La justeza del cine mexicano

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La justeza de la lealtad deposita toda su impracticabilidad de emoción genuina, toda su falta de elocuencia, toda la convicción abstracta y todo el nulo poder de convencimiento de su antiépica estática en acartonadas declaraciones declamatorias de compungidos rostros guiñolescos villistas o de objetos bien privilegiados. Gracias a ellas, e invariablemente viendo pasar alguna saña del momento, podremos conocer y comprender ipso facto las no-razones de la lucha por la patria (“Dése bien cuenta de esta guerra que hemos emprendido...“), las no-causas de la valentía (“Y nunca podré comprender el ciego coraje mexicano que no cede por nada”), los no-motivos de la traición del Viejo cabresto viendo pasar el caos de la bola (“Quién quita y el gringo ése lo agarra a usté y luego al Villa... pinche Villa, y se regresan p’acá mis muchachos”) sin saber que su propio hijo ha sido ultimado a latigazos esa mañana patriota por negarse a delatar al caudillo, la no-indignación sagrada de la vendedora de empanadas viendo pasar un cuerpo todavía maldiciente arrastrado por el suelo polvoriento mediante una soga desde los caballos (“Ave María Purísima”), los no-remordimientos de la culpa extranjera en nombre de las generaciones futuras viendo pasar ancianas y ancianitos que agitan palmas y despliegan orondas banderas tricolores y blanden antorchas indiofernandescas posCanoa la noche de la partida invasora (“Es demasiado tarde para reconocerlo pero no escaparemos a un merecido castigo”); o la no-lucubración radiante del signo reflejado en el cardillo del machete del vigilante Úrsulo (Bruno Bichir) viendo pasar las señales apaches ineludiblemente westernistas, o la no-deliberada inefable imagen de la bandera de las barras y las extrellas ondeando retorcida hacia sí misma y hacia su propio recogimiento avergonzado porque a ella se le frunce hasta el Chicoprextas ya disponiéndose a largarse con su música a otra parte, sin pena ni gloria, como esta chantajista y tremebunda parábola patriotera misma.

La justeza de la lealtad pretende, por último y como contundente legitimación estética final, articular una interminable y crispada agonía a caballo en cierto interminable ocaso ciclópeo que no llega ni a hierático crepúsculo fotogénico de Figueroa-Fernández pero se cree despuntar-amanecer guerrero del Kagemusha de Kurosawa (1980), al emular aquella eterna aurora de los ejércitos dentro de un plano-secuencia imposible en el detenido punto inamovible del alba frenética.

Y la justeza de la lealtad era ante todo una rémora deflacionaria del más grandilocuente cine mexicano oficial de los años setenta que se creía explosiva, una edificante lección de seudohistoria para histéricos pupilos elbaestherizados por el decadente sistema educativo mexicano al servicio del institucional profesor Jirafales, un admonitorio y premonitorio recordatorio reformatorio y lapidatorio e inmolatorio de la postrera campaña militar de la caballería estadunidense, una espectacularidad ampulosa que otra vez confunde la épica con la hípica (luego de la Eréndira Ikikunari de Juan Mora, 2006) pero ahora desde la excitada / autoexcitada perspectiva de un expalafrenero francés cualquiera, un álbum sangriento hecho con la destemplada crueldad maquinal que todos saben (el pulso narrativo debe demostrarse con palizas tumefactas, gratuito bosque de ahorcados del peor Jodorowsky y putas enanas destripadas), una cacería humana de diezmados ejércitos ya exterminadores ya salvavidas al igual que en la inefable aberrante Canoa (con el Ejército siempre se cuenta: Vivir mejor, Gobierno Federal), un tratado de macabro pensamiento indigno con arbitrario carácter de opinión pública retrospectiva, un panfleto antiyanqui confuso y profuso y difuso, un arrebato de antiimperialismo vociferante y destemplado por completo inofensivo y de provecta vergüenza ajena, una revanchista visión esperpéntica de guiñapo esclarecido, una abominable cadena de crímenes para lograr el atentado de la sanción aprobatoria de un país, un reemplazador reemplazamiento cual relevo de la actual heroicidad inadmisible de la Historia Oficial, una redefinición de la Lealtad como una más de tus queridas atrocidades gratuitas, un trozo posfílmico de carne podrida manchada de sangre y polvo que se aleja reptando.

La justeza de la impunidad

A raíz del encubierto asesinato de Eva, su compañera de piso y de trabajo en el Archivo General de la Nación (dentro de lo que fuera la Cárcel de Lecumberri desde el porfiriato), presumiblemente por haber sido la única empleada con llaves de acceso a las galerías reservadas donde se guardan los más comprometedores expedientes desclasificados sobre la guerra sucia en México durante los años sesenta-setentas, la hermosa joven desinhibida Claudia (Rocío Verdejo) y su novio investigador habitual del lugar Primitivo González (Alberto Estrella) se lanzan a la búsqueda de pistas que puedan conducirlos hacia los culpables del homicidio. Tras interrogar al guardián buenaonda que descubrió el cadáver Don Everardo (José Carlos Ruiz) y pronto secundados por el intrépido reportero de La Jornada Jacinto (Juan José Meraz), aunque contando con el bloqueo incondicional de la seca directora general del archivo general (Martha Aura) y hostilizados por impertinentes inspectores de policía, no tardarán en descubrir un túnel que comunica a una de las galerías con una inaccesible casa bien vigilada, en contactar con la incorruptible dirigente de los parientes de los desaparecidos políticos Doña Rosario Ibarra de Piedra (ella misma) y en identificar al sospechoso exagente judicial Hugo Santillana (Alejandro Tomassi) que comenzará a acosarlos, pues fue él quien se apoderó de los valiosos documentos incriminadores de un exPresidente de la República y el sádico excomandante torturador apodado El Turco (René Campero). Documentos malditos en fotocopia, pues los originales fueron prohibidos y quemados desde la apertura del Archivo en 2002, por el corrupto funcionario encargado de ofrecerlos al beneficio público (Jesús Ochoa). Pero documentos todavía con la suficiente peligrosidad histórica y penal como para que nuestros tres sabuesos improvisados pierdan sus moradas y sus empleos tras apoderarse de las cajas de expedientes y sean objeto de una enconada persecución por toda la ciudad, para que sea muerto a balazos el investigador vulnerado de la desaparición de su padre en 1977 Enrique (el novelista Fritz Glockner en persona), para que Claudia sea secuestrada e incluso el propio Santillana y sus torvos sicarios (but of course Jorge Zárate et al.) sean masacrados por pistoleros enmascarados en el estado de Morelos, antes de que el temerario periodista jornalero y la valerosa muchacha sean acribillados a resultas de un funesto canje de prisionera-rehén por papeles que había sido concertado con el mismísmo exprimer mandatario.

En Cementerio de papel (Movie Light – Fidecine : Imcine : Estudios Churubusco, 100 minutos, 2006), opus póstumo 43 del veteranísimo coahuilense fabricante de churros del desaparecido cine industrial con sólo 71 años a cuestas Mario Hernández (otrora director de cabecera de Antonio Aguilar en sus cintas anuales, de La yegua colorada, 1972, a La sangre de un valiente, 1993), con base en la novela homónima de Fritz Glockner adaptada por el inefable sexagenario seudorradical siempre escudado en partiditos de izquierda pero ahora ya del Imcine tenazmente rechazado Xavier Robles (el de la abyección inculpadora de Los motivos de Luz y la masacrofilia psicótica de Rojo amanecer aunque también de la depredación carroñofraterna de Polvo de luz) firmando el guión como de costumbre al lado de su colaboradora Guadalupe Ortega Vargas (la Danièle Huillet que se merece), apuesta por la justeza de la impunidad en todos los terrenos a su delimitado alcance. Justeza de un hipercomplaciente thriller común con sus más adocenados clisés violentos a la mexicana, justeza de un autoagitado cine de acción reducido a correteos en autos haciéndose señas y estorbosas cajas de documentos como McGuffin o refugios en cuartos de hotel y conjuras restauranteras con “la entrada más pequeña de la ciudad” (sicazo) o madrizas inclementes en el patio e hiperemocionantes cambios de vehículo abandonando el vocho, justeza de tamborileos y percusioncitas taradas en off para toda ocasión, y así. Pero justamente en todos esos justos tableros narrativos sufre derrotas hasta sucumbir, si bien sin darse cuenta.

De nada sirve que la vertiente del viejo cine populachero (el de La portera ardiente del mismo Hernández, 1980 / 1987) quiera confluir en la misma esquina con el cine posecheverrista de truculenta crítica social (el de ¡Qué viva Tepito!, Noche de carnaval y Jóvenes delincuentes, también de Hernández, 1980 / 1981 / 1989) y hasta con el revisionista histórico-político (Zapata en Chinameca de Hernández plagiando a Cazals of all people, 1988), si en todos esos géneros y fusiones e híbridos va a sacrificarse cualquier humilde vivacidad nacional-popular en aras de un discurso rollero o neotremendista a lo Ciudades oscuras (Sariñana, 2002) o Conejo en la luna (Ramírez-Suárez, 2004), hasta con gratuita secuencia en flashback de ilustrativa tortura tehuacanera mexican style en lúgubre mazmorra, sin el principio de irónica expiación / autoexpiación feroz de Los maravillosos olores de la vida (Ruiz Ibáñez, 2000). De nada sirve que los diálogos jueguen a los profunditos con frases impugnadoras de colección como “Son inconcebibles las contradicciones del capitalismo; por un lado las ciudades perdidas y por el otro esto”: el esplendoroso Hotel Sheraton, o bien, “La Suprema Corte está en manos de la derecha”, si la reflexión se arrastra luego, un poco más pedestre y menos politizada, a ras de una trama atropellada y deshonrosamente explícita, tipo “Cabrones, que paguen lo que le hicieron a enrique y a Eva”, o “Cuídese esa gente es muy peligrosa”, hélas! De nada sirve que la digna activista octogenaria Rosario Ibarra de Piedra haya aceptado interpretarse (muy mal) a sí misma, si cualquier comparsa merecería recitar las sandeces y necedades patriotero-populistas puestas en su boca (“Queridos jóvenes, no tienen idea de lo que el pueblo de México les agradecería que aclararan eso”).

 

De nada sirve que las secuencias de intimidad de pareja lancen por delante las soberanas tetas de Rocío Verdejo o se mimen sudorosos coitos de porno soft con el cogelón marxista-masoquista-idealista a carta cabal Alberto eXXXorcismosgays Estrella, supuesto producto de una compartida ideología erótica libertaria cual vívido triunfo de la pulsión de vida, si todo thriller / neothriller / infrathriller significa per se un reino, una victoria y un regodeo de la pulsión de muerte, con su propia ideología implícita, el Eros fascista, y su parafernalia repetitiva hasta la saciedad, a base de gozosos balazos a quemarropa, placenteros cuerpos-placenta reventando de gusto mórbido o desplomándose desde un piso superior en aparatosa caída libre, dilución de toda excitación romántica a fuerza de arcaicos secuestros de heroína indómita en permanente amenaza sombría cual amarrada y amordazada Pearl White de Los peligros de Paulina (Gasnier-Mackenzie, 1914) para poder salvarse en el primer minuto del siguiente episodio de su neoburdo serial silente sin gracia pero cuán solemne, magnificadores travellings verticales exclusivos para descubrir apenas los orgullosos domos del temible Palacio Negro y para mostrar la grandeza del ojéis enemigo invencible, jubilosa fotogenia fragmentario-nocturna del sergioleonesco gabán hasta el suelo de un supervillanano y deleitoso responso despótico con inolvidable sentencia-shocking mortífera (“Aquí nadie se muere antes de que yo lo ordene”). De nada sirve que los desgañitados integrantes auténticos de un autoabrogado Comité del ‘68 (con uno que otro exdirigente impostor) armen su habitual mitote de caspa gritaconsignas y pancartas y mentadas de madre y generoso derrame de bilis en el transcurso de una supuesta comparecencia del nefando Turco ante la Fiscalía Especial sobre Delitos del Pasado, si ese sainete de comandancia sólo consigue desplegar un patético caos de pudorosa vergüenza ajena (“Asesino, tú mataste a mi padre, hijo de la chingada, te voy a partir la madre”) cuya obviedad de seguro hubiese reprobado y ordenado jocosamente en un santiamén nuestro especialista de antaño en esos menesteres Alejandro Galindo (de Mientras México duerme, 1938, y el Tribunal de justicia precursor prehitchcockiano en el rodaje en un solo plano, 1943, a El juicio de Martín Cortés y Ante el cadáver de un líder, ambas de 1974).

De nada sirve que se diseminen entre secuencias grandes pausas con la pantalla a oscuras y en silencio luctuoso, si no existen otros elementos que rimen con ese pretendido tono de duelo, ni siquiera esa incitación titular (dejada en el aire) para desenterrar anónimos difuntos sacrificiales del pasado vueltos papel, ni ese simulacro de sepelio-pretexto para insertar infaltables puños compungidos en alto, de preferencia pertenecientes a miembros genuinos del fúnebre Comité Eureka propiedad militante de la santona mesiánica con escapulario Doña Rosario (¿no sería un personaje satírico creado por la excomediante cabaretera hoy levantabrazos de campeones políticos Jesusa Rodríguez?). De nada sirve que la película se haya barrido en la base del cambio sexenal, si sólo aguza todo su ingenio para aguardar 24 horas en la realización del secuestro de su heroína y para efectuar oscuros ajustes de cuentas periodísticas más mezquinas que incisivas con ciertos diarios capitalinos distintos de La Jornada (“Es que yo leo El Universal” / “Por lo menos no es el Reforma”). De nada sirve que se muestre en big close-shot algún documento acaso auténtico dirigido al exPresidente Luis Echeverría Álvarez e incluso se haga aparecer a éste supuestamente en persona y apodado El Patrón (aún rodeado de sus sabuesos políticos predilectos Don Fernando ¿Gutiérrez Barrios? y de El Turco ¿Nasar Haro?) echando pestes contra López Obrador en el lujoso Restaurante del Lago, si el superguau exgalán vetusto que interpreta al magnihomicida (Carlos Bracho guiñolesco a perpetuidad) más bien se desvive por hacerlo parecer un villano simpático que se levanta de su mesa para tomar amable nota bonachona de las amenazas apenas infantilmente intimidantes de sus gratuitos enemigos jurados. De nada sirve que la película termine con una tradicional toma de conciencia (el héroe vencido comprando un megapistolón en Tepito y perdiéndose entre los puestos al final de la calle de la amargura), cuando el realismo socialista ya goza de enorme desprestigio bien fundado, estando en pleno desuso, por decir lo menos.

Y la justeza de la impunidad era ante todo una narcisista y retadora estulticia ignorante de la banalización política, una mugre y esquemática anecdotita intelectualoide y sin apenas desarrollo aunque indecisa entre los más fatigados personajes temáticos favoritos de la conciencia vulnerada pequeñoburguesa (como lo siguen siendo la Víctima Ejemplar y el Soldado Perdido), un extravío más de la esencia de la denuncia, una revisión anticiudadana de la impotencia protestataria e investigadora, un destemplado encomio a la impunidad por torpeza y giro en redondo justificando sus propios inmanentes términos, una forzada y tediosa mueca del más retrógrado cine impune.

La justeza del neo-neozapatismo

En la miserable población de San Pedro al interior de la selva lacandona, dentro de La Realidad, Chiapas, los campesinos indígenas y sus familias, todos ellos miembros militantes de la neo-neozapatista Junta de Buen Gobierno Hacia La Esperanza, mucho más que simples bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, con embozo obligatorio en la vida pública y afuera de su territorio, luchan por salir adelante e incluso progresar, aunque sea sobreviviendo bajo el cerco tendido por las tropas del Ejército Federal, el asedio de los grupos paramilitares y las provocaciones de los priistas del que fuera el partido oficial pero aún dominante en la región, mientras los jóvenes guerrilleros salidos de la comunidad, con pasamontañas y algunos caballos, merodean vigilantes y disciplinados desde los montes circundantes.

Dentro de ese apremiante marco sociopolítico, uno de los activistas más destacados de la comunidad, el electricista dirigente juvenil Miguel (Leonardo Rodríguez), es comprometido formalmente en matrimonio por su padre Don Rubén (Don Martín) con la guapa vecina adolescente conocida por él desde la infancia Sonia (Rocío Barrios), ajustando esa promesa de enlace a los usos y costumbres tradicionales, el formal obsequio de una vaca, de una carga de café y una de maíz. Boda arreglada, de acuerdo con la tradición imperante. Pero la muchacha, molesta por las decisión tomada por encima de ella y su carencia de sentimientos amorosos ante el admirado chavo (“No hay emoción”), conoce cierto día en la espesura al joven insurgente Julio (Francisco Jiménez), vuelven a verse en otras diversas ocasiones clandestinas, y se enamora de él, ante la perplejidad de su madre Susana (Doña Ofelia), la regocijada complicidad de su amiga Lucrecia (Verónica Trejo), la subsecuente reticencia inquieta de su padre Mateo (Hernán Rodríguez), mucho menos feroz que la reprobación indignada de su futuro suegro, y el arrobo inexpresable de su hermanita de diez años Alicia (Marisela Rodríguez) que está descubriendo la realidad a través de ella y en medio de las pláticas con su lúcida abuela expeona acasillada casi exesclava de cuencas oculares semivacías Zoraida (Doña Aurelia) que en su época se dio a la fuga con su hombre para fundar la comunidad selvática en la que todos sus descendientes aún moran. En tanto ello sucede, el videoasta local Roberto (Compa Moisés) no quiere dejar detalle de la vida político-social sin registrar con su cámara omnipresente, de ubicuos lentes y visor siempre dispuestos (como los de la película misma que estamos viendo), trátese de la petición de mano inicial, las discusiones sindicales, las gestiones técnicas encabezadas por el valioso Miguel en algún lejano Comitán inmostrable, la erección de postes y aditamentos para el cableado eléctrico, el penoso transporte de la turbina hacia ese atrasado recodo de purgatorio donde jamás había llegado la electricidad, la ronda constante de soldados y transportes militares para entorpecerlo todo e incluso hacer perdidiza la vaca de la dote negociada, el advenimiento de la luz en pleno festejo en un centro comunal edificado ex profeso y decorado con estrellas rojas, el constreñido volar zumbante de los helicópteros, la asamblea comunitaria mixta con los alzados neozapatistas de la montaña y muchas cosas más.

Indisociables hoy como ayer, la vida personal y la comunitaria se unen, se cruzan, tratan de armonizar, chocan, se alían y apaciguan momentáneamente, aunque sin tregua. Castigado varias veces por faltar a sus obligaciones debido a su galanteo, pero siempre con el respaldo de su grupo, el guerrillero Julio motiva que su Capitana Adriana plantee e intente resolver “la problema” (dicho sea a la manera chiapaneca) en una junta pública con sus aliados en esa comunidad (todos). Los padres de la chica deberán devolver los regalos recibidos previamente de sus vecinos, el compromiso quedará deshecho y la muchacha podrá seguir a su enamorado al monte, por supuesto sometiéndose primero a un periodo de preparación armada, indoctrinamiento y lecturas. Pero ella reclama con elocuencia sus derechos recién adquiridos (“Las mujeres que estamos en la lucha y en la resistencia merecemos nuestra voz y nuestra libertad”) y en principio se rehúsa a esa parte de la solución acordada. Sin embargo, una acometida de la soldadesca presionante, detenida valerosamente por las mujeres indígenas cual muralla humana, modificará la decisión de la heroína, mientras el ritmo de la vida resistente se restablece, se reacomoda, continúa, para todos, si bien especialmente para la pequeña Alicia, triunfante a su peculiar manera en sus indagaciones de la realidad circundante (“Yo no voy a querer a nadie cuando sea mujer, porque los que se quieren parecen enfermarse”), como de costumbre auxiliada, custodiada y asesorada por la abuela rebelde longeva (“Uno tiene que saber que te llama el corazón / Nos hicimos libres / Eso no lo resiste naiden”).

Así, en la coproducción mexicano-española Corazón del tiempo (Bataclán Cinematográfica – Junta de Buen Gobierno Hacia La Esperanza – Foprocine : Imcine – Universidad de Guadalajara – Cinedifusión – ECHASA – Filmoteca UNAM – Imval Producciones, 90 minutos, 2008), apenas cuarto largometraje para cine del formidable realizador feminoamoroso de 56 años Alberto Cortés (Amor a la vuelta de la esquina, 1986; Ciudad de ciegos, 1990; una cubana Violeta, 1996, aquí aún inédita), aparte de documentalista (director del indigenista La tierra de los tepehuas, 1982; correalizador de un comprometido El fuego y la palabra, 2003; videoasta del tríptico urbano-musical-popular: México ciudad hip hop / Tepito vive, barrio / Metro Jamaica, 2004-2005), sobre un sencillo y desarmante libreto escrito en colaboración con el respetabilísimo cronista literario radicalizado neozapatista perdurable que más ha vivido en la selva lacandona Hermann Bellinghausen (ya estrecho colaborador de Cortés desde Ciudad de ciegos), la integridad de los eventos han sido filmados en territorio neo-neozapatista genuino, con cámara en mano, por el camarógrafo Marc Bellver (antes segunda unidad de Mi vida dentro, Lucía Gajá, 2007), cual reportaje transversalmente novelado, o cual video casero apenas narrativo tangencial, dentro de una precariedad económica absoluta, similar a la de lo real reflejado, que intenta compensarse de mil modos, y sólo permite actuar, en fresco y espontáneo servicio suyo, a intérpretes indígenas no profesionales, sin formación actoral ni experiencia previas, lo cual concede un aire de impertérrita autenticidad al relato imaginario en sí, todavía más desarmante que el hábil trabajo sobre el guión preexistente y tendiendo a un objetivo final que no puede ser otro que cierta consciente y muy deliberada justeza de visión del neo-neozapatismo.

La justeza del neo-neozapatismo le apuesta, entonces, sobre todo, y todo, a la bondad y la nobleza del tema y de su enfoque. Es sin duda un acierto que se enfoquen los cambios producidos en la selva lacandona luego de más de quince años de la eclosión del movimiento neozapatista, que se trate de ver dentro de la vida cotidiana de sus comunidades posteriores más del pintoresquismo de los pasamontañas y paliacates-embozo, los uniformes verdeolivo y las cachuchitas a la subcomandante / subcomediante Marcos, que se traten de registrar actitudes de resistencia y voces más allá de los inevitables coros clamorosos de “Zapata vive y vive, la lucha sigue y sigue”. Y todo ello a través de las modificaciones en los comportamientos de las mujeres, en cuatro generaciones perfectamente definidas y comprendidas: las añoranzas de la abuela sabia, los afanes de la madre silenciosa, los desafíos personales y de gendre de la heroína insumisa y la superación del pensamiento mágico por la hermanita moralmente embrionaria.

 

En rigor, edificante, ejemplar y entusiasta, desembocando en un océano de letreros conclusivos a favor y proclamadores de la paz en medio de la lucha desigual, en el contexto del conflicto entre lo Viejo y lo Nuevo eisensteiniano-konchalowskiano, Sonia representa una especie de emblemática-inspiradora-legisladora nueva ninfa Egeria de la leyenda romana, o más de cerca, una neoEréndira insurreccional (como la Eréndira Ikikunari de Mora Catlett, 2006), con algo de la ebria prestancia humildemente autónoma y maravillosa de la inolvidable Gabriela Roel de Amor a la vuelta de la esquina o del archipiélago de mujeres de Ciudad de ciegos, pugnando por el respeto a su identidad y su valor como persona, aprehendida y desmembrada entre dos mundos. Sonia de grandes aretes y postura de nonchalance soñadora sobre la hamaca, presta a huir al estanque, posando de perfil para el beso a contraluz noctívaga en la arboleda, o ultraexigente reclamándole al amado su pasividad cuando se ventilaba su caso en la asamblea como un caso de índole política. Sonia la moderna maya, signo y cuerpo deseable de la transformación en el mundo comunal, desafía tanto a la tradición ancestral como a las nuevas costumbres impuestas por los revolucionarios, esgrime una pasión que pone en riesgo la seguridad de los sedentarios tanto como la de los nómadas levantiscos, exaspera anímicamente el sitio desplegado por las fuerzas armadas, pone a severa prueba voluntades e inveteradas obediencias históricas, libra sin duda “las batallas del Amor en el Corazón del Tiempo”, entre la lírica y la épica que se ignoran y jamás se atrapan.

No obstante lo anterior, ya en su largo desarrollo a trompicones, la justeza del neo-neozapatismo yerra con pudor y suavidad la puntería dramática, equivoca levemente el tino en lo relativo al papel que desempeñan algunas de sus criaturas protagónicas, pese a la contundente presencia y la buena caracterización de todas ellas. Una madre que se pretende todoaquiescente y dura a la vez, no siendo objetivamente más que una preparadora de pozol de tiempo completo. Un galán neo-neozapatista de bigotito ralo que se autoconsidera dulce representante de la insurgencia, no alcanzando a ser (o posar) la mayoría del tiempo más que un buen tañedor de guitarra. Una leal compañera de afanes pasionales que culmina en patiño chapoteadora de baño en el arroyo. Un desechado dechado amoroso que se sueña digno representante del estoico hombre nuevo zapatista porque ostenta playera estampada con la efigie del Ché entre sudores invisibles al jalar entre muchos un cable o trepar con temeridad a un poste. Una anciana fumadora que quiere ser entrañable y no es más que decorativa o pintoresca recitadora de remembranzas (“El patrón era muy malo, le pegaba a los peones / No me quise ir de sirvienta / Fui con tu abuelito a romper monte, a hacer la colonia, aguantamos hambre, enfermedades / Nosotros los mismos hicimos pueblo”). Una niña que se asume simbólica y no es más que acuática, multirreflejada inoportunamente en el agua transparente del arroyo porque se le obliga a descifrar lo real a través de su reflejo especular natural dentro de un cerco, pleno de nefastos brutales, aunque apenas si se distingue a dos paramilitares sentaditos dentro de un camión militar que pasa, y de los priistas ni sus luces.

Sin embargo, el problema mayor sería quizá que lo mismo, o algo análogo, ocurre con algunos otros factores y recursos expresivos del filme, ya en su largo desarrollo a trompicones. El abuso posDogma de la handy-camera resulta casi caricaturesco, neotemblorosa, creyéndose acosadora y dinámica o casual, pero no siendo las más de las veces caótica, imprecisa, cuasiamateur y movida al azar, sobre un tiempo destrozado, a veces pulverizado, aunque sin dejar de intentar las fotogenias de las mazorcas de maíz cosechadas o de un sempiterno puente colgante. La edición fílmica demasiado compacta (de Lucrecia Gutiérrez Maupomé y el propio realizador excuequense hombre-orquesta) salta demasiado en la parte inicial del filme y luego impide, o excluye, el indispensable surgimiento de la emoción, sin darle tempo ni densidad a los hechos, en las antípodas de filmes nacionales contemplativos de la simplicidad, como la soberana Luz silenciosa de Reygadas (2007) que hurgaba en otra comunidad, tan heteróclita y herética a su manera, como la neo-neozapatista. Un suspenso social muy curioso debe culminar en apoteosis por lo menos dos veces, cuando el arribo entusiasta de la electricidad con fallidos parpadeos corales humorísticos y cuando la acometida de las Fuerzas Armadas del Ejército Mexicano enfrenta omnipotente barrera indígena femenina que lo hace correr, rascándole desde muy lejos al estilo Vidor de El pan nuestro de cada día (1934) sin montaje sugerente y con momentánea sobriedad inmovilista.

Por añadidura, el atropellado romance eminente, en el que todo mundo mete mano, se sitúa inapelable, pero al tanteo suplicante, primario, alambicado, robusto, extraordinario, ideal, magnífico, supeditado y poderoso, entre lo forzado y lo didáctico, y es precisamente allí donde la reelaborada música folclórica y la profusa música original (de Descemer Bueno y Kevis Ochoa), aunadas a un diseño sonoro de Nerio Barberis y Santiago Arroyo con pésimo gusto autosuficiente, invaden secuencias por doquier, dan al traste con los objetivos primordiales del filme y, cosa que jamás sucedía en las fundacionales cintas del esteta militante boliviano Jorge Sanjinés (de Yawar Mallku, 1969, y El coraje del pueblo, 1971, a La nación clandestina, 1989) y ni siquiera en los premiosos documentales asombrosamente depurados del Colectivo Perfil Urbano sobre el surgimiento y desarrollo inicial del primitivo Neozapatismo tres lustros atrás (de Caravana de caravanas, 1994, a Aguascalientes, la patria vive, 1995, y demás) antes de la fundación de los nucleares Caracoles microrregionales del EZLN y la retirada mediática de Marcos hacia principios del milenio (cuyas consecuencias sociopolítico-económico-militares estamos viendo), los lleva hasta sus últimas consecuencias melosas y los atiborra de inoportunos trozos cancioneros en off (Marina Abad y Xavi Turull, del grupo catalán Ojos de Brujo), recurriendo hasta a baladas de Pablo Valero (exmiembro de Santa Sabina), coro infantil del poblado de San José del Río, voz ahora ranchera de Cecilia Toussaint (“Tengo un espinero que encierra mis pensamientos”) e hipercodificados cantos heroicos mal situados de la ya decrépita Revolución Cubana, logrando sin dificultad una banal apariencia de inoportuno videoclip, regenerado y transferido al relato, pero desplazado en su conjunto.