Fabricar al hombre nuevo

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Aus der Reihe: Akadémica #3
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El proceso de construcción
de las identidades en el trabajo

Evidenciar el origen socio-organizacional de los trastornos sociopsíquicos y de los procesos a través de los cuales el psiquismo de los asalariados se pone a prueba, plantea a su vez el asunto de las identidades en el trabajo a través de la construcción del ideal de oficio (véase Capítulo IV). Los asalariados más débiles, aquellos en que la «falla narcisista» es más abierta, no resisten las tensiones, analizadas un poco más arriba, que los atraviesan. Ellos conocen los insomnios, los enojos, las patologías mentales más diversas y los trastornos sociopsíquicos que los conducen tarde o temprano a la exclusión del trabajo, o podría decirse por el trabajo. Los demás logran salir de esa situación mediante toda una variedad de reacciones y de comportamientos más o menos adaptados a su propia estructuración subjetiva y a las situaciones de trabajo o a las expectativas gerenciales. Decir que ellos salen de ahí mejor no es hacer un impase en las tensiones que la mayoría de los ­asalariados y de los trabajadores viven en el trabajo. Al contrario, es observar cómo ellos utilizan recursos personales, o los que están presentes en el espacio de trabajo, o más aún, recursos externos al mundo del trabajo (familia, amigos, redes diversas).

Dicho en otras palabras, el asalariado-sujeto, hombre nuevo, se ha construido en su historia personal y continúa construyendo su identidad, a través de las experiencias cotidianas. La identidad que nos interesa aquí, la identidad en el trabajo, aparece así como un proceso jamás acabado a partir del cual el hombre nuevo extrae los recursos necesarios para enfrentar la disyunción entre la autonomía otorgada y la inflexibilidad de su marco de ejercicio. Sin retomar ni discutir las teorías relativas a la identidad en el trabajo (Sainsaulieu, 1977) o a la identidad profesional (Dubar, 1991), pero sí adoptando de ellas ciertos elementos, nosotros nos desmarcamos porque nuestro proyecto es a la vez procesal y sitúa la identidad en el trabajo como una respuesta que se genera en la disyunción anteriormente mencionada, a partir de la herencia del sujeto[13]. Al mismo tiempo, no ignoremos que la identidad en el trabajo también se basa en la integración o no a un grupo, incluso a la identificación con el grupo.

Así pues, podemos construir una teoría de la identidad en el trabajo que dependería de cuatro fuentes principales –aquí distinguidas para facilitar la claridad de lo expuesto, pero cuyos elementos están permanentemente en interacción– o, más bien, cuatro conjuntos de fuentes –véase Figura 1 para una representación topográfica–, yendo de lo más general a lo más subjetivo: el oficio, las relaciones profesionales, la situación inmediata de trabajo, el sujeto; o el individuo histórico.

El ramo, la empresa, el oficio

El ramo de desempeño del asalariado lo valora más o menos según las dicotomías manual/intelectual, industria/sector terciario, sucio/limpio, y según el tipo de producto o de servicio ofrecido. Las tecnolo­gías utilizadas por el asalariado, que cruzan en general el ramo y la cualificación implementadas, también lo sitúan en una escala que va de las más tradicionales a las más innovadoras. El nombre de la empresa es también portador de imaginario, con su nacionalidad, su historia, sus éxitos o sus fracasos. En el mismo ramo, las imágenes de empresa se jerarquizan, los directivos de las empresas les atribuyen cada vez más importancia –con sus marcas– no solamente con una preocupación por la difusión de los productos o de los servicios, sino para hacerlos más atractivos a los asalariados más prestigiosos. Más allá de los empleos asalariados así jerarquizados y produciendo identidades profesionales diferenciadas, el estatus de las profesiones liberales o de los trabajadores independientes juega también un papel no desdeñable en esta construcción, porque el modo de acceso a la profesión está regulado, este estatus durante mucho tiempo ha glorificado a los ganadores, fenómeno que tiende a difuminarse en virtud del marco administrativo y fiscal de estas profesiones.

En fin, el empleo también remite a la pertenencia de clase, influyendo más o menos directamente en la identidad en el trabajo. Aunque la referencia a las clases sociales tiende a desaparecer en el mundo científico como en las inquietudes de los trabajadores, continúa funcionando en estas de manera implícita y muy frecuentemente negada, es decir, también, de forma eficaz. Por ejemplo, numerosos obreros –en particular obreros jóvenes– rechazan la identificación con la clase obrera y, por consiguiente, su pertenencia a esta; del mismo modo, la mayoría de los cuellos blancos se identifican con las categorías inmediatamente superiores porque comparten con ellas ciertos atributos en el trabajo o más generalmente algunos modos de consumo. Este trabajo de identificación con los demás –o de rechazo– influye en la percepción que los asalariados tienen de su función, de su empleo y de ese modo actúa en la representación que tienen del trabajo y de su trabajo. Si el oficio se ha vuelto una noción confusa, permanece el punto de cristalización de todas estas representaciones puesto que el oficio es uno de los elementos esenciales de la presentación de sí mismo. En el oficio, agregamos aquí al cliente –ya sea externo a la institución que emplea al asalariado, o bien, reconstruido como tal en el modelo del flujo tenso–, el cual contribuye en gran medida, a través de las obligaciones que conlleva, (véase Capítulo II) en la formación de la identi­dad en el trabajo.

Las relaciones profesionales

Entendidas en sentido amplio, las relaciones profesionales concentran las relaciones de las organizaciones sindicales con la dirección, la «gestión de los recursos humanos», la naturaleza de los empleos disponibles en la empresa o en la institución (empleos seguros o precarios) y la calidad de las relaciones jerárquicas. Son muchas las dimensiones que determinan el ambiente laboral –factor constitutivo de la identidad en el trabajo– por supuesto, considerando todos los contenidos del trabajo mismo y las relaciones entre pares. El estilo de management de proximidad (autoritario o tranquilo, incluso participativo), pero también la capacidad de la dirección para comunicar las orientaciones de la empresa, así como sus dificultades y sus éxitos, influyen en el orgullo o no de formar parte de ella. Del mismo modo, el respeto o no de los compromisos acordados en cuanto a los aumentos salariales o las promociones modelan la imagen que los asalariados se hacen de su empresa; también influyen las relaciones de independencia o de dependencia demasiado estrecha de los dirigentes frente a los accionistas o frente a los socios.

La naturaleza de los empleos, con el recurso excepcional en el trabajo temporal, en los empleos con Contrat à durée déterminée (CDD), en el trabajo de tiempo parcial significa a todas luces que hay un futuro para los nuevos reclutados; la estabilidad del empleo es factor de apego a la empresa o a la institución. En el mismo sentido, una jerarquía de las calificaciones en los empleos expresa las oportunidades de promoción y de construc­ción de una carrera en la empresa. Si la política de la formación sale de la institución de pertenencia, ella tiene en cuenta forzosamente los niveles escolares o universitarios alcanzados en la formación inicial y en las especialidades adquiridas; las cuales remiten así al oficio. Los lugares de formación e implícitamente sus modos de acceso participan también en la estructuración de esta identidad en el trabajo.

Aunque el sindicalismo implica cada vez a menos asalariados –lo cual es lamentable si uno está atento al respeto de los derechos y los deberes de cada parte–, la fuerza sindical y las ventajas sociales conquistadas (duración de las licencias, niveles de los salarios y protecciones sociales diversas), o también las oportunidades de ver incrementarse los ingresos favorecen o no el apego de cada asalariado a la institución. A partir de las prácticas y del modelo de «gestión de los recursos humanos», los asalariados de una firma van a posicionarse para definir su relación con esta empresa y con el trabajo mismo. La rigurosidad de una Gestion des ressources humaines (GRH) robusta y muy racionalizadora puede ser contraproducente en cuanto al compromiso futuro del conjunto de los asalariados. Porque en el reconocimiento del trabajo de cada uno, y más allá de la personalidad de cada empleado, está el principio mismo del modelo de la competencia, la cual también puede ser factor de desaliento de numerosos asalariados que se perciben excluidos de esta, o más bien simplemente descalificados, lo que conduce por lo mismo a una disolución de la identidad en el trabajo.

La organización del trabajo

La identidad en el trabajo está ampliamente modelada por la vida diaria en el trabajo, es decir, por una parte, por la actividad de trabajo misma, hecha de ademanes físicos –por ende, del medio ambiente inmediato y de las condiciones de trabajo– y de la movilización de las facultades intelectuales para realizar las tareas designadas; y, por otra parte, por las relaciones con los demás, necesarias para el cumplimiento de dichas tareas. Así pues, la actividad de trabajo no es un fenómeno. Muy al contrario, es el resultado de la organización de la producción y de la organización del trabajo, así como de relaciones necesarias en las cuestiones de la jerarquía y de la forma de mando.

La generalización del flujo tenso y de la lean production analizada en el capítulo anterior, en tanto que reorganización radical de la organización de la producción y del trabajo, ha alterado las condiciones de desempeño laboral. Por un lado, las operaciones por asegurar ya no son las mismas; los obreros y los técnicos tienen cada vez menos contactos directos con la materia en la industria y, al mismo tiempo, el surgimiento de nuevos sectores de actividad reintroduce esta inmediatez (reposición rápida, logística, gran distribución, transportes en general); en fin, por todas partes las tic incrementan su huella en las actividades mismas. Por otro lado, las relaciones con los pares o con el management se han transformado profundamente como se expone en el curso de este capítulo.

 

La autonomía y la responsabilidad acrecentadas, incluso en las tareas operativas, transforman la identidad en el trabajo, esto es así porque las actividades se vuelven más interesantes, porque los asalariados pueden invertir ahí una mayor parte de su subjetividad; por lo tanto, su identidad en el trabajo claramente se mejora y la relación laboral se vive de manera mucho más positiva. De manera simultánea, ante las órdenes gerenciales de reducción de los costos y ante las nuevas presiones del tiempo ligadas a la implementación del principio del flujo tenso, se deterioran las condiciones para ejercer el trabajo; asimismo, el trabajo se torna también más difícil, lo cual contribuye a construir identidades en el trabajo cada vez más contradictorias. Las grandes transformaciones en el trabajo se combinan en torno a las líneas siguientes:

 El cambio de naturaleza de los colectivos de trabajo: en la creación de los equipos (fordianos) de trabajo por afinidades entre asalariados (orígenes geográficos o étnicos, sensibilidades sindicales…) se sustituye la yuxtaposición gerencial de individuos; las relaciones son muy frecuentemente funcionales, frías y sin inversión afectiva. En un núcleo fuerte de asalariados permanentes se opone en numerosos grupos de trabajo una periferia de trabajadores precarios que entran en competencia: la «titularización» de unos amenaza a los otros de desclasificación. Son muchos principios de management de la fuerza de trabajo que «resquebrajan el ambiente de trabajo» y que contribuyen a que los asalariados adopten una actitud de retiro.

 La autonomía en el trabajo puede parecer mayor, pues los asalariados son relativamente autónomos en cuanto a su autoorganización en el grupo con tal de que alcancen los objetivos; así una parte no desdeñable de las reglas la autoconstruye el grupo de trabajo (De Terssac, 1992; Naville, 1963). Pero al mismo tiempo, el debilitamiento de los mandos intermedios de proximidad y este principio de autorregulación local desarrollan una presión creciente de los pares sobre los pares. Si se define el estrés como «la pérdida del poder de acción (individual) frente a la obligación (colectiva)», las nuevas organizaciones del trabajo son grandes generadoras de estrés, ya que numerosos asalariados no cuentan con los recursos y en particular no disponen del dominio de su tiempo como medio esencial para llevar a cabo objetivos establecidos de manera heterónoma.

 La carga de trabajo y su percepción: cada uno reconoce que la carga es cada vez menos física y cada vez más intelectual o mental. Y la gran pregunta, aún más pertinente cuando se trata de una carga mental, reside en la distinción entre la carga real y su percepción: la primera, imposible de medir de forma absoluta, remite a la segunda (Durand y Girard, 2002). La percepción de la carga de trabajo es la que condiciona lo vivido y la imagen del trabajo, o ya sea también la relación subjetiva que cada quien mantiene con su trabajo, relación subjetiva que constituye la identidad en el trabajo. Esta última también depende del momento en que se sitúa el asalariado en su trayectoria profesional.

 La salud en el trabajo: las cualidades incorporadas en cada individuo, estrechamente ligadas a la carga de trabajo real y a su percepción, tienen que ver directamente con su salud. Algunas profesiones y algunos empleos desgastan mucho más rápido a los asalariados que otros. El mayor o menor cansancio, físico o mental, experimentado en el trabajo, influye en la percepción que los asalariados tienen de su empleo y de su labor. La salud puede desempeñar, en ciertos casos, el papel de espejo para que el sujeto se reconozca o no en su trabajo y en el empleo que él ocupa.

El individuo histórico en la construcción de la identidad

La familia y el sistema escolar y después el universitario –incluidos los cursos de capacitación– han modelado y estructurado ampliamente al asalariado antes de su contratación, contribuyendo a que ocupe tal o cual puesto o función más que cualquier otro. Su grado de iniciativa y de libertad en la trayectoria social está en gran medida ligada a su medio social y a su educación (familia, entorno sociogeográfico, escuela). Más allá de la sola trayectoria socioprofesional de cada asalariado, este continúa incluyéndose y afirmándose, después de su horario laboral, en un espacio familiar o urbano que no deja de influir en su identidad de trabajador (véase toda la parte inferior de la Figura 1).

La subjetividad de cada uno aparece como la incorporación de valores morales a lo largo de esta trayectoria social y profesional. Estos conducen a expectativas que se formula un individuo ante la situación de trabajo que se le otorga: condiciones de trabajo (físicas y mentales), nivel y modo de remuneración, comportamientos de los otros agentes (jerarquía, pares…) y de reconocimiento –véase más adelante «El reconocimiento en el trabajo»–. Esta subjetividad también puede definirse como un conjunto de reacciones potenciales, activadas por la interacción de lo que se adquiere con las situaciones de trabajo propuestas, tal como las definimos anteriormente. Más allá de todas estas características personales, la identidad en el trabajo, que cada uno construye y que lo construye, también depende de los recursos que puede movilizar ante las situaciones de trabajo; es decir, las redes o el capital social de los que cada uno dispone, permite enfrentar más o menos rápidamente y más o menos eficazmente las dificultades que surgen en el trabajo. Por eso mismo, la disposición, o no, de recursos participa en la construcción de la identidad en el trabajo.

La subjetividad del Ego, lo que también podemos denominar el individuo histórico, es decir, su singularidad[14] pensada como el resultado siempre provisional de su historia, se construye también bajo la influencia de lo que constituye su oficio, de las relaciones profesionales que el asalariado vive día a día y, por supuesto, de la experiencia incorporada del trabajo cuyas fuerzas estructurantes se han modificado profundamente con la generalización del flujo tenso y del lean management.

En resumen, la subjetividad definida como resultado –siempre provisional– de la trayectoria socioprofesional y de la relación inmediata en el trabajo es parte cautivadora de la identidad en el trabajo. Más aún, la movilización de la subjetividad en la actividad de trabajo ­modifica la relación con el trabajo, o también la identidad en el trabajo. Esta aparece entonces como un proceso, que resulta de una multiplicidad de fuentes de transformaciones permanentes como lo presenta la figura que está a continuación. En fin, la identidad en el trabajo no puede separarse de una de sus condiciones, el reconocimiento en el trabajo, el cual no puede concebirse sin tener en cuenta los elementos constitutivos de la identidad en el trabajo y el proceso que acabamos de exponer.

Figura 1: Identidad y reconocimiento en el trabajo


El reconocimiento en el trabajo

La identidad positiva en el trabajo pasa por el reconocimiento en el trabajo, del que vamos a proponer una definición y exponer las exigencias. El reconocimiento en el trabajo, es decir, en el trabajo y por el trabajo, construye la autoestima. Esta última es tanto más difícil de obtener porque el hombre nuevo está disociado, fallido, entre una autonomía/responsabilización prometida y un marco muy estrecho para ejercerlas. Frente a esta situación, los más fuertes –los juncos– se las arreglan, mientras que los más débiles, con la falla narcisista más abierta, pierden el equilibrio. Resulta todo un abanico de identidades en el trabajo basadas en el reconocimiento o en la desestimación, incluso en el menosprecio, que se traducen en comportamientos, actitudes y percepciones del mundo, tanto en el trabajo como fuera de este.

En virtud de que el desempeño del trabajo se inscribe en una diversidad de relaciones sociales, cada uno invierte ahí tanto más cuanto que espera de él un reconocimiento material, pero sobre todo reconocimiento simbólico –además, ambos tienen algo en común–. La naturaleza de los reconocimientos simbólicos (verbales o escritos, privados o públicos, en qué tono, etcétera), la periodicidad de su expresión, su origen, es decir, de quién provienen –pares o jerarquía y cuál nivel de ésta– constituyen la identidad en el trabajo y modifican la relación en el trabajo de cada quien, o también su subjetividad. Aquí, los demás, en tanto espejo del trabajador, juegan un papel importante en la construcción de la identidad en el trabajo basada en el reconocimiento. Así pues, trabajar también es luchar por este reconocimiento. Esto nos remite a las cuestiones planteadas por Alex Honneth en su Lutte pour la reconnaissance (2008), las cuales podrían conducir a poner los primeros cimientos de una teoría del reconocimiento en el trabajo.

Alex Honneth y la lucha por el reconocimiento

En su proyecto de filosofía social, Alex Honneth se propone renovar la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt debatiendo con sus fundadores Theodor Adorno y Max Horkheimer, luego con sus seguidores como Jürgen Habermas (Voirol, 2007, 2006). Para simplificar, Honneth tiende a explicar lo que él denomina tanto el desarrollo moral de la sociedad como los cambios de la organización social o los cambios históricos, por los conflictos sociales que hay que volver a poner en el centro de la teoría, los cuales provienen de luchas por el reconocimiento del sujeto, incluso en ciertos casos contra el menosprecio manifestado por los demás.

Así pues, él adopta de la teoría crítica la perspectiva normativa de una emancipación de los individuos y de su autorrealización, pero en lugar de colocarla en el terreno económico después de Marx, otorga a la lucha por el reconocimiento un lugar preponderante en su construcción teórica y sitúa las raíces de este último en las relaciones de intersubjetividad de los individuos adoptando las tesis del psicólogo social Georges Herbert Mead:

Encontraremos nuestro punto de partida en el principio sobre el cual el pragmatista Mead se acercaba al joven Hegel: la reproducción de la vida social se cumple bajo el imperativo de un reconocimiento recíproco [las cursivas son nuestras], porque los sujetos sólo pueden alcanzar una relación práctica con ellos mismos si aprenden a entenderse a partir de la perspectiva normativa de sus compañeros de interacción, que les dirigen un cierto número de exigencias sociales (Honneth, 2008: 113).

De esta manera, Honneth funda las condiciones del reconocimiento, principio esencial de la construcción moral de la sociedad, con la interacción entre el sujeto y los demás:

el vínculo entre la experiencia del reconocimiento y la actitud del sujeto para consigo mismo resulta de la estructura intersubjetiva de la identidad personal: los individuos sólo se constituyen en personas cuando aprenden a considerarse ellos mismos, a partir de un «prójimo» que aprueba o alienta, como seres dotados de cualidades y de capacidades positivas. La amplitud de tales cualidades y, por lo tanto, el grado de esta relación positiva en sí misma, se acrecienta con cada nueva forma de reconocimiento que el individuo puede aplicarse a sí mismo como sujeto. La experiencia del amor también brinda acceso a la confianza en sí mismo, la experiencia del reconocimiento jurídico en el respeto de sí y la experiencia de la solidaridad en la autoestima (2008: 208).

Por supuesto, la experiencia individual del sujeto se funda en su relación con los demás, como lo escribíamos anteriormente, pero si esto puede conducir a la fenomenología de las formas de reconocimiento que desea establecer Honneth, nos parece fundamental situar las relaciones intersubjetivas de los individuos en un contexto social que a la vez los sobrepasa y del cual extraen sus recursos para establecer relaciones con los otros. En efecto, Alter no es solamente otro Ego: es portador de su ambiente social, político, económico; Alter es un individuo socializado y también en este sentido es el espejo de Ego, socializado también –y singularizado–. Porque Alter ha incorporado los valores dominantes en el espacio familiar, urbano, laboral, etcétera, él reenvía su imagen a Ego en estos medios de inmersión; aquí la relación intersubjetiva no es la que vincula a dos individuos, sino la que vincula a Ego a los mundos sociales a través de Alter que es su soporte. Recurriendo al plural, se trata de subrayar que los estatus que ocupa Ego son cada vez más numerosos y refieren a una multiplicidad de mundos sociales. Al igual que los Alter, con los cuales comparte relaciones intersubjetivas, también se multiplican. Dicho de otro modo, la abstracción de la intersubjetividad tal como funciona en Honneth la vacía de cualquier densidad social e histórica; falta ahí la experiencia y la práctica sociales que desdeñan en general la filosofía moral y la filosofía social que están en el fundamento de su sociología.

 

A veces, Honneth muestra un sobresalto, por ejemplo, para fundar una gramática moral de las luchas sociales (Honneth, 2006) a partir del no-respeto o del menosprecio de los demás para el individuo que buscaría entonces «salir de la situación paralizante de una humillación sufrida pasivamente para hacerlo acceder a una nueva relación positiva en sí» (Honneth, 2008: 196). En tanto que proyecto de la superación de Marx –que él encasilla en la estética de la producción y en el utilitarismo económico–, propone una construcción complementaria que volvería a dar todo su lugar a la insatisfacción de expectativas morales basadas en las injusticias. Pero el autor se remite rápidamente a las relaciones interindividuales, ya que «los motivos de resistencia y de revuelta social se establecen en el marco de experiencias morales que resultan del no-respeto de expectativas de reconocimiento intersubjetivo profundamente enraizadas» (Idem: 195).

Entonces, la cuestión que permanece es la de la naturaleza epistemológica de las relaciones que teje Honneth entre su filosofía social del reconocimiento y su fundamento en la intersubjetividad de los individuos que luchan por el reconocimiento, a partir de la herencia de Hegel:

a medida que se forma su identidad, los sujetos se sienten obligados –podría casi decirse: trascendentalmente obligados– a comprometerse con el conflicto intersubjetivo que corresponde al grado de socia­lización en el cual se encuentran, obteniendo así el reconocimiento de las reivindicaciones de autonomía que no han recibido hasta entonces confirmación en el plano social. Esta tesis nace con la conjunción de dos afirmaciones igualmente fuertes: en primer lugar, que un desarrollo conseguido del «yo» presupone cierta sucesión de formas de reconocimiento recíproco, en las cuales los sujetos –en segundo lugar– resienten la falta a través de la experiencia del menosprecio, que los impulsa a comprometerse por reacción en una «lucha por el reconocimiento» (Idem: 84).

La última parte de la cita establece claramente las condiciones del juego del reconocimiento en las relaciones intersubjetivas entre individuos, puesto que la experiencia del menosprecio conduce a esta ­lucha por el reconocimiento; pero la primera parte de la frase plantea por lo menos dos cuestiones:

 los individuos se encuentran obligados «a comprometerse con el conflicto intersubjetivo con una fuerza casi trascendental»: aquí la naturaleza social de esta obligación escapa en gran medida al autor y a una explicación o a un fundamento científico y, de cierta manera, el uso del término «trascendental» es una confesión de esta dificultad para hacer explícito el origen de esta fuerza; podemos imaginar que se trata de una obligación social, de una necesidad de actuar, pero entonces habría que explicarla;

 los individuos participan, según su grado de socialización, es decir, de forma diferenciada (otro vacío por llenar), en la lucha por el reconocimiento de las reivindicaciones de autonomía: ¿acaso es cierto que los individuos de cualquier condición social se acercan a tales reivindicaciones? ¿Acaso no estamos aquí en una especie de punto de vista «clase-centrado»?

De esta forma, Honneth nos propone una visión de la sociedad apartada de lo real, de los análisis sociológicos y de los conocimientos provenientes de las ciencias humanas y sociales. Por ejemplo, según el autor,

la idea cultural que una sociedad se hace de sí misma provee de los criterios sobre los cuales se funda la estima social de las personas, cuyas capacidades y prestaciones se juzgan intersubjetivamente en función de su aptitud para concretar los valores culturalmente definidos de la colectividad. Asimismo, esta forma de reconocimiento mutuo presupone igualmente la existencia de una organización social cuyos fines comunes reúnen a los individuos en una comunidad de valores (Idem: 149).

¿Cómo imaginar la «idea cultural que la sociedad se forja de sí mis­ma»? ¿Cómo anclar sociológicamente tal «idea cultural»? Tal actitud conduce a ilusiones sobre la evolución histórica y sobre las características de la sociedad presente: «A medida que los fines éticos se abren hacia valores diferentes y que la estructura jerárquica se borra en beneficio de una competencia horizontal, la estima social se individualiza e introduce una mayor simetría en las relaciones» (Idem). ¿Sobre qué criterios fundar tal afirmación? ¿Sobre los de la evidencia o sobre análisis profundos del funcionamiento real de la vida en el trabajo o de la vida cotidiana en la ciudad?, o bien, ¿en comparaciones internacionales entre sociedades actualmente dominadas por la mercancía?

La prioridad acordada a las relaciones intersubjetivas no convence ni por las causas del menosprecio y de los alcances en las personas ni por el fundamento de los valores o de las normas sociales en el origen de la lucha por el reconocimiento que conducen a Honneth a asentar los conflictos sociales en la lógica moral (2008: 19 y ss). La tesis es la siguiente: si otros autores evidencian las causas estructurales de los conflictos sociales (las divergencias de intereses económicos para algunos o la naturaleza de las relaciones de producción para otros), no explican cómo y por qué los individuos se activan a través de movimientos sociales. De ahí su propuesta de fenomenología de las formas de reconocimiento:

Las formas de reconocimiento del derecho y de la estima social proporcionan un marco moral a los conflictos sociales, porque ellas ­dependen, en el principio mismo de su funcionamiento, de criterios ge­nerales concernientes a toda la sociedad. A la luz de normas tales como la responsabilidad moral o los valores sociales, las experiencias personales de menosprecio pueden interpretarse y representarse co­mo realidades a las cuales otros sujetos están igualmente expuestos (Idem: 194).

La cuestión se vuelve la del origen y de los modos de construcción de estos valores sociales mientras que el centro del análisis de Honneth sigue siendo la intersubjetividad donde, efectivamente, el menosprecio conduce o puede conducir a la lucha por el reconocimiento[15]. ¿Cómo pasa uno de la intersubjetividad a los valores sociales? ¿Cómo la primera construye los segundos?

El siguiente extracto quizá proporciona la clave de este tránsito de la intersubjetividad a los valores sociales: