El cine actual, confines temáticos

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El tragisainete carcelario

Celda 211 (Cellule 211)

España-Francia, 2009

De Daniel Monzón

Con Alberto Ammann, Luis Tosar, Marta Etura

En Celda 211, destemplado film 4 del mallorquino genérico a veces cienciaficcional de 41 años Daniel Monzón (El corazón del guerrero, 2000; La caja Kovak, 2006), con guion suyo y de Jorge Guerricaechevarría basado en la exitosa novela negra única del sevillano cincuentón Francisco Pérez Gandul, Goya a la mejor película de 2009, el pacífico funcionario novel de prisiones Juan Oliver (Alberto Ammann) con linda esposita de seis meses de embarazo Elena (Marta Etura) se queda atrapado por accidente en la celda 211 de la prisión de Zamora donde se ha producido un espantoso suicidio desesperado, a causa del cual todos los presos se amotinan de repente, en vaga demanda de mejoras sustanciales que nuestro aterrado héroe corruptible ayudará a precisar, escribir y negociar, tras fingirse un encarcelado homicida en primer grado más y haberse hecho amigo del cabecilla de la revuelta con walkie-talkie Malamadre (Luis Tosar horripilante al rape), hasta que la muerte de su mujer por los excesos de las fuerzas antidisturbios y la revelación de su verdadera identidad por otro funcionario cobarde lo obliguen a cercenarle la oreja a uno de los terroristas de ETA despectivamente tomados como rehenes, tanto como degollar al delator, cuando ya la represión oficial está en trance de acabar con todos en un imparable aunque vistoso baño de sangre. El tragisainete carcelario se apoya en escenas tan shocking como una abertura de venas a lo largo bajo un chorro de agua, un strip masculino con partes pudendas en off sin calzones, descuelgues de vigilantes Duros de Matar, doble subida en hombros cual premio a la faena taurina, atrocidades diversas y guiñolescas brutalidades a granel, todo ello valorado por declamatorios diálogos feroces que aquí resultan de risa loca (“No es la primera vez que estoy en una de éstas, así que vamos a dejarnos de hostias y a tocarnos los huevos, ¿vale?”), o apenas aptos para intimidar pomposos abarroteros afónicos (“Como le pase algo a mi colega, suelto los cabrestos e invito los sanfermines, ¿vale?”). El tragisainete carcelario no aporta gran originalidad ni en su truculencia fílmica ni en su tremebundismo dramático, pues todas sus estructuras visuales y temas profundos se han tomado, derivado o plagiado (¿en un homenaje premoderno a cierto cine español actual de presunta calidad en su conjunto?) de películas extranjeras claramente superiores, tan célebres como El experimento de Oliver Hirschbiegel en 2001 (esa progresiva manifestación privilegiada de la bestia depredadora esencial del hombre gracias al cautiverio), Vergüenza de Ingmar Bergman en 1968 (ese pobrediablo manso que sólo parecía aguardar condiciones favorables para manifestar su crueldad y revelar su abyección solapada), Mad Max más allá de la cúpula del trueno de George Miller y Ogilvie en 1985 (ese fotogénico carnaval furibundo-caótico de picados, contrapicados, esperpentos sádicos, tumultos y hoyos apocalípticos), o de cintas no tan célebres (pero que merecerían serlo) como el soberbio drama carcelario alemán El proceso de envilecimiento de Franz Blum de Reinhard Hauff en 1973 (esa inversión de los valores morales por los nuevos intereses creados). El tragisainete carcelario conserva del sainete los retruécanos del engaño prolongado pero insostenible ab infinitum por el inminente descubrimiento de la mentira, su endeble resorte narrativo, y guarda de la tragedia los jadeos del fatum a fortiori, la estructura en unidad de lugar (la cárcel con exteriores sólo por TV) y de tiempo (compactado, imperceptiblemente elíptico, con sensibleros flashbacks intermitentes de la cogida conyugal matutina) y de acción (paralela, en virtud de la antecámara raciniana de los dirigentes carcelarios), así como la esquemática dicotomía violenta entre policías buenos tipo, Almansa (Manuel Morón) y malos tipo el torturador Utrilla (Antonio Resines) que se refleja también entre los presos dominantes, con el asqueroso infiltrado Apache (Carlos Bardem) a la cabeza, culminando en un gratuito reguero de cadáveres envueltos en sacos para impresionar, motivando además la seudocrítica homilía jurídica final. Y el tragisainete carcelario sólo quería demostrar a fin de cuentas, según afirman sus promotores, que “el haber matado no está reñido con la integridad, y actuar como un guardián de la ley no está peleado con ser un hijo de perra”, con faldas y a lo loco sanguinolento, uy qué miedo, joder.

La chaviza psicomiserable

Gasolina

Guatemala, 2008

De Julio Hernández Cordón

Con Carlos Dardón, Gabriel Armas, Francisco Jácome

En Gasolina, inventiva y severa ópera prima con presupuesto indigente del autor total guatemalteco-mexicano de 33 años formado en nuestro CCC, Julio Hernández Cordón (cortos previos: Km 31, 2003 y Maleza, 2008; documentales: Sí hubo genocidio, 2005, y Norman, 2005), con bajísimo presupuesto e intérpretes sin mayor experiencia actoral, tres ociosos y malhablados adolescentes clasemedieros de 16 años residentes de una exclusiva colonia cercada de Guatemala capital llamados Gerardo (Carlos Dardón), Raymundo (Gabriel Armas) y Nano (Francisco Jácome) roban gasolina a los autos de los vecinos para deambular sin rumbo en el auto de la madre de uno de ellos (Patricia Orantes) y atravesar la noche, transgrediendo sus límites geográficos y de clase, hasta el atropellamiento accidental de un indígena en la carretera, la quema de su cuerpo, aún resollante, rociado con gasolina, y el distinto amanecer en una playa cercana. La chaviza psicomiserable convierte los enfrentamientos cotidianos en hábito y prácticamente en una religión, sean contra el subnormal que a punta de pistola (pronto descubierta descargada) obligaba a hacer extenuantes lagartijas, contra el guardia salvaje madreador por hacerle rola con sus llaves, contra los resentidos padres siempre amenazantes (“No me obligues”) de cuyo alcance hay que escapar bajo el auto, contra la dionisiaca turbamulta alebrestada y la propia progenitora que rodean bloqueadoras al vehículo, o entre ellos mismos, en la reclamación del embarazo de una hermanita de 14 años. La chaviza psicomiserable incide, hurga y se rebela en contra del limbo naturalista sombrío de esos chavos sin perspectivas ni futuro, a la deriva de largos planos fijos muy abiertos, carentes de música, petrificantes y empequeñecientes de todas las acciones, casi en la oscuridad absoluta (esa escena del aborigen quemado vivo donde apenas se alcanza a distinguir, a distancia noctívaga, que todavía se mueve) y en la verborrea sin concepto ni sentido, incluso en una exasperante lengua indígena que jamás merece subtítulos. La chaviza psicomiserable se agita al interior de un trayecto trabado, una vagancia / errancia motorizada de road picture ociosa-ominosa, un cine-itinerario circular, donde sólo se salva una tía que intenta dar cómicas lecciones de karate defensivo con manual a medianoche. La chaviza psicomiserable admite ¿y exige? una lectura sociopolítica radical referida a un país latinoamericano como Guatemala que, tras una irreconocida guerra civil de 36 años, sólo deja respirar desánimo, apatía y una reprimida violencia interna que parece querer estallar en cualquier instante, porque sólo conoce los ritomalvados juegos pirómanos (con gasolina) arrancados a los rostros conocidos y un simulacro de comunicación que apenas sabe dirigirse a los demás cuerpos bajo una modalidad brutal, en nuestra Era Micrológica (Onfray dixit), constreñida a sucedáneos de la (in)acción permanente contra los microfascismos dominantes (incluyendo los tuyos). Y la chaviza psicomiserable culmina en la reconfirmación del abandono, del aislamiento, la soledad sitiada, la angustia y la asfixia asmática ante el cielo gris de una espectral playa racista, sucia y ajena.

El aprendizaje sicario

Un profeta (Un prophète)

Francia-Italia, 2008

De Jacques Audiard

Con Tahar Rahim, Niels Aretrup, Adel Bencherif

En Un profeta, quinto largometraje y primera obra maestra definitiva del férreo cineasta hereditariamente culto parisino de 57 años Jacques Audiard (Mira a los hombres caer, 1994; Lee mis labios, 2001), con guion suyo y de Thomas Bidegain basado en un argumento original de Abdel Raouf Dafri, el huérfano analfabeto megrebí de 19 años Malik El Debena (Tahar Rahim) es encerrado en una cárcel regional francesa para purgar una inaceptable condena de 6 años por agredir a un policía, es asignado a un taller de costura para ganarse el pan por carecer de lazos externos y es obligado por el canoso capo corso César Luciani (Niels Aretrup) a degollar con una gillette guardada bajo la lengua al preso-testigo incómodo musulmán Reyeb (Hichem Yacoubi), ganándose así la protección indispensable para sobrevivir a la violencia instalada en el hipercorrupto penal, aunque aún así padeciendo la discriminación de sus compinches sicarios rubios, pero ascendiendo en la despectiva confianza (jamás el afecto) del jefe, aprendiendo a leer y escribir, autoenseñándose el francoitaliano dialecto de Córcega, haciéndose soltar por varias horas para realizar encarguitos y misiones de doble filo, o entrevistarse con racistas feroces como el repelente operador marsellés Lattrache (Slimane Dazi), y sobre todo, entablando una gozosa amistad con el paisano musulmán aquejado de cáncer terminal Ryad (Adel Bencherif), para extender sus tentáculos dentro y fuera de la prisión, rumbo a una inteligente toma del poder, desvinculándose del antes venerado César ya debilitado, desechable, omnitraicionado y pateable. El aprendizaje sicario se apoya en brillantes imágenes muy inventiva e impresionistamente estructuradas (finísima fotografía de Stéphane Fontaine) para hacer una apasionada y más que naturalista vivisección de temas edificantes / antiedificantes en torno a la educación de un joven para la vida (hamponil): la más humillante (y hoy al parecer habitual) servidumbre humana límite, la búsqueda de identidad sociopolítica en el submundo tras las rejas (incluso en la celda-hoyo de castigo por 40 buscadas noches mientras todo se recompone en el entorno) y su reflejo en el envilecido mundo exterior (París, Marsella), las redes de complicidad inexpugnables, las despiadadas pugnas intracarcelarias (corsos vs. archirreligiosos barbudos islámicos), la maduración psicológica-sexual siempre a la defensiva contra el ineluctable racismo imperante y contra el fatum predeterminante, el dominio al sesgo y las madrizas inclementes y los códigos encubiertos, y ese delgadísimo fiel que divide a la lealtad (abyecta) de la traición (liberadora). El aprendizaje sicario se acomoda tangencialmente, pero a lo grande, en el cine neogansteril cual glosa apenas cinefílica del arribismo hábilmente subrepticio de El pequeño César (LeRoy, 1930), o el neoyorquino-siciliano inevitablemente épico de El padrino (Coppola, 1972), sin caer en los tópicos genéricos del afropoderoso Gánster americano (Ridley Scott, 2007) y demás aggiornados Enemigos públicos (Michael Mann, 2009), para dar el zarpazo final, según las ancestrales técnicas del golpe de Estado de Curzio Malaparte corregido por Mario Puzo. Y el aprendizaje sicario, por trepidantemente rudo duro y visceralmente realista que sea, jamás habrá de renunciar a los enfoques severos vueltos toques leves de una multiforme ironía: la ironía fantástica (ese dedo encendido a modo de vela de pastel imaginario para festejar el primer feliz aniversario como reo cautivo), la ironía fabulesca (ese bárbaro que primero había propuesto hachís a cambio de sexo oral desde la ducha de al lado y ahora difunto persigue al héroe como fantasma en sueños para salvar proféticamente a los sicarios carreteriles del choque contra una gacela), la ironía altiva, como ese aprendizaje del dialecto corso memorizando una a una las palabras de un diccionario, la ironía dulce (esa instintiva sacada de lengua como en paso de lista carcelaria si bien durante una inofensiva revisión antes del emocionante primer abordaje aéreo) o la ironía-agonía lírica en frío, como ese idílico final del egreso carcelario de nuestro admirable graduado en gangsterismo, heredando (con codiciado bebé) a la mujer árabe del amigo muerto sin quimioterapia, y caminando, con distanciante fondo musical de la balada “Mack the Knife” de Brecht-Weill (en la versión americana del orsonwellesiano Marc Blitzstein), rumbo a un futuro delincuencial más que promisorio y prominente, sin estorbo moral ni pathos trágico ni melancolía alguna.

 

La vesania familiar

La extraña (Die Fremde)

Alemania, 2010

De Feo Aladag

Con Sibel Kekilli, Nizam Schiller, Derya Alabora

En La extraña, debut como autora total de la actriz austriacoturca de 38 años Feo Aladag, la delgadísima y desdichada esposa kurdogermana de 25 años Umay (la exsublime casada por conveniencia Sibel Kekilli del Contra la pared de Akin, 2004) toma cierta noche en Turquía a su hijito Cem (Nizam Schiller) y huye de su marido golpeador Kader (Settar Tariogen) tras presenciar la crueldad de éste incluso con el niño y sufrir ella misma recién abortada una violación conyugal, desembarcará en la morada familiar en Berlín, pero pronto deberá escapar también de allí, ahora con ayuda policial, cuando su autoritario padre emigrado (Derya Alabora) quiera obligarla a regresar con el esposo o a devolverle “el hijo secuestrado que le pertenece”, y refugiarse en un hogar feminista para mujeres vapuleadas, por lo que será declarada Extraña y deberá padecer el terco repudio de toda su familia brutal (muy afectada por el ineluctable rechazo comunitario a causa de la deshonra sufrida), sin posibilidad de reaceptación ni mendigando afecto en la boda de la hermana adolescente, ni tras el perdón del padre agonizante, rumbo a la trágica violencia. La vesania familiar se afana y afina al edificar un indestructible carácter positivo de mujer fuerte y enérgica, si bien frágil en apariencia, en férrea lucha impracticable por su autodeterminación e independencia, contra los virilistas valores ancestrales de la comunidad, esos que prevalecen aún sobre cualquier lazo afectivo, familiar o personal. La vesania familiar se sitúa y fija bajo los dictados genéricos de un gran melodrama realista y demostrativo, en espacios interiores y a planos generalmente cerrados, denunciador e indignado en frío, a la vez involucrado y distante, llevado hasta sus últimas consecuencias didácticas, al desmontar mentalidades, reacciones y resortes psicológicos motivacionales, observando y analizando, casi con placer, la inadmisible lógica individual y social, pero profunda y arraigada, imposible de extirpar o vencer, de cada uno de los incesantes golpes bajos que recibe la heroína a lo largo del eternometraje (124 minutos), como en folletón hindú u orolesco, lleno de incidentes desgraciados, aunque vueltos del revés y autoconscientes a rabiar. Y la vesania familiar no tiene pudor ni empacho en volcar la calculada esterilidad de su sensible furia contenida sobre las irrupciones ridículas de la infeliz para hacerse aceptar o en la inutilidad del galán cocinero alemán dispuesto a casarse Stipe (Florian Lukas) o la autonomía laboral femenina contra el absurdo del machismo kurdo, rumbo a ese errático apuñalamiento callejero del niño por un anacrónico pero muy vigente Hermano Mayor (Tamer Yigit) vengador irrefutable de honras, con sagrado y contundente cuchillo en la mano, porque “La mano que golpea es la misma que acaricia”.

La desdicha erogastronómica

Sal y pimienta (Soul Kitchen)

Alemania, 2009

De Fatih Akin

Con Adam Bousdoukos, Moritz Bleibtreu, Pheline Roggan

En Soul Kitchen, sexto film ficcional del celebrado cineasta turcoalemán por excelencia de 36 años Fatih Akin (En julio, 2000, y Contra la pared, 2004, siguen siendo sus mejores filmes), con guion suyo y de su actual actor protagónico, Adam Bousdoukos, el mediocre pero atareado restaurantero rompeplatos griegohamburgués Zinos Kazantsakis (Bousdoukos) aprende a preparar ahora sí deliciosos platillos y a no preocuparse mientras su mundo personal se descompone y se recompone cuando contrata al prepotente cocineroso hipersofisticado Shayn (Birol Ünel) que le ahuyenta toda su clientela a la primera cena, cuando pierde a su rubia amante Nadine (Pheline Roggan), que cansada de sus relegamientos se larga a Shanghai para regresar convertida en heredera ricachona, cuando debe dar empleo a su incómodo hermano expresidiario Ilias (Moritz Bleibtreu, el desatado actor fetiche de Akin) que se redimirá al enamorarse tan melifluoebria cuan repentinamente de la apachurrada mesera-pintora fracasada Lucia (Anna Bederke) y tras perder el establecimiento en la apuesta con un excondiscípulo maldito de Zinos, y cuando él mismo se meta en líos de impuestos, se disloque un disco de la columna que le arreglarán una fisioterapeuta encantadora y un energuménico truenahuesos turco, o así. La desdicha erogastronómica sale avante dulce, milagrosamente de las muchas desgracias de una inteligente comedia light sobre criaturas que cometen error tras error en su lucha abierta contra las incongruencias propias y las sociales. Y la desdicha erogastronómica se impone a mil por hora, sin jamás caer en chabacanerías racialminoritarias, ni en las vulgaridades de cualquier feel-good movie de la complaciente moda fársica a la que pertenece.

La resistencia límite

Hambre (Hunger)

Reino Unido-Irlanda, 2008

De Steve McQueen

Con Michael Fassbender, Steve Graves, Brian Milligan

En Hambre, ópera prima del prominente artista visual londinense de 39 años Steve McQueen (homónimo del célebre actor hollywoodense pero sin relación alguna con él y autor de numerosos cortos previos: Sobre mi cabeza, 1996; Oeste profundo, 2003; Charlotte, 2004), con guion suyo y de Enda Walsh, un guardia carcelario (Steve Graves) toma su desayuno como autómata a principios de 1981, revisa paranoicamente debajo de su auto para ver que no haya bombas, maneja hacia la sórdida prisión norirlandesa de Maze, se lava la sangre de sus manos tras desempeñar su infructuoso trabajo como torturador y mucho después muere baleado en donde menos lo imaginaba (al visitar a su madre con Alzheimer en un asilo), mientras tanto el activista Davey Gillen (Brian Milligan) es trasladado a una oscura mazmorra asquerosa con otros miembros / terroristas / combatientes del Ejército Republicano Irlandés, donde se incorporará a la protesta de suciedad y rechazo a usar el uniforme de presos / asesinos comunes, por el retiro de sus status de políticos, en virtud de un decreto de la inflexible Thatcher, y deberá preparase para las brutales golpizas que, con lujo de detalles, les asestan los policías ingleses todos los días sin lograr doblegarlos. La resistencia límite dicta que, transcurrido un tercio de película, cobre preeminencia, desde el locutorio con sus padres, el también militante republicano Bobby Sands (Michael Fassbender) quien, luego de una larga discusión con el viejo amigo cura católico Domnic Moran (Liam Cunningham), iniciará el primero de marzo una dramática huelga de hambre que sacudirá al imperio británico junto al mundo entero, minando tercamente su salud durante 66 días, hasta morir, y ser seguido escalonadamente por siete compañeros más, que conseguirán satisfacer todas sus demandas colaterales, pero nunca la restitución de su reconocimiento como presos políticos. La resistencia límite entrevera segmentos que van y vienen en el tiempo, ofreciéndose a una poderosa vivencia estético-moral y sólo explicándose después, sin complacencia alguna ni rebasamiento de una archisobriedad, con dominante de tinieblas enclaustradas (como en estudio Black Maria de Edison / Syberberg), donde las páginas de una Biblia son fumadas como ultraplacenteros cigarrillos, las noticias de los avances del ERI llegan con discreción a través de cables de radio ocultos en el excremento y algún autoritario discurso gubernamental se torna eco reptante en maliluminados charcos de cloaca. La resistencia límite hace fluir un cinexperimentalismo donde se cuestionan ante todo los lugares del filmador y lo filmado, así como los continuos “cortocircuitos entre el documental y la ficción” (J.-M Frodon), en pos de la videoinstalación insólita: esos lavabos de súbito sanguinolentos, esas paredes tapizadas de mierda, esos corredores por donde resuman confluyentes ríos de meados nocturnos, ese intelectual enfrentamiento reo vs. cura acremente sentados cara a cara de perfil en un intenso plano abierto durante 20 inmóviles minutos duelísticos, y demás. La resistencia límite se fermenta, durante las últimas seis semanas de Sands, al amparo de una utilización del cuerpo como arma última de combate, inusitada maquinaria de guerra y oposición / obstrucción, instrumento de un estoicismo extremo e invulnerable aun cuando la impersonalizante fotogenia del hospital y los blancos cuidados de los enfermeros se tornen extenuantes, entre la delgadez tembeleque, las llagas, el armazón para evitar el hiriente roce de las sábanas-mortaja prematura, los recuerdos-sobreimpresiones del niño campestre entre cánticos nacionalistas (“Somos del poderoso Belfast”), las silenciosas visitas familirremediables, los párpados de luces hirvientes, los mensajes médicos en los nudillos (“UAA”), los cargados desplomes cada vez más frecuentes, los filos de todos los techos, las solarizaciones obnubiladoras del organismo socavado, la extrañante mano sobre la frente y los póstumos ojos bien abiertos. Y la resistencia límite era ante todo un lacónico poema añorante, una pieza plástica martirizada jamás martirizante y un elocuente opúsculo filosófico sobre la iluminada tenacidad en acto contra las tentativas de humillar al espíritu, nada más ni nada menos.