El cine actual, delirios narrativos

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La desazón autoirrisoria

¿Sólo amigos? (What if / The F Word)

Canadá-Irlanda, 2013

De Michael Dowse

Con Daniel Radcliffe, Zoe Kazan, Adam Driver

En ¿Sólo amigos?, paraescénico sexto largometraje del exitoso canadiense angloparlante especialista en alocadas comedias locales de 40 años Michael Dowse (Fubar I y II, 2002 / 2010; Goon, 2011, con guion de Elan Mastai basado en la pieza Pasta de dientes y cigarros de T. J. Dawe y Michael Rinaldi, el lamentable devastado sentimental exestudiante desertor de medicina Wallace (Daniel Radcliffe en su más consistente aparición insignificante desde su irrecalentable niño mago) sublabora como apabullado auxiliar de oficina, la hace de inepta niñera del hijito de su hermana y desde hace un año contrasta su incapacidad de relación con la rapidez de ligues de su compañero de depto Allan (Adam Driver repitiendo su numerito hiperkinético de la interminable TVserie Friends) ya estabilizándose con su homóloga erotómana Nicole (Mackenzie Davis implicada a rabiar), pero el infeliz depresivo con obsesiones suicidas conoce en una fiesta a la elegante ojiazul Chantry (Zoe Kazan tan inasible como en Ruby, la chica de mis sueños) con la que logra conectar divertidamente y le ofrece su amistad, viéndola por azar en un cine, citándose en algún café, jugando con ella billar o al ping-pong, acompañándola de compras a tiendas de ropa sofisticada y enamorándose inevitablemente de ella, pero como la encantadora chava ya vive con su novio el ascendente aprendiz de diplomático Ben (Rafe Spall), debe penosamente sujetarse a una pactada situación de amigo triste, aunque rechazando con púdica honestidad moral los avances corporales de la guapa pero insabora hermana de su objeto intocable Dalia (Megan Park), hasta que el insuperable novio sea enviado a Dublín por seis meses y el nexo entre los amigos forzados empiece a exacerbar sus contradicciones tan comprometedoras y desazonantes cuan autoirrisorias.

La desazón autoirrisoria aporta innovadoramente a la comedia romántica juvenil en boga las cualidades de un humor canadiense autoirrisorio, que contrasta con el estragado humor estadunidense plasta o salaz de hoy (estereotipado, previsible, bobo, repetitivo), al reponer las mejores virtudes históricas (en la cauda de la sorna rosada del Harry y Sally de Rob Reiner, 1989) y cimeras de éste (en el callejón sin salida del ácido esquizoide del 500 días con ella de Marc Webb, 2009), para proponer una comicidad que parece refrescarlo todo para fingir una nueva lozanía, la comicidad de un chick flick rutinario (la comedieta romanticona con chicas atractivas para un público predominantemente femenino) endosado a las desventuras mitad deprimentes mitad picarescas de un boy flick para chavos socarrones de cualquier sexo, la comicidad de los diálogos falsamente cínicos que esconden las verdaderas tensiones e intenciones opuestas (“No sé si eres realmente cínico, o un romántico incurable realmente loco”) o los inconfesables desgarramientos interiores, la comicidad del berrinche por tener que comer nachos luego de la mejor cópula de su vida, la comicidad que revela a bocajarro los ocultos propósitos ajenos (“¿Pretendes acostarte con mi novia?”) cual si compartiera secretos para construir intimidades, la comicidad de la denuncia de los autoengaños autocompasivos (“Gracias por ser tan humilde en la victoria”) y los engaños mutuos a medias (“No te preocupes, sólo estamos platicando”), la comicidad de los pactos insostenibles e instantáneos (“¿Sólo amigos, por qué no?”) pero demasiado prolongados (“Es bastante inquietante, pero está bien”), la comicidad de las penalidades del infortunado del corazón roto que conoció a la indicada en el momento contraindicado, la comicidad que sabe gozar con las variaciones infinitas del mismo tema, y así.

La desazón autoirrisoria se expande mínimamente en el sutil arte de la digresión delicada y deliciosa-belicosa, dentro de una imparable corriente de suposiciones (¿qué pasaría si...?), como el motivo recurrente del intempestivo revoloteo de mariposas libertarias sólo existentes en la compensatoria imaginación de la dulce chava exigente, como los gags slapstick de la caída por la ventana en la primera cena embarazosa o en el paralizante encuentro con la exnovia en un pasillo de hospital o el malentendido de los compulsivos vuelos cruzados a Irlanda, como la música coruscante de A. C. Newman, como el desarticulador asalto de la atracción animal erótica al descubrir un sensual tatuaje bajo el estrecho vestido rojo cortazarianamente atorado en el cuerpo deseado, o como la absurda resistencia a los ímpetus normales que deben atravesar desnudos la noche en la playa, todo ello para rendir grácil testimonio de la tiranía irracional del amor (“En los cuentos de hadas el amor inspira a ser noble y valiente, pero en la realidad es sólo una excusa universal para el comportamiento egoísta”) y, por todos los frentes pero al margen de cualquier preocupación sociopolítica o contextual verídica, plantear que el único problema de nuestro tiempo y eterno sigue siendo saber si hombres y mujeres pueden ser amigos realmente.

Y la desazón autoirrisoria termina, después de la apremiante boda de Wallace con Chantry, trepándose al tejado de la frustración relamiéndose y a las tentaciones autodestructivas sobre el cosmopolita Toronto que el chavo frecuentaba deprimentemente a solas, pero ahora en pareja para empezar a divagar, solos y acompañados, arrastrando al sentido del relato con ellos, sobre la desaparición del impulso amoroso y la perennidad de lo efímero.

La confesión rebotada

Los niños del cura (Svećenikova djeca)

Croacia, 2013

De Vinko Bresan

Con Kresemir Misic, Marija Skaricic, Niksa Butijer

En Los niños del cura, tragicómico quinto largometraje del egregio satirista croata de 49 años Vinko Bresan (Mariscal, 1999; Aquí no termina, 2008), con base en una exitosa pieza de Mate Matisec también compositor de la coruscante música balcánica del film, el atribulado aunque todavía ingenuo curita debutante Don Fabián (Kresimir Mikic cual lelo Adrian Brody exyugoslavo) aparece presuntamente embarazado en un cunero y es convencido por un colega para que le relate de rebote en confesión las heteróclitas circunstancias que lo condujeron a ese estado, desde su prometedora llegada a una diminuta isla dálmata, su acomplejadísima relación con el veterano párroco deportista demasiado jocundo Don Jacobo (Zdenko Botic) y su obsedente preocupación por la nula natalidad que reporta el lugar, e incluyendo su piadosa decisión de favorecerla, aliándose con sumiso dueño del kiosco de periódicos Petar (Niksa Butijer) y con el traumatizado farmacéutico maniático antislamista Marin (Dražen Kühn) para perforar sistemáticamente los preservativos de pecaminoso consumo masivo entre los lugareños y sustituir las píldoras anticonceptivas por vitaminas, provocando como por arte de magia que la tasa de nacimientos no deseados supere la de mortalidad y que la pequeña isla se atasque de extranjeros en busca de un edén de la fertilidad, hasta que la situación se le salga de control a todos, empezando por el devoto curita novato.

La confesión rebotada se sitúa entre el hilarante sainete superenredado y la prodigiosa comedia de humor punzante, entre la hiriente farsa popular o el prolongado cuento verde, porque desea arremeter tanto frontal como sinuosa e inflamablemente sobre las contradicciones del uso del condón por Benedicto XVI y contra todo control natal oscurantista, a raíz de viles “efectos secundarios” como la boda de una chava promiscua con un esposo elegido a la brava, la aparición de un lindo bebé en una caja de cartón a las puertas del templo que de inmediato adopta el voceador con su beata esposa estéril Marta (Marija Skaricic) fingiéndose públicamente preñada al irrumpir en la iglesia, el escándalo nocturno de un falso padre enloquecidamente trepado a un poste y la aparición del cadáver flotante de una infeliz muchacha secuestrada por el padre brutal para disfrazar su embarazo.

La confesión rebotada concatena absurdo lógico tras absurdo luminoso tras absurdo siniestro, sin miedo a la belleza deslumbrante de la isla microcósmica en la fotografía de Mirko Pivcevic, o a la bobería socarrona muy bien valorada por la ventajosa edición de la montajista esposa del realizador Sandra Botica Bresan, a los apartes del héroe hablando teatralmente hacia la cámara, a los desquiciados insertos imaginarios con fondo en blanco, al estallido de gags delirantes de torpeza o malicia como el bolo del torpe curita noqueando por la espalda a una peatona devota o la perforación mecánica de nuestros profilácticos a dúo mediante las agujas de dos máquinas de coser, al voyerista asco eclesiástico que levanta con una delicada varita distanciante especímenes preservativos de 9 a 25 centímetros o con estrías, al pizarrón que registra invasoramente la vida privada de la mínima población hipersexualizadamente hipócrita, a la investigación de los fieles realizada a conciencia con binoculares desde la profundidad del púlpito, a la visita urgente de un señorial Obispo (el coproductor factótum Lazar Ristovski) de antemano cómplice cuantos crímenes genitales se le presenten (para él desternillantes), a una corretiza acezante hacia el cementerio para oficiar en un solemne funeral, o a la abandonadora perturbada operática que bautiza a su hijo expósito con el nombre de pila de José Carreras sin dejar de cumplir su autopenitencia de andar de rodillas por todo el pueblo e incluso en su casa.

Y la confesión rebotada pasa de confesionario a confesionario, para echarle encima culpas y secretos inconfesables a quien se deje (incluyendo los cínicos entuertos del provecto cura arribista vaticano y verdadero embarazador de la quinceañera sacrificial), y para que, a contragolpe, un añorante tono melancólico se apodere tanto de la sátira acerba como de sus insólitos tentáculos presuntamente sonrientes y sonrosados.

 

La conmoción discapacitada

Gabrielle: sin miedo a vivir (Gabrielle)

Canadá, 2013

De Louise Archambault

Con Gabrielle Marion-Rivard

En Gabrielle: sin miedo a vivir, arrollador opus 3 de la autora total quebequense Louise Archambault (ficción anterior: Familia, 2005; documental previo: El proyecto de los parques nacionales, 2011), la ingenuota montrealense titular de 22 años perpetuamente boquiabierta (Gabrielle Marion-Rivard efusiva) vibra de optimismo activo aunque padezca de diabetes y de una deficiencia intelectual conocida como Síndrome de Williams, trabaja en una oficina destrozando papeles inservibles y participa en un coro comunitario destinado a la rehabilitación de discapacitados de cualquier tipo, donde logra dar rienda suelta a su compensatorio talento musical y en el que se ha enamorado a gritos emotivos de Martin (Alexandre Landry), un guapo joven apenas menos dañado que ella, todo ello gracias a que gozosamente Gabrielle depende en forma casi absoluta de su adorada y devota hermana mayor Sophie (Mélissa Désormeaux-Poulin), a quien una madre desaprensiva (Isabelle Vincent) le ha cedido el fardo completo de las pesadas atenciones por ella requeridas, pero cierto aciago día la noble cuidadora siente la necesidad de largarse a la India para reunirse con su misionero laico novio on line harto de ser sólo eso (Sébastien Ricard), exactamente en el momento en que la chava minusválida ha resuelto tener sexo con su elegido (pensando ser madre), ha sido brutalmente alejada de él por la suegra sobreprotectora de manera natural (Marie Gignac) y se ve en la penosa situación de alzarse contra su disminuida condición y fracasar en sus urgentes intentos por demostrar que puede llevar una vida normal, incluso así padeciendo la separación de la hermana y luchando por recobrar a su Martin, antes de que ambos intervengan en un concierto al aire libre especialmente importante, y decisivo para ellos.

La conmoción discapacitada tiene el buen tino de la sobriedad fílmicamente dinámica e incentiva, a la vez que la sabia y la quasi monstruosa virtud de rozar todas las versiones posibles del chantaje sensiblero, sean inclusive por desbordamiento emotivo o por complacencia generosa, del género edificante patetismo barato tipo Gaby, una historia verdadera (Luis Mandoki, 1976), o mero pretexto para lucimiento actoral tipo Cuando los hermanos se encuentran (Barry Levinson, 1988), o melancólica melaza para sublimar lacrimógenamente el Síndrome de Down tipo Toto, el héroe o El octavo día ( Jaco Van Dormael, 1991 / 1996), sin caer de lleno en ninguna, ya que Archambault ha tomado por paradigmas expresivos tanto el sencillo realismo socialmente bien enraizado, como el exceso de vitalidad de los héroes cotidianos del viviseccional inglés Mike Leigh, en especial la contagiosa euforia de la imbatible maestra desaforada de La dulce vida / Happy-Go-Lucky (2008), metamorfoseada y transfigurada en la admirable en todos sentidos Gabrielle representada por Gabrielle, como si se tratara de una docuficción observacional o un melancólico documental en primera persona sobre ella.

La conmoción discapacitada persigue y consigue una empatía que se aferra y se sacude hasta hacer olvidar la condición desventajosa de la protagonista, entonando alborozada al interior del grupo ingeniosas canciones dulcemente satíricas e indirectamente introspectivas, doblegándose pero no vencida bajo la ducha de la piscina pública, acometiendo valerosamente sencillas o complicadas tareas domésticas cuya igualmente dificultosa ejecución que la trastorna y envía al hospital con shock diabético, enfrentándose a una gran ciudad de pronto depresivamente fantasmal y baldía que la excluye (como en otra Fiesta en el jardín en busca de una Felicidad en espejismo de Katherine Mansfield), cruzándose con su amado en un (para ella) laberíntico trayecto hacia la tienda de mascotas cual cruel intercambio de regalos navideños de O’Henry, y recibiendo como inapreciable obsequio-premio, tras un titubeo análogo al del clásico cuento Manos de Sherwood Anderson, una caja manualmente labrada con gran G en el centro, que sólo incluye el mapa del trayecto futuro entre los dos enamorados, a modo de Fueros humanos en El castillo del hombre (Frank Borzage, 1933), perteneciente a un olvidado intimismo entrañable siempre posible de reivindicar en acto.

Y la conmoción discapacitada exhibe durante el interiormente crucial concierto concluyente al aire libre, una coincidencia entre lo privado y lo público en armónico desequilibrio de oposición perfecta, y una sensibilidad exquisita y posgenérica, con ayuda del ruquísimo cantante quebequense legendario Robert Charlebois en persona, para desembocar en la menos voyerista de las iniciaciones sexuales y en lo que sería el más envidiable de los júbilos triunfales anticompasivos, a reposo de primera cogida y reincorporación grupal de última hora, unificando perentoriamente éxtasis, tristeza y desafío donde menos se pensaría: en la ya no inerme lucha contra los prejuicios paternalistas respecto a los desfavorecidos.

La mudanza vital

Party Girl, el alma de la fiesta (Party Girl)

Francia, 2014

De Marie Amachoukeli-Barsacq, Claire Burger y Samuel Theis

Con Angélique Litzenburger, Joseph Bour, Samuel Theis

En Party Girl, el alma de la fiesta, detonante debut conjunto de las parisinas treintonas Marie Amachoukeli-Barsacq y Claire Burger con la colaboración del actor-hijo protagónico Samuel Theis, basado en un guion de los tres que desarrolla una idea original del último, la arrugada cabaretera francesa desmadrosa muy bien adaptada a su alegre oficio en la frontera franco-alemana Angélique Litzenburger (ella misma, carismática) toma conciencia cierta aciaga noche alcohólica de su radical desventaja como anfitriona respecto a las jóvenes compañeras teiboleras, por lo que rinde sorpresiva visita a su mejor cliente asiduo de ella enamorado, el rudo minero jubilado Michel Heinrich ( Joseph Bour), empieza a pasear con él de mañana, se muda a su linda casita de caja de chocolates germana con todas sus muñecas y pronto recibirá su propuesta matrimonial con la intención de sentar cabeza juntos, pero, para casarse con ese ruco galán buenaonda, la mujer deberá primero vencer sus propios escrúpulos, enfrentar pequeños desajustes cotidianos y reunir a su hija Séverine (ella misma) llena de críos traviesos que saltan en las camas, al cercano hijo velador Mario (él mismo), al sabihondo hijo desbalagado Sam (Samuel Theis también él) y a la tímida adolescente de ojos sin color casi desconocida Cynthia (ella) que dio en adopción a una generosa Madame (Chantal Dechuet), lo que irá enrareciendo la intención primaria y rompiendo su magia primigenia, hasta que el conjunto explote el día de todos tan temido.

La mudanza vital crea un distendido pero envolvente clima de realismo coloquial, salvaje aunque de incantatorias sensibilidad y sensualidad, a base de agobiantes atmósferas rojizas o radiantes, empleo de intérpretes y no-actores actuando en sus propios roles, impaciente cámara docuficcional en mano del sagaz fotógrafo de Julien Poupard y uso sistemático métodos de improvisación que sitúan al film en algún lozano lugar vehemente entre John Cassavetes y Eric Rohmer, o Jacques Rivette y Rainer Werner Fassbinder, en virtud de su atención a sus detalles, a las minucias maniacas y a las naderías cotidianas, en las que cobran especial relieve ínfimas desavenencias o epifanías como el decepcionante camisón matapasiones de la cabaretera en la intimidad, el bilingüismo natural, las bengalas para iluminar la cena amorosa, la costumbre de tomarse fotos con los guapos y las amigotas (“Donde bailas es tu hogar” / “Sobre todo cuando estás borracha”), el abuso del champagne compartido en grupo, el ridículo de representar para los nuevos familiares la escena de la arrodillada petición de mano, la fumadera en la mesa de la comida, el pellizco teutón antes de dormir cada quien en un desidealizado extremo del lecho, la carta entrañable tan deliciosa cuan difícilmente redactada por interpósita persona y asesorada por skype, la brutal práctica viril de tiro, la transformación en injerto desglamurizado de Katharine Hepburn y Julia Roberts a la hora de la decisiva tentación de nuestra instintiva Novia fugitiva (Penny Marshall, 1999) y los jubilosos globitos del vehículo nupcial en contraste con la mal portada euforia de los globos aerostáticos.

La mudanza vital trata con ejemplar desenfado, envidiable densidad vivencial y hondura desalmada, temas tan cruciales como el envejecimiento inexorable, el cambio fundamental de vida a contrapelo, las manías personales aún más arraigadas y vigentes que el deseo o el ansia de confort, el pánico visceral a la felicidad (“Tengo miedo de arruinarlo todo”), el inextirpable alcoholismo galopante, las paulatinas rupturas consigo mismo, el sentimiento de vacío, la sinceridad del estilo de vida elegido, o la liberación gozosa, rompiendo radicalmente y desde sus entrañas con todos los lugares comunes o autorales del cine de prostitutas (sin caer en la sordidez del documental-shocking La gloria de las prostitutas de Michael Glawogger, 2011) o de eufemísticas cabareteras.

Y la mudanza vital establece un extraño paralelismo con la cinta chilena Gloria (Sebastián Lelio, 2012) en cuanto a estallido de energía vital femenina de avanzada edad, pero el film de las recién egresadas de la célebre escuela de cine Fémis ganadoras de la Cámara de Oro para debutantes en Cannes 2014 le añaden a eso, con suspicacia salvaje y emotiva, el ingrediente subversivo de un irónico paso de la cobijada existencia nocturna plenamente satisfactoria a la expuesta existencia a la luz del sol dislocadamente insatisfactoria, casándose, reconociendo a posteriori el amor insuficiente y regresando a las andadas con las amigotas en la búsqueda de la fiesta perpetua, para nunca renunciar al erótico don del asombro en libertad y rehusándose a la claudicación esencial (“Cuando amas no necesitas comprometerte”).