El Celler de Can Roca

Text
Aus der Reihe: Cooking Librooks
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

TRES CAMINOS Y UN DESTINO

Joan, Josep y Jordi se hacen mayores entre las aulas de la Escuela de Hostelería de Girona y los fogones de Can Roca. Pero también entre santuarios. Josep se ríe, irónico, cuando recuerda las excursiones que organizan los padres, poco acostumbrados a pensar en el tiempo de ocio. Las tardes de los sábados, el único momento de descanso semanal para la familia, salen a descubrir mundo: «Nuestra gran fiesta mayor era ir a ver santuarios. ¡Divertidísimo! Nos llevaban a Sant Miquel del Faig, a la Salut, al santuario dels Àngels ¡Unas excursiones muy animadas! La gente decía: ¿no salís? Y yo: “No, es que nosotros somos muy monacales”».

Es impensable bajar la persiana un domingo, el día de más trabajo, porque se celebran las comidas familiares de la gente del barrio. Después de mucho batallar, Montserrat consigue convencer al «jefe» y la familia puede permitirse unas horas de intimidad, sin clientes y sin menús, los sábados, primero solo por la tarde y, después, todo el día. Pero el padre rompe el pacto y deja entrar a los clientes de siempre a desayunar, de forma medio clandestina ¡por la puerta de atrás! Por primera vez, Can Roca está cerrado, pero el restaurante está lleno de gente, igual que antes. «Es la suma de la generosidad, el afecto y también el miedo a no recuperar a aquel cliente, porque penalizabas tu oferta al hacer que aquel día fuera a tomar el café a la competencia. Una sensación de medias tintas, extraña, difícil de digerir para todos, para mi padre, pero sobre todo para nosotros, porque no entendíamos nada», recuerda Josep. Cuando los clientes, polizones de copa de anís y barreja, ya se han ido, llega el momento más esperado de la semana, el aperitivo familiar que tanto ha marcado los recuerdos gustativos de los tres hermanos: «Era como un “san Bitter Kas”, por fin completamente solos, y ese momento se convertía en una fiesta mayor con los berberechos y los calamares».

Joan vive su infancia y adolescencia en Can Roca y aprende a cocinar de su madre y de su abuela, pero es en la Escuela donde descubre que detrás de las lentejas, la escudella, los macarrones y la ensaladilla rusa que se sirven en casa, existen las ravigotes, meunières, veloutés o parmentières que lee en los manuales de cocina clásica francesa. Son palabras desconocidas en casa que, durante los años de formación académica, comienzan a tener significado y a hacerse presentes en su imaginario gastronómico. Le guide culinaire de Auguste Escoffier, El arte culinario moderno de Henri Paul Pellaprat y alguna obra del gastrónomo catalán Ignasi Domènech son los libros de referencia en las clases. Presentaciones barrocas, salsas contundentes y opulencia definen la cocina francesa que le enseñan: la langosta à la parisienne, el lenguado à la meunière o el bogavante Thermidor son algunos ejemplos. Joan recuerda bien a los profesores de aquellos años, cocineros que imponen respeto: «El señor Barberà imponía mucho, venía de los grandes restaurantes de Barcelona; el señor Andreu era maestro de sala, una persona admirable; y después llegaron, de Granada, los profesores Romero y Ruiz, que aún imparten clases y han hecho una gran labor formativa».

Como en todo el Estado solo existen las escuelas de Girona y de Madrid, el centro se convierte en un lugar de acogida de gente de Murcia, del País Valenciano, de Aragón y de todas las comarcas catalanas. En el último piso del edificio, construido por el antiguo sindicato vertical, se encuentran las habitaciones de los estudiantes de primer curso. Después, cuando ya conocen mejor la ciudad y la dinámica de las clases, los alumnos se instalan en pisos compartidos. Joan se une al «grupo de Lleida»: «Los de Lleida vivían en un piso cerca de casa y me uní al grupo junto con Salvador Brugués. Íbamos a todas las fiestas y demás saraos que había en Girona en aquella época. Era muy divertido». Y con aquellos amigos Joan comienza a descubrir la buena comida, a disfrutar de la vida fuera de la cocina.



Cumplir dieciocho años significa hacer el servicio militar. Joan es destinado a Alicante, pero lo trasladan a Valencia porque es nombrado cocinero del capitán general: «Recuerdo que el primer día pasé mucho miedo. Cuando a un recluta le dicen que tiene que cocinar para el capitán general, le entran todos los males. Enseguida entablamos muy buena relación, y la mujer del capitán nos trataba con mucho afecto, como si fuéramos sus hijos». En el cuartel de Valencia se encuentra con una cocina mucho más equipada que la del restaurante de casa, pero no le sirve de nada: la mujer del capitán es de comidas ligeras, casi religiosas, y acepta poco más que verduras hervidas, tortilla a la francesa y carne a la plancha. Él se resigna a esta sencillez, pero los paseos por el mercado de Russafa y los frecuentes días de permiso para ir a visitar a la familia facilitan la adaptación a la nueva vida militar. Cuando regresa a Girona, tiene la oportunidad de recuperar la cocina de verdad, la de siempre y la que ha aprendido en la Escuela.

Josep es un chico movido, se pasa el día pensando en el partido de fútbol de la tarde o el fin de semana y aprovecha los minutos entre el servicio a una mesa y la siguiente para hacer unos chutes de pelota. «Era un poco gamberro y un deportista de calle. Enredaba a los amigos para jugar al fútbol usando la puerta de la cocina como portería. Hacíamos “chute y gol” y yo de portero. El gol era fácil de detectar: si se oía el ruido de la puerta metálica de la cocina, e iba acompañado del grito de mi madre, era gol».

Ayuda en la cocina, pero siempre busca diversiones adicionales, haciendo reír a los compañeros o clientes, buscando la broma, la situación cómica para quitar hierro al duro trabajo de hostelería. «Cuando pelas cebollas, muchas cebollas, y piensa que yo pelaba dos sacos cada martes y jueves, quieres secarte las lágrimas con la manga. Error. Cuando acercas la mano a los ojos, te entra un picor insoportable que te hace llorar. Harto de llorar sin querer y con el cachondeo que me caracteriza decidí no llorar más. Y lo primero que se me ocurrió fue utilizar gafas de natación. Los primeros minutos ibas bien, pero cuando el sulfuro subía por las fosas nasales, acababas con el lagrimal irritado. La solución fue utilizar gafas de bucear: nariz y ojos tapados, respirando por el tubo, evitando las salpicaduras de las puñeteras cebollas malheridas y cabreadas».

Los sacos de patatas y cebollas le traen de cabeza. Y pronto se hace evidente que es un animal de sala. A los quince o dieciséis años se reta él mismo a llevar el mayor número de platos en los brazos: hace equilibrios y juega, como si de un rompecabezas se tratara, a encajar los muslos de pollo con chuletas de cerdo y los macarrones con las sopas. Es zurdo y muy torpe, pero esta falta de destreza no se manifiesta en la sala, porque los platos y las bandejas se han convertido en apéndices naturales de sus manos que bailan al son de la música que él toca. El primer día en la Escuela de Hostelería ve que, mientras sus compañeros tienen que esforzarse por no perder el equilibrio con la bandeja, él puede hacer piruetas, y mientras los demás empiezan a practicar la técnica de los cafés, él ya tiene interiorizado el movimiento que debe hacer con el brazo cafetero. Desaparece así la sensación de inseguridad que le había provocado la comparación con la habilidad culinaria de Joan. Domina los aspectos más mecánicos de la sala, pero se da cuenta de que le falta todo un mundo de conocimientos: «La profesión de camarero es fascinante porque lo engloba todo. Todo lo que es cocina y todo lo que representa el carácter poliédrico de la gastronomía, donde se incluye el mundo de los vinos, los panes, los aceites, los productos, la psicología, la química, la física, la geología». Y esta complejidad es la que hace crecer aún más su pasión por el oficio para el que ha nacido. Asimismo, aumenta con el tiempo su admiración por el mundo del vino y, sin ser consciente de ello, Josep lleva a sus amigos a su terreno y establece como punto de encuentro un bar de Girona llamado El Museu del Vi: «Yo cogía las riendas y los empujaba a tomar un vino de misa antes de salir de fiesta. Un vino, o dos, o tres o cuatro».

Y Josep no solo incitaba a beber vino de misa a sus amigos. Son años de prueba-error, de experimentación y de descubrimiento del mundo de la acrobacia coctelera. «El office del comedor de arriba del bar de mis padres era solo para mí y mis amigos. Yo, envalentonado, mostraba mis dotes acrobáticas y ellos se saciaban de alcohol azucarado. Utilizaba botellas de Bacardí. Cuando se terminaban, las rellenaba haciendo un agujero en el tapón destilagotas; después lo tapaba con celo para mantener el mismo chorrito que cae cuando la botella es nueva y está llena. Así podía practicar muchas veces y contaba los segundos que tardaban en caer los centilitros para un tercio, dos cuartos, tres medios Un juego para mí, una pesadilla para los padres de mis amigos».

Jordi termina la educación básica y no se plantea seguir con los estudios de bachillerato. Ni le gusta estudiar, ni le van bien los estudios: «Lo hacía todo por obligación, me daba igual, era lo que había aprendido en casa. Mis hermanos lo habían deseado, se lo ganaban. En cambio yo no tenía un proyecto propio. Estaba en medio, entre mis padres y mis hermanos.

Me sentía responsable, porque tenía que demostrar algo». Las circunstancias le añaden más presión, porque en la Escuela de Hostelería, donde comienza con 14 años, su hermano ya es todo un referente, buen estudiante y buen profesor. «Tener a mi hermano de profesor era incómodo para ambos. Joan no quería que nadie pensara que me favorecía, y por eso me infravaloraba oficialmente, aunque él pensara otra cosa. Me ponía notas más bajas de las que me merecía». En clase los dos hermanos casi no se hablan, guardan las distancias y mantienen una relación un poco extraña.

 

Jordi recuerda especialmente un trimestre en el que lo suspende todo excepto gimnasia. Pero se rompe los codos y tiene tantas ganas de aprobar que en un par de meses recupera todas las asignaturas: esta es la prueba de que si no saca mejores notas en los estudios no es por falta de capacidad sino por falta de interés. La bronca en casa es monumental, pero le sirve para darse cuenta de que está malgastando el tiempo en la Escuela.

Durante estos años Jordi es el chico para todo de Can Roca y echa una mano donde haga falta. «Los fines de semana éramos cuatro camareros, todos de la familia. Yo era un niño y siempre pringaba. Ni me planteaba estar en la cocina. Me parecía un mundo tan complicado, y tan prohibido. Era un mundo aparte». Llega el momento de ayudar a los hermanos y, durante un verano, prueba la sala de El Celler. «Tenía 18 años y terminaba de trabajar a las tres de la madrugada. Pero yo quería salir de fiesta… Me di cuenta de que los cocineros terminaban a las doce y decidí que me gustaba más la cocina. ¡Por eso me pasé a la cocina!». Jordi continúa sin rumbo, y toma un camino u otro por circunstancias externas, poco convencido de lo que hace, sin encontrar su espacio. Para ayudar a que lo encuentre, Joan piensa que lo que le conviene al hermano pequeño es salir de casa, trabajar en otro ambiente. Lo envía al Hotel Aiguablava de Begur. «Hice la temporada de verano sin tener ni un día de fiesta, trabajando desde las ocho de la mañana hasta las dos de la madrugada. Y esta primera experiencia laboral fuera del ambiente familiar tuvo su efecto, porque fue entonces cuando me di cuenta de lo bien que se estaba en casa». Y vuelve a casa, donde poco después aparece Damian Allsop, que tendrá una importancia crucial en la formación del triángulo Roca.

EL PRIMER CELLER: 1986-1997

Joan tiene 22 años y acaba de volver del servicio militar. Ha tenido que preparar tantas tortillas a la francesa para el capitán general de Valencia, que tiene más claro que nunca que él quiere cocinar de verdad. A Josep, con 20 años, le comunican que es excedente de cupo y que, por lo tanto, no tendrá que vestirse de soldado. Es el momento. Los dos están en casa, los dos han terminado sus estudios de hostelería y a los dos les ronda por la cabeza la idea de abrir un restaurante gastronómico, sin saber muy bien qué quiere decir eso.

«Para nosotros era simplemente hacer algo más divertido de lo que hacían nuestros padres, el mismo menú que todavía hacen hoy: lunes arroz a la cubana, martes macarrones», apunta Joan.

«En la Escuela habíamos aprendido la demi-glace, la salsa holandesa, la tártara, todo lo que representa la cocina de Escoffier y la cocina académica más potente de finales del siglo XIX y principios del XX. Empezamos con la voluntad de mostrar a la gente todo lo que habíamos aprendido. Es un gran cambio pasar de hacer una ensalada verde o una ensalada catalana a una ensalada de gambas con vinagreta de frambuesa. Es extraordinario, no tiene nada que ver una cosa con la otra», matiza Josep.

Los dos hermanos quieren, sobre todo, que la gente disfrute de la experiencia de comer en El Celler: «Nosotros veíamos que la gente en casa disfrutaba. Aunque comieran un menú de mil pesetas eran felices. Y queríamos lo mismo. Que la gente comiera bien y se lo pasara bien. Y poco a poco lo fuimos construyendo».

Piden permiso a sus padres para poner en marcha su propio proyecto en la casa que unos años antes les habían comprado justo al lado de Can Roca, para cuando se casaran. Y efectivamente, Joan y Josep se casan, pero el primer matrimonio que presencian aquellas paredes es el de los dos hermanos mayores con la cocina. «Jamás pensé en poner un restaurante allí. No entraba en mis planes. Pero mis hijos me tumbaron los planes y también la casa», reconoce, divertida, Montserrat, la madre.

Abrir un restaurante gastronómico a mediados de los años ochenta y en un barrio obrero de las afueras de Girona parece una idea de locos. Una línea de barracones provisionales, construidos para acoger a los inmigrantes que llegaban del sur de España, separa el barrio de Taialà de la Girona acomodada. «Para la gente era una frontera difícil de traspasar. Nuestro barrio, en definitiva, no era más que una tierra de acogida e inmigración. Estábamos entre Sant Gregori, que era un pueblo de toda la vida, de pagès autóctono, y la Girona de la burguesía más íntima e introvertida. La gente tenía que hacer un gran esfuerzo para venir a vernos», apunta Josep.

La madre intenta entenderlo y los anima: «El esfuerzo, el sacrificio y, sobre todo, la valentía son valores que hemos aprendido de nuestra madre. Ella nos ha animado a seguir adelante, entiende el concepto de “audacia”, nuestro padre no. Él, en aquel momento, estaba desconcertado: tenían un restaurante que funcionaba bien con tres servicios diarios. Le parecía absurdo hacer algo diferente», recuerda Joan. «El jefe» —Josep Roca padre— siempre ha sido un hombre pragmático. Conductor de autobús, suya es la idea de abrir Can Roca justo delante de una de las paradas por donde pasa cada día, porque ve que el ir y venir de gente puede ser una oportunidad de negocio. Y ahora que la casa de comidas funciona perfectamente y se llena cada día, los niños, que han estudiado para continuar el oficio, quieren abrir otro establecimiento al lado. No le queda otra que preguntarse si han perdido el juicio.

A pesar de las dudas, las reticencias familiares y la poca lógica que pueda tener a priori la idea, Joan y Josep la ponen en marcha. Con sus propias manos y la ilusión de empieza a gestar, inician las obras: «Echamos abajo los cuatro tabiques que separaban las habitaciones, se veía la marca de las paredes en el suelo, que tapamos con Griffi; ¡toda la obra era un auténtico churro!». Joan recuerda con una media sonrisa aquel churro entrañable que era el primer Celler, decorado también por ellos mismos, con plantas colgadas por toda la sala y unas luces con borlas que desempolvan de algún baúl.



Y un día del mes de agosto de 1986 el sueño da el primer paso para convertirse en realidad: El Celler de Can Roca abre sus puertas. «No recordamos el día que abrimos. Seguramente fue el día en que nos pusieron un neón que decía “El Celler de Can Roca”. Y no entró nadie». Es significativo que, como dice Joan, no recuerden la fecha, porque da una idea de la inocencia, la sencillez y la humildad con la que ponen en marcha aquel primer restaurante propio sin pensar que crecerá y sin ningún tipo de pretensión. «No nos parecía que la fecha fuera importante, no queríamos hacer una inauguración, no queríamos decirlo a la gente. Pensamos que teníamos que abrir a nuestra manera y que luego ya vendrían los clientes. Sabíamos que si no salía bien, podíamos volver al restaurante de nuestros padres», explica Josep, que, por el contrario, recuerda perfectamente quién fue el primero en entrar en el nuevo local: «Fue el entonces alcalde de Girona, Quim Nadal, que seguramente iba a Can Roca, pero vio lo que habían hecho los chicos y entró para echar un vistazo».

El Celler de aquellos inicios es muy diferente del que ahora ocupa los primeros puestos de los rankings mundiales de restaurantes; es un Celler que empieza a caminar con una infraestructura muy precaria, con una parte de las máquinas en la cocina de Can Roca y el resto en la de su establecimiento. «Nosotros mismos fabricamos una plancha de cromo duro. Fuimos al herrero, nos pusieron una capa de cromo sobre una plancha de acero, la colocamos sobre unas flaneras que hacían desnivel sobre un fregadero para que cayera la grasa de la plancha ¡Era una auténtica chapuza!», exclama Joan.

En aquellos tiempos las funciones de cada uno aún no están del todo definidas, hay que arremangarse y echar una mano donde sea necesario. Josep no solo se encarga de la sala sino también de los pedidos, y se pone la chaqueta corta si es menester, sin dejar de lado nunca su carácter: «Entraba en la cocina para ayudar donde hiciera falta. Intentaba combinar el pelar patatas con la máquina peladora y jugar al fútbol dentro de la cocina, porque sabía que tardaba equis minutos por patata. Al principio la cuestión es ayudar, sacar la energía de donde sea». Lo cierto es que se atreve a hacer mucho más que pelar patatas. Cuando Joan empieza la docencia en la Escuela de Hostelería de Girona, es él quien organiza la mise en place, siempre bajo la dirección culinaria de su hermano mayor.

El primer plato de El Celler es la MERLUZA A LA VINAGRETA DE AJO Y ROMERO, inspirado en un viaje que Joan ha hecho a Euskadi pocas semanas antes de abrir el restaurante. En las primeras cartas se ven claramente las influencias de esta cocina tradicional pero también de los platos clásicos franceses, mucho más barrocos, que han aprendido de los libros, como la LUBINA RELLENA DE MARISCO: «Pobre lubina ¡cómo la maltratábamos! Recuerdo que le quitábamos la espina, la rellenábamos de una pasta de marisco, la albardábamos y, por si fuera poco, la cortábamos en rodajas y después la volvíamos a calentar y echábamos por encima una salsa al vino blanco. La gente alucinaba. Era un plato nuevo y muy elaborado, nada habitual». En aquel tiempo la gente está acostumbrada a comer y cocinar calamares rellenos, pero nunca una lubina como la que empiezan a ofrecer los Roca. Es alta cocina, en un momento en que en Girona aún no hay una cultura gastronómica.

Los gerundenses que prueban el primer Celler de Can Roca se sorprenden también con el POLLO CON GAMBAS O EL FIDEUEJAT CON ALMEJAS, una interpretación de la fideuà que han aprendido en casa pero que todavía no es habitual en los restaurantes. De aquellos primeros años de experimentación destacan también el PARMENTIER DE BOGAVANTE (1988) o el CARPACCIO DE MANITAS DE CERDO (1989). Más adelante, aparecerá el TIMBAL DE MANZANA Y FOIE GRAS CON ACEITE DE VAINILLA (1996), una de las creaciones más destacadas y trabajadas de la historia del restaurante.

La traca final de las comidas en aquella época es el carro de los postres, un lujo que hace años que ofrecen otros establecimientos de renombre como El Bulli o el Hotel Empordà. Los pasteles, mousses, flanes, cremas y frutas se presentan al comensal como un espectáculo de frescura y dulzura, con una ornamentación especial. Jordi aún es un niño cuando los hermanos preparan estas exquisiteces, pero ya se siente atraído por ellas: cuando sale del colegio lo primero que hace al llegar a casa es pasar por la cocina de El Celler y merendar una pequeña porción de algún pastel que haya sobrado del mediodía. Aún no se imagina que él será quien un día revolucione esta parte de la cocina del restaurante.

El Celler impresiona también a los clientes de los inicios cuando incorpora rituales del servicio de sala francés, como pelar una naranja con tenedor y cuchillo ante el comensal, toda una sorpresa para los sentidos en aquellos años ochenta. Es la época de los dibujos con cremas y coulis en los postres preparados delante del cliente, unas ornamentaciones que prepara Encarna, la mujer de Josep, que se incorpora al restaurante en 1987.

En verano de 1989, Joan pasa un mes y medio en la partida fría de El Bulli y se da cuenta de lo que está empezando a pasar en Cala Montjoi. Son años de grandes inquietudes, de viajar, de practicar, de experimentar, de tratar con otros compañeros de profesión y de sentar las bases de lo que será el futuro de la alta gastronomía en Cataluña y en el mundo. Pero también son años de inseguridad, porque mientras la casa de comidas de toda la vida de los padres se llena hasta los topes en cada servicio, en el nuevo restaurante no entra nadie. Josep, capaz de ver la parte positiva de todo, aprovecha las horas muertas para jugar al futbolín que han instalado en un apartado de la sala: «Se lo regalaron a Jordi y nos lo quedamos nosotros. Lo pusimos en el comedor del fondo, que normalmente no se llenaba y lo habíamos preparado como espacio de juego. ¡Incluso nos molestaba que viniera gente cuando la partida estaba muy emocionante!».

 

Entre mediados y finales de los años ochenta empiezan a llegar a Cataluña noticias de la nueva cocina vasca y de la consolidación de la Nouvelle Cuisine francesa. En 1991 los dos hermanos emprenden un viaje por las mejores cocinas del país vecino que resultará revelador. «Cuando vamos al Pic de Valence o als Troisgros de Roanne, los grandes tres estrellas de Francia, empezamos a tener un sueño, nos reafirmamos. Es cuando ves que tú quieres ser esto, que quieres ser cocinero, ¡que aquella gente se lo pasa bomba!», explica convencido Joan. Los Roca han estudiado la gran cocina francesa pero nunca han visto una de cerca. Y su primera experiencia les fascina, les cautiva, les deja boquiabiertos. Son restaurantes con grandes infraestructuras, con partidas bien organizadas, con una concepción mucho más elevada de lo que es cocinar y también de lo que es comer. «Nos damos cuenta de que los clientes en estos restaurantes son mucho más felices, y los cocineros seguramente también porque tienen muchos más medios, más recursos, la estructura ideal, trabajan con los mejores productos. Cuando visualizas el sueño, lo persigues», comenta entusiasmado Joan.

Y Josep coincide, fascinado sobre todo por las imágenes de la visita al restaurante del abuelo Pic (André Pic, tres estrellas Michelin desde 1934): «Ver al abuelo Pic fue como ver al Papa. No sé qué sienten los cristianos muy devotos cuando ven al Santo Padre, pero yo tuve la sensación de conocer a alguien muy importante. Si intento recuperar referentes con los que he estado cara a cara, te diría en primer lugar Dalí y después Monsieur Pic».

De aquel día, Josep recuerda especialmente los helados que descubrió: «No eran ni de bola, ni de cucurucho, ni de barra. Eran un parfait helado, en forma de rectángulo, pero que no cristalizaba. Aquello en los años ochenta me pareció algo alucinante, un helado frío, con textura de crema». Pero no solo le cautiva aquel helado, sino la gran diferencia que aprecia a primera vista en el nivel gastronómico francés. «Parámetros de sabor, de interpretación, de calidad de productos, de textura en las salsas, de estética, de exageración en el surtido de panes, de quesos, con tres sommeliers a nuestro servicio, con una decoración en cada plato, con un cambio de cubiertos en los postres, con cubiertos dorados. Era la excelencia en la restauración. Nos hizo despertar los sentidos, era un mundo que queríamos hacer nuestro».

Cuando visualizan el sueño, efectivamente, lo persiguen. Es un mundo que quieren hacer suyo. De repente, el camino que se debe seguir está claro, cualquier obstáculo desaparece. El deseo es compartido entre los dos y se lanzan, de cabeza, a por él.

Y poco a poco, por error o por curiosidad, empiezan a entrar comensales. El restaurante se va consolidando y las mesas se llenan de clientes. La ciudad de Girona empieza a apreciar lo que han creado los dos hermanos y el runrún de un posible reconocimiento de la Michelin se va escuchando cada vez con más intensidad. En 1991, por primera vez, un inspector de la prestigiosa guía francesa intenta visitar El Celler de Can Roca. Lo intenta y no lo consigue porque quizás, en esta ocasión, también es el destino quien decide que aún no es el momento de una primera estrella: el crítico se equivoca y entra en la casa de comidas de los padres en lugar de ir al restaurante gastronómico de los hijos.

Al año siguiente, no obstante, regresa y esta vez acierta la puerta. Josep, que en aquel momento no sabe que habla con Victoriano Porto Canosa, uno de los capos más importantes de la Michelin, le sirve un estofado de chipirones con lentejas y un solomillo con foie: «Serví el solomillo en un plato de mármol, de aquellos tan bonitos que teníamos antes, fríos. Al final le pregunté cómo había ido. Me dijo: “Yo soy un poco maniático, y me ha parecido que el solomillo estaba frío por dentro. Pero ten en cuenta que soy muy puntilloso”, añadió». A partir de ese encuentro Josep y el señor Porto Canosa establecen una relación cordial.

También en 1992 los visita por primera vez Rafael García Santos, una comida que Josep recuerda perfectamente. «Después de seis años, por primera vez, viene alguien a comer a casa y me describe cómo es mi hermano tal y como yo pienso que es. Es la primera vez que tropiezo con un crítico coherente, consciente, con talento y con una profundidad de cata que nunca antes había visto. Descubro la verdadera crítica gastronómica. Probablemente es el personaje más visionario de la cocina en aquel momento».

A partir de entonces comienzan a tener ya una sensación de reconocimiento y un concepto gastronómico puro. No hay una necesidad angustiante de conseguir estrellas Michelin, porque saborean lo que está pasando en la gastronomía catalana. En 1995, la cocina al vacío de Joan —con la utilización del Roner diseñado por él mismo, junto con Narcís Caner y Salvador Brugués, que permite la cocción a baja temperatura— sale a escena en la carta del restaurante con un plato que se convierte en toda una referencia: el BACALAO TIBIO CON ESPINACAS, CREMA DE IDIAZÁBAL, PIÑONES Y REDUCCIÓN DE PEDRO XIMÉNEZ. La nueva técnica supone una auténtica revolución en los métodos de cocción de los alimentos y abre muchas puertas para el futuro del restaurante y de la alta gastronomía.

La primera estrella Michelin, que llega por fin en 1995, los encuentra con los deberes hechos. «Aquello fue una ilusión tremenda. Fue un hito histórico. La primera estrella te posiciona en el mapa gastronómico y la conseguimos en unas condiciones muy precarias», explica Joan. Josep, en cambio, está convencido de que aquella primera estrella no es tan importante, para el entorno de Girona, como la participación de El Celler en la elaboración del menú de boda de la infanta Elena de Borbón en Sevilla. «En Girona nadie sabía lo que era la estrella Michelin. En cambio, la gente —republicanos, independentistas, convergentes o socialistas— estaba muy contenta porque era la boda de la primera infanta y los Roca estaban cocinando en Sevilla. Esta boda nos hace salir en los medios de comunicación. Ahora estamos muy acostumbrados, pero en aquel momento, que un cocinero saliera en la tele era algo muy excepcional».

Lo más importante para los hermanos Roca, sin embargo, es la confianza que ya se han ganado de los clientes. «El punto álgido de un cocinero es cuando el cliente confía en él y va al restaurante a ser feliz. Esto lo es todo, porque te da margen para la creatividad, pero también para el juego y para establecer este diálogo y este compromiso que da sentido a tu trabajo, y que tanto nos gusta», apunta Joan.

Con este gran paso, se pone de manifiesto la necesidad, cada vez más urgente, de tener una cocina más amplia y con mejores infraestructuras. Y se pone en marcha el segundo Celler de Can Roca.