El Celler de Can Roca

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Aus der Reihe: Cooking Librooks
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EL SEGUNDO CELLER: 1997-2007

Hace once años que Joan y Josep han abierto el restaurante. La casita contigua a Can Roca les ha servido —a pesar de tener todos los elementos en contra— no solo para poner en marcha el proyecto, sino también para situarse en el panorama gastronómico y conseguir una estrella Michelin. Sin embargo, cada vez les resulta más difícil seguir avanzando: chocan con las cuatro paredes de aquella pequeña cocina de tan solo treinta metros cuadrados, donde empezaron a trabajar dos personas y en la que ahora ya son siete u ocho. No es que no puedan hacer su trabajo, es que prácticamente no se pueden mover. Dependen de la cocina de los padres para poder funcionar: su madre enrolla canelones rodeada de camareros engalanados que pasan y vuelven a pasar, y los cocineros del otro lado le sacan del fuego el arroz porque lo necesitan para hacer un caramelo de aceite de oliva. Las copas Riedel se lavan en la pila de la barra del bar y un codazo involuntario de un cliente, entre barreja y carajillo, siempre acaba rompiendo alguna.

«Las necesidades y el crecimiento siempre los hemos marcado nosotros mismos. Hemos querido mejorar por nuestra propia exigencia», afirma Joan. Los reconocimientos de las guías gastronómicas y la llegada de la crítica no son los únicos factores que marcan una ampliación del espacio; ellos mismos quieren continuar evolucionando y comienzan a estudiar las mejores opciones para hacerlo.

En 1993 los hermanos compran la Torre de Can Sunyer con vistas a trasladarse allí algún día. Estamos en plena crisis financiera de los años noventa, con los intereses al dieciséis por ciento, y se ven obligados a buscar salidas para enjugar la deuda con el banco, como explica Joan: «Para pagar el crédito se nos ocurrió ofrecer banquetes en esta finca y es lo que hicimos durante dieciséis años. Trabajábamos siete días a la semana: de lunes a viernes en el restaurante y los fines de semana celebrando bodas y comuniones. Decidimos ahorrar para no tener cargas financieras en un futuro y estuvimos diez años sin descansar, fueron unos años muy duros».

De hecho, la idea inicial cuando compran la torre no es que solamente se celebren banquetes, sino que se puedan compaginar con el día a día del restaurante. Pero Josep tiene grabada con fuego en la memoria la fecha en que comprenden que esto es inviable: «El 12 de febrero de 1995, con el primer banquete, nos damos cuenta de que lo que queremos hacer es imposible. El espacio es insuficiente, la intimidad de una boda es contraproducente con lo que representa un servicio a la carta. Y es un momento de decepción, un sueño frustrado».

Con esta frustración, la clave para salir adelante y no desanimarse es la paciencia, una de las virtudes más importantes de los Roca a lo largo de toda su trayectoria. Ir poco a poco, respirar profundamente, paso a paso, es lo que les ayuda a plantear cuál es la mejor solución a las carencias de aquel momento. Son conscientes de que no tienen aún suficientes recursos propios para hacer un traslado definitivo, y después de la deuda que han tenido que asumir con la compra de la torre, no quieren jugar excesivamente con los bancos. La cuestión es no perder la libertad para elaborar su cocina, es decir, no tener que hacer concesiones a conceptos más comerciales de la gastronomía, que seguramente les aportarían más beneficios económicos pero no la satisfacción personal y profesional que siempre buscan.

Surge de esta manera la idea de reinvertir los ahorros en una remodelación y ampliación de El Celler. Joan confiesa que esta decisión, al menos para él, no es el final del recorrido, sino simplemente una etapa más antes de llegar a la cima: «Aún no era el momento de que el sueño se hiciera realidad. Hicimos una concesión al tiempo, fuimos prudentes, y decidimos poner en marcha esta reforma. Fue un punto de inflexión importante, un cambio de estructura Pero lo cierto es que ya intuíamos que las limitaciones volverían. Sabíamos que más adelante tendríamos que dar otro paso». Pero a pesar de esta mirada de reojo al futuro, quieren que el nuevo emplazamiento parezca definitivo, que tanto el público como la profesión lo vean como un cambio madurado, fruto de la reflexión. Idealismo y prudencia vuelven a ser las bases de la evolución de los hermanos.

El proyecto de remodelación se encarga a un interiorista de Girona, Joan Bosch, que entiende desde el principio las necesidades del restaurante. Durante los tres meses de albañiles, carpinteros y electricistas la actividad se traslada a la Torre de Can Sunyer, en una especie de ensayo premonitorio. Joan reconoce que la mejora es sustancial: «Conseguimos que el espacio fuera intimista, que fuera confortable, que fuera cálido, que no fuera suntuoso, que fuera austero pero al mismo tiempo elegante, y que se integrara bien. Una de las ventajas que tenía aquel espacio era que todo era muy compacto: la cocina, la sala e incluso la pequeña bodega de uso diario estaban juntas».

El segundo Celler de Can Roca supone cambios muy significativos en la organización del trabajo, comenzando por la incorporación de más personal, que permite, por fin, organizar la cocina en partidas, como en todos los grandes establecimientos gastronómicos. Joan exclama cuando compara el antes y el después: «¡En el primer Celler había una persona que hacía calientes y otra que hacía fríos! Sin embargo, ahora ya podemos tener partida de carnes, pescados, entrantes y postres. Es decir, comenzamos a articular una cocina con una brigada más convencional. Empezamos a parecer más un restaurante».

En 1997, además, Jordi se incorpora de forma definitiva al equipo de cocina y se encarga, con el pastelero Damian Allsop, de desarrollar la cocina dulce. «Es un hecho importante, un punto de inflexión en el cual incorporamos un aspecto más desenfadado y más atrevido en la cocina que vamos construyendo poco a poco», dice Joan. Con la entrada de este aire fresco y joven se conforma ya el triángulo Roca: cocina salada, cocina dulce y vinos, tres mundos representados a la perfección por los tres hermanos.

A todo esto hay que añadir un factor muy importante, y es que la ampliación del espacio permite la instalación de toda la maquinaria necesaria para llevar a cabo las ideas de los cocineros y contribuye así al inicio de una etapa de absoluta ebullición creativa. Para hacernos una idea del cambio, debemos pensar que hasta ese momento la pastelería de El Celler se hace con un horno de gas convencional, sin control de temperatura. El horno de convección, profesional, llega con la reforma de 1997.

Un par de años antes, la cocina al vacío había hecho su primera aparición en la carta del restaurante (con el BACALAO TIBIO CON ESPINACAS, CREMA DE IDIAZÁBAL, PIÑONES Y REDUCCIÓN DE PEDRO XIMÉNEZ). Pero no es hasta finales de los años noventa cuando el espacio permite tener el Roner instalado en la cocina de El Celler: «Tener el Roner en la cocina nos permite tecnificar los procesos y hacerlo todo de forma más precisa. Es decir, empezamos a usar la tecnología de una forma más cercana, más práctica».

En esta etapa se desarrollan también otros conceptos innovadores, como la destilación o la «perfume-cocción» —cocción de productos, básicamente crustáceos, a los cuales se incorpora durante el proceso el aroma de alguna especia o licor—. Creaciones destacadas de Joan a partir de esta idea son la LANGOSTA AL AZAFRÁN (2004) o la CIGALA PERFUMADA CON CARDAMOMO Y CÍTRICOS (2005).

Estamos en el momento más explosivo creativamente hablando de toda la trayectoria del restaurante, explica Joan: «Es una etapa muy fructífera respecto a las técnicas, las ideas, la creatividad Nos dio muchas alegrías y muy buenos momentos. El punto álgido de nuestro trabajo se produce cuando descubrimos algo, porque es lo que nos da energía y lo que nos hace sentir bien. Esto cada vez cuesta más, porque somos más exigentes, pero cuando pasa es fantástico. Y en aquella etapa pasaba mucho. Todo era muy efervescente».

El entorno afectivo y profesional de El Celler de Can Roca reclama desde hace años la segunda estrella Michelin, que los encuentra, como la primera, con los deberes hechos. Cuando finalmente en 2002 se hace realidad este segundo reconocimiento, Joan, Josep y Jordi consiguen la credibilidad que se merecen de todo el mundo de la cocina y la tranquilidad necesaria para trabajar ya sin presión. A su madre esta segunda estrella es la que más ilusión le hace: los tres hijos están en casa en el momento de conocer la noticia, y tanto Can Roca como El Celler se unen en un abrazo general, en un mar de risas y felicitaciones: «Ahora tenemos muchas buenas noticias, pero en aquella época no eran tantas, y las vivíamos más intensamente. Aquel día soltamos mucha tensión, muchas emociones y mucha, mucha alegría».

Y es que las alegrías y los éxitos de El Celler se celebran con la gran familia de los hermanos Roca, que no son únicamente los padres, sino también los clientes de toda la vida de la casa de comidas. El universo Roca tiene dos caras: la más rigurosa y elevada —que es el lujo del restaurante gastronómico— y la más relajada y familiar —que es el desenfreno del bar de carretera—. Son, según Joan, dos mundos en uno, separados solo por una pared: «La proximidad de Can Roca no es solo física, sino también de convivencia. El backstage de El Celler es la barra del bar de nuestros padres: nuestros camareros van allí a buscar los cafés, y el camarero del bar lava las copas Riedel de El Celler». Para los clientes de toda la vida del bar es divertido contemplar el espectáculo: observan el trabajo que se hace entre bastidores en un establecimiento con reconocimiento mundial. El personal con traje y corbata del gastronómico se mezcla con la clientela de los padres, y todos juntos desayunan, toman el café, almuerzan, cenan o, incluso, ven los partidos del Barça. «Aquel era también nuestro espacio», concluye Joan. Quizá por esta razón es tan difícil cortar el cordón umbilical que les une a la casa de los padres y hacer el traslado al que será el tercer y definitivo Celler de Can Roca.

 

LOS POSTRES, EL ÚLTIMO VÉRTICE DEL TRIÁNGULO

El Celler de Can Roca se convierte en un triángulo perfecto cuando Jordi completa el vértice de la cocina dulce. En 1997 el pequeño de los tres hermanos se incorpora definitivamente al restaurante, llevado aún —y una vez más— por la inercia. En aquel momento los postres se resumen en el carro clásico, escaparate de delirios dulces que no acaba de encajar en el discurso de la casa. Son tiempos en que los pasteles van acompañados en el plato con filigranas trazadas con alguna salsa dulce como la crema inglesa o el coulis de frutos rojos. Joan no está satisfecho con esta parte de la oferta del restaurante, no se encuentra cómodo: «La cocina es anarquía y la pastelería es precisión. Y se notaba mucho que nosotros hacíamos una pastelería de cocinero. En aquel momento, los postres eran para nosotros un mal necesario que teníamos que pasar». Necesita que alguien impulse esta partida. Y entonces aparece una persona que será determinante en la historia de El Celler: el galés Damian Allsop.

Allsop es uno de los mejores cocineros de postres que hay en aquel momento en Europa. Ha pasado por las cocinas de Alain Ducasse, Joël Robuchon o Gordon Ramsay y conoce perfectamente las técnicas de la pastelería tradicional. Llega a Girona por motivos personales y comienza a trabajar en el restaurante La Magrana, entabla amistad con los Roca y se llevan bien. «Íbamos allí a comer y nos encontrábamos con esos postres fantásticos», recuerda Joan.

Cuando Allsop decide volver a su tierra, Joan le ofrece la oportunidad de quedarse a trabajar con ellos y el galés acepta. Ese día representa un punto de inflexión. Jordi, que ha pasado por diferentes partidas, enseguida se pone a sus órdenes como ayudante, se siente atraído por este personaje singular que le descubre un mundo desconocido. «La primera vez que lo vi en acción me pareció particular, diferente. Todo lo que quería hacer, yo lo veía muy técnico, muy complicado, pero al mismo tiempo muy divertido y potente. Recuerdo que, cuando trabajaba, sus manos eran ligeras, repasaban cada plato, colocaban bien cada componente y, finalmente, entregaba los postres con un gesto de perfección, de punto final», recuerda Jordi.

Damian le transmite, con pasión y constancia, las bases de la cocina dulce: los milhojas, los soufflés, las cremas, las sablées… Y El Celler pasa de ofrecer postres clásicos como la TATIN DE HIGOS o el PASTEL DE MIEL Y MATÓ, a añadir en la carta, con el carro ya desterrado, propuestas innovadoras como la MANZANA, DENTRO DE UNA MANZANA, DENTRO DE OTRA MANZANA.

«Durante el año en que Damian estuvo aquí, nuestros postres cogieron otro aire, otra importancia, y nos dimos cuenta de que realmente se trataba de otro tipo de cocina, otra historia», reconoce, agradecido, Joan. El pastelero galés aporta rigor y método a la cocina dulce de El Celler, introduciendo técnicas como la del azúcar soplado, que hasta entonces solo han visto en referencias en algún libro antiguo. Él les enseña que una manzana Royal Gala no tiene nada que ver con una Golden cuando se trata de determinadas elaboraciones; es exacto tanto con la técnica como con el producto.

Para Jordi aquella temporada con Damian es como un máster intensivo, no solo de cocina, sino también de humildad: para conseguir un buen soufflé lo tiene que repetir una y otra vez, y se da cuenta de la dificultad de las técnicas pasteleras y de la importancia de dominar las bases para poder crear cosas nuevas: «Hacíamos un soufflé increíble, técnicamente perfecto. Pero yo quería hacerlo más ligero, a mi manera, e hice una adaptación. Evidentemente, me lo cargué». Un, dos, tres, cuatro errores… cada uno es una prueba que debe superar, un ejercicio de paciencia, de obediencia a los maestros y de sencillez. Y poco a poco Jordi va aprendiendo. Pero deberán pasar dos años más para que sus propias creaciones revolucionen esta parte de la cocina de El Celler.



A principios de 1998 Allsop sufre un accidente y es hospitalizado. Jordi debe enfrentarse —por primera vez— a una gran responsabilidad en el restaurante de sus hermanos. Y es entonces cuando decide coger el toro por los cuernos, demostrar lo que ha aprendido y aprovechar la oportunidad para dejar claro que él también tiene mucho que aportar a esta casa.

En la primera etapa al frente de la partida dulce reproduce las creaciones del maestro Allsop, y tímidamente va introduciendo novedades. Sus primeros postres son la MOUSSE DE CHOCOLATE CON FRUTOS ROJOS o el MOJITO, ambos del año 2000. Por primera vez Jordi ve claro que aquello es lo que quiere hacer, que le gusta, le motiva, que tiene talento. Los hermanos mayores se dan cuenta de que el pequeño de la casa ya no es tan pequeño y que tiene unos conocimientos teóricos y una práctica adquirida en los postres muy superior a la de ellos. «Jordi descubrió un mundo que ni Josep ni yo dominábamos. Y gracias a ello pudo tener su propia parcela en este triángulo. Un espacio que le ha dado seguridad y también, con el tiempo, protagonismo e importancia», apunta Joan.

De esta misma manera lo vive Jordi, que se siente afortunado: «Si hubiera estado sometido a las enseñanzas de casa, habría llegado a ser el segundo maître o el segundo de cocina, siempre de forma más acomplejada. Me habría quedado con este papel del niño que no sabe qué hacer. Pero tuve la suerte de que pasara por El Celler una persona ajena a la familia muy interesante. El hecho de que me pudiera enseñar cosas que no sabían ni Joan ni Josep me aportó un conocimiento propio. Por fin tenía un valor añadido, un espacio en mi propia casa, un discurso».

No es nada fácil integrarse a la pareja formada por los dos hermanos mayores, cuando ellos ya son dos referentes en su trabajo. La diferencia de edad crea, además, una distancia emocional difícil de salvar, pero que se diluye a medida que pasa el tiempo y cada uno va formando su personalidad, con sus propias experiencias.

Jordi asume enseguida que su misión es imprimir en la cocina dulce el mismo sello que Joan ha dado a la cocina salada del restaurante: «Mi obsesión era acercar la cocina de El Celler a los postres y esto es lo que he ido haciendo: elaborar un discurso propio, que complementa las partes de Joan y Josep, pero con mi carácter». Quizás a él le cuesta un poco más pero, como sus hermanos, en cuanto visualiza el sueño se lanza a conquistarlo.

Un año después de atreverse con las primeras creaciones, entra en el mundo de los helados de la mano de Angelo Corvitto, un siciliano establecido en Torroella de Montgrí. De él aprende la necesidad de la pureza del aire a la hora de elaborar el helado, y es a partir de esta idea que a Jordi se le ocurre la reflexión opuesta: contaminar el aire para conseguir, por ejemplo, helado de humo. Con la ayuda de Josep —los dos comparten la habilidad y la afición por los inventos— Jordi fabrica una bomba para fumar un puro sin necesidad de hacerlo con la boca, y trasladar el humo a un recipiente. De esta manera nace una de sus creaciones más estelares: el PURO HELADO DE PARTAGÁS, que junto con el MOJITO formarán el VIAJE A LA HABANA, dúo de postres cubanos que ya dan una idea del nuevo estilo dulce de El Celler.


Con 23 años Jordi pasa un verano en la partida de postres de El Bulli, una experiencia que supone para él una revelación parecida a la que tuvieron los hermanos con los primeros viajes a los grandes restaurantes franceses: «Yo aún era un niño y ese verano me impresionó mucho… Estaba en un gran restaurante con una proyección brutal. Aún no era un referente mundial, pero ya oías a la gente de la cocina hablar orgullosa de trabajar en el mejor restaurante del mundo. Ya se percibía aquel espíritu de equipo, aquel simbolismo. ¡Como el Barça de hoy!». Al lado de Rubén García (Albert Adrià en aquel momento trabaja en el taller), Jordi se sumerge en la partida dulce de cala Montjoi.

Aquel mismo año, Jordi empieza una línea de creación que marca su carrera: la adaptación de perfumes. Un amigo que se dedica a la comercialización de frutas y plantas envía al restaurante unas cajas de bergamota, un cítrico poco conocido en aquel momento que despierta la curiosidad olfativa de los hermanos. Josep está convencido de que el aroma de esta fruta está presente en el perfume Eternity de Calvin Klein y, al consultar la composición, comprueban, efectivamente, que es así. Surge la idea: reunir, en un plato, todos los ingredientes que aprecian en esta fragancia para que no solo se pueda oler, sino también comer. Crema de vainilla, gelatina de agua de flor de azahar, salsa de albahaca, gelatina de jarabe de arce, granizado de mandarina y helado de bergamota… son los ingredientes que conforman el nuevo ETERNITY de El Celler, que no se huele sino que se come. «Llegué a la idea de que esta era una buena manera de crear nuevos platos, con un referente que nada tenía que ver con la cocina. Aprendí a identificar aromas y a vincularlos con cosas comestibles. Los perfumes más afrutados eran los candidatos más claros», recuerda Jordi, que para poder experimentar tiene que hacer algunas visitas a la perfumería y salir cargado de fragancias. «Las dependientas me preguntaban si quería todos aquellos perfumes femeninos envueltos para regalo y yo respondía que no. Lógicamente, me miraban como si fuera un bicho raro», explica riendo. Y así, oliendo perfumes, descomponiéndolos por ingredientes y reproduciendo su vertiente comestible, llegan otros postres como el MIRACLE o el TRÉSOR DE LANCÔME, el POLO SPORT DE RALPH LAUREN o el ANGEL DE THIERRY MUGLER, por citar solo algunos. Jordi consigue hacer con los perfumes lo mismo que Joan con los vinos: trasladar al plato sus esencias, descifradas por Josep.

Poco después de iniciar la investigación con los perfumes, en 2003 Jordi es considerado el Mejor Pastelero del año y autor de los Mejores Postres por la guía Lo Mejor de la Gastronomía, reconocimientos que lo consolidan como referente de la pastelería mundial. Joan y Josep ya se toman más en serio al hermano pequeño y, los tres, se van acercando. Se consolida, de esta manera, la relación fraternal que ha forjado uno de los mejores restaurantes del mundo.

Cocina salada, cocina dulce y vinos. La conjunción de los tres vértices hace posible que en El Celler de Can Roca la creación de platos se haga a tres voces. Cada hermano tiene un papel diferente, pero los tres de igual importancia. Josep da unas notas de cata a partir de un vino y la maquinaria se pone en marcha: los otros dos, en la cocina, buscan introducirlas en una nueva propuesta, con las texturas más apropiadas, las cocciones que mejor se ajusten y las proporciones adecuadas.