Estetópolis

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3 Lefebvre (1976) señala casos concretos de esta resistencia: “Innumerables hechos testimonian tanto la existencia, junto a la Atenas política, de la ciudad comercial —el Pireo—, como las prohibiciones, vanamente repetidas, de instalar las mercancías en el ágora, considerado espacio libre, destinado a encuentros políticos. Cuando Cristo expulsa a los mercaderes del templo, se trata de la misma prohibición y adquiere el mismo sentido” (p. 15).

4 Lefebvre (2013), desde una posición distinta de la de Augé (2000), introdujo una clave de lectura tríadica del espacio, sobre todo en lo que él llama el contexto del neocapitalismo, con la intención de mostrar cómo existe una práctica espacial, una representación del espacio y un espacio de representación. En otras palabras, en la relación hombre-espacio, aparecen tres momentos o experiencias interconectadas: lo percibido, lo concebido y lo vivido (pp. 97-104). Ofrece también un interesante análisis sobre lo que él denomina “espacio social”, concepto a partir del cual aborda el espacio como una no cosa o como conjunto de relaciones entre los objetos, la producción y los individuos, como fuerza de producción (pp. 125-216).

1. De la polis a la ciudad posmoderna

La ciudad es a todas luces una de las más majestuosas creaciones humanas, pero no se trata de una simple consecuencia del sedentarismo y el gregarismo, sino de una creación que, a pesar de irse haciendo en medio de contingencias, ha sido el resultado del deseo humano por cuidar de sí mismo: autocrearse, protegerse, cultivarse, crecer y conservar su historia.

Ahora bien, sin perder de vista las protociudades de la media luna fértil, Egipto y Asia, el prototipo que más influencia ha ejercido en Occidente es la polis griega; en cierta medida por representar, no solo un referente físico, sino por constituirse ante todo en un proyecto ético fundado por un apetito de felicidad y una admirable aspiración a la justicia; de hecho, es imposible pensar en la polis sin considerarla como el epicentro de grandes revoluciones culturales que dieron origen a gran parte del crecimiento espiritual que ha marcado la identidad de la cultura occidental.

La polis es la forma de organización social más avanzada que pudieron conformar los griegos. Cualquier intento por comprender las dinámicas de las ciudades occidentales contemporáneas ha de remitirse precisamente a la ciudad-Estado en tanto prototipo mediante el cual los griegos salvaguardaron y proyectaron su historia. La polis fue convertida en símbolo de una “refundación” de la vida humana misma, de un renacer de la dirección espiritual, en contraposición a una vida reducida a la fatiga de la supervivencia o, en el caso más extremo, a una vida sin leyes ni aspiración a la virtud. En este sentido, el modelo griego de organización social es referencia obligatoria, no solo a la hora de entender la cultura helénica, sino también de analizar el carácter contingente o histórico de la ciudad como objeto de estudio, fenómeno social o proyecto colectivo.

Es difícil determinar el origen exacto de la palabra polis, lo más próximo es el término poleo, que traduce “girar”, “voltear” o “hacer” surcos redondeados; muy posiblemente esta raíz está relacionada con el trazo circular que se hacía para conformar las murallas que marcarían la ciudad del campo o las aldeas. En este mismo sentido, los romanos usaron la palabra urbs,1 precisamente para referirse a la construcción física que iniciaba con un rito o ceremonia de fundación en el que se hacía un surco redondo donde levantaban los muros que delimitarían o enmarcaban ese lugar donde se vive de forma distinta del campo, donde acontece la ley que hace igual a los iguales y libres a quienes en adelante tendrán el título de ciudadanos o civilizados, donde el gimnasio, la academia, el teatro, los templos y el mercado van reclamando protagonismo en la cotidianidad de quienes habitan entre esos muros, visibles o invisibles, esto es, simbólicos.

Sin embargo, existen algunas diferencias entre la polis griega con la urbs y la civitas de los romanos; para estos últimos, había una clara diferencia entre la estructura física, como las calles, edificaciones, lugares vacíos u ocupados y, en definitiva, el territorio, a lo cual denominaban urbs (la urbe); y por otra parte, la civitas como conjunto de ciudadanos y como esa realidad humana que acontece dentro, en medio y encima de la urbe. Así entonces la urbe hace referencia a una condición física que hace posible la ciudadanía (civitas); de ahí que palabras como urbanidad, civilización o civismo cobren sentido al ser interpretadas, a la luz de lo ya expuesto, como aquellas cualidades que han de caracterizar a quien vive en la ciudad: la cortesía y el protocolo en el lenguaje, la vestimenta, los ademanes y los hábitos en general, con tal de diferenciarse del comportamiento de los campesinos,2 los incivilizados o los bárbaros.

Sobra decir, no obstante, que la diferenciación romana entre urbs y civitas, a saber, entre la ciudad como estructura física y como estructura no física, pervive hasta el día de hoy. De ahí que en la actualidad se piense que la ciudad en tanto civitas, es decir, en tanto acervo de instituciones y prácticas económicas, políticas, sociales y culturales, va más de allá del margen que supone la urbe. Aunque no se puede olvidar que ya en la palabra urbs pareciera estar presente esa idea de que el orbe (mundo) cobra sentido, se proyecta y, en definitiva, está contenido en ese territorio resignificado. Sería interesante pensar que no se trata solo de que la urbe imitaba el orbe en su forma geométrica, sino que la ciudad ha de ser en adelante el universo mismo del hombre que ha decidido fundarse a sí mismo al fundar un nuevo lugar, separado del imperio de la naturaleza hostil, pero amparado por la convención, lo instituido o la ley.

Ahora bien, en contraste con los romanos, los griegos no se preocuparon por diferenciar nominalmente entre las piedras modeladas y los hombres que habitan entre ellas (Sennett, 1997). Empero, sabían que existía una obvia diferencia entre la ciudad física y quienes lograban que ese territorio cobrara un sentido religioso, económico, político y moral. Es más, comprendían que la polis es por excelencia el acontecer de la política, debido a que esta misma es la actividad humana que es condición de posibilidad de la comunidad de ciudadanos que se reconocen entre ellos como iguales y libres (en caso de serlo). La polis está fundada en una sagrada aspiración a la justicia (diké), que servirá de modelo para idealizar un criterio inefable sobre lo justo y lo injusto, de ahí que con el nuevo término dikaiosyne se nombre la más representativa areté, virtud o fuerza de voluntad de justicia que será la razón de ser de la polis:

La diké se ha constituido en una plataforma de la vida pública, ante la cual son considerados como “iguales” altos y bajos. Incluso los nobles debían someterse al nuevo ideal político que surgió de la conciencia jurídica y se constituyó en medida para todos. En los tiempos venideros de luchas sociales y violentas revoluciones, los nobles mismos se vieron obligados a buscar amparo en ella. En el lenguaje mismo se revela la formación del nuevo ideal. Desde los tiempos más antiguos hallamos una serie de palabras que designan determinadas clases de delitos, como adulterio, asesinato, robo, hurto. Pero nos falta un concepto general para designar la propiedad mediante la cual evitamos estas transgresiones y nos mantenemos en los límites justos. Para ello acuñó el nuevo tiempo el término abstracto “justicia”, dikaiosyne […] La nueva palabra surgió de la progresiva intensificación del sentimiento de derecho y de su representación en un determinado tipo de hombre, en una determinada areté. (Jaeger, 1992, p. 108)

La dikaiosyne es considerada, entonces, no como una cualidad cualquiera que podría tener o no un individuo, sino como la areté por excelencia alrededor de la cual deben girar las demás cualidades individuales de quien sea considerado ciudadano. La justicia como dikaiosyne supone el protagonismo del nomos interiorizado, para establecer un horizonte que, al desbordar el mero ámbito jurídico, posibilita las relaciones con las divinidades del Estado, con los conciudadanos y hasta con los enemigos de la polis, toda vez que incluye la totalidad de las normas morales y políticas. De tal suerte, entonces, que, a pesar de que en la ciudad-Estado griega la belleza o armonía de los lugares y su disposición eran temas relevantes, todo esto solo cobraba sentido en tanto hacía posible la fundación de un nuevo kosmos y la formación de un original ethos que tenía como centro la aspiración y práctica de la dikaiosyne.

En este horizonte, habría que entenderse las consideraciones de Platón y Aristóteles en torno al “Estado ideal” o la polis misma. En el caso del primer pensador, vocero de las ideas socráticas, la pregunta por la justicia será determinante en el momento de comprender la ciudad-Estado; empero, “el concepto platónico de lo justo está por encima de todas las normas humanas y se remonta a su origen en el alma misma. Es en la naturaleza más íntima de esta donde debe tener su fundamento lo que el filósofo llama lo justo” (Jaeger, 1992, p. 594). En efecto, la República (Platón, trad. en 1997) girará en torno a la modelación de las almas en la justicia ideal, toda vez que ya desde el inicio se define esta como la “salud del alma”, con lo cual muestra lo absurda e insana que sería la vida del injusto como aquel que solo persigue sus propios intereses o impone la ley del más fuerte. Así entonces la justicia es al alma lo que es a la polis: salud, excelencia y felicidad, toda vez que la ciudad no es sino el vívido reflejo de las almas de quienes la constituyen. Strauss (2006) confirma esto en su análisis sobre la República, de Platón:

 

La fundación de la ciudad buena se produce en tres etapas: la fundación de la ciudad sana llamada la ciudad de los cerdos, la fundación de la ciudad purificada o la ciudad del campamento armado, y la fundación de la Ciudad de la Belleza o la ciudad gobernada por los filósofos.

La ciudad tiene su origen en las necesidades humanas: cada ser humano, justo o injusto, tiene necesidad de muchas cosas y es por este motivo al menos que necesita de otros seres humanos. Al empezar por el interés propio de cada uno llegamos a la necesidad de la ciudad, y desde ese momento en adelante, del bien común en nombre del bien de cada hombre. Al identificar en cierto modo la justicia con la ciudad, y al remontar el origen de la ciudad a las necesidades de los hombres, Sócrates señala que es imposible elogiar la justicia sin considerar la función o el resultado de la justicia […] La ciudad sana satisface de manera adecuada las necesidades básicas, las necesidades del cuerpo. (pp. 138-139)

En esta línea, la ciudad de los cerdos no es más que un incipiente modelo de polis, donde la justicia es reducida a la simple satisfacción de las necesidades; describe, entonces, una comunidad frugal que huye de los peligros o la hostilidad de la naturaleza y que considera lo justo como un ajustar la vida al trabajo para aportar a los conciudadanos; no obstante, la ciudad de los cerdos habrá de dar tránsito a la ciudad del campamento armado, del lujo, de la acumulación de la riqueza y de los honores, y donde la formación del alma en un ideal de justicia empieza a adquirir una relevancia inusitada; esta es una fase intermedia para llegar a la ciudad de la belleza, aquella gobernada por quienes han logrado contemplar el sumo bien y, por tanto, son capaces de ser modeladores de almas y, por ende, de la polis. La justicia inspirada en el sumo bien es en adelante la areté o el carácter del alma individual y de la polis (Strauss, 2006, pp. 171-180).

De aquí se sigue que la ciudad buena es la ciudad feliz, esto es lo mismo que decir que es la más próxima realidad a la idea de ciudad verdadera, bella y feliz. Así, no es gratuita la posterior referencia aristotélica a la eudaimonía como estado al que han de aspirar tanto el alma individual como la polis; razón por la cual ya desde el libro I de la Ética a Nicómaco la señala como tarea de la ciencia política (Aristóteles, trad. en 2003). En tal sentido, Aristóteles (trad. en 1988) ofrece algunas claridades en torno a la ciudad:

Puesto que vemos que toda ciudad es una cierta comunidad y que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (porque en vista de lo que les parece bueno todos obran en todos sus actos), es evidente que todas tienden a un cierto bien, pero sobre todo tiende al supremo la soberana entre todas las demás. Esta es la llamada ciudad y comunidad cívica. (1252a 1)

La ciudad entendida de este modo es una comunidad que comprende diversos tipos de comunidades más pequeñas, las cuales están sujetas a ella. La polis es la comunidad política superior por excelencia, debido a que su razón de ser es la búsqueda del bien superior, esto es, la eudaimonía, la felicidad que sobreviene a la vida virtuosa; por esto, el fin de la ciudad, según el Estagirita, es la vida noble, es decir, la vida libre; y no solo libre en el sentido de liberada de las necesidades naturales, sino libre en términos morales y políticos; en otras palabras, la polis se concibe justa cuando se consagra a su máximo fin: la excelencia humana, mas no puede lograr tal fin si sus ciudadanos no se forman en la virtud como perfeccionamiento moral y político. La alternativa aristotélica a la polis no es, entonces, otro tipo de ciudad, dado que con esa palabra solo se nombra lo que no es bárbaro, es decir, la máxima forma de organización social fundada en la justicia que garantiza libertad e igualdad (entre los iguales3). La ciudad, en definitiva, es una obra colectiva construida por individuos distintos entre sí, pero que se reconocen políticamente iguales:

La ciudad es por naturaleza multiplicidad y al hacer unidad, pasará a ser familia, y de familia a individuo, pues podríamos decir que la familia es más unitaria que la ciudad y el hombre más unitario que la familia […] Una ciudad no surge de individuos semejantes: no es lo mismo una alianza entre iguales que una ciudad. Pero la igualdad en las relaciones recíprocas salvaguarda las ciudades. (Aristóteles, trad. en 2005, Política, 1261a, 2-4)

La ciudad es una gran comunidad que persigue un bien superior, esto es, la excelencia humana (areté); por tanto, no es una simple alianza o contrato, y deberá tener un propósito más allá de la construcción física. La polis así concebida por Aristóteles es el resultado de las diferencias individuales convocadas, las cuales no habrán de ser suprimidas, en tanto es el desarrollo de estas individualidades lo que hace posible la πολιτεύεσαι, es decir, la participación en la existencia común o, lo que es lo mismo, el “vivir en la polis” (Jaeger, 1992, p. 115). De esto se sigue, entonces, que el modelo de ciudad del Estagirita supone una nueva forma de existencia en tanto es la fuente de todas aquellas leyes de vida para los individuos; es por antonomasia el orden social que no solo otorga libertad e igualdad, sino que se forma en el ethos de la ley, debido a que es el estadio más relevante en el camino de educación del ciudadano, que va de la ética y la estética a la política. Así, lo que define al ciudadano es la libertad para participar y deliberar a fin de conservar en la polis la justicia como máxima areté; es, en suma, aquel que posee el poder o el privilegio de buscar la excelencia de la ciudad con la misma pasión con que busca su propia excelencia.

Obsérvese por tanto lo que es el ciudadano: el que posee participación en la autoridad legal, en la autoridad deliberativa, y en la autoridad judicial —ahí está lo que llamamos los ciudadanos de la ciudad. Y llamamos ciudad a la multitud de ciudadanos capaces de ser suficientes para sí mismos, y de conseguir, de modo general, cuanto sea necesario para su existencia. (Aristóteles, trad. en 2005, Política, 1275a-b)

En síntesis, la polis es un nuevo cosmos, un cosmos político; implica para el ciudadano una segunda existencia, al lado de su vida privada (ίδιον), una vida política (βίος πολιτικός), una existencia que se encuentra en lo común (κοινόν). Este nuevo mundo de relaciones libres, participación y deliberación, este original hábitat donde se pone a prueba la cooperación e inteligencia con los demás, supone ya, no solo el desarrollo de unas destrezas y cualidades privadas, sino también una virtud política o ciudadana (πολιτική αρετή). Al respecto, Jaeger señala (1992): “La existencia en común es la suma de la vida más alta y adquiere incluso una calidad divina. Un cosmos legal, de acuerdo con este antiguo modelo helénico, en el cual el Estado es el espíritu mismo y la cultura espiritual se refiere al Estado, como a su último fin” (p. 116).

Ahora bien, no sería del todo justo sacralizar la polis y estigmatizar la urbs/ civitas, dado que en el aspecto operativo muchas de las prácticas de Roma fueron heredadas de Grecia, por ejemplo, su exaltación del heroísmo como forma de lograr pervivir en la memoria de la comunidad por la que se vivió y murió (Jaeger, 1992, pp. 96-98); no obstante, es importante advertir que, cuando se contrasta el modelo griego de ciudad con la concepción romana, es evidente que, aunque en la urbs se intentara mantener los referentes divinos, la finalidad de los grandes centros de encuentro, como el teatro, el circo, el coliseo y el anfiteatro, es el espectáculo y la diversión de las masas agolpadas. La urbs romana, a pesar de ser heredera de la polis griega, se convierte en una máquina de producción de mensajes y símbolos para remarcar la grandeza y el prestigio bélico y territorial de un imperio que se ufanaba más por su poder y estabilidad que por la aspiración a la belleza y la excelencia mediante el cultivo de la virtud política. La civitas en tanto apunta a la comunidad de ciudadanos termina girando en torno a los referentes de la urbs, esto es, la preocupación por la expansión, la construcción de grandes obras (como carreteras y acueductos) y, lógicamente, la apología a la exuberancia o el lujo, y la celebración de la conducta bélica, ya no solo como medio sino como fin en sí mismo, dado que en ella se actualizaba la grandeza del Imperio.

En efecto, la urbs tendrá un impacto histórico que se prolongará más allá de la caída del imperio. En el Occidente medieval, los centros urbanos seguirán en muchos aspectos la estructura de Roma; el contexto histórico inexorablemente resignificará muchos de los ideales grecorromanos, no obstante, siguen siendo importantes los muros, tanto visibles como simbólicos, para diferenciarse de lo no urbano, y para mantener a salvo la integridad de las gentes y los valores de la ciudad. Así también la ciudad medieval es a todas luces el resultado de cierto auge del comercio y las artesanías, que se desarrolló en medio de una lógica feudal y del protagonismo del sistema eclesiástico; de ahí que las civitas se conviertan en diócesis —como figura administrativa de la Iglesia— y que entre el siglo IX y el siglo XI en los centros urbanos, a pesar de hallarse influenciados por el feudalismo, se fuera abriendo campo, de forma tímida, el intercambio comercial. En todo caso, el hombre medieval tenía conciencia de que fundar una ciudad era un acto de creación de un lugar distinto del de la aldea rural; estos centros urbanos, no obstante, constituían un referente moral, religioso, jurídico y comercial. Con el paso del tiempo, estas urbes medievales fueron revelando que llevaban en su interior el germen del distanciamiento del sistema feudal en tanto este simbolizaba la dependencia y subyugación, con lo cual pervertía la aspiración de libertad del ambiente de la ciudad; así fue como de la vocación comercial surgió la forma de irse liberando de la lógica feudal.

Por otra parte, el triunfo del cristianismo, sobre todo en su versión neoplatónica, representó un cambio en la forma como se concibe la ciudad después de Roma. Ya el ideal no era la polis o la civitas, sino la Jerusalén celestial, descrita con “forma cuadrada con bellas puertas a cada lado. Construida con fundamentos de piedras preciosas y sobre los muros un corredor de oro fino y que además contiene fundamentos de piedras preciosas, plazas y calles de oro, plata y cristal y maravillosas casas y palacios” (Martines, 1981, p. 147; la traducción es mía). Sin embargo, no se trata solo de un modelo material, sino también de un prototipo al que se ha de aspirar, para vivir en justicia y en paz, para que se haga en la tierra el Reino de Dios; no es gratuito, entonces, que Babilonia sea la ciudad antagónica a la Jerusalén celestial. Ya San Agustín (2009), unos ocho siglos antes, había orientado su reflexión, en medio de la caída del Imperio romano, hacia lo que llamó la Civitas Dei (la ciudad o el Reino de Dios), en oposición a la civitas terrena (ciudad terrenal); la primera, igual que la Jerusalén celestial, es la ciudad de quienes han respondido a la gracia divina y se esmeran por construir el Reino de Dios; por su parte, la ciudad terrenal, fundada por Caín, es la ciudad de quienes han cultivado el pecado y cosechado la des-gracia. De esta manera, es evidente que en la Edad Media se va resignificando la virtud del mundo grecorromano, dando prioridad a la idea según la cual la ciudad ha de ser la oportunidad de construir el Reino de Dios en la tierra y, por ende, un lugar para la salvación de los hombres. No es casualidad que a partir de la Edad Media los centros urbanos se estructuren alrededor de las iglesias, los conventos o las abadías; es el triunfo del cristianismo, materializado y perpetuado hasta el día de hoy en muchas ciudades (Guidoni, 1974, p. 498).

Sin embargo, el desgaste del modelo de ciudad medieval se fue consumando ya en el Renacimiento con el protagonismo que irán asumiendo los burgueses, aquellos que en la Edad Media vivían en burgos o habitaciones fuera de los muros de la ciudad y que dependían y le pertenecían a los señores (Duby, 1973, p. 270), quienes luego fueron incorporados como nuevos ciudadanos. A esto se le agrega el enorme crecimiento poblacional como resultado de cambios en las condiciones económicas y como consecuencia de las migraciones masivas, como las que tuvieron lugar durante la peste negra, pero también la percepción interna de estancamiento, que dieron origen a utopías como las de Campanella (1997) o Moro (1952), quienes intentan pensar una ciudad distinta del sofocado centro urbano medieval. En este horizonte, la ciudad renacentista representa un interés por la arquitectura y el ethos grecorromano; pero también es testigo de la reacción eclesial —derivada de la contrarreforma— por rescatar espacios a través de rituales fuera de los templos o lugares tradicionalmente sagrados; de ahí que se inicie un periodo de apropiación de espacios urbanos como las plazas y las calles, por medio de viacrucis, procesiones y fiestas patronales.

 

En definitiva, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media, de no haberse dado el establecimiento de las ciudades, no hubiese sido posible el surgimiento y desarrollo de la civilización en tanto “vida humana avanzada, por lo común de vida citadina, y con una pauta de actividades constituida por fuerzas tales como la escritura, la ley, el gobierno, el comercio y conceptos refinados de religión” (Wallbank, Taylor & Bailkey, 1950, p. 11; la traducción es mía). En efecto, de la experiencia de vivir en centros de aglomeración que se separaban del campo, fueron surgiendo necesidades que antes no se estimaban, tales como la escritura como forma de comunicación, la demarcación y medición del tiempo, el dinero para facilitar los intercambios comerciales y las instituciones, y el consecuente reparto de sus roles para garantizar cierta organización de estos nuevos centros de aglomeración y encuentro. Sobre el papel de las instituciones comenta Anderson (1965):

Aunque esta autoridad pública funcionaba de manera desigual en las ciudades más antiguas, se las utilizaba para que las cosas se hicieran, para construir las murallas de la ciudad y sus palacios, organizar la milicia, organizar de manera sistemática el trabajo de la gente de modo que el ejército pudiera ser alimentado y armado, y administrar por un medio u otro la recaudación de impuestos y tributos. Este, entonces, es otro tipo de experiencia colectiva que se obtendrá solo en las ciudades y, por muy humillante que fuera, fue una experiencia acumulativa. (p. 77)

De hecho, como común denominador de las ciudades de la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, se hace evidente que la especialización de las instituciones supuso gente con diversas destrezas y conocimiento; esto explica, por ejemplo, la preocupación griega por clarificar los roles que habrían de desempeñar los poetas, los guerreros, los artesanos, los comerciantes y los filósofos. Ahora bien, gracias a la fortaleza de sus instituciones, las ciudades no solo lograban el control de los suyos, sino también el dominio de otros pueblos; el caso de Roma y la construcción de carreteras es el más representativo a este respecto, dado que con ellas no solo se logró eficiencia en el plano militar, sino también en el intercambio comercial y la difusión cultural (Anderson, 1965, p. 79). En el caso romano, fue tal la fortaleza de las instituciones que permanecieron durante cuatro siglos ejerciendo una enorme influencia, que incluso en el transcurso de la Edad Media siguieron efectuando una manifiesta tutela a través de la Iglesia. Durante este periodo medieval, no obstante, muchos de los logros de Grecia, Roma y otras civilizaciones estuvieron en constante resignificación y cambio, hasta el punto de que se presentaron retrocesos de una magnitud tal que dieron pie a que algunos autores la denominaran “oscura”; en esta línea, se entienden los comentarios de Wallbank et al. (1950):

Aunque lo nuevo y lo viejo se mezclaban, hubo un decaimiento de la civilización y el comercio sufrió un retroceso. Durante cerca de quinientos años, después de las grandes invasiones del siglo V, la civilización europea fue inestable. Retrocedía más que avanzaba. Pero el periodo llamado Edad Oscura era de preparación, en el que una nueva civilización, aún más fructífera que la vieja, compuesta por elementos germánicos y romanos, fue evolucionando. (p. 238; la traducción es mía)

En la transición de este periodo, sin embargo, las ciudades se fueron atiborrando de gente, lo que obligó a ampliar cada vez más las murallas e, incluso, a desaparecerlas, pero también se fue motivando una inusitada necesidad de acrecentar el comercio y una incipiente industria. El panorama de la ciudad va cambiando en consonancia con la ampliación del mundo del trabajo, lo cual supone construcciones verticales para darle lugar a cada vez más trabajadores y unas dinámicas sociales más complejas. Se fue fraguando, entonces, luego de un ligero paso por el Renacimiento, la ciudad moderna. Esta ya supuso, en comparación con el pasado, tres características o aspectos distintivos, tal como lo señala Anderson (1965, pp. 82-83): primero, una evolución de los servicios públicos, para responder a necesidades como la potabilización y distribución del agua, el drenaje y la salubridad, pero también a asuntos referidos a la educación, la protección policiaca y las respuestas ante las catástrofes; segundo, una evidente especialización del trabajo tanto comunitario como personal, sobre todo en un contexto en el que empiezan a tomar protagonismo las fábricas y las máquinas de vapor, pero también los intercambios comerciales más allá de las fronteras, lo cual obligó a los artesanos especializados a agilizar la producción para cumplir con la demanda de mercados distantes; y tercero, la aparición de asociaciones políticas y sociales, como los partidos, los sindicatos, los colectivos profesionales y un sinfín de organizaciones secundarias.

En este contexto, aparece la autoridad pública como garante de ciertos derechos, lo que supone una paulatina modificación de las prácticas sociales y discursivas que derivarán eventualmente en movimientos de dominación y de resistencia. Incluso, bajo la categoría de clase social, es posible considerar cómo la ciudad moderna avanzada se convierte en el escenario donde se enfrentan cotidianamente los intereses tanto de proletarios como de capitalistas. Empero también realidades como el individualismo y la indiferencia resultante del egoísmo que exigen las condiciones laborales competitivas conviven y contrastan con el desarrollo de movimientos sociales reivindicadores de derechos. Esto se explica por la doble dimensión de la libertad: por un lado, el individuo en estas nuevas condiciones urbanas goza de unas prerrogativas con las que no contaba en la vida rural, pero, por otro lado, ahora está más obligado a la convivencia con personas que no son de su grupo parental. Así, tal como lo subraya Hayek (1949), el individualismo “no niega la necesidad de poder coactivo, sino que desea limitarla a aquellos campos en que es indispensable para prevenir la coacción de otros y reducir el total de la coacción a un mínimo” (p. 27).

En esta misma medida, las dinámicas laborales y de participación política en la ciudad moderna llevan a que cada persona obre desde su individualidad, dado que es responsable y, por ende, se representa a sí mismo como individuo en el momento de trabajar, de votar o de responder ante la ley; de tal suerte que ya no es la familia o la aldea la que le representa, sino él mismo ante otros igualmente titulares de derechos y deberes. Todo esto va haciendo mella en la configuración de las lealtades y conduce a las personas a que no generen vinculaciones afectivas muy fuertes y a que, de hecho, instrumentalicen a los otros, como lo analiza Wilson (1958):

No podemos tratar a los miles de personas que conocemos a diario con la intimidad y el tono emotivo característico de las relaciones humanas. La gente llega a no tener significado particular en sí y de sí mismos, en sus propios derechos. Se vuelve, preeminentemente, medio para nuestros fines (y, desde luego, viceversa). Nos relacionamos con otros en la medida en que nos sirven y evitamos el contacto bajo un tipo de relación contractual […] Así, estamos preparados para tratar con la gente en términos de esos símbolos que definen la utilidad de la relación. Uniformes, distintivos, tocados, etiquetas, todas estas cosas nos dicen que tratamos con el tintorero, el lechero o el mecánico. Tratamos pacientes, clientes, compradores. Sea lo que sea lo que estas etiquetas implican no necesitamos conocer —ni queremos conocer. La relación es puramente instrumental. (p. 9)

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