimientos y engaños (que pronto se convertirán en ocultamientos viles y ruines trampas) para impresionar y conquistar a la chava casi 20 años más joven, la lleva a la mansión del monstruosamente obeso y semidelincuencial canoso expromotor artístico de su grupo roquero Max (Ernesto Yáñez), quien, aunque detestando a su antiguo socio-enemigo, accede a recibirlos, sólo para no estallar en cólera, bajo el influjo de una terapia de administración de la ira con ejercicios gimnásticos y grabaciones ad hoc en off (“No deje que la ira lo derrote, no se deje vencer, usted es más fuerte que su propia ira”), aunque nada de eso le servirá para calmar la indignación que le producirá más tarde evocar el baje que le dio con su mujer hace lustros un burlón Pat, ayer irresistible hoy sólo displicente. Viendo a su acompañante tundido a golpes y salvajemente ahogado al filo de la tina, Ana en calzones bombachos intervendrá para defenderlo, usando un bat para golpear en la cabeza a Max, desangrarlo y, dándolo por muerto, revivir a Pat con respiración artificial, antes de escapar juntos, despavoridos, ella mordida de escrúpulos, él sin el menor remordimiento, incluso feliz de que la mujer le haya salvado la vida por segunda vez, literalmente arrancado de la muerte cuando ya se veía transitando por el túnel póstumo.

En una segunda escala, no lejos de allí, en una capilla colonial que está remodelando con sus fieles el alivianadísimo y acogedor sacerdote católico Pablo (Francisco Cardoso convincente), Ana encontrará en éste el instantáneo amigo confidente que tanto buscaba y, aunque haciéndose pasar por esposa desde hace tres años de su compañero de viaje para ganar hamacas, acabará siendo apapachada por el joven prelado y acostándose con él, para sorpresa e indignación del celoso infeliz pero volitivamente maniatado Pat insistiendo en partir y consiguiéndolo sólo, a regañadientes, al tercer día. En una última escala, ya más tranquilos y confortados los viajeros, llegarán a su destino en un Guanajuato espléndido donde ambos indagarán con buen éxito el paradero del antepasado, lo encontrarán en la afectuosa y frágil figura de un enjuto anciano hiperacogedor y sobriamente eufórico (Carlos Cardán) a quien se le presentarán como una pareja con tres años de integrada, pernoctando en su casa, turisteando, callejoneando y conviviendo con él y con la buenaonda tía Inés que lo atiende en esos sus últimos años de vida. Mientras Ana disfruta la familia que nunca ha tenido (“Hola, soy la hija de Refugio, tu hijo”) ni volverá a tener, Pat descubrirá en un periódico la noticia de Max golpeado, vivo e internado en un nosocomio cercano a Bernal para su recuperación, pero nada le dice a la gringuita, creyendo que, al depender de su protección, tiene más oportunidades de acostarse con ella y, por añadidura, con la vagarosa esperanza de que lo salve de su propio pasado.

Sin embargo, los estragos de la conciencia culpable siguen haciendo de las suyas y la partida de Guanajuato será fatal para la falsa pareja que en la realidad objetiva jamás ha logrado ni logrará establecerse como tal. Van a separarse de manera repentina, cuando Ana se escurra a escondidas en una parada de la ruta, sin duda para reunirse con el curita cogelón en trance de colgar los hábitos. Rabiando de furia y frustración, Pat volcará deliberadamente su auto prestado en un recodo, yendo a dar a un hospital de Bernal donde será prácticamente obligado a recuperarse del golpe y de sus costillas rotas, confinado al encierro, a la inmovilidad y a un asomo de reflexión, aunque sólo le sirva para enfrentar y confraternizar a carcajadas asfixiantes con el rencoroso experiodista hecho un ovillo patético por su estado terminal Polo Opuesto (Enrique Arreola orillado al guiñol), a quien le negó alguna vez alguna entrevista para él crucial y, bajo la atónita mirada de una enfermera protectora (Anabel San Juan), afrontar los violentos arrebatos energuménicos del mismísimo Max, quien también se repone allí de su percance, en el cuarto nueve, y ya no puede refrenar su presunta administración de la ira. Más jodido que nunca, sosteniéndose como puede, agarrándose las costillas en reparación y doblado sobre su pecho cuando se acuerda de ello, el infeliz Pat será perseguido por Max, también aventando su bata y secundado por sus amigotes criminales, hasta el templo en reconstrucción adonde el exroquero madrea feamente a su rival en amores, sortea a los delincuentes y se dispone a pasar una temporada feliz con Ana, agradecida y contrita, a la que sin embargo perderá por completo cuando le confiese el ocultamiento de información de que la hizo víctima para lograr retenerla y recobrarla.

En Euforia (Triana Films – Fidecine : Imcine – Eficine 226 – Productos Media, 100 minutos, 2009), cuarto largometraje del veterano binacional de 58 años sin frecuencia en su oficio ni suerte comercial Alfonso Corona Álvarez (largometrajes de persistente pertinencia inexistente: Preparatoria, 1983; Deathstalker and the Warriors from Hell / La ciudad secreta, 1988, y Extraños caminos, 1993; cortometrajes sucedáneos: Coyote 13, 2003, y Valentina, 2004, basados en Arturo Souto Alabarce y Mario Benedetti, respectivamente), con guión suyo, se amalgaman demasiados discursos, los demasiados discursos previsibles e imprevisibles, en función del análisis supuestamente profundo y la evolución de los dos personajes centrales: un Pat en decadencia que, como todo decadente Pat estaba enamorado de la vitalidad y de la juventud, para él ya, infortunadamente inaccesibles, pero duplicado por una Ana, decadente prematura (“Toda nuestra vida sigue siendo abandono”) y perdida en el espacio geográfico, afectivo y vocacional. Igualados en la decadencia, cada quien su decadencia y el diablo para todos. Ambos aspirando no obstante a una inesperada justeza de la Decadencia, como sigue.

La justeza de la decadencia lleva las manías genéricas de la road picture hasta sus últimas inconsecuencias. Una road picture en donde las aventuras y encuentros se suceden a ritmo vertiginosamente tranquilo. Una road picture al nivel de fallidísimos precursores nacionales tipo Sin dejar huella (Novaro, 2001) o La hija del caníbal (Serrano (2002) en la que al azar forzado siempre los mismos personajes se reencuentran en distintos lugares como si el relato y el mundo sólo pudieran girar en torno y gracias a ellos, a la vez núcleos, electrones, quarks, o cualquier partícula elemental en especial sensible a las interacciones fuertes. Una road picture pretendidamente crítica, o incluso hipercrítica-autocrítica que intenta elevar sus casualidades a nivel de testimonio y denuncia. Una road picture que se obliga a devolver amplificados los reflejos de ambigüedad y las falencias del mundo en que supone vivir el héroe (“No hay derrotas, sólo experiencias”). Una road picture que elucubra y propone situaciones en las que la violencia siempre estalla por fuera y bajo la piel de sus criaturas peleles. Una road picture que se finca en una dramaturgia muscular, untuosa, recurrente, singularmente inepta para interiorizar lo proclive al sainete y a la farsa. Una road picture cual entramado de linfas longitudinales (diríamos con un lenguaje ensayístico a lo David Viñas, tan perimido como el de la película misma), que se superponen, se bifurcan y regresan para fundirse ya esclerosadas. Una road picture en apariencia abierta pero que avanza sorda, solapadamente, sin otra sorpresa que su propio arbitrario ni otra convicción que la de seguir dando rodeos y giros sobre su eje. Pero una road picture que toca fondo insólito, con ganas de reír y de gritar, en la secuencia del túnel de la muerte, cual celestial sueño vivido un tanto grotesco, iluminado al fondo, lleno de figuras entrañables y temibles que caminan hacia el background deslumbrante pero son detenidas, trabadas por los demás caminantes y por la terca vida insistente que rehúsa disolverse. Una road picture que hará comunicar plásticamente al túnel de las postrimerías del hombre con el túnel de la calle subterránea guanajuatense, con la cinta asfáltica de la volcadura y con el cuerpo entubado del antihéroe cornudo antes de turno, seducido y abandonado y burlador burlado tanto como traidor traicionado.