La justeza del cine mexicano

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La herida del humor sádico punza su disectadora aguja hipodérmica con análogo sadismo en frío sobre una vena que concede relieve clave a volúmenes de la gran literatura escolar ad usum pueblacum academicum, representado por la inefable cursilaza María de Jorge Isaacs, o por las para siempre insuperables Cumbres borrascosas de Emily Brontë, y la aún escandalosa Lolita de Nabokov con su revelador esquema narrativo (“Hombre de 40 años enamoradote de niña de 12”) y sus iniciales ardorosas o ardientes frases-letanía bien subrayadas (“Luz de mi vida, fuego de mis entrañas”). Aparte de que ese tipo de humor sabe apretar botones de videomontaje en el momento oportuno, recorre con linterna fotografías de chavas desaparecidas jamás encontradas. Superpone jubilosa música pop / hip-hop estridente en las secuencias más crueles (animadas o no). Recorre neones de gelidez absoluta. Agencia audaces disociaciones entre imagen y sonido, continúa parlamentos en overlap con acciones posteriores (o anteriores). Utiliza contrapicados de criaturas malvadas o policías vejatoriamente viniéndosete encima. Convierte en densos personajes ausentes a la incinerada exDirectora Domínguez y una sobreviviente Maestra Cristina suicida / suicidada en la regadera de su baño, conservando aún hoy la soga de su horca. Recapitula escenas ya vistas ahora en imágenes mentales que se revaloran para alterar su carga paradigmática. Palpa inquietantes síncopas en acelerado / ralenti o stop-motion. Descuartiza cuerpos con repertorio de bisturís en off y persecuciones en visualidad oscurecida o espionajes en reencuadres geométricos in. Esparce amargos diálogos miméticos de cuidadosa novela negra compacta pero por encima de la simple fórmula literaria (“Nadie debería morirse” / “Todavía estoy esperando a ver si regresas” / “Tu pasado se queda conmigo” / “Es difícil vivir sin alguien que te cuide” / “A los muertos al menos sabes dónde encontrarlos, y si no hablan contigo es porque no pueden, no porque se hayan olvidado de ti” / “¿Por qué yo?” / “Ese Comandante no está buscando quién se la debe sino quién se la paga”). Elude las escenas de violencia explícita sustituyéndolas por un justiciero o no exterminio expedito casi invisible porque obedece al corte elíptico de tiros y supereficaces macanazos noqueadores como en las viejas series en episodios (“Tú quédate aquí”). Adereza secuencias de acción con avances simultáneos pistola en mano o luminosidades deslumbrantes. Manipula y hace estallar con vigor estructuras secuenciales metonímicas a partir o mediatizando o concluyendo en detalles significativos cual impersonalizantes trazos subliminales. Ahonda atmósferas mediante el propositivo uso desasosegante de una inspirada partitura sonora sin grandes frases musicales (de Fernando Bonasso) que no retrocede ante la ironía en contrapunto de bocanadas de compases juveniles o definitivamente baladas completas (tal la canción-tema Cosas infinitas del conjunto Bengala). Antes de rubricar con un beso necrofílico a la amada inmóvil, más cerca de Amado Nervo que de Allan Poe, y el regalo caluroso de un enigmático video grabado ex profeso sobre el marmóreo monumento funeral de la amada ausente, acaso una navokoviana declaración de “Pecado mío, alma mía” de ese precoz Víctor-Víctor cual Humbert-Humbert (“Hasta que nos volvamos a ver”), sobre esa tumba blanquísimamente coronada de pomposas hortensias con corolas en forma de albos globos jactanciosos que ahora mismo, de manera perdurable, minimizan y tornan inaudibles las floridas frases conciliadoras que cruzan padre e hijo Zepedas, con blancura de sal doméstica, rumbo a la palabra Fin.

Y la justeza de la salación era ante todo una autorreprimida dialéctica malsana del ser y la apariencia, una historia de maduración espejeante en su propio duelo, una irresuelta ecuación autocancelada en pantanos enloquecidamente blancos.

La justeza del barroco

En “Paso del Norte”, a punto de emigrar hacia el norte encampanado y sonsacado por unos compadres, el joven campesino empobrecido Bonfiglio (Fidel Zerda) enfrenta a su añorado y temido padre egoísta fabricante de cohetes Justo (Justo Martínez), a quien no le hablaba desde que huyó en silencio del hogar natal, y se atreve a encargarle a su familia, dos traviesos hijos pequeños y el que viene en camino, además de La Tránsito, para dejarlos al cuidado paterno durante su ausencia en busca de mayor fortuna, pero no será sino hasta que regrese, sin itacate y dentro de un ataúd, luego de ser rescatado por un buen Texano (Felipe Fulop) a raíz de un tiroteo en el cruce del río, y tras haberse ido a la gran ciudad en busca de la esposa que se fue con un vendedor trashumante, cuando los conflictos entre ellos parecían resolverse.

En “Un pedazo de noche”, durante una sola, larga, interminable jornada nocturna, la guapa prostituta huida del machismo brutal de la provincia para ser humillada a golpes por su homólogo urbano Lucía (Dolores Heredia) y el sepulturero acomplejado por su oficio Demetrio (Eduardo Van) acometen un duro, aunque en el límite romántico, peregrinar sin rumbo por calles céntricas de la vieja ciudad de México, cargando en brazos a un bebé ahijado del que él ha debido hacerse cargo y del que no son capaces de desprenderse, aunque los corran de todos los hoteles de paso (“Lárguense de aquí con eso” / / “No es casa de cuna”), cenando en una café de chinos, descansando sentados en una fuente, conversando sin parar, haciéndose confidencias y meditando en voz alta sobre la soledad y el sinsentido de la vida, zafándose ella al amanecer y rechazando toda paga de ese cliente por la noche perdida para buscar dónde dormir, prometiéndose ambos volver a verse, a sabiendas de que el amor naciente entre ellos, esa mujer con ese hombre, su futuro marido, sólo será completo y absoluto cuando él la entierre a ella.

En “Cleotilde” antes “Después de la muerte”, el torvo hacendado decrépito Don Julio (Pedro Armendáriz hijo), quien siempre ha vivido marcado y lastrado en su vida erótica por la inolvidablemente sensual Tía Cecilia (Evangelina Martínez) que lo inició en deliquios amorosos cuando niño (Ricardo Rochín hijo), lucha ahora con sus delirios, alucinaciones, pesadillas y remordimientos, deambulando sin tregua dentro de su despoblada mansión (hoy tragada por la ciudad de México), rodeado por sus falsamente fieles sirvientes rencorosos Rufino (Alex Hank) y Tomasa (Evangelina Sosa) que lo desprecian hasta el odio, en el abandono y el autoabandono totales después de la partida, o más bien la huida mortuoria, de su joven esposa siempre desdeñosa e insatisfecha Cleotilde (Ana Claudia Talancón manchada hasta por, más que enarbolando, un lunar en la barbilla), que le fuera prácticamente vendida por el intrigante pueblerino y uno de sus amantes más deseados Isidro (Miguel Rodarte), tras desposarse con el anciano voyeurista e impotente sólo por conveniencia, sufrir tanto de repulsa a las lastradas tentativas amatorias del esposo, como las fijaciones luctuosas del anciano feroz (“Ya me estoy cansando de tus locuras”) que la identifican con la tía desaparecida / reaparecida flotando en camisón onírico (“Además hueles a viejo”), debiendo calmar sus juveniles calenturas femeninas con los dos ayudantes jóvenes más atractivamente viriles del vejete, hasta que él acabe matándola a palos cierta noche eterna, con la mayor impunidad y sin arrepentimiento, aunque el viejo tenga todavía que pasar muchos años de ánima en pena sin poder conciliar el sueño, antes de ser hallado sin vida por sus rejegos criados devotos con los jugos del desayuno en mano una atareada mañana cualquiera o la menos pensada.

El trepidante aunque bienintencionado filme Purgatorio antes Los cuentos de Rulfo (Foprocine : Imcine – Roca Motion Control – Eficine 226, 123 minutos al final desfiguradoramente reducidos a 83, 2008), primer largometraje abiertamente ficcional del cultista precortesiano productor-director jalisciense de 54 años en opulentas universidades estadunidenses sudcalifornianas formado Ricardo Rochín (más de una década después de su documental multipremiado Ulama, el juego de la vida y la muerte, 1986, y casi a simultáneo del docudrama en formato Imax sin apenas distribución El mundo de los mayas, 1994, aparte de algunos videojuegos sobre leyendas prehispánicas más recientes), con libreto (en compañía Elías Nahmías y del malogrado cinecrítico Tomás Pérez Turrent) y profusión de efectos visuales suyos, se compone de tres segmentos autónomos, basados en otros tantos relatos literarios de Juan Rulfo: “Paso del Norte”, “Un pedazo de noche” y “Cleotilde”, donde predominan un prurito de fidelidad cultural y de captación de la “esencia cinematográfica” (sicazo, Rochín dixit en declaraciones a Jorge Caballero en La Jornada, 8 de mayo de 2009) del señero escritor hoy pluriadaptado. Todo ello tendiente de una extraña, heterodoxa, intempestiva, imposible y casi oblicua visión del mundo de Juan Rulfo, pero con muchos de sus temas recurrentes, obsesiones, manías y posturas románticas, enfocadas y desarrolladas de otra manera. Todo ello en función de una pretendida justeza polimórfica y prismática del barroco mexicano en el cine, la justeza del barroco inmenso por fin en la pantalla.

Justeza del barroco a nivel de la procedencia y el rescate. “Paso del Norte” formaba parte del grupo de cuentos seleccionados para una versión inicial de El llano en llamas, pero fue excluido a última hora por considerarse que amenazaba la armonía del conjunto. “Un pedazo de noche” es en realidad un largo y cohesionado trozo residual, el único sobreviviente de la novela Los hijos del desaliento, urbana por excepción y con factura anterior a Pedro Páramo, una obra inconclusa, desechada, supuestamente destruida por su autor, ya perteneciente sólo a su leyenda. Y Cleotilde jamás existió en forma de relato escrito y coherente, pues representa la síntesis, o collage, a veces muy mal zurcido, de “Cleotilde”, “Después de la muerte” y “La tía Cecilia”, tres fragmentos narrativos dispersos que fueron incluidos en el caótico pedacerío de Los cuadernos de Juan Rulfo, arbitrario y en muchas ocasiones lamentable recuento-explotación de textos inéditos, a medio elaborar, reunidos por los herederos del escritor y publicados de manera inesperada, sorpresiva e inoportuna, más que póstuma. Purgatorio se presenta de entrada como un trabajo de rescate literario, tan digno y valioso e impertinente pertinente como el acometido por el excuequero Jaime Ruiz Ibáñez con su ejercicio Agonía (1991), a partir de un relato inédito y más bien extraviado en su momento (“Los girasoles”). Dos cuentos prácticamente desconocidos, apenas difundidos pero recopilados en vida del autor, y un tercero, inconcluso, más bien conjetural, forzado e inexistente, armado a partir de tres fragmentos dispersos, recién publicados post mórtem.

 

Justeza del barroco a nivel de la metáfora social. Todas las historias ocurren en los años cincuenta nacionales, exactamente cuando el país acometía su difícil tránsito a la modernidad, bien remarcado por el ingenuo trozo-encomio de un representativo Noticiero Mexicano. “Paso del Norte” subraya literalmente el paso a la migración hacia el exterior de los entonces llamados braceros. “Un pedazo de noche” trata de arrancarle literalmente un pedazo a la noche urbana de los recién inmigrantes internos (no demasiado lejos del trozo que posteriormente sabrá arrancarle y elaborar sin mayor efectismo tecnológico el magnífico Nesio de Alan Coton, 2008). Y “Cleotilde” invoca literalmente a la destructora involuntaria de los sueños perdidos de los anacrónicos hacendados heredados del porfiriato. Una metáfora social de la modernidad que, por supuesto, es triple. La supuesta quietud de la provincia de siglos anteriores se ha roto en pedazos: el pedazo de patria y el pedazo del terruño dejados y arrastrados muy lejos sin posibilidad de nuevo arraigo ni de rearraigo (en “Paso del Norte”), el pedazo de la nueva patria siempre ajena y rechazante sólo posible de asentamiento a través del oficio mortuorio y de otro nacimiento o renacimiento (en “Un pedazo de noche”), el pedazo de la tierra desposeída / reposeída y reivindicada (en “Cleotilde”). La presunta inmovilidad de la provincia primigenia ha sido relevada por el movimiento: el movimiento que es renuncia y encargo de seres queridos e impulso fallido y errático hacia el otro lado (en “Paso del Norte”), el movimiento de recorrido circular por la ciudad mambera hasta en el café de chales (en “Un pedazo de noche”), el movimiento enclaustrador y erohostigante de la hacienda hasta más allá de la potencia toqueteadora y del machista homicidio involuntario por el repulsivo patrón provecto (en “Cleotilde”), cual Poe / Corman vuelto pedroparamesca movilidad / inmovilidad flamboyante póstuma del terruño rulfiano- rufiano.

Justeza del barroco a nivel de la adaptación y sus consecuencias. De los tres relatos fílmicos el que menos se defiende es indudablemente “Paso del Norte”, filmado en 2000, al conseguir no sólo el objetivo de que el intérprete principal fuese “desdibujado y bronco” (según Rochín en la entrevista antes citada) sino el episodio en su conjunto. De los tres relatos fílmicos el más regular es “Cleotilde”, inesperadamente, pues sería el único filmado ex profeso para el tríptico en 2004, aunque viene a ser también el más enigmático y el que mejor responde a los primitivos propósitos rochinescos de que Purgatorio fuera “una colección de cuentos sobre fantasmas que vivieron, murieron, y cuentan sus historias en el umbral de su muerte, cuando la puerta se abre a otro mundo, en el que no se está muerto ni vivo, sino en un espacio creado por la literatura de Rulfo” (Rochín de nuevo en la indispensable entrevista multicitada). De los tres relatos fílmicos, entonces (“fue como hacer tres películas”: Rochín), el que más se defiende es sin duda “Un pedazo de noche”, filmado en 1995, o sea el más antiguo en todos sentidos, en ubicación, procedencia y fecha de rodaje; pero también: lo que en la letra impresa era un largo diálogo, en la pantalla se ha vuelto una perenne travesía, un inacabable vagabundeo de época por tu centro histórico, una pieza de evocación y realismo deambulatorio en la que importan tanto la profundidad de sus dos únicos personajes interactuando a la vista, como la recreación ambiental de aquella ida, comunitaria, más segura y disfrutable ciudad de México de principios de los años cuarenta, a partir de cien elementos muy bien valorados, en virajes severos con toques monocromáticos cual intervenciones al estilo La ciudad del pecado (Frank Miller y Robert Rodríguez con una pizquita de Quentin Tarantino, 2005), mezcla de cálida perversidad naturalista y sordidez bienhechora, intentando revivir tanto la urbe desbordante con la que debió toparse el depresivo nunca renovado zapotlanense Rulfo a su llegada a la ciudad monstruosa, como las callejuelas ahítas de hormigueante vida pintoresca, ésas que a duras penas, pero con extraordinaria precisión y ambiguo cariño vergonzante, logró recoger, plasmar y ofrecer el nuestro cine de la época en que se sitúa la trama (a principios de los años cuarenta), aunque nuestra puta callejera Dolores Heredia se exhiba fumando muy sexosa en esa esquina con escotazo de cine nacional bajo un blanco suetercito babita y gran bolso negro colgando del antebrazo para hacerse del rogar (“Así no, con eso que llevas encima, con esa criatura no voy a ningún lado”) como cualquier hipericónica Trotacalles (Matilde Landeta, 1951), y aunque al cabo de un panning callejonero aparezca adherido a un poste el cartel del cinemelodrama sublime Arrabalera (Joaquín Pardavé, 1950), con Marga López de trenzas emblemáticas, al mismo nivel que en la comulgante iglesita del pueblo surgía la imagen sacrificial de un archihispánico-buñueliano Cristo en jirones para decir lo mismo. En los tres casos, pequeñas cintas en el Purgatorio expresivo, es decir, suspendidas entre el infierno y Comala.

Justeza del barroco a nivel del texto. Las palabras rulfianas se usan en los tres casos como diálogo o como reflexión casi monologal. Diálogo de los cuentos acaso más dialogados de Rulfo. Diálogo increpatorio del aspirante a bracero (“Me voy lejos padre, por eso vengo a darle aviso”) al encargar a sus parientes (“Eso lo hice porque a usté nunca le pareció buena La Tránsito, me la malorió siempre que se la truje y, recuérdeselo, ni siquiera volteó a verla la primera vez que vino”) con el odiado progenitor (“Pos que hay hambre, usté no lo siente, usté vende sus cuetes y sus saltapericos y la pólvora y con eso la va pasando”) ya doblegado por los años (“Cuando te aletié la vejez aprenderás a vivir, sabrás que los hijos se te van, que no te agradecen nada, que se comen hasta tu recuerdo”) y luego de regreso imposible (“Pos nos clarearon anoche, íbamos regustosos, chifle y chifle del gusto de que íbamos pal otro lado cuando merito en medio del agua se soltó la balacera, y ni quién se las quitara”). Diálogo-confesión entre ella (“Alguien me avisó que en el callejón de Valerio trujado había un campo libre, pero antes de conseguirlo tenía que dejarme tronar la nuez”) y él (“¿No te asustas si te digo que soy sepulturero? Pues bien, éso soy yo, y nunca he dicho que con ese trabajo no gano ni para vergüenzas, es como cualquier otro”), entre los amantes (“Conozco un sitio medio oscuro, el encargado es un tú-la-trais, allí nos dejarán entrar”) de una noche (“Yo a ti ya te había echado el ojo, pero no me animaba a hablarte, con esa cara no pareces de la misma raza que las otras, si hasta creí que andarías por estos barrios nomás de visita”) y acaso para siempre (“Porque el miedo es la cosa que más miedo le tiene a la soledad, según yo sé”). Diálogo-divagación entre el entusiasmo de espiar el baño de pétalos y el misterio del velo nupcial (“A ver cuánto le dura el gusto”), entre el recuerdo de la tía llamando al aposento terminal con pabellones (“Y no me encargó con nadie”) y la gestación de un émulo-engendro de Susana la Perversa buñueliana (“Al chayote no se le puede reprochar que dé chayotes con gusanos”). El texto en manantial se saborea, se relame, se regodea, se retuerce, se zopilotea y, de una manera tan novedosa cuanto rara, se enajena. En in o en off, los textos se espetan, se escupen, se vomitan, se banalizan.

Justeza del barroco a nivel de la visualización. Fotogenia flamígera y evanescente, florituras, manierismos, grúas, nubes errantes a raudales y a velocidades supersónicas, ángulos insólitos, difuminaciones en las antípodas de los clásicos cuentos mexicanos de espantos y aparecidas que fueron condensados ocho lustros atrás por el inefable Servando González en El escapulario (1966), alquimias ópticas sin posibilidad de continencia alguna; todo ello junto y bien dosificado, pero en montón, casi al interior de cada plano, algo como no se veía desde Historias del desencanto de Alejandro Valle y Felipe Gómez (2000-2005), aunque ahora amparando historias realistas de un desencanto menos fantástico, si bien más literario y contextual. Imágenes en el sólo aparente blanco y negro en los dos primeros cuentos, realmente en gris altamente contrastado o diluido que alterna con virajes al azul, a veces cambiando abruptamente en el campo-contracampo, o en colores artificiales con ribetes de sepia. Imágenes de acabado y recamado posexpresionista, en el largo y sinuoso tercer cuento, en plástica y espíritu muy semejante al ignoto excelente ejercicio de estilo chileno El desquite de Andrés Wood (1998). Por otro lado, independiente de quien sea el fotógrafo en turno (el rebuscado Arturo de la Rosa de los dos primeros cuentos o el ornamental Alfonso Aguilar del tercero), en el tríptico de Rochín, la cámara habitualmente se emplaza por debajo de lo normal, casi en contrapicado, dentro del tren que lleva al norte, en las calles del peregrinaje interminable o proyectando hacia el techo las pesadillas del viejo hacendado (“Aquello que hay en el techo no deja de mirarme, me clava su mirada”); pero ahora no se intenta conceder, mediante la sagacidad óptica, una preeminente grandiosidad estatuaria a macropersonajes históricos y ultrasimbólicos (como por ejemplo en La sombra del caudillo de Bracho, 1960), sino de obtener exacto lo opuesto: darles a contrasentido (y a veces sin sentido) una rebajadora pequeñez estatutaria y estulta a infrapersonajes a-históricos, olvidables, anónimos pese a ostentar sus nombres, opacos en esencia, grises y tenazmente antisimbólicos. Duelo de carotas ante la casona paterna, siluetas entre tendederos y puntas rojas de cigarrillos noctívagos con fondo de cilindrero, joyas de la tía en cuello y orejas (“¡Qué hermosa estás!” y visor onanista para arcaicas postales obscenas. En todos los casos, imágenes tan trabajadas y retrabajadas que dan la impresión de contraídas, desgarradas, raídas.

Justeza del barroco a nivel de lo virtual. En buena medida todo el trabajo de Rochín a través de los siglos se funda en la virtualidad, el agenciamiento de la imagen virtual, a medida que los avances tecnológicos lo han ido permitiendo, de manera cada vez más acelerada, en los últimos lustros. De hecho, cada uno de los relatos de Purgatorio se basa una distinta utilización y aplicación de lo virtual. En “Paso del Norte” será el correr de las contingentes nubes de amenaza y el esplendor suicida de los fuegos artificiales al estallar la fábrica del padre cohetero como un polvorín. En “Un pedazo de noche” será la recreación artificial de las atmósferas urbanas del pasado en el primer cuadro de la ciudad de México, manipulando y travistiendo la fotogenia callejera. En “Cleotilde” será, ya nada más, la sublimación y el envenenamiento de los interiores como grabados antiguos. Fondos, paisajes e hipérboles virtuales. Pero, siempre a mil años luz de las traumáticas taradeces megalómanas del olvidado y ya bastante olvidado Pachito Rex de Fabián Hofman (2001), nada de ello se verá gratuito ni arbitrario, jamás como un mero efecto especial-avatar a lo Matrix o Transformers o Avatar, sino como ámbito artístico per se, un ámbito abierto e imantado, un nuevo recurso a explorar / explotar, un soporte sustituto, un aditamento híbrido, que nunca podría ser aquí fin de sí mismo o de su utilización o lucimiento. Lo que importa en Rochín será la obtención de texturas, la texturología por computadora, el reforzamiento plástico de la densidad literaria, el acabado estético, el picturalismo impresionista, la apariencia óptico, en suma, el acabado cual daguerrotipos móviles o de rotograbados vivientes de las imágenes, pura, llanamente y con la mayor evidencia.

Justeza del barroco a nivel de obsesión mortuoria. Desde el epígrafe escrito sobre la pantalla en negro que motiva la elección del título global y quiere definir el meollo-núcleo del filme (“Es que para los humanos el Purgatorio es la prisión del alma por el cuerpo”), la idea fija de la muerte viene a ser doble, triple, múltiple, inabarcable, al infinito temático y visual. Primero está la que manifiestan los personajes protagónicos: el bracero fallido que regresa difunto apenas ha partido de su pueblo natal, el sepulturero misántropo que sólo se regocija compensatoriamente en la espera de procurarles una estancia muy larga en el cementerio a sus clientes-víctimas, y el viejo hacendado que sólo vive para recordar y confundir al fantasma de la joven esposa a quien impunemente quitó la vida en un violento arrebato, con el de aquella querida tía incitante a la que acompañó en sus últimos estertores. En seguida están las obsesiones que manifiesta la película en sí a través de todo el aparataje de sus elementos en tropel: los reproches volcados al hijo en vida que se conectan con los hechos al encajonado vástago ya con algodones en la nariz entre cirios y flores, los premonitorios reflejos invertidos de los amantes sobre el agua de la fuente y los aparadores iluminados de Le Parisien (sic) con maniquíes ya dotados de rígor mortis cual ecos inmóviles de los amantes que se besan a contraluz ya próximos al amanecer sin haber encontrado dónde copular o descansar, el encapsulamiento de viejo espiando las gozosas cópulas infieles de su esposa o echando lúcidas pestes contra su propio masoquismo conyugal a lo Crónica marital de Jouhandeau. Luego están los deslizamientos narratológicos de cada trama: el relato de la huida al norte a modo de visiones de un moribundo atropellado en una calle y clamando por su padre en primerísimo plano, la promesa de los amantes abortados para volver a verse algún día cuando ya el espectro del hombre está visitando sentado a los pies de la cama a la mujer dormida por el cansancio vital, el vaivén de tiempos pasados y oníricos que redundan una y otra vez en la identificación de Cleotilde y la tía finada. Al final estarán, por supuesto, los devaneos de la muerte, aplazada, ansiada, en sí: las paladas de los enterradores del cementerio que siguen al descenso en subjetivo a la fosa doblemente monologal (“Me gustan los muertos, ya no me dan pena, los muertos ya no le dan guerra a nadie, los muertos mortifican la vida de los demás, a los muertos no hay que aborrecerlos”), el desvanecimiento del hombre con envoltorio de bebé sentados en la piesera del lecho (“Nunca acabaremos por encontrarnos” / / “Cuando me toque enterrarte”), y el sagrado si bien incidental feminicidio conyugal de una impetuosa irreprimible golpiza (“Entonces me di cuenta de lo delgadita que tenía ella la vida y el poco trabajo que me había costado quebrársela”) mientras el reloj de pared busca veloz la hora detenida de la muerte. Sólo faltan ya los dadivosos responsos rabiosos que dicta la mucama Tomasa (“¿No ves que ya está muerto? A los cadáveres se les dice al oído que ya están muertos y que no vengan a dar guerra a los vivos”) y la conclusión que hace eco a la agonía de Don Julio tras haber intentado en vano desenterrar a su amada / odiada imposeíble (“Ya vete Cleotilde”), la conclusión inscrita como lápida-envío sobre la tétrica pantalla en negro (“Yo no me preguntaría por qué morimos, pongamos por caso, pero sí quisiera saber qué es lo que hace tan miserable la vida”), también ella sin ritmo ni medida (“¿Dónde está la fuerza que causa nuestra miseria?”), su particular purgatorio, o pulgatorio.

 

Justeza del barroco a nivel del abigarramiento, la asfixia y la extemporaneidad poética. De cuento en relato y a medida que avanzan, la película se va hundiendo más en su propio marasmo, en el vórtice del ultrabarroquismo, hasta ser asfixiada por él. Por lo demás, y hasta la saciedad, articulaciones sobre campanadas y más campanadas o pianazos ineptos de Dmitri Dudin cual campanadas sucedáneas, manía ya gratuita de más conclusivos entierros y desentierros, quemazones accidentales nada purificadoras ya sea por los niños incendiándole con fuegos artificiales la casa al cohetero abuelo cabrón o ya sea una troje ardiendo por los ardores de nuestra Susana San Juan ardiente u Otilia Rauda ardorosa que experimentaba sin metáforas su atracción sexual como la embestida de un toro suelto, juegos de espejos en el hotel-putero o en la alcoba de la tía / Cleotilde, amén.

Y la justeza del barroco era ante todo y en última instancia una tentativa esteticista de sobreelaborar un producto aún más pomposo, artificial y atiborrado de elementos que el Rulfo aeternum de Rafael Corkidi (1991) o el Adán y Eva (todavía) de Iván Ávila Dueñas (2004), sin ponerse a pensar que ese esteticismo, esa pomposidad, esa artificialidad, ese atiborramiento y esa sobrecarga, ese barroquismo autoexcitado en suma, eran precisamente lo que Rulfo más detestaba y eludía y evitaba (en la literatura, en la vida) como un cáncer, que son exactamente lo que el arte narrativo del bueno de Juan Nepomuceno Pérez Rulfo no es ni fue ni ha sido ni será, punto.