El Celler de Can Roca

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Aus der Reihe: Cooking Librooks
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Ejemplo perfecto de creación a tres bandas es la OSTRA AL CHABLIS, un plato que relaciona una ostra de la Bretaña con el vino de Chablis. Josep explica que en esta zona el terreno está formado, precisamente, por pequeñas conchas de ostra descompuestas… y, para representarlas, Jordi elabora unos candies en forma de piedras de aguardiente de miel de acacia. Josep apunta que tiene que haber una salsa aterciopelada, en la que la ostra se muestre vegetal pero que también permita apreciar la calidez de un año de bonanza y acto seguido Joan crea una sopa de ostras e hinojo. Josep dice ahora que el Chablis tiene matices sutiles de champiñón y Joan inventa un aire de champiñón. Josep hace referencia a las notas de manzana verde de un ácido málico muy presente en el vino y Joan escenifica un puré de manzana verde. Josep describe esencias de mineralidad en el vino y Joan elabora un destilado de tierra, que es como interpretar la tierra en su estado más puro. «Todo esto configura un plato en el cual los matices aromáticos, con las técnicas de cocción de cocina dulce y salada, se integran y forman un solo concepto. El triángulo creativo, claro», concluye Josep. Desaparecen, pues, las barreras entre cocina salada y dulce. Los postres ya no son indispensables para introducir el dulce. O tal vez los postres se mezclan con los platos salados. O quizá no sea ninguna de las dos cosas ya que, simplemente, todo es uno.

HERMANOS Y COMPAÑEROS DE TRABAJO

Mucha gente se pregunta cómo puede ser que tres hermanos que trabajan juntos durante tantas horas, día tras día, mantengan una relación excelente. La respuesta de Joan es corta y sencilla: «No sabemos hacerlo de otra manera. Siempre hemos trabajado juntos». Y añade, pensativo: «Quizá no nos lo planteamos, no pensamos demasiado en ello. Probablemente es porque nos entendemos, nos gusta lo que hacemos, el tipo de restaurante que tenemos es el que queremos tener, con sus virtudes y complejidades. Hemos tenido esta suerte. No tenemos una estrategia ni somos más listos que los otros, sino que las circunstancias favorables se han ido encadenando en el tiempo». Las circunstancias favorables han hecho encajar a la perfección las tres piezas de este rompecabezas que es El Celler. Cuando uno tiene el día flojo, los otros dos lo compensan. Cuando los tres están muy serios en el trabajo, uno de ellos salta, hace una broma y diluye la tensión del momento.

«Es divertido y curioso porque tengo la suerte de estar cerca de dos hermanos en los que tengo plena confianza, y que además son dos cracks». Jordi siempre ha admirado a sus hermanos y le continúan fascinando ahora que comparte con ellos reconocimiento y prestigio. Esta devoción que en algún momento de la adolescencia le pesa, ahora se convierte en un motivo más para valorar el trabajo que hace y apreciar la oportunidad de aprendizaje constante que le aportan: «Tienen una sabiduría adquirida con el tiempo, de la relación con la gente. Saben mucho de todo. Es más importante aprender esta sabiduría que tienen Pitu y Joan, que las combinaciones de productos o técnicas».

Ahora bien, en este triángulo de los Roca la juventud y la frescura de Jordi también han sido clave. Él mismo lo explica con socarronería: «Si yo no estuviera, en El Celler todo sería más aburrido. Se lo pasan muy bien conmigo, les explico las cosas que me pasan, bromeo. Además, cuando te haces mayor pierdes la perspectiva de lo que pasa en la generación que viene detrás y como los cocineros del restaurante tienen mi edad, soy yo quien mantiene la relación con ellos. Para Joan y Pitu soy el puente de unión con el equipo más joven».

Las batallas a tres bandas, en general, en la vida, se ganan por dos a uno, pero en El Celler no es así. Las disputas de Can Roca las gana la minoría. Cuando hay uno que no está de acuerdo con sus hermanos, siempre acaba convenciéndolos. Es una relación fraternal muy «democrática», según Jordi, convencido de esta teoría: «Las voluntades individuales y los sueños de cada uno se llevan a cabo, se hacen realidad».

Josep, que gracias a esta democracia de minorías ha podido hacer realidad su santuario del vino, define el triángulo creado con estas palabras: «Si El Celler de Can Roca fuera un vino, sería un cava. Un vino espumoso hecho aquí, bajo el sol mediterráneo, con las tres variedades propias, de vieja raíz y nueva savia.

»A partir de un mosto flor franco, un vino de base humilde (el restaurante de nuestros padres, Can Roca, una excelente casa de comidas popular) se acoge a una segunda oportunidad, un cambio de ciclo. Un caldo de cultivo que es la familia y la formación (en la querida Escuela de Hostelería de Girona) y un segundo proyecto, de larga crianza, que adquiere sus mejores cualidades con la madurez. No hay una sensación repentina, sino una serenidad brillante y una burbuja pequeña, de calidad. Una larga crianza que también se expresa en el ámbito cromático y potencia los sabores.

»Pureza, identidad, variedades y vínculos muy bien formados de las tres: la estructura, la capacidad de largo recorrido, el esqueleto, es el xarel·lo, Joan; el perfume, la fruta, la búsqueda de cambios con calidez, los aromas más anisados de bonanza, los aporta el macabeo, Josep; y la parte más fresca, viva, brillante, incluso conmovedora, del parellada, es Jordi»1.

Joan juega al mismo juego y reflexiona: «Si El Celler fuera un plato, podría ser una creación reciente, como el CORDERO CON PAN CON TOMATE. Porque es nuevo pero arranca en los recuerdos de la infancia. Porque incorpora la reflexión (por ejemplo a partir del conocimiento de tratamientos orientales, como el pato laqueado a la pequinesa, donde lo importante es la piel) y también recoge el testigo de vivencias personales (el aroma del comino, experimentado en viajes por el norte de África). Comienza con el trabajo de investigación de un producto interesante (el cordero es de raza ripollesa, una muestra de la poca ganadería de linaje antiguo que aún se conserva en nuestro país). Combina el saber hacer tradicional con la implementación experimental de los últimos recursos técnicos, la cocción a temperatura controlada (en la cual El Celler es un referente porque desde hace años lleva a cabo investigaciones, desarrollando tecnología y colaborando con científicos). Pero también existe el juego (el pan con tomate está dentro y el cordero fuera), el aspecto más imaginativo y lúdico»2.

Al hermano pequeño, Jordi, le toca pensar cuál de sus postres podría definir El Celler: «Quizás ANARQUÍA (un postre muy complejo y trabajado, una paleta desordenada con decenas de componentes diferentes que el comensal y el azar combinan como les parece, un caos generador de nuevas experiencias organolépticas personalizadas). Para mí este plato significa que todo es posible, que —al menos en principio— todo puede funcionar. Quiere decir no poner límites entre lo dulce, lo salado y lo líquido. También expresa la libertad, que es como yo veo El Celler desde mi perspectiva. Quizá porque en el mundo de la pastelería de restaurante hay menos referencias —y lo que no está es lo que puede ser—, demuestra que la armonía a menudo proviene de fuentes culturales o heredadas. El plato nació un día en que los tres estábamos analizando cómo construir un consomé de perretxikos con aguacate y buscábamos los porqués de todo, de cada ingrediente, de cada técnica, de forma obsesiva. En aquel momento se me ocurrió: ¿por qué tiene que haber un porqué? No hay que reflexionar tanto. Esto encendió la mecha. Sí, la libertad. El “¿y por qué no?”»3.

1. MASSANÉS, T. «El Celler de Can Roca; un restaurant que enlluerna». Què fem? Barcelona: La Vanguardia, 28 de noviembre de 2008.

2. Ibíd.

3. Ibíd.




LA GESTACIÓN DEL SUEÑO

Así como en 1997 hay una necesidad de dejar la primera cocina y hacer una remodelación importante del espacio, diez años más tarde la reforma se ha quedado pequeña y la precariedad vuelve a ser un impedimento. Jordi está al frente de una partida de postres que llega a tener cinco personas, pero con capacidad física solo para tres: los otros dos cocineros tienen que trabajar en la cocina de Can Roca. Solo disponen de una mesa de un metro y medio de largo, con una nevera debajo y un horno colgado en la pared. Para calentar algún ingrediente en el microondas o para montar la nata, tienen que ir a la cocina de los padres. Algo tan necesario en pastelería —y tan delicado— como atemperar el chocolate se convierte en toda una odisea: lo tienen que hacer por la mañana, en el comedor, con el aire acondicionado a la máxima potencia. «Había días en los que me levantaba optimista e intentaba pensar que, con esta dispersión de infraestructuras y maquinaria, era como tener un obrador de cincuenta metros cuadrados solo para mí. Pero después volvía a poner los pies en la tierra y me daba cuenta de que esto no era real. Me las ingeniaba, me organizaba como podía, y aprendí el rigor del orden», recuerda Jordi. Lo cierto es que dispone de un espacio ideado para elaborar un carro de postres como el de los inicios, con una superficie muy limitada y donde hace mucho calor.

 

El stock de vinos de Josep va creciendo con los años y, por falta de espacio, su colección de referencias se va desperdigando por garajes y locales próximos a El Celler, alquilados para este fin. Con su memoria proverbial, Josep es el único capaz de recordar que el Borgoña queda dos calles más arriba y que los Riesling reposan en el aparcamiento de atrás. La bodega se convierte, así, en un rompecabezas curioso, pero no muy práctico.

Se contemplan diversas opciones para poder continuar evolucionando y se vuelve a plantear la idea de trasladar definitivamente el restaurante a la Torre de Can Sunyer. Ahora bien, ello supone buscar un nuevo emplazamiento para los banquetes y comienzan a estudiar alternativas en terrenos próximos. Encontrar la solución perfecta no es fácil, recuerda Jordi: «Pasaron cinco años desde que empezamos a hablar de la mudanza hasta dar el paso de iniciar las obras. Hicimos diversos proyectos de cómo sería El Celler y cada uno de nosotros iba visualizando su espacio, pero sin saber dónde se acabaría ubicando. Después del servicio pasábamos horas hablando y dibujando, a veces hasta las cuatro o las cinco de la madrugada le dimos muchas vueltas a cómo sería todo. Tomábamos una decisión, íbamos a dormir y a la mañana siguiente cambiábamos de idea. Llegó a ser obsesivo».

Pero los quebraderos de cabeza de las noches en blanco acaban dando sus frutos. Toman la decisión de iniciar la reforma integral de la Torre y llega el momento de poner en marcha el proyecto. Joan, Josep y Jordi tienen claro que las obras se deben financiar sin pasar por el banco ni pedir créditos. Escarmentados por el ahogo económico que supuso, años atrás, la compra del edificio, ahora quieren dar este nuevo paso con los ahorros conseguidos durante los años de intenso trabajo. «El nuevo restaurante no es racional. Sabemos que es como comprarse un yate o un Ferrari. Realmente no lo necesitas, porque puedes ir en otro tipo de coche. Y como se trata de un regalo que nos hacemos, nos lo tenemos que ganar, no queremos que los clientes paguen por ello». Es una reflexión cargada de ética y sensatez, dos valores por lo general subestimados por la sociedad en época de vacas gordas, pero que en El Celler siempre están presentes y dan resultados. Paradójicamente, los últimos años, los de la crisis económica más salvaje, han sido los de una mayor proyección internacional, los de mayores reconocimientos tanto dentro como fuera del país y los de mayor satisfacción personal para ellos.

Siguiendo estos mismos principios, la premisa inicial del cambio de ubicación no es tener más espacio para poder acoger más comensales y aumentar así la rentabilidad del restaurante, sino, al contrario, dar más satisfacción y comodidad no solo a los clientes sino también al personal. «Queríamos seguir siendo fieles a lo que hacíamos. Queríamos ampliar, no para facturar más, sino para trabajar mejor. Y esto la gente lo ha entendido muy bien», explica Joan. Los cambios de dimensión a menudo repercuten en la calidad de la atención al cliente; en El Celler, en cambio, el traslado satisface a todo el mundo, porque todos los ámbitos de la transición son positivos.


«Así se cierra el círculo, completamos el sueño que empezó a gestarse hace veinticinco años»

JOAN ROCA

«Este nuevo restaurante ha sido, durante muchos años, incertidumbre»

JOSEP ROCA

«El nuevo Celler se convirtió en una obsesión»

JORDI ROCA

Durante años el equipo de cocina ha tenido que apretarse físicamente para trabajar al máximo en un espacio muy reducido. Por esta razón cuando al fin llega el momento de cumplir el sueño, es evidente que el cambio tiene que realizarse sin condiciones, sin obstáculos, sin peros y sin medias tintas. Hay que ir a por todas. Josep tiene claro desde el principio que la cocina es lo más importante de este nuevo emplazamiento: «La gente viene aquí por la cocina y los que tienen que trabajar bien en primer lugar son ellos; por esta razón son ellos los que tienen que escoger primero el espacio que quieren. Y el que no quieran, el que quede libre, será el de mi bodega».

La metamorfosis de la Torre se encarga al equipo de interioristas de Sandra Tarruella e Isabel López. Aunque se establece una relación de confianza absoluta con las profesionales, los tres hermanos marcan desde el inicio algunas condiciones indispensables que debe tener el nuevo restaurante, tal como lo imaginan. «Queríamos que el restaurante tuviera luz, materiales orgánicos, madera, que viéramos pasar el tiempo, que tuviera pequeños reservados, que estos apartados estuvieran diseñados con unos muebles funcionales para el servicio y que hubiera un circuito de camareros y de clientes totalmente diferente», explica Josep con detalle y con una gran lógica. Y no solo han pensado en el espacio físico, sino también en otros conceptos sensoriales o atmosféricos que para ellos son muy importantes: «Estábamos obsesionados por la sonoridad y la privacidad de las conversaciones; es decir, queríamos que hubiera la intoxicación acústica idónea para poder hablar con tranquilidad pero sin que el resto de comensales te escuchen».

Con la carta a los reyes magos escrita, solo les queda esperar que les traigan lo que han pedido, que el resultado final coincida con la imagen que han visualizado durante años en el sueño.


EL RESULTADO

La Torre de Can Sunyer es un espacio íntimo, acogedor, especial. El triángulo que define la historia de El Celler con la confluencia de los tres hermanos se toma como referencia a la hora de gestar el proyecto arquitectónico: por ello se potencia la planta triangular del comedor (reformada en 1994) y se juega con tres jardines diferentes.

Desde el principio el equipo de interioristas recibe el encargo de estructurar una sala para un número concreto de comensales, exactamente los mismos que caben en el antiguo Celler. Esta es la prueba de que la base de todo el planteamiento es seguir siendo fieles al discurso y a la filosofía que siempre les ha caracterizado. «Se evitó de forma radical que se pudieran poner más mesas vaciando el triángulo central de la sala y ubicando un jardín», explica Joan. De esta manera, con un jardín central, se reduce el espacio disponible de forma estructural al mismo tiempo que se organiza. Es una de las aportaciones de las interioristas que más les sorprende: ahora disponen de un pequeño bosque dentro de la sala, a través del cual ven pasar las horas del día, las estaciones del año… en definitiva, el tiempo. «No nos imaginábamos esta riqueza de ambiente que han conseguido, que de día es calma y espacio zen, y de noche es recogimiento y juego de espejos, con una luz muy intimista», apunta Josep.

La sala se convierte en un claustro triangular que recibe la luz natural de este bosque interior que permite estructurar el paso de los camareros, crear un espacio más reducido y dar más calidez al ambiente. Solo hay que ubicar las mesas y separarlas de dos en dos con unos muebles auxiliares que delimitan los ambientes, dando privacidad a cada grupo de clientes y a cada conversación. Sobre cada mesa, tres piedras blancas que simbolizan, de nuevo, el triángulo.

El nuevo Celler multiplica por cuatro las dimensiones de la cocina del antiguo restaurante. «Pasé muchas tardes con el delineante del proyecto dibujando la cocina, intentando ubicar todo, distribuyendo los espacios. ¡Lo dibujamos todo hasta treinta y dos veces!», explica Joan. Si durante dos décadas unas veinte personas han trabajado amontonadas en menos de cincuenta metros cuadrados, ahora el equipo de cocineros pasa a tener doscientos metros para organizar las diferentes partidas, e incluso dispone de una chimenea para las elaboraciones con brasas, humo o llama.

A la derecha del pasillo de entrada a la cocina, Joan se ha instalado un pequeño despacho con todo lo que necesita para realizar sus tareas diarias con la máxima practicidad y comodidad: los estantes con su colección de libros de consulta, un escritorio con ordenador y, con un simple giro de cabeza, toda la cocina a la vista.

La nueva bodega de Josep merece una atención especial. Si el nuevo Celler es un sueño hecho realidad para todos los hermanos, en su caso este cambio tiene connotaciones singulares, emotivas. Él no deja que el interiorismo defina su espacio, porque se plantea crear una nueva dimensión para transmitir la pasión que siente por los vinos: «Quería que fuera mi interpretación intimista del vino. Quería abrir vías de seducción desde una visión subjetiva, activando los mecanismos de la inteligencia emocional. Quería intentar decir cosas de mí mismo, dar energía, desnudarme, llenar de valores intangibles un planteamiento que siempre se ha visto como tangible: la botella, la etiqueta». Josep se niega a mostrar el vino como símbolo de lujo, exclusividad y ostentación, y pone sobre la mesa una nueva concepción de este mundo, a través de los sentidos.

Él mismo va recogiendo cajas de madera variadas para fabricar el envoltorio de lo que serán cinco capillas o receptáculos que dedicará a sus cinco imprescindibles: Borgoña, Riesling, Priorato, Jerez y Champán: «Cinco vinos, cinco capillas, cinco sentidos para explicarlo todo en una oferta que es fruto del crecimiento personal a través del vino». En cada capilla, una pantalla de plasma proyecta imágenes del lugar de origen de las viñas, y músicas diferentes, escogidas con detalle, acompañan cada ambiente. Josep es capaz de interpretar cada variedad de forma multisensorial, de ahí que también incorpore el tacto. Bolas de acero definen el Champán, representando la efervescencia de las burbujas y el clima frío. Seda verde, que sugiere sutilidad, define los Riesling alemanes. Pequeños sacos de terciopelo rojo muestran la elegancia del Borgoña. Pizarra sobre un recipiente de olivo explica la dureza de las viñas salvajes del Priorato. Catorce grados de temperatura, más de dos mil quinientas referencias, unas treinta mil botellas y veinticinco años de poso convierten este espacio en un paraíso del vino.



Antes del traslado al nuevo restaurante, entre los años 2003 y 2006, Josep trabaja para elaborar una carta digital que ofrezca al cliente la posibilidad de saber el origen de cada botella, ver fotografías de sus paisajes, tener información de cada cosecha… «Era un proyecto ambicioso, con más de 5.500 fotografías que ya tenía. Pero cuando llego aquí y muestro a los clientes la bodega de esta manera, entiendo que aquello ya no tiene sentido, y yo ya no tengo fuerzas para pedirles más atención». Pero todo este material no ha sido recopilado en vano: se ha elaborado, con algunos de estos contenidos, una aplicación para smartphone con los vinos preferidos de Josep (The Top 153 Wines of 2010).

Antes de cambiar de ubicación, Josep, que nunca abandona su visión poética de la vida, quiere que sus amigos le ayuden, una noche de luna llena, a transportar las botellas desde los antiguos almacenes y garajes hasta el nuevo emplazamiento, y terminar con un desayuno, de madrugada, para celebrar la realización del sueño. «¡Qué inocente era! Me di cuenta, en el momento de hacer el traslado, de que el transporte del vino nos llevaría meses y meses». El traslado de la bodega es, por tanto, forzosamente gradual.

La mudanza y el estreno de la ubicación, como todo en El Celler, se hace sin ceremonias y sin grandes fiestas ni inauguraciones: a mediodía sirven la comida en el antiguo restaurante y por la tarde se trasladan a la Torre y preparan la cena estrenando ollas sin ensayos previos. Jordi, que ha interiorizado el rigor del orden hasta lo más profundo de su metodología, no se siente cómodo. Se pierde en aquel espacio gigantesco, nuevo, y dedicado en exclusiva a su partida: «Cuando vinimos aquí, fue una auténtica locura. No hicimos ningún ensayo de cómo funcionaba la cocina, y mi partida —en proporción— era la más grande de todas. No recuerdo una cagalera tan grande como la que pillé ese día. Tardé un mes en adaptarme al nuevo espacio. Echaba de menos mi caos, ¡lo perdía todo!».

 

Jordi, que quizás es el que ha deseado el traslado con más insistencia, tarda en hacer suya la nueva cocina. Pero ya se sabe lo fácil que es acostumbrase a las mejoras. En pocas semanas los tres se han adaptado a la Torre de Can Sunyer y se dan cuenta de lo que supone este paso: sienten la satisfacción del sueño cumplido.