La justeza del cine mexicano

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La justeza del alucine

“Durante los primeros minutos de Wadley vemos a un joven que camina solo por el desierto mexicano. No sabemos su nombre ni hacia dónde se dirige. Podemos deducir que no pertenece a ese lugar y que no camina perdido sino con el claro objetivo de llegar a un lugar determinado. Hacia el final de esta arriesgada ópera prima no tendremos mucha más información que la hasta acá mencionada. Pero sí se habrá estado lo más cerca que se puede estar de una experiencia metafísica y espiritual (toxicómana) a través del cine. A partir del momento en que el protagonista consume peyote (un cactus que contiene ingredientes alucinógenos), la película plantea un nuevo tipo de ejercicio, donde el hombre se enfrenta en solitario a sí mismo con una imponente naturaleza como único testigo. Largos planos que se irán acortando a medida que el filme avanza (hasta computar un total de 90), escasísimo diálogo y una experiencia visual y sonora como sólo el cine (y algunas drogas) pueden lograr.” De esta manera, un colaborador anónimo del Catálogo del 10 BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), en abril de 2008, resumía tanto la visualidad como los contenidos últimos del filme en cuestión. Así, con precisión, admirable capacidad de síntesis, elegancia escritural e ironía sutil, aunque haciéndose acreedor a una puntualización o un respetuoso desmentido de ciertos aspectos, un esclarecimiento de otros, seguidos de una glosa literaria, o algo que intente serlo, pues de ello depende la posibilidad de fijar y definir la justeza del alucine estipulado.

En efecto, Wadley (Axolote Cine – Imcine, 60 minutos) se sitúa en algún lugar intermedio entre el documental y la microficción sobre una experiencia límite sólo posible a través de medios fílmicos, contando con atinadas, estetizantes y alucinadas producción, dirección, dramatización elemental y edición del exestudiante franco-excececiano vuelto cineasta-orquesta Matías Meyer (nacido en Perpignan en 1979; hijo del historiador francomexicano de la cristiada Jean Meyer; cortos previos: El pasajero, 2004; Verde, 2006; Moros y cristianos, 2007) y, aunque parezca mentira, con fotografía inicialmente en HD de Gerardo Barroso Alcalá y música experimental de Galo Durán.

Así pues, o sin embargo, los primeros minutos del irrepetible filme están precedidos por una breve introducción nostálgica-ferroviaria y pueblerina, que ubica socialmente y contextualiza al filme-objeto. El joven que camina solo semeja una actuación transferida a un alter ego, al parecer tan veintinueveañero como el realizador, jamás pudiendo romper con una impresión inicial y sostenida, una sensación hondamente emotiva y sentida de estar una obra cinematográfica íntima y confidencial, de naturaleza autobiográfica, pero de ninguna manera intransferible. El desierto mexicano del que se habla es en realidad la región norte del estado de San Luis Potosí, muy específica y localizable en el mapa, antes de volverse una geografía mágica, una fotogénico-magnificente reminiscencia puntual minimalista y esencializada de la cacería huichola del peyote, un depurado escenario ceremonial / posceremonial por excelencia; es más: el titular Wadley existe en efecto, es un villorrio afectado por la emigración, un pueblecito fantasma, al parecer sólo habitado por ancianos y niños, que se cruza bajando por Real de Catorce antes de salir al desierto potosino. El anonimato de quien nunca sabremos nada, aparte de su interés y su diestra experiencia para la recolección y la ingestión del peyote (lo cual tampoco es poca cosa), jamás significando anonimia, ni inexactitud ni vaguedad. La imprecisión de su encaminamiento involucra un misterio pronto solucionado, porque esconde la clave del sentido del relato y nada menos que el de la vida en sí. El lugar de pertenencia podrá así ser en principio y finalmente todos y ninguno.

El joven no camina perdido sino al encuentro consigo mismo mediante breves, ínfimos encuentros, instantes de sabiduría formal y sabiduría a secas por ellos anticipada. El claro objetivo de llegar a un lugar determinado se ha ido traduciendo en la translúcida claridad de las imágenes (¡un ensayo fílmico sobre la claridad cercenada a pedazos!) y así se prolongará indefinidamente. El final de esta arriesgada ópera prima no ocurrirá de manera tajante, sino paulatina, transparente, difuminada. Nadie tendrá mucha más información acerca del personaje porque no se necesita ninguna más de la hasta acá mencionada, e inclusive porque la perturbaría en los objetivos últimos de la criatura en sí: constituir un significante vacío, por definición riquísimo e inagotable, ofreciendo la mejor oportunidad para cualquier espectador de identificarse con ese protagonista, héroe narrativo único y sujeto privilegiado de la omnipercepción, a través de su elocuente condición de figura omnipresente, con la apabullante contundencia de su omisa presencia muda y su conciencia pletórica, vehículos perfectos como los del joven protagonista de la deambulación parisina límite de Un hombre que duerme de Georges Perec codirigiendo con Bernard Queysanne (1974), el primero (su presencia) abierto a todos los horizontes físicos y el segundo (su conciencia) convocando todas las experiencias extremas para él posibles, desde la experiencia mitocultista ancestral de Antonin Artaud hasta la de los cinerreportajes seudoindigenistas sobre la cacería ritual del peyote / flores por los huicholes que vienen desde Nayarit y van de El peyote, en busca de la vida de Peter T. Furst (1969) a los documentales inflamados de Nicolás Echevarría, en especial su crónica-itinerario poético Hikure Tame, peregrinación del peyote entre los huicholes (1975), y más recientemente por Venado de Pablo Fulgueira (2008), atento, vistoso, bien documentado, prolijo, aunque sobre todo por el fulgurante documental lleno de parpadeos necesarios Flores en el desierto (2009) de José Álvarez (el mismo del corto etnográfico experimental Venus, 2006), donde el viaje hacia la mitológica Virikuta para realizar durante el trayecto la cacería del peyote (esa medicina física y espiritual, al mismo nivel del maíz y el venado) se enfoca como un hecho cotidiano más, al interior de la cultura alucinógena de una comunidad en la sierra de Jalisco vista en profundidad, armoniosa, poligámica, artesanal, colorida, longeva (esa anciana de 120 años aún con ojos hundidos en sí misma), tradicionalista, evocativa, heredera de costumbres y portadora de ofrendas, vidente y solidaria, hoy acorralada, cercada por propiedades privadas y policialmente perseguida, casi clandestina, pero cuyos miembros, de alma cristalizada por la confesión interindividual y por el agua bendita del mar Aramara, aún se sienten responsables del mundo, de todo el Mundo.

Más que haber estado lo más cerca que se puede estar de una experiencia metafísica y espiritual (toxicómana) a través del cine, Meyer habrá estado en el centro de ella, en su meollo mismo, en su núcleo recóndito sobre la superficie de la terra incognita, en su ¡al fin posibilitada! traducción imposible y hasta entonces intransferida, en su providente seno incluso antes del episodio crucial en que el protagonista consume peyote (un cactus que contiene ingredientes alucinógenos). La película plantea un nuevo tipo de ejercicio potenciando y aprovechando todas las facultades actuales con que cuenta el cine: movilidad de la cámara a placer, nitidez de imágenes con mínima iluminación nocturna, absorción de la luz como coprotagonista inesperado, repertorio muy extenso de efectos especiales, intervención de las imágenes y su cadencia en el laboratorio, retención del fuego cual móviles huellas solares y así sucesivamente. El hombre se enfrenta en solitario a sí mismo con una imponente naturaleza como único testigo, pero siempre a modo de un personaje omnívoro a la vez actor y testigo y degustante de todas las cosas.

Los largos planos se insertan al principio, barriendo el páramo o fijando sin embargo tendencias y significados de acciones, en acezantes body-shots o contemplando el despoblado, como esperas sostenidas de aquella revelación emocional que tarda en aparecer, cual mensajes secretos que ya están clandestinamente dimanando, sin importarles agredir al espectador con el campo vacío de alguna encrucijada que dura más de dos minutos. Los escasos diálogos son en realidad uno, una especie de sencillo saludo inquiriente, simple, llano, respondido de buena fe (“Ánimo”). Y la experiencia visual y sonora como sólo el cine (y algunas drogas) pueden lograr, jamás impedirá sostener la estilizadísima tesitura en apariencia espontánea y casi casual de una falsa docuficción, nunca documental en definitiva, ni rigurosamente ficción a causa de su delgadísimo relato.

Pero quizá será preferible volver a empezar, con base en la concreción de este apenas difundido filme-rara avis, en su lírica y fantástico-realista concreción misma.

Al interior del primer shot del breve largometraje Wadley de Matías Meyer (2008), desde una pictórica y agresiva perspectiva frontal los fúlgidos durmientes de las vías del tren en descampado semejan las costillas de un gigantesco, interminable esqueleto, con sus patas metálicas abriéndose hacia nosotros, pero en cuya cabeza extraviada en lontananza empieza a dibujarse la figura de un joven con saludadora amabilidad de fuereño citadino, interpretado por el actor profesional Leonardo Ortizgris con plena libertad para improvisar, como su personaje, a quien no parece pasarle nada, pero demostrando tener siempre algo que entender, que buscar, respondiendo, reaccionado a estímulos ambientales, en su mayoría menos temporales que espaciales. Avanza a paso seguro hasta un primer término antes de que concluya el duradero plano introductorio. Lleva bigotes de púas y enorme mochila en la espalda, portando gafas negras de blanca armazón para protegerse del Sol. Ha cesado la lejana música lisa, estacionaria y vagamente ritual, sin silencios, mediante oquedades de sonido, cual Nuevas Aventuras de las Ramificaciones o Atmósferas y Apariciones en algún Lontano etéreo o Lux Aeterna sin coro de Ligeti, cuando un prolongado panning a la derecha lo acompaña al atravesar un poblado en el punto del alba y dibujarse contra las nopaleras apenas iluminadas. Seguimientos laterales observan su sombra alargada enfilando rumbo al desierto potosino, con la obvia, firme intención de internarse en él.

 

Ya sólo se escuchan sus amplificados ruidos de pasos y ecos de cencerros en último término, cuando, cargando al hombro o sobre la cabeza un garrafón de plástico de cinco litros de agua, la cámara cambia a subjetivo para contemplar una encrucijada de caminos en campo vacío bajo un cielo claro, con escasas nubes blanquísimas, casi amenazante, por demasiado despejado y diáfano. Un lugareño interrogado señala el buen camino hacia San Valentín, pasando al filo paralelo de un río-espejo y culminando por elipsis en el corte a navaja de una suculenta naranja, despeinado por el viento ahora quieto y recostado en el suelo pedregoso en playera azul rey sin mangas, entre zumbidos y ensordecedoras ráfagas de silencio agolpado.

En un paraje del yermo, el hombre joven descubre un cacto formado por chichitas verdes levemente espinosas, más pequeñas que su mano, diminutas, a las que delicadamente cosecha escarbando en torno de ellas mediante un palito afilado a navaja en off, por la parte interior del encuadre, con suma delicadaza, para no dañar sus propiedades, como si acariciara cada una de esas plantitas redondas cual mínimos volcancitos verdes apagados, por turno, absolutizándolas, atesorándolas, jugueteándolas en su palma, quitándoles adherencias y la tierra del terrenal y lodos, antes de masticarlas cuidadosamente, como una biznaga lunar. Su mirada se fija ahora en un estanque, más bien un gran charco donde anidan ajolotes en close-shot, cual emblemas de la búsqueda y el encuentro afortunados, coronados, engendrando una miríada de reflejos en el rostro, a la tenue inexpresable espera de la revelación de la noche. Una nube aislada en forma de islote distante contempla al joven trepado en un árbol, o bien colgando sus calcetines en las ramas, o bien avanzando apenas entre los bejucos, agitando los pies, mientras algún gusanito que, antes inadvertido, ascendía por un filamento, pende ahora de las atentas yemas de los dedos.

Entonces arroja piedras a la ribera. Yace apacible y magnífico sobre el llano el cadáver fétido de una vaca hace mucho decapitada y anidada por un enjambre de gusanos que devoran sus ennegrecidas entrañas secas. Por la derecha del plano muy abierto emerge un caballo detrás de los árboles, se inmoviliza como cabecita en la cumbre de los cerros del fondo y se enfrenta con el hierofante del peyote cara a cara, como admirando ambos, de frente o de espaldas poco importa, la inmensidad listada del lago horizontal, y por la izquierda del encuadre inspiradamente fijo asoman otros seres cual convocados por el súbito enfrentamiento homínido-hípico, una mínima recua, y se pierde por allí mismo, sin atreverse a perturbar la subsiguiente armonía, milagrosa por elipsis, del hombre acuclillado, del petirrojo en la ramita y la música profunda errando ahora, como el individuo sensibilizado al máximo, entre las piedras. Al sonido de una chicharra suceden notas musicales que semejan partir de la distorsión dispersión del mismo ínfimo ruido animal. Grito agitado y convulso. El joven corre con los brazos abiertos, arrastrando con él a la cámara, ese aparato hasta ese momento contemplativo que sale también de sus casillas, prescinde del tripié y se agita en la mano, coreada por una constelada música-eco.

Las luces de la noche súbita inundan al arroyo arrinconado, hacen golpear la camisa, arrancársela ante un sacrificial sol poniente y sacudir la cerviz animosa, bajo el cielo quemante, casi un sol reventando las siluetas oscuras. El encendido de un fósforo simula un estallido. Acto seguido, un fulmíneo rayo amarillento sale de la boca del héroe en medio de una noche curándose de la escarlatina más que escarlata. Luego, otra fogata inferior a la real, esa olla hirviente con otros manjares divinos, el brebaje que llegará al pecho para poner al fuego en fuga, produciendo, generando, condicionando imágenes con el grano reventado de una cine-experiencia más que técnica y digital, creada por algo más que por el shooter / obturador a baja velocidad, analógica o mimética, ahondando en la universalidad de lo concreto. Ya cayó sobre su rostro, desmenuzando el paliacate colorado al cuello, otro resplandor solar en medio de la oscuridad imposible, violada por el cigarrillo luminoso cual culebrita de llama dibujada y dibujando sobre el fotograma intervenido. Ya está el sol en la boca, escupiendo por el hocico abierto, más tangibles que el inminente suéter grueso y los juego pirotécnicos lejanos, los cohetes perdidos. Explosivas cosas ocurren, limpias, raras en una era barrida por los vientos, agudas, calmadas y vertiginosas, nunca rotas, en continuum de épica y tragedia inconfesables. El día extranjero y el día anterior han dado paso al día interior, la multiplicación de lunas, el amanecer en la frente. Ahora sí ya nada aparece idéntico a sí mismo, la conciencia se esfuma, se funde, se licúa, como la figura del hombre mismo tras la arboleda negrísima, las cuerdas ahogadas en la noche noctívaga en un detrás interminable.

Así parece aprobarse un examen de excepcionalidad solipsista, a la vez en objetivo total y en subjetivo transferido. Se efectúa una ruptura radical con los clisés narrativos dominantes, a diestra y siniestra, dentro del cine nacional. Se consuma el hurgamiento de una situación única llevada hasta sus últimas consecuencias. Tiene éxito la convocatoria a un onirismo redentor al desnudo, una purga penitente, sin que haya mediado, y nadie haya intuido jamás, culpa ninguna. Se ha alcanzado el corazón mismo de todo esto. Se ha impuesto, a modo de un susurro colosal, un hipnótico ritmo lento que brinda al espectador la posibilidad de que desplace su ojo dentro del encuadre, a la búsqueda de algún detalle natural que pueda llamar su atención, o para él importante. Se ha recorrido una amplia gama expresiva, que va del documental de observación pura al enloquecimiento de la cámara, que es también el del personaje, y al socavamiento plástico de las imágenes, para desenterrar el lado oculto de todos los hombres, tan tuyo como tu lado más racional o terreno, porque “un hombre sin su espíritu, pues no es nada” (Matías Meyer dixit).

Y la justeza del alucine era ante todo un paradójico ensimismamiento que sólo se recoge para mejor desbordarse y expandirse, una precisa tanatología precisa (de hecho menos precisa y más preciosa que la del hiperrealista argentino Lisandro Alonso en La libertad, 2001, y Los muertos, 2004), una consagración de la primavera de la muerte-delirio como la verdadera vida (presentirla, percibir su roce abismal, experimentarla, dialogar con ella en estentóreo rumor de la ausencia sonora, vivirla, soñarla y triunfar sobre ella fundiéndose a ella), una robinsonada que indaga en las posibilidades de otra isla-mundo habitada por miríadas de inmensos y diminutos elementos permutables en tamaño pero no en grandiosidad, un filme a fin de cuentas y de cuentos sobre el gozo del viaje en la gran tradición clásica (de Stevenson a las magnas Historias extraordinarias del argentino Mariano Llinás, 2008) y sobre el viaje dentro del viaje para acabar extraviándose dentro del viaje, un enfrentamiento con la soledad absoluta que se incendia y se disuelve al obligar a repensarte y resignificarnos, un reconocimiento del sitio humano como centro y prescindencia en la ascesis más severamente serena de una egregia dialéctica instantánea de la Sustancia y el Cosmos.

La justeza de la atrocidad

Todo el poder para la ignominia.

Por excepción, en el puesto de mando ficcional no están las víctimas migratorias ni el supuesto verdugo satisfecho sino el cruel intermediario, el operador canalla, el traficante de personas que no es capaz de abandonar su trabajo clandestino, como los coyotes que no pueden impedirse cazar gallinas. Aunque de muy mala gana y queriendo salirse de su organización delictuosa tal como se lo ha venido prometiendo a una novia telefónica, el rudo e implacable pollero de bigotes cáidos con sede en Nogales apodado El Negro (Gustavo Sánchez Parra) debe aceptar por celular otro encargo para llevar pollos indocumentados hacia Estados Unidos, cruzando la frontera por el desierto entre Sonora y Arizona, antes de que el doble muro tendido por los gringos los alcance. Pero este nuevo cruce no será común y corriente, como cualquiera anterior, sino particularmente desviado, rebosante de atropellos, accidentado, impío, desalmado.

El endurecido hombre de mal talante es sospechoso de estar ya en tratos sucios con otros individuos, su jefe desconfía de él, le han incrustado como subalterno para que lo vigile e investigue a un gordo aún más inmisericorde apodado El Gavilán (Luis Ávila) que además le disputa visceralmente el liderazgo del grupo (“Aquí el que da las órdenes soy yo, no cualquier pendejo”), se reciben indicaciones de cambio de rumbo a mitad del camino por causa de un supuesto asedio especial de la Migra redoblado por la Guardia Nacional y por las gavillas de ciudadanos antilegales, habrá que rodear a pie por los arenales y luego subir el cerro del Espinazo, lo cual implica que no llegarán al amanecer del día siguiente como estaba previsto y comprometido al inicio sino tener que acometer una travesía de varias jornadas para las que nadie estaba preparado. Hay que andar de noche y también de día bajo el sol a plomo, las patrullas asedian, las víboras y otros animales ponzoñosos también, el pelotón de pollos atraviesa por un sembradío de amenazantes osamentas (“Ya están muertos y los muertos no hacen daño, este desierto es un panteón gigante”), los galones de agua están por terminarse, escasea el alimento, hay un bebé envuelto que llora de manera incesante sin que su guapa madre Ximena (Idalia Figueroa) pueda hacer nada para calmar su hambre (“Ya calle a su pinche niño”) y un anciano se ha luxado un pie sufriendo terribles dolores que le imposibilitan la caminata.

Para colmo, si bien ha sabido sofocar de una certera cuchillada en el vientre intempestivo la rebelión de un joven (“A ver si así aprendes a respetar, hijo de la chingada”) que protestaba ante la idea de abandonar al viejo en medio del páramo, El Negro parece ahora ablandado (“Haces lo que no se hace, me sorprendes”), platica demasiado con la guapa y afable madre diabética con medicamentos olvidados Ramona (Evangelina Sosa) que le inspira buenos sentimientos familiares (“Le juro que no sé qué es lo que me pasa” / “¿Cómo puede pensar en una familia con las cosas que hace? ¿Qué pensaría su novia si se diera cuenta? Piense en ella”) y sorpresivos escrúpulos para abofetear mujeres autoritariamente o resguardar como sea el agua para emergencias, carga en sus espaldas al pequeño hijo de ella, Chuchito (Francisco Javier Becerra), y a la hermanita de éste, la resistente Amanda (Thais Durazo), le ha encomendado a Nico, el tierno osito de peluche que lo acompañaba. Va perdiéndose en el trayecto buena parte del cargamento humano pese a los escupitajos de protesta (“Malditos, ustedes tienen la culpa, malnacidos”), El Gavilán se cobra un trago de agua para el bebé moribundo ultrajando a la madre afligida e inerme que pronto verá morir al crío en sus brazos antes de rematar de un plomazo oportuno al marido exhausto (“Él no te había hecho ningún daño”) y a la viuda implorante (“Mátame a mi también”) de otro balazo a quemarropa (“Al cliente lo que pida”). Por supuesto, los polleros exasperados, furiosos y enfrentados, no tardarán en hacer estallar la violencia verbal (“¿Vas a ir de rajón, puto?”) y física, traicionarse y balearse a gusto (“El próximo te lo meto en el culo, cabrón”). Dado una noche por muerto, El Gavilán resucita al tercer día para recuperar el mando con dirección a Phoenix, llevándose bien amarrado al Negro y abandonando a la agonizante Ramona en manos de sus peques, sólo para que, luego de enterrar a ésta, Chuchito sea mordido por un alacrán y pierda asimismo la vida ante la sorprendente serenidad de su hermanita de menor edad. Como contraste, ya en la ciudad estadunidense, El Negro, esperando a buen resguardo ser entregado al jefe (“Guardadito para cuando usted llegue mañana”) será expeditamente desatado por uno de los sobrevivientes del grupo que se hallaba hacinado con otros cuarenta ilegales en el suelo vil de una casa protegida (“Yo me encargo de sacarle más feria a los familiares”). Una vez vuelta a ganar su libertad al lado de otros tres indocumentados que han abierto la cochera nocturna, el héroe empuñará su celular para delatar ante la policía la casa clandestina, consiguiendo que todos, sobrevivientes y custodios delictuosos sean aprehendidos por parejo, debidamente interrogados y puestos a las órdenes de la autoridad extranjera, en tanto que, tras hacer una última entrega de algo secreto, él mismo logrará salir ileso e impune, tanto de las garras de sus excómplices como de la justicia institucional extranjera, para mandar su actividad criminal al carajo de una vez por todas. Pero, en vista de que su novia telefónica Marina (“Lo logré, te dije que era el último viaje”) le interrumpe alevosamente toda comunicación, al infeliz (“Me muero de ganas de verte, amor”) no le quedará de otra que retornar, sin mayor dificultad pero eso sí contrito, al sitio exacto en el inmenso desierto donde podrá asistir al entierro ritual con que la encantadora niñita silenciosa Amanda está despidiendo a su hermanito, poniéndole piedritas funerales con inefables soles infantiles dibujados a plumón sobre piernas, rodillas, pecho y frente altiva.

 

En 7 soles (Cuadrante Films – Foprocine : Imcine – Filmontage 3 Llamas – Vida Mía Films, 90 minutos, 2008), debut ficcional como autor completo del duranguense vuelto promi-nente TVperiodista estadunidense internacional que en su carrera de dieciséis años ha incluido desde hace poco también el documental Pedro Ultreras (Sonido de Subway, 2006, y La bestia, 2007), todo chantaje sentimental, toda truculencia genérica, toda crudeza desgraciada, todo tremebundismo seudothriller con indocumentados (o más bien explotaindocumentados o contra indocumentados), se vuelca en pos de una justeza de la atrocidad que para todos tiene.

La justeza de la atrocidad representa en gran medida una típica, tópica y bienintencionada pieza de privilegio dentro del cine de denuncia sociopolítica, consciente y autoconsciente, aguerrida, casi militante aunque sin filiación partidaria alguna, tal como conciben, imaginan y practican los intelectuales destacados de las minorías raciales con ideas avanzadas en Estados Unidos. Y tal como lo atestiguan la precisión de los diálogos (“No se acaben el agua de un fregadazo”), la desbordada contención de todos los intérpretes tan jubilosamente caracterizados cuan fuertemente tipificados (capo enchamarrado de cuero negro, subsumidas parejas con críos, encantadora mujer con pañoleta pero psicológicamente desdibujada), el cálculo emotivo del exceso ficcional y, sobre todo, una miríada de diminutos detalles, para bien y para el ridículo más desenfrenado, prefigurativamente valorados: búsqueda de la casa aislada color de rosa para recoger a la varada esposa mexicana del emigrante ya radicado en Chicago que pagó por ese traslado creyéndolo confiable, abordaje enamorador de fuereños (el viejo con dos jóvenes paisanos) recién llegados a la central camionera, leitmotiv del Sol en todas sus fases y formas y tamaños (sol de albazo, sol poniente, sol espléndido, sol inhumano, sol obsedente, sol visto en contrapicado de los caminantes), marcha como borrachos o cual zombis por un desierto-tierra de nadie siempre cambiante e inexorablemente igualitaria (“Aquí ya no hay coyotes, todos somos mojados”), fondo inminente de fotogénicos cactos (inmensos, fálicos, alineados en bosque de suspiros ahorcados) cual relevo tarjetapostalero de magueyes del dúo dinámico Fernández-Figueroa, discreta linterna en mano, luz de la migra en el background más distante, viejo cubriéndose tras el sombrero de palma, biberón impositivo para acallar el llanto del bebé, intentona de carreritas por el desconcierto del asedio, compasión pronto reprimida ante los huesos semienterrados (“Si nos ponemos a enterrarlos a todos no acabamos”), pañuelo de mil colores sobre la cabeza, paliacate sobre la nuca, pastillas agotadas en la caja verde, retratitos de la amada en la cartera ostentándose para bien mal morir (“No quiero morir sin cumplir mi palabra”), contenidos intrigantes en la mochila amarilla del líder o rosada de la pequeñina, disolvencias a granel y en festival carnavalesco, pasos sobre la arena levantando mínimas polvaredas, asaltos pungentes que retuercen (“Ya no aguanto, ya no aguanto el pinche dolor”) al pie lastimado (“Póngalo derecho”) del digno viejo calvo (“Así es esto, se queda”), rabioso aventado lejos de los envases-tesoro ahora inservibles del agua embotellada (“Ahora se chingan todos, porque no hay pa’ nadie”), repentinos semidesmayos femeninos, reiteración al infinito de las mismas órdenes (“Vámonos, ya es hora de irnos, levántense”), cerillos para encender fogatas atractivas a la migra como mayor obsequio a los dejados a mitad del desierto, los pistolones emergiendo de la nada para fulminantemente enviar de envidiable modo a la nada, arrebato de histeria muy femenina llamando a la migra, súbita lagartija en una piedra, mujeres consolándose mutuamente abrazadas y abrasadas, puño de tierra soltada por la madre ahora exánime, coloquio de polleros encabronados en el background, luna fantasmal entre las ramas secas y los carnosos tallos cactáceos, niña rehén con pistola en la sien o huyendo despavorida de su despreciable protector, y así sucesivamente.

La justeza de la atrocidad incluye la crueldad y la saña como partes naturales, dimensiones necesarias y elementos esenciales, cual si se tratara de su imprescindible caldo de cultivo, principio sagrado y fin último de su propia existencia. Así se duplica y secunda la acción de los polleros, sin quererlo, ni deberla ni temerla, y sin siquiera enterarse. Para ello basta con diseminar y poner el acento, como adherencias sentimentalistas de vulgar y facilona efectividad conmovedora, la previsible música efectista de Rosino Serrano pletórica de rutinarios timbales de fuego sonando como eco solar y cuerdas de guitarra pulsadas contundentemente cual ritmo aletargado aletargante del indomeñable desierto de Arizona, la fotografía refulgente y precio-sista de Vladimir Van Maule siempre a punto de sucumbir en su propio neohieratitismo, y una edición de Rocío Zambrano con el productor Ignacio Decerega que no desperdicia oportunidad para atemperar debilitadoramente las secuencias del inabarcable desierto con las imágenes cercadas de Los que se quedan (véase Rulfito-Hagerman, 2008) zozobrando en su zozobra.

La justeza de la atrocidad se siente obligada, tanto como a no dejar cabos sueltos, a rizar tenazmente el rizo creando un falso suspenso, por medio de la invención y persistente sostenimiento de varias líneas narrativas a lo largo del filme y al ritmo de sus Siete Soles ingentes. La primera línea es la que presenta las angustias por la tardanza de esposa e hijitos del obrero Miguel (Benjamín Magaña), ese próspero marido de Ramona ya asentado en Estados Unidos, tan bien adaptado a la vida gringa y tan apreciado por un bondadoso patrón que éste no cesa de demandarle parientes instantáneos para cubrir vacantes en espera, cual feliz proletario de Borrasca en las almas (Ismael Rodríguez, 1953) en una arcadia fabril que ha logrado sustituir toda molesta lucha de clases por una armoniosa armonía beatífica armónica y entusiasta, aunque ésta sólo posible para los mojados que cayeron en manos de polleros buenos y eficientes. La segunda línea está conformada por el septuagenario pelanopales Don Rafael (Jorge Rojas) y su neta esposa acusada de alcahueta Doña Juvencia (Sylvia Seleni), perpetuamente ahítos de recriminaciones recíprocas que son de hecho autorrecriminaciones culpables. Y una tercera línea estaría integrada por las continuas referencias y asediantes llamadas por celular-cordón umbilical a los capos del tráfico de personas a través de la frontera. Líneas narrativas que fluyen en paralelo, aunque a veces parecen simultáneas, en conflicto o confluyentes a través del montaje. Líneas narrativas a fin de cuentas bastante inútiles, como no sea para que el inmigrante de Chicago reciba en sus brazos dichosos a su hijita sobreviviente, igual que El Negro como angelical padre putativo los había antes recibido, y para que un conjunto de ataúdes desfile en el pueblito de los progenitores de Ximena, al son folclórico de una tradicional banda de alientos con guitarrón-emblema del añorado terruño baldío.

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