El cine actual, delirios narrativos

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La conciencia robótica

Chappie (Chappie)

Estados Unidos-México, 2014

De Neill Blomkamp

Con Dev Patel, Sharlto Copley, Hugh Jackman

En Chappie, ultratrepidante film 3 del sudafricano de 36 años líder de la ciencia-ficción fílmica contemporánea Neill Blomkamp (Sector 9, 2009; Elysium, 2013), con guion suyo y de su imprescindible esposa Teri Tatchell, el brillante inventor supernerd Deon (Dev Patel) ha diseñado para la compañía de armas Tetravaal el sistema de robots policiales que en un futuro demasiado cercano se encarga con sorprendente eficacia de la seguridad de una Johannesburgo infestada de pandillas delincuenciales, pero su roñosa jefa decrépita (Sigourney Weaver como mitológico guiño de la saga Alien) se opone a que prosiga con sus experimentos idealistas, por lo que debe apropiarse del robot de deshecho ya desactivable Chappie (Sharlto Copley otra vez sensacional) para insertarle un dispositivo reprogramador que lo dota de inteligencia artificial, vida y conciencia propias (en el llamado momento de la singularidad), el cual sin embargo pronto es robado en plena fase de crecimiento individual y reeducado por diversos grupos de pillos, entre ellos por el atropellado nihilista Amerika ( José Pablo Cantillo) y por los pintorescos esposos ladrones endeudados Yo-Landi y Ninja (la albina infantiloide Yolandi Visser y el torvo hipertatuado Watkin Tudor Jones, miembros de la popular banda-rave sudafricana Die Antwoord / La Respuesta) a quienes aprende a llamar Mami y Papi respectivamente, en contraste con el dominio que también sobre él ejercerá su Creador al recuperarlo en flagrancia de un robo cuantioso y en arduo pleno combate contra la caótica insurrección criminal que ha provocado el envidioso inventor corrupto Vincent (Hugh Jackman) tras desactivar desde su laptop a todos los robots vigilantes de la ciudad e incluso atreviéndose a soltar al feroz robot volador Moose con el propósito de enfrentarlo a un Chappie cuya conciencia deberá vencer ahora a sus resistencias programadas para restablecer el orden urbano e incluso sortear de insólita manera su sobrevivencia, y la de su Creador y la de su adorada Mami putativa.

La conciencia robótica se vuelca ante todo al trazo de un irresistible robot Chappie que sintetiza acendradas cualidades de su especie supuestamente única e intransferible, a saber: la ingenuidad de un ET-El Extraterreste de Steven Spielberg (1982) pero vuelto bebé repitetodo e imitatodo pero olvidanada prometido a la destreza pictórica y a la manipulación despiadada por los demás, la prístina ternura a contracorriente de un Frankenstein de James Whale (1931) que acaricia a un perrito en vez de ahogar a una chicuela en el arroyo, la fuerza arrasante de un RoboCop de Paul Verhoeven (1987) monstruosamente edipizable a voluntad, el empeño afectuoso propenso a cualquier hazaña de un afanoso incasable Wall*E de Andrew Stanton (2008), la voracidad hip-hopera de un desatado Johnny Depp sobrecargado de fetiches / emblemas / inscripciones / colguijes cual cadenas juvenil-lumpenosas en cualquier nueva Alicia en el país de las mamadillas de Lewis Carroll-Tim Burton (2010), y last but not least la precoz melancolía crepuscular de una meditativa gárgola medieval.

La conciencia robótica identifica abusivamente conciencia con autoconciencia, a la manera de los muñecos con problemas metafísicos del Toy Story de John Lasseter (1995), y con el concepto de alma, filosóficamente planteada como angustia naciente-póstuma, pregunta sin respuesta sobre el origen y la finitud intercambiables entre sí, asunción de la desaparición (siempre) temprana, acosado espíritu sentiente o voraz ánima experimentadora, al unísono o alternativamente, pero además como consecuencia lógica de una Inteligencia Artificial del mencionado Spielberg (2001) anegada por un ya erizante narcisismo archicontaminado (“Soy un descubrimiento, soy una maravilla, soy Chappie”) e incipientes prepotencias fálicas.

Y la conciencia robótica ha logrado combinar de manera tan original cuan sugestiva las aventuras de ciencia-ficción y del thriller futurista con la alegoría sociopolítica más radical, al igual que las anteriores cintas de Blomkamp, pues tanto Sector 9 y Elysium eran distopias enfocadas a la miseria esclavista provocada de manera lógica por la estratificación social extrema, aunque ahora su estridente metáfora prolongada y desbordante de la tiránica seguridad precaria e injusta y burlable e imposible se ha expresado en clave fresca, entrañable, de divertimento casi pueril y humorístico sin amarga ironía alguna, para culminar en ese formidable enfrentamiento de nuestro delicioso disminuido Chappie-David derrotando al flotante Moose-Goliat-Terminator a golpes literalmente bombásticos bombazos de honda bíblica armamentista, antes de la feérica secuencia de esa doble reencarnación-envío de Chappie y Deon a sus flamantes cuerpos robóticos, llevando a la Mommie / Yo-Landi amorosamente guardada en una memoria USB en itinerante búsqueda de otra envoltura carnal o metálica que sea digna de alojarla.

El cine bruto

Fango

Argentina, 2012

De José Celestino Campusano

Con Óscar Génova, Claudio Miño, Olga Obregón

En Fango, deliberadamente irritante cuan irresistiblemente seductor cuarto largometraje del polémico exinvestigador documental cinesociológico vuelto autor completo quilmense por entonces de 48 años José Celestino Campusano (Legión, tribus urbanas motorizadas, 2006; Vil romance, 2008; Vikingo, 2009) e indiscutible obra maestra de ese iniciador de la divisa latinoamericana del Cine Bruto (debe hablarse de éste como antes en artes plásticas de Art Brut a lo Jean Dubuffet), el veteranísimo lumpenroquero melenudo apodado El Brujo (Óscar Génova) logra, con la indispensable colaboración de su leal segundón padre abandonador El Indio (Claudio Miño también autor de la música del film), llevar a buen puerto, dentro de un antro marginal, su innovador espectáculo Fango de tango-trash metalero que sólo desea exasperar la melancolía hasta la rabia extrema del rencor social, en tanto que su jovencísima novia Érica (Érica Palucci) lo humilla ante amigos de edad tempranera y mientras, en largo paralelo cruento, su ajada y deleznada esposa adúltera Beatriz (Olga Obregón pelona) pasa varios días encadenada y ultrajada en el camastro de un cuartucho miserable donde la ha confinado la fortachona exconvicta golpeadora Nadia (Nadia Batista), lideresa de un grupo invencible de hembras malandras que, secundada física y moralmente por la impasible vecina boca de chancla Paola (Paola Abraham), se ha hecho vehículo de la correctiva vengadora encomienda de separar a esa zorra de un marido mujeriego, si bien la prolongada situación insostenible del cautiverio se enreda hasta la desarmonía de la pandilla masculina y femenina antes confinadas a sus propios territorios, la implicación de matarifes colosales, la degollina del torvo cabecilla de extrorsionadores cobradores de peaje callejero Pablo (Eliseo Sánchez), los regueros de sangre de la parentela inmediata, la deserción cobardona de los amigos del estoico envejeciente Brujo, y el inevitable lance a cuchilladas entre éste y Nadia, cual reivindicadora maldita del desprotegido género humano.

El cine bruto propone un neonaturalismo que nada explica ni enfatiza, conectando salvajada tras salvajada sin espantarse ni sensacionalismo ni regodeo ni gusto por lo sórdido, un poco en tributo al mejor Buñuel mexicano o a lo Fassbinder, con una sequedad absoluta, una inquietante crudeza visceral, una especie de sublimado amateurismo superior, un esnobismo sofisticado vuelto exactamente del revés, una enconada irregularidad límite en las antípodas de toda pornomiseria (véase el tijuanense Navajazo de Ricardo Silva, 2014), una incómoda conjunción de interpretaciones disparejas-signo, una fascinante absorción del ser por el espectáculo infracultural más agresivamente pobre y semidocumentalista, donde las cosas simplemente suceden con escrupulosa autenticidad social marginalista a rajatabla, aunque sus personajes primarios (periféricos motociclistas agrupados en Legión, un pasional gay arrinconado y un clandestino vendedor de armas en Vil romance, otro motociclista conurbano bonaerense y un joven narcotraficante en Vikingo, y aquí decrépitos roqueros de quinta más expresidiarias golpeadoras más patibularios extorsionadores suburbiales) todavía sean capaces de reflexionar y, por cortesía del excelente sistema educativo argentino, verbalizar en chispeante lengua coloquial (“Vamos a tener que lavourar al ful” / “Te dejó sola, a brazo frío”) el reconocimiento de sus impulsos, sus emociones (¿acaso prefigurando los dibujos animados neuropsicológicos del Intensa-Mente de Pete Docter y Ronnie Del Carmen, 2015?) y sus reacciones (“Todo eso influye y suma” / “No te metás en problemas que te superen”), antes de actuar de nuevo con decidida brutalidad inflexible.

El cine bruto finge sólo conocer los planos cerradísimos sobre rostros tensos casi convulsos en campo-contracampo al burdo desnudo y los planos demasiado abiertos, sin nada en medio ni respeto alguno por los planos sonoros, para que la fotografía sin efectos ni florituras de Leonardo Padín enmarque en un anticlímax constante las reacciones más elementales y bárbaras, trátese de los continuos enfrentamientos orales invariablemente agrios, las adúlteras cópulas bestiales, la placentera violación lésbica a lengüetadas, las fieras luchas a cuchilladas o revolcones en el traspatio, el perdonable ataque de exprimida impotencia machista (“Mejor lo dejamos para después”), la extorsión descarada bajo la distante tutela del intimidante desfigurado facial Pablo, los avances de la némesis troglodita provista de una especie de grotesca bazooka remendada, o el escondite de la traidora Paola debajo de un tinaco.

 

Y el cine bruto consuma finalmente el prodigio de que la muerte fulminado a quemarropa por la espalda del hijo malandro de la desavenida pareja Brujo-Beatriz concite atisbos grandiosos de tragedia helénica de cámara, y que el acre combate a cuchilladas entre Nadia y El Brujo mutuamente homicidas / suicidas durante cierta celebración onomástica, cual titanes temibles de un duro festín remordido, tenga visos de drama shakespeariano tanto como de duelo al atardecer tipo deshilachado western urbano, así nomás, por la vía de los rechazos a lo inauténtico y asfixiándose con su propia libertad formal voluntariamente esclavizada en lo disforme.

El honor absurdo

El Perro Molina

Argentina, 2014

De José Celestino Campusano

Con Daniel Quaranta, Florencia Bobadilla, Carlos Antonio Vuletich

En El Perro Molina, desconcertantemente enhiesto e irresumible sexto largometraje ficcional del autor total bonaerense erigido en gran artífice apenas quincuagenario del autodenominado cine bruto argentino José Celestino Campusano (de Vil romance, 2008, a Fantasmas de la ruta, 2014), el envejeciente pistolero rural estoicamente reacio a dañar a sus víctimas Antonio El Perro Molina (Daniel Quaranta sobrio a llorar) ya empezaba a reconocerse superado por esa nueva generación de criminales desalmados que representan el naco arribista inepto Ramón (Damián Alberto Ávila) y el incontrolable chavo esquizofrénico Gonzalito (Assiz Alcaráz), cuando recibe la visita de su intraicionable amigo Pedro (Antonio Grand) para encargarle el exterminio de un chacarero abusivo (Matia Sarmiento), pero antes de realizar esa tarea con empañada limpieza, debe acudir al llamado de su indecepcionable amiga la anciana madre de matones sacrificados conocida como La Gaucha (Alicia Santander) para darle un susto inutilizador a los miembros del hostil clan homicida Zapata, con tan mala suerte que nuestro Molina cae en prisión, quedando a merced del corruptazo comisario putañero Ibáñez (Ricardo Garino), quien sólo se decide a dejarlo libre con la condición de que reprima al veterano proxeneta monstruosamente hirsuto Calavera (Carlos Antonio Vuletich) en cuyo burdel, regenteado por éste mismo y su seca hermana Rosa (María Vivas), se ha refugiado la esposa resentida del uniformado, una bellísima revanchista Natalia (Florencia Bobadilla) decidida a prostituirse para agredir a su marido, pero como resulta que el tal Calavera, por lo demás de súbito enamorado perdido de la hermosa neoputa masoquista, resulta ser desde tiempo inmemorial el mejor amigo de Molina, éste deberá muy pronto afrontar las consecuencias de no liquidar a su querido colega, y así, en un trance concluyente de generalizados acribillamientos, perder al apreciado y acabar disparando a quemarropa tanto al muchacho desquiciado mental como al comisario cerdil, deviniendo sin querer agente de aquella ley mortífera por él rechazada y transgrediendo lamentablemente, sin pudor ni piedad, el código de honor absurdo que habíase autoimpuesto.

El honor absurdo pone en jugosa acción, al tiempo que exhibe como nadie y denuncia desde altura considerable, los mecanismos de la abyección, esos ineluctables mecanismos que operan desde el interior de los numerosos personajes que pueblan el relato, crispadísimos y lastimados, para envenenar todas sus relaciones, dejándolos en calidad de peleles de sí mismos y de sus ínfimas aunque poderosas y dominadoras pasiones inconfesables, increíblemente vueltas reconocibles hasta para ellos mismos, como ese voluminoso contrito comisario Ibáñez reconociendo que “si no me acuesto de cuando en cuando con una puta no podría vivir, es así”, como esa desdichada prostituyéndose de la más baja forma caminera o prostibularia por rencor vivo, como ese precoz asesino gratuito Gonzalito poniendo en cuatro a la tipa con intención de cercenarla, como ese derrotado por enculadísimo Calavera ya incapaz de levantarse durante días del lecho tras admitir que “Vivo deseando tenerla a mi lado y cuando eso sucede no la soporto”, como esa concentracionaria Rosa que vigila fantasmal la seguridad moral del hermano y todo en su congal con efectivas inafectivas reglas fijas, pues he ahí in vitro el amor abyecto, la amistad abyecta, la barbarie abyecta y la corrupción abyecta, la cerrazón abyecta de un mundo fundamentalmente abyecto, rencorosamente rebajado, más allá de lo necesario, allí donde el único valor humano que resta cuando todos se han derrumbado, el único que puede redimir y al que irracionalmente el héroe se aferra, no es la Pasión, como en el infracultural Jean-Luc Godard (de su programática y desesperada obra maestra Pasión, 1982), sino paradójicamente el Honor, el honor de la criatura más resistente a la abyección de todos, el antizoológico de poca monta Perro Molina.

El honor absurdo se conforma aviesa y secretamente con secretar un esbozo de thriller lumpenizado que sin embargo llega a cobrar ribetes de shakespeariana tragedia suburbana y una tesitura de inasible poesía personal, la dura aspereza globalizada, la aspereza acre de los diálogos (“Paciencia y saliva, entonces” / “Manejáte en el estilo Toco y Me Voy” / “¿Vos con la policía cómo te llevás?: No, yo basura no compro”), la aspereza estructural de un relato ramificado y profuso en su crudez, la aspereza visual de una fotografía sin regodeos ni florituras texturales de Eric Elizondo, la aspereza de la apretada e hipersintética edición de Martín Basterretche, la aspereza microsensual de la música escasísima de Claudio Miño, la aspereza de las relaciones a ras de víscera consciente, la aspereza rústica de numerosísimos personajes salvajemente bien definidos y concatenados mediante una infinidad de peripecias y subtramas al acecho, la aspereza cruel de una violencia que de repente se desata destripadoramente en un escupitajo displicente al limpiaparabrisas miserable o en un simple cambio de ejes o arrastra de los cabellos en un plano abierto que no se da abasto, la aspereza de los enlaces entre secuencias en una sola ocasión con cortinilla diagonal pero a menudo punteados por insertos ¡temáticos! de animales muertos o la caza de un jabalí o aves putrefactas (“El tiempo es un tigre que nos devora, pero yo soy el tigre”, diría Borges).

Y el honor absurdo enseñorea su melancólica actitud marchita después de la batalla (“Es la vida loca que nos lleva”) y, luego de un aplastante top shot del arrebatado cortejo de flores refulgentes hacia la tumba abierta, descubre la efigie transformada de un Molina con impasible mirada postanguera, contemplando al tráfago humano vencido y descangallado, otra vez desde afuera, apoyándose sobre un elegante y distinguido auto, ajeno en apariencia a todo ese derrochador desperdicio emocional.

La insurrección canina

Hagen y yo (Fehér isten / White God)

Hungría-Alemania-Suecia, 2014

De Kornél Mundruczó

Con Szófia Psotta, Sándor Zsótér, Szabolcs Thuróczy

En Hagen y yo (Fehér isten / White God, Hungría-Alemania-Suecia, 2014), estrepitoso properruno sexto largometraje del esteta húngaro de 39 años Kornél Mundruczó (Delta, 2008; Dulce hijo, 2010), con guion suyo y de Kata Wéber y Viktória Petrányi, la solitaria aunque equilibrada niña trompetista de difíciles 13 años Lili (Szófia Psotta) vive afectivamente refugiada en su amor a la música y hacia su mansísimo perrote faldero de raza callejera Hagen (interpretado por el perro Luke), pero de repente debe pasar, en ausencia de su madre viajera a Sidney, tres forzosos meses en casa de su domesticado padre sacrificador de reses en el matadero budapestino Daniel (Sándor Zsótér), quien, ausente de espíritu, va cediendo poco a poco a las molestias, a las presiones de la vecina ojeta y a las dificultades de alojar a la apacible bestezuela dentro de su estrecho depto y, en vista de que su hijita se niega a exponerlo al maltrato de un refugio canino, optará por abandonarlo a su propia suerte, ocasionando la angustia, un absurdo afán por recuperarlo y la propia decadencia precoz de la niña, incurriendo en el desafío rebelde al histérico director de su conjunto musical y en la tentación del ligue desigual, hasta caer por ingenuidad en un antro, en el involuntario tráfico de drogas y en la preventiva detención carcelaria, mientras el can padece un vía crucis inimaginable, pasando ocasionalmente de un explotador amo vagabundo a un amo cruel, ser vendido a un vesánico entrenador de perros de pelea, en la tortura para devenir feroz, en el triunfo sanguinolento al cabo de una pelea y en un refugio donde estará a punto de ser inmolado, pero del que logrará escapar a tiempo, provocando una demencial fuga masiva de perros que acabarán inundando y paralizando con su furia las calles de la ciudad, sembrando el pánico y el destazamiento de sus enemigos, hasta irrumpir en el matadero del padre, donde un metamórfico Hagen (ahora interpretado en forma alternativa por el perro Body) habrá de toparse frente a frente con la antigua Lili, ya bien convertido en una irreconocible bestiaza fuera de control.

La insurrección canina arranca con la súbita persecución callejera casi surrealista de la jauría desatada contra la niña en bicicleta, pero su fábula contemporánea sin moraleja reclama verosimilitud gracias a la diseminación de hechos y detalles tan significativos como el cuidadoso desollamiento de la piel de una res colgada a modo de premonitoria metáfora del maltrato a los animales que vendrá, el intercambio significativo con papá de un gafete (signo de identidad) por un chicle (signo de dañino placer gratuito), el dominio a dúo de las colinas y el arrinconamiento en el baño y la irrupción del añorante Hagen a la mitad del ensayo como instintivos refugios insostenibles, la inmisericorde cacería y la captura vesánica de perros callejeros y las jaulas de la perrera municipal con análogos visos de régimen carcelario instituido, y ese recorrido paroxístico de las calles céntricas y los modernos túneles de los pasos a desnivel igualmente convertidos en galgódromos ominosos de una alegría de vivir liberadora y un desatado afán de venganza animal que aquí diríase reivindicadoramente sagrada o incluso divina.

La insurrección canina invoca de entrada un poema de Rilke (“Cualquier cosa terrible merece nuestro amor”), pero serán de naturaleza muy distinta los referentes narrativos, más bien populares, que rigen sus delirios expresivos: su trayectoria de padecimientos será análoga y correrá irónicamente en paralelo con la del desterritorializado culto ciudadano afrocanadiense de 12 años esclavo (Steve McQueen, 2013), su visión heroica perruna remitirá de modo inevitable en todo instante al regio sufridor perrazo de pura raza collie Lassie cuyo sacrificial retorno a casa estaría movido por La cadena invisible (Fred M. Wilcox, 1943), sus peripecias en el regazo infantil sufrirán un revés que lleva del sonrosado Guardián el perro salvador con la inefable Chachita (Humberto Gómez Landero, 1949) a la ferocidad de las complacientes peleas encarnizadas de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000), sus penalidades se desarrollarán entre la serena resignación del asno encarnación de la gracia divina de Al azar Baltasar (Robert Bresson, 1966) y la implacable evolución envilecedora del más denunciador cine metafórico macrosocial europeo acerca del injusto desorden establecido fabricante de sus propios monstruos criminales que van de Los bandidos de Orgosolo (Vittorio de Seta, 1961) hacia El proceso de degradación de Franz Blum (Hauff, 1973), sus bestias mamíferas se levantarán como muertos vengadores saliendo de los sepulcros a manera posbélica de un gigantesco Yo acuso a la civilización roñosa (Abel Gance 1919 / 1938) y desatarán su absurda furia inesperada como Los pájaros de Alfred Hitchcock (1963), reproduciéndose como Gremlins ( Joe Dante 1984 / 1994), para crear, con fondo de Rapsodia húngara núm. 2 de Franz Liszt siempre inconclusa pero sin cesar recomenzada, un clima alucinado de rabiosa fantasía operática cinematográfica, como la Johanna del propio Mundruczó (2005), con una Juana de Arco linchada en los sanatorios psiquiátricos de Budapest, acaso el más cercano antecedente Hagen y yo, ahora vuelto binomio, nada más, pero nada menos.

Y la insurrección canina ladra y canta en solitario o en tumulto una educación que es una reeducación para afrontar la brutalidad que hoy requiere la envilecida vida húngara postsocialista, antes acaso impensable, hoy flagrantemente indispensable, pero aún ahí toda violencia irracional vindicadora y toda tormenta habrán de calmarse ante el nocturno sonido pasmoso de una predominante trompeta infantil cuya resonancia todo lo aquieta y lo hace postrarse sobre el suelo, porque la música sigue tranquilizando a las fieras, en masiva actitud de reverencia, equilibrio y adoración conciliadora, culminando en ese inmovilizador intercambio de miradas hipnóticas entre Hagen con toda su manada y la intuitiva amorosa Lili para acallar al fin cualquier Llamado de la Selva.