La raya

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—No te preocupes. Esa chica se habrá comido hasta lo de la cena. Toda la noche, sentada delante del fogón, se ha terminado una raya sin asarla.

—¿Lo sabías desde el primer momento?

—Claro, ¿creías que no lo sabía?

—¿Dijo que se la había comido toda?

—¿Para qué preguntarle? Aunque dijera que no, eso está claro. Por la nieve, los ratoncitos han de estar encerrados en el desagüe sin poder ir a ningún lado. ¿Se la habría comido el diablo o el dios de la montaña? No podía habérsela llevado la lechuza, porque estaba colgada dentro de la casa.

—Quizá se la comieron los ratones ayer por la noche.

—No. Si se la hubieran comido, ¿por qué no vimos sus huellas?

—Si cae mucha nieve, dicen que también las comadrejas bajan de la montaña. Como no hay gallinas, podrían haberse llevado la raya.

—Lo que piensas no está tan mal. Sin embargo, estoy segura de que es ella la que se la comió. Su cuerpo no huele a algo sucio, sino a pescado. ¿Qué prueba más clara que ese olor? Es tan seguro como que tenemos la nariz en la cara. ¿Crees que le pegué sin ninguna razón, sabiendo que era una chica pobre que no tiene a dónde ir?

Sin embargo, esa mañana mi madre y yo comíamos contando los granos de arroz. En nuestra mesa había desaparecido el hambre voraz de las mañanas. La mente estaba perturbada. Aunque no teníamos una amenaza visible, al otro lado de la puerta estaba la chica que apestaba a pescado en vez de a suciedad. Nos sentimos defraudados. No había forma de reconciliarnos, porque sabíamos perfectamente que no podíamos llevarnos bien. Tampoco podíamos sacarla de la casa, aunque nos ayudaran los indiferentes vecinos.

Mi madre dejó los cubiertos y se agarró el pecho otra vez. Quizás ella y yo estábamos bajo tierra en vez de sólo un montículo de nieve, o si no, estábamos atrapados en una trampa a cientos de metros debajo de la tierra. Mi madre, que sufría por la claustrofobia, se puso pálida y sus manos temblaban agarrando su blusa a la altura del pecho. Su postura al sentarse no era normal. Por la incomodidad, varias veces cambió de posición.

Hacía tiempo que había amanecido, pero el mundo estaba quieto. Hasta los ruidos cotidianos del pueblo estaban sepultados por la nieve. Nuestros oídos no percibían nada. El silencio que nos dio tranquilidad en la madrugada, ahora nos infundió terror. ¿Dónde estábamos ubicados mi madre y yo en este mundo? ¡Qué tragedia! Durante mucho tiempo aguzamos nuestros oídos esperando que algún vecino nos preguntara a gritos si estábamos bien o no. La desilusión continuó.

En ese momento, mi madre se levantó apresurada. Abrió la puerta y murmuró: “No puedo soportarlo. Si sigo así, me moriré de asfixia”.

Ella casi nunca salía de casa. Aunque sufriera por algo, se rehusaba a salir a distraerse visitando a su familia o a los vecinos. Más todavía desde que mi padre se marchó de casa. Las que requerían sus servicios venían a casa con sus telas; por lo tanto, ella no tenía necesidad de localizar sus casas. En cuanto a los víveres y la leña, una o dos veces nos los traía un leñador que vivía en otro pueblo. Naturalmente, mi madre le pagaba una suma relativamente alta. Sus viajes al mercado para comprar rayas o alguna comida especial, eran rápidos y breves. Fuera de sentirse despreciada por haber sido abandonada por su esposo, y la soledad de una mujer que llevaba cinco años viviendo sola, parecía no tener otros sufrimientos o dolores especiales. Aunque los tuviera en el fondo, por su naturaleza se negaba a mostrarlos. Para ella, los que expresaban sus sentimientos eran imprudentes. Quizás ella misma se había fijado ese principio de vida. Vivía dentro de una caja de reglas, amarrada con hilos de seda, como la araña que hace su tela. Su inexperiencia, demostrada en la disputa con la chica en la cocina, tenía que ver con su larga vida de ermitaña, porque no sabía cómo solucionar un problema como éste.

Por fin oí el fuerte borbotear del agua en la caldera de la cocina. Luego oí que sacaba el agua caliente y la sustituía con agua fría. Mi madre me hizo volver a la realidad.

—Voy a lavarla. Como ya tiene cierta edad, cuidado con abrir la puerta.

Me sorprendí. Casi grité. No podía adivinar la razón por la que mi madre, que la había tomado por enemiga, de repente la consideraba parte de la casa y la aceptaba. La voz baja de mi madre la persuadía:

—No creas que estoy contenta porque te metiste en mi casa. Tú sabes que no puedo echarte afuera inmediatamente. Si te lanzo a ese mundo nevado, no podría salir en los días soleados. No te comprendo bien. También sé que ya estás calculando que eso será hasta que se derrita la nieve. ¿Prefieres vivir aquí, aunque encerrada, verdad? Si estuviera en tu situación, pensaría como tú. Pero tú sabes que en este lugar, donde vas a estar unos días, es el lugar donde preparamos la comida, ¿no? Entonces, debes saber que no es posible que huelas a podrido de día y de noche, ¿verdad? ¿Comprendes lo que te digo?

Le hablaba mezclando el agua caliente con la fría en el balde grande. Su argumento me parecía muy razonable, pero la chica no respondía nada. Mi madre, después de mezclar el agua a una temperatura adecuada para meter el cuerpo, continuó, conteniendo su ira:

—Eres tan mujer como yo. No sientas vergüenza. Si sigues de terca, llamaré a mi hijo para meterte al balde, aunque sea a la fuerza. Si me oyes, aunque no te agrade, debes dar alguna señal de que me entiendes. Si sigues como un pedazo de hueso de carne de res, ¿crees que me afecta?

Me moría de ganas de ver sus movimientos por entre la rendija. Aunque fuera una mendiga, aunque tuviera mal olor, su sorpresiva aparición tenía el suficiente poder para disparar mi curiosidad. Con una mecha, podría explotar. Concluí: simplemente se había metido en nuestra cocina al no aguantar la fuerte nevada y el frío. No mostraba ninguna actitud de amenaza o peligro. Al comprenderlo, y estimulada mi curiosidad, sólo esperaba una chispa. Sin embargo, el brusco cambio de actitud de mi madre hacia la chica que se había comido la raya, símbolo de mi padre, quedó como un enigma. Tragando la saliva la observaba por la rendija.

En ese momento mi madre abrió la puerta y entró al cuarto. Luego le habló enojada:

—Si mi presencia te molesta, no estaré allí, pero tendrás que lavarte ese cuerpo apestoso. Como estás, no te dejaré estar en mi cocina ni esperes comida. ¡Muchacha terca!

Al entrar al cuarto, sin mirarme se dirigió a su lugar de trabajo. Sacó la tela de la caja. Pronto la dejó, se acercó a la puerta sin levantarse. Se oía algo desde la cocina. Con los ojos pegados a la rendija, me hizo señas con la mano. Me estaba prohibiendo que me acercara. Desde la cocina se oía el movimiento de la mano en el agua. Luego, después de un intervalo, se oyó el fluir del agua. Estaría echándosela encima. Mi madre murmuró en voz tan baja que apenas pude percibirla:

—Esa chica sabe quitarse la ropa y bañarse, pero cuando le hablé, ni siquiera me miró. Creería que me la iba a comer. Con el cuerpo entero, sin ningún dedo torcido, ¿cómo pudo haber vivido tanto tiempo mendigando? Debe ser una floja.

En ese instante mi madre se retiró de la puerta. Luego sus ojos, al no encontrar ningún blanco, se dirigieron al vacío:

—Tiene manchas de vitiligo en el pecho. No es una enfermedad para toda la vida. Por eso se tapaba la cara.

—¿Qué es vitiligo?

—Pues, no sé bien, pero…

Esa enfermedad que manchaba la piel de blanco se llamaba vitiligo. Como no era una plaga, la gente no lo consideraba algo grave. Yo sabía que era imposible curarse en un pueblo como el nuestro sin una clínica. Mi padre sufría de esa enfermedad. Recordé entonces el apodo de mi padre entre los vecinos: Pez raya, otros lo llamaban simplemente Raya. El sobrenombre hacía recordar la piel y la figura del pez: la cara más cuadrada que ovalada, y la mancha blanca en su cuello. Esa huella provocaba algo negativo en su imagen; sin embargo, como no avanza rápido, no da escozor ni dolor, en las provincias descuidan la enfermedad.

Fue una mera casualidad que la chica padeciera la misma enfermedad que mi padre. Ni mi madre parecía recordarlo. O no había tenido tiempo de relacionarlos. Mi madre volteó la cabeza y me miró. Estaba tranquila. Los movimientos de la chica que se bañaba le quitaron el temor y la tensión. Después de echarme un vistazo, se apresuró a rebuscar algo en la cómoda. Logró sacar de allí algunas piezas guardadas: blusa, falda y ropa interior. No eran nuevas, pero estaban limpias. Entró a la cocina llevando la ropa usada, pero el ruido del agua seguía. Después de cierto tiempo, mi madre me llamó:

—Seyong, ven a la cocina.

Saltando como un resorte, entré. La chica, vestida con la ropa que le había dado mi madre, me dio la espalda volteándose hacia la pared.

—Ayúdame a levantar esto.

En el centro de la cocina estaba el recipiente grande lleno de agua turbia por la mugre. El piso de la cocina tenía varios charquitos de agua sucia, como el polvo del fruto del pino, como los charcos dela calle después de un aguacero. Mi madre y yo apenas pudimos alzar el recipiente y lo vaciamos fuera de la cocina. Mientras mi madre lavaba y enjuagaba con desgana el recipiente, miré la cara de la chica. Su cara ovalada con manchas blancas estaba enrojecida y tenía pecas en la nariz. Todavía emanaba vaho de su cuello blanco. Tenía sanas sus cuatro extremidades, pero tenía hinchado el dorso del pie izquierdo, debajo de la falda un poco corta, resultado de la congelación por haber dormido en lugares fríos. Cuando nuestras miradas se cruzaron, volteé la cabeza para no incomodarla.

—Oye, tú eres hombre. No vayas a rondar por la cocina. Sal y busca la forma de quitar la nieve.

 

Mi madre me regañó, y a ella le indicó un lugar cercano al fogón. La chica ya se había cansado de tantas órdenes y se habría resignado. Se sentó. Mi madre le pasó un pocillo de arroz mezclado con cebada y caldo, y una cuchara.

Armado de la pala salí de la cocina, pero cuando vi el montón de nieve, no supe qué hacer. En ese reino plateado no había ningún espacio donde no hubiera caído nieve; era imposible quitarla. Quizá mi madre no lo sabía. Aunque quitara la nieve delante de mí, pronto se amontonaría detrás. El trabajo sería en vano, porque no daría ningún resultado. Yo podría quedar atrapado en un pantano de nieve, como un topo, y moriría asfixiado como los peces de la laguna llena de moho donde se morían por falta de oxígeno.

Al otro lado de nuestro pueblo, debajo del dique, había cuatro lagunas pequeñas con agua tibia. Allí crecían pocas hierbas silvestres, pero un denso moho verde flotaba como alfombra gruesa. Cuando arrojábamos piedras, el moho se dividía en largas colas, como fragmentos de manchas de aceite que se movían hacia las orillas.

Una vez, unos muchachos traviesos del pueblo llevaron allí carpas cogidas en el río. Los peces, en tres días, emergieron por encima del moho con las bocas abiertas. Se habían blanqueado. Ese moho verde que crecía en una laguna donde no podían vivir los peces, jamás cambiaba de color y vivía con su temerario color fresco. Los jóvenes, atraídos por el bello color verde de la zona, intentaron varias veces que los peces vivieran allí. Todos los intentos fracasaron.

Como no estaba animado con la tarea, raspaba la nieve con la punta de la pala. Desde el otro lado de la nevada se oía vagamente la conversación de la gente, y de cerca, el ladrido de un perro. “Quizás estén preocupados por nuestra situación.” Alcé la pala en lo alto y la moví. Nada. Mi corazón temblaba de miedo. Para que mi mamá no se diera cuenta de mi temor, disimulaba con toses falsas. Sin embargo, yo ya no era el foco de atención de mi madre. Se oía su suave voz detrás de mi espalda.

—¿De dónde eres?

—No sé.

La voz ronca sonaba ruda. Eran las primeras palabras ante tantas preguntas insistentes desde que entrara a nuestra cocina. Esta vez mi madre guardó silencio, se había esforzado mucho para hacerla hablar. Yo estaba preocupado. Quizás ella cerraría otra vez su boca ante el prolongado silencio. Otra vez oí la voz de mi madre.

—Ya sé que eres una pordiosera, pero ¿acaso eres un pedazo de carne que cayó con el aguacero, como ese sapo que cae del cielo? Si eres un ser que nació en este mundo como ser humano, debes tener un lugar de nacimiento y unos padres que te dieron vida, ¿no es así? ¿Crees que iría a molestarlos si me dijeras sus nombres? ¿Por eso no me respondes? No te preocupes, porque, aunque quisiera molestarlos, no puedo salir por la nieve. Dime, quiénes son.

—Si estuvieran vivos, ¿andaría como pordiosera?

No le estaba respondiendo sino regañándola. Mi madre, sorprendida por la respuesta, se rio.

—Perdón por haber mencionado a tus padres muertos, pero, comprende, estamos presentándonos. Debo saber algo más de ti. ¿Cómo te llamas?

—Se me olvidó.

—Eres inteligente y respondes bien. Eso quiere decir que no hay nada que sepas, excepto que no sabes, ¿verdad?

—Así es.

—De mal en peor. Bueno, ¿qué fecha es hoy?

En ese momento le escogió un nombre: Samñe. El primer nombre que había pensado mi madre era Samrae, “la que vino el tres”, porque el día que llegó a la cocina fue el 3 de diciembre del calendario lunar. Sin embargo, pensando en la dignidad de un nombre propio, lo cambió por Samñe, “persona de triple cortesía”.

—Aunque digan que son hierbas desconocidas, ¿dónde hay una planta sin nombre? Una flor humilde, como la cresta del gallo, también tiene nombre. Tú eres un ser humano. No debes andar sin nombre propio. Aun siendo inteligente, has vivido de la mendicidad porque ni siquiera tenías nombre.

Quizá mi madre dijo eso conciliadoramente. En ese momento pensé: “Mi padre, en su vida errante, tampoco tiene nombre, porque a él sólo le apodan Raya”. Comprendía muy bien por qué mi madre había cambiado de actitud. Ahora quería aceptarla. Pero, me parecía que se estaba apresurando demasiado. Me preocupé por su repentino proceder tan cariñoso. Quizá ya estaba lista para abrazarla y besarla. Quizá mi madre quería retenerla no hasta que se derritiera la nieve, sino hasta después de que tuviéramos libre tránsito. Quizá por eso la había persuadido tanto para que se bañara en la pequeña cocina para ver su cuerpo desnudo.

Mi madre había hablado para sí misma sobre sus extremidades sanas, pero era dudoso que la chica le hubiera hecho caso, todavía era una bomba disimulada con mucha destreza y no estaba agradecida del rápido cambio de actitud de mi madre. Si mi madre pensaba aprovecharla como empleada de la casa, su intento pronto resultaría en fracaso.

Mi madre sufría por la carencia de mano de obra. Desde la salida de mi padre, ella era la que sostenía la casa. Aun así, guardaba una distancia abismal con los vecinos, no buscaba la amistad de las mujeres. Estaba mal del corazón, pero no compraba la medicina, como si prefiriera convivir, aunque fuera, con una enfermedad. El deseo de minimizar al máximo la exteriorización de sus tristes sentimientos se debía a la vergüenza de haber sido abandonada por mi padre. Sin embargo, era muy severa conmigo, pues no quería que por mi mala conducta me pusieran un apodo: el Huérfano.

Sin preocuparse de mi opinión, la persuadió y la llevó al cuarto. El mal olor ya había desaparecido. Sentí el frío en mis pies. Más allá del campo nevado hasta la altura de mi cintura, se veía el baile de la nieve. De vez en cuando se oían ladridos de perros, pero no adivinaba dónde. Saqué la pala del piso y me senté encima. De súbito, no pude respirar bien.

Las carpas echadas en la laguna, a las pocas horas emergían por encima de la superficie llena de moho. Luego, abriendo la boca, respiraban jadeantes. Yo estaba atrapado en el montón de nieve, igual que los peces encerrados en la laguna que protestaban contra el deseo de los jóvenes del pueblo. ¿Dónde estaría esa pequeña laguna donde las ranas se habían metido por error y luego habían muerto con la panza blanca hinchada hacia arriba? ¿Esta nevada de casi un metro no habría acabado completamente con el moho que cubre lalaguna? Ya que habría mucho oxígeno, ¿no estaría nadando allí la raya que ella se había comido, moviendo sus aletas elegantes de un lado a otro? Yo no creía totalmente que ella se hubiera comido una raya tan grande sin dejar rastros y que la hubiera digerido sin problemas, por más que sus dientes tuvieran mucha fuerza destructiva, como los del tiburón. Si se tratara de un calamar o de un pequeño pez, podría ser. Quizá mi madre había dicho eso para consolarse a sí misma en vez de tratar de saber los pormenores.

Yo nadaba en el agua cristalina de la laguna, donde la nevada había acabado completamente con el moho. Moviendo lentamente las aletas del pecho, más anchas que las mangas de un manto, avanzaba con mucha ligereza como un copo de nieve. Con la agalla absorbí el agua fresca y la expulsé con fuerza. Mis pulmones y otros órganos se hincharon como un globo. Desde mi boca salía vaho, como partículas de nieve. Nadaba enérgico y ligero. No había ningún obstáculo que impidiera mi movimiento. Como decía mi madre, a lo mejor era el mar sin fin. Sin darme cuenta, ya me había alejado de la laguna del pueblo. No tenía miedo. Mi cuerpo era transparente como la cometa de raya al mediodía, cuando recibía los rayos solares; ni el tiburón ni la ballena podrían hallarme. Estaba seguro porque tenía sensores agudos para escaparme de su ambiciosa persecución y aletas incansables, rápidas y flexibles para el cambio de dirección.

Alcé la cabeza. La espuma blanca se retiraba totalmente sombreando los pliegues del mar. Como el sol alumbraba la superficie, las figuras formadas por la luz y la sombra se entrecruzaban rápida y ordenadamente en el fondo del mar. Estaba seguro de que los copos de nieve habían exterminado todo el moho de la superficie del agua. Aunque subiera por encima de la superficie, no necesitaría abrir tanto la boca como esas carpas que respiraban jadeantes. Moví las aletas en forma diagonal y subí a la superficie. Ya no nevaba. Los rayos solares iluminaban con todas su fuerza el mar del mundo plateado. Un fresco sentimiento envolvió mi cuerpo. Casi se reventaba mi corazón. Seguía nadando alegre y suavemente.

Escuché fuertes ladridos. Apareció un perro que corría desesperadamente por encima de la nieve hacia mí. Moviendo su cola, empezó a lamerme la cara y el cuello. Era Coscorrón, el perro del vecino que siempre se alegraba al verme. Su hocico tenía mal olor, pero lamía y lamía mi cara. Al moverla frecuentemente, su cola levantó partículas de nieve. Coscorrón había estado preocupado por mí, y desde el amanecer anduvo cerca de nuestra casa y ladraba. A pesar de su cuerpo mojado por la nieve, lo abracé fuertemente. Luego lo aparté de mi cuello. Sin embargo, el perro no quería apartarse de mí. No le importaba el desaire. Mis dos pies estaban metidos profundamente en la nevada.

Nuestra casa estaba rodeada de montañas de nieve. La pequeña barandilla del cobertizo, que unía las dos habitaciones, no era visible porque la nieve la cubría. A pesar de estar rodeadas de nieve, la puerta de la cocina y las dos habitaciones se veían claras. La chimenea posterior, más alta que el techo, estaba cubierta con un gorro blanco. Aun así, lanzaba una columna de humo. La cantidad de nieve del pueblo no era tan temible tal como se miraba desde la casa. Como desde nuestro jardín empezaba la ladera de la montaña en forma casi vertical, el viento que corría por la calle que llegaba a mi casa daba vuelta siguiendo el ángulo inclinado de la ladera. Por esta razón la nieve se había acumulado más en la parte delantera.

—Para limpiar esta nieve tendrán que pedir ayuda a algunas personas. El problema es serio. La gente no se atreve a retirarla sola. No habrá ningún trabajador que ayude.

Miré hacia atrás. Era el dueño de Coscorrón, muy amigo de mi padre. Como era el vecino más cercano, al verme se me acercó y expresó su preocupación. Asustado, lo saludé.

—¿Está bien tu madre? —preguntó.

—Sí, señor.

Recordé el consejo de mi madre: al responder a los mayores, dí sólo lo necesario, como un hijo con buena educación familiar. Responde breve y claro. Capta pronto el núcleo de la pregunta. Responde con la cabeza un poco gacha. No mires de frente a los mayores para no ser objeto de crítica por tu descortesía. Ella siempre temía las críticas.

—Como estamos en pleno invierno, no creo que se derrita pronto. Si aguantan unos tres o cuatro días, creo que los vecinos podremos abrir los senderos por lo menos.

—Ya derretimos la nieve frente a la cocina con agua caliente.

—Si tienen suficiente leña, también podrán calentar la nieve, ¿no? Pero, por el momento, lo más urgente es la nieve sobre el tejado. Si las vigas no son fuertes, no soportarán el tremendo peso de la masa. Por un descuido puede suceder una desgracia. Tu madre sabe eso, ¿verdad?

No encontré la respuesta adecuada. Si caía el tejado o las vigas por el sobrepeso de nieve acumulada en el techo, se derrumbaría la casa.

—Hace seis o siete años que tu padre cambió la paja. Puso tejas encima de las vigas sin tomar en cuenta el peligro de que pudieran caerse. Le aconsejé mucho, pero no me hizo caso. Tú sabes cuánto pesa el tejado. Si las vigas son fuertes, la casa no corre el riesgo de caerse. Es igual que un hogar. Si el jefe es fuerte, no pasa nada. Ya que no está tu padre, tú eres el jefe. No sé si mi intromisión sea adecuada, pero, ¿no has oído algo raro? Aunque no hubiera habido ningún ruido, es preferible sacar la nieve antes de que pase alguna desgracia. Anda pronto a donde tu madre y coméntale. No hay que dejar pasar el tiempo.

Tanteando por la masa de nieve llegué a la puerta de la cocina y entré. Coscorrón me siguió y el vecino no lo detuvo. Cuando le conté a mi madre lo que había dicho el vecino, se puso pálida. Coscorrón, que andaba detectando olores en la cocina, al llegar a la puerta que daba al cuarto empezó a dar fuertes ladridos. El techo podía caerse por su ladrido. En vano lo regañé. Mi madre gritó:

—¡Seyong, saca a ese maldito perro!

Mi madre alzó el palo y Coscorrón se escapó veloz hacia afuera. Sin embargo, pronto volvió a la cocina y ladró hacia la puerta que daba al cuarto. El perro sabía que había una persona extraña en él. La misma escena se repitió varias veces: mi madre alzaba el palo, Coscorrón se escapaba, pero pronto volvía. Gracias a eso, hizo un angosto sendero desde la puerta de la cocina hacia el patio.

 

La existencia de la chica ya no ocupaba mi mente, porque mi madre, que jamás mostraba preocupación ante ningún problema, estaba asustada. La chica seguía roncando cubierta con la frazada hasta la cabeza. Dejándola ahí, salimos siguiendo el angosto sendero hecho por Coscorrón. Mi madre confirmó con sus propios ojos la preocupación del vecino. Sus dos piernas temblaban entre la nieve. Su respiración marcaba un ritmo acelerado. El trabajo estaba fuera de su alcance.

Encontré la escalera reclinada en la pared al final del techo. La dejábamos allí para el momento del cambio de las tejas viejas. Subí por la escalera y trepé al techo arrastrando mis pies que resbalaban. Un mundo de nieve sin fin. El cielo, que se puso claro en ese momento, estaba tan cerca que casi lo alcanzaba con las manos. La nieve resplandecía mucho por los rayos solares, igual que los dientes de león. No pude continuar con los ojos abiertos. Me limpié las lágrimas que se filtraban por los ángulos de los ojos. Con la pala empecé a empujar la nieve hacia abajo. La nieve del techo caía y debajo se amontonaba más nieve.

El vecino, parado junto al muro de su casa, me miraba con los brazos cruzados. Coscorrón, emocionado, hacía vanos esfuerzos por subir al techo. Mi madre me miraba dando la espalda al vecino. Aunque mi labor era lenta y sin destreza, ella no dijo nada ni me regañó. Sabía lo que pensaba. Al no intervenir en mi trabajo, no daba oportunidad a la participación del vecino. Si intervenía el vecino, mi madre estaría dispuesta a meterse en la casa. El vecino, luego de tantos años, la conocía. Aunque tenía ganas de abrir la boca, se callaba y simplemente me miraba.

Mis pies y manos, que estaban tiesos al principio, empezaron a sentir calor, y de mi cuello salía vaho. Aunque todavía no sabía si seguir más o bajar, por lo menos la pesada masa de nieve del techo ya no ocasionaría tanto peligro. Ya no vi a mi madre. ¿En qué momento había desaparecido? El vecino seguía en su sitio. Seguramente pensaba que todavía había peligro de ruptura de las vigas. Me senté en la parte más alta del techo.

Por el este se divisaba el dique del río donde volábamos las cometas. Era largo y brillaba igual que un cúmulo. Ya no se veían las lagunas ni el moho verde que las cubría. Recé para que las lagunas no vomitaran otra vez ese moho verde que la nieve se había tragado. Rogué también para que la raya pudiera nadar absorbiendo oxígeno. Ni ella ni Coscorrón, que siempre llegaba a mi casa, alcanzarían la soga que ataba la raya al dintel. Quizá Coscorrón no, porque su comida principal era el coscorrón.2

Después de regular la respiración, empecé a bajar por la escalera.

—¡Cuidado!

El vecino intervino en voz tan alta que mi madre pudo oír desde la casa.

Entré a la cocina. Mi madre, al notar mi presencia, dijo:

—Pasa.

Cuando entré al cuarto, señalando con su mandíbula la casa vecina, habló:

—Ese hombre es muy metiche. ¿Por qué se entromete tanto?

—No se entromete. Sólo me dijo que me cuidara —le respondí con brusquedad.

Mi madre no comentó nada. La chica estaba sentada en la parte baja del cuarto, envuelta con la frazada. Debía de ser su costumbre estar siempre envuelta con algo, porque no había necesidad de envolverse, ya que el lugar estaba muy caliente. Para mí, la frazada vieja era una red que mi madre le había echado. Me estaba mirando fijamente con sus dos ojos por entre los huecos de la red. Sentí su mirada en mi cuello. Yo exprimía las puntas de mi pantalón mojado fingiendo que no la sentía.

—¿Cuántos años tienes? —me preguntó con la mirada clavada en mí.

Mi madre se sorprendió.

—¿Por qué me preguntas?

—Porque quiero saber. Tu madre también me fastidió con esa pregunta.

—Trece ¿y qué?

—Menor que yo.

Era audaz. No tenía vergüenza ni era sumisa. Me preguntó de frente y no retiró su mirada, clavada en mí durante largo tiempo. Mi madre la miró sin intervenir, como si encontrara algo de qué alegrarse.

Con tal de que no se fuera a otro lugar, mi madre estaba decidida a tenerla en casa. Trató de no darle oportunidad de salir por dos razones: observar si tenía carácter para establecerse en un solo lugar y evitar las habladurías de los vecinos. El propósito de mi madre, gracias a que no se veía nada más que los senderos por entre la densa nevada, se cumplía sin mucho esfuerzo por el momento. No era necesario retirar más nieve porque, por lo menos, ya no existía peligro inmediato. Quizá por la chica se descuidó ese trabajo.

La curación del congelamiento que sufría era un pretexto ideal para retenerla dentro del cuarto. Encerrada con esa excusa, se convirtió en objeto de rigurosa observación tanto para mi madre como para mí. Ella estaba indiferente. Cada vez que mi madre le preguntaba sobre su historia, le respondía con un no sé; no rectificaba, aunque le dijera que era una terrible problemática o le pegara. Para mí, su terquedad era algo muy extraño. A mí, mi madre me obligaba a cambiar mi versión, aunque fuera varias veces, hasta que lograba una respuesta convincente. No le gustaba la terquedad, pero para seguir con la suya, a mí me la prohibía.

Pasaron tres días, la nieve acumulada afuera no se derretía debido al intenso frío que siguió a la nevada. Mi refugio se cambió del cuarto principal al espacio contiguo. Como servía de pequeña bodega, tuvimos que limpiarlo para quitar la putrefacta humedad y el polvo. El espacio era tan pequeño que apenas una persona podía estirar las piernas dentro. Por el frío, extrañaba el cuarto caliente de antes, pero me sentía más cómodo en este lugar porque su pequeña dimensión le daba un aire acogedor. Además, no sólo me dio consuelo, sino hasta felicidad, por la tranquilidad de tener mi cama en un lugar fuera del peligro de la caída de las vigas, pues mi cama siempre se tendía exactamente debajo de los palos que sostenían las vigas. Cosa increíble, hasta este momento no me había dado cuenta de su existencia, aun cuando estaba al lado del cuarto principal, separado por una puerta corrediza. Sentí escalofrío por el secreto que me ofrecía el escondite del otro lado de la puerta. También sentí que había sido discriminado como varón, aunque apenas tenía trece años.

De nuevo en la casa había silencio y tranquilidad. Empezó el sonido de la máquina de coser. El cuarto abrigado se llenó del fresco olor que emanaban las telas nuevas. Se oía la conversación entre mi madre y ella cada vez que dejaba de manejar la máquina. La voz de mi madre era tranquila. Después de la nevada, sus modos eran más cuidadosos. Cuando llegaron los obreros a limpiar la nieve, gracias a la gestión del vecino, amigo íntimo de mi padre, mi madre ni les habló, mostrándose austera y fría.

Cuando no tenía trabajo, se dedicaba a curar los pies congelados de Samñe. En las mañanas y en las noches la curaba: machacaba raíz de loto y con eso hacía una capa delgada del tamaño de la palma de la mano y la colocaba en la herida, ya limpiada con vinagre; hervía jengibre, lo secaba y lo colocaba encima. No oía ningún lamento. Cuando mi madre le colocaba la medicina con la cabeza agachada hacia su pie, ella me miraba por encima del hombro de mi madre. En esos momentos, su mirada amenazadora era la de una vaga, pero, al mismo tiempo, era algo que apremiaba y absorbía todo el cuerpo. Su mirada, en otros momentos, no tenía objetivo claro, pero, cuando se dirigía hacia mí, se convertía en algo fuerte. Nocaptaba el significado de esa mirada que contenía una especie de escalofriante verdad. Parecía ser capaz de suicidarse con una bomba.