Fabricar al hombre nuevo

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Aus der Reihe: Akadémica #3
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Nosotros rechazamos como muchos otros el término de «riesgos psicosociales» (Clot, 2010; de Gaulejac, 2011: 66). Por una parte, debi­do a la voluntad perniciosa de subestimar la situación hablando de riesgos en tanto que están comprobadas las patologías relativas al ­de­terioro de las condiciones de trabajo, debe ponerse en tela de juicio el término de riesgo y remplazarlo por el de trastorno –como en lo que respecta a los trastornos musculoesqueléticos–, incluso de traumatismo. Por otra parte, el orden de los epítetos establece una jerarquía en los orígenes del malestar colocando las causas psíquicas en primer lugar en tanto hemos demostrado que los fundamentos de las patologías presentes surgen de la organización del trabajo y de las nuevas condiciones del trabajo. En efecto, lo que tenemos que explicar es por qué el número de depresiones y de patologías vinculadas directamente al trabajo no ha dejado de aumentar desde hace tres décadas. De ahí el restablecimiento de las prioridades en el orden de las causas (sociales, luego psíquicas) –incluso si constituyen un nudo desde el punto de vista psicoanalítico– y la designación de las patologías por el término genérico de trastornos más que por el término, enigmático, de riesgos. Esto nos lleva a hablar de trastornos sociopsíquicos, ante las instituciones internacionales y ante una gran parte de los expertos o de los universitarios que prefieren recurrir a un vocabulario de eufemismos.

La otra crítica que se manifiesta en la noción de riesgos psicosociales reside en el hecho de que niega por completo el carácter colectivo del trabajo. Incluso en empleos individuales, el puesto de trabajo o la función están inmersos en un todo: el taller, la línea de producción, el servicio, etcétera. Lo que es todavía más cierto con la lean production, la cual, basándose en el flujo tenso, conecta todas las actividades y a todos los trabajadores entre ellos. La noción de «riesgo psicosocial» participa, sin saberlo, en la gran maniobra de individualización de la relación salarial, incluso la patología se vuelve individual mientras que estalla en una comunidad para causas socializadas. En el fondo, lo que recubre la noción de Risques psychosociaux (RPS) en su carácter individualizado es también la imposibilidad de la expresión colectiva del malestar en el trabajo y de las patologías incipientes. Por consiguiente, es el encerrarse en sí y la responsabilidad individualizada de un fenómeno global. Ese carácter de individualización funciona mucho más fácilmente en tanto que no se «rompa» todo el mundo al mismo tiempo y que sólo los más vulnerables se derrumben. La dimensión colectiva del trabajo y de sus malestares o de sus patologías se encuentra enmascarada por la evidencia de los hechos. La forma atomizada prevalece, incluso porque es contraproducente comunicar sus fragilidades personales en situaciones en que la competencia personal prevalece sobre la solidaridad. Así, como lo dice muy bien el título de una obra, «no morían todos, pero todos estaban golpeados» (Pezé, 2008). ¿Cómo le hace frente el hombre nuevo?

El hombre nuevo aprende a (re)construirse disociado

Tratándose de dos «tipos-ideales» (el roble y el junco), la mayoría de los sujetos se encuentran en el intervalo, más o menos cercanos de uno o del otro de estos tipos-ideales. El carácter original de la situación que hace emerger al hombre nuevo reside en el hecho de que, para sobre­vivir, los sujetos de este intervalo son llevados a re-construir o a modelar su psique –cuando pueden hacerlo– para aceptar esta disyunción o esta disociación crecientes entre las promesas gerenciales de realización de sí en el trabajo y la realidad que los enfrenta: esperanzas muy frecuentemente frustradas. Las situaciones que el hombre nuevo vive en su trabajo lo conducen a aceptar esta disyunción, esta disociación, esta polarización o a hacerse apartar de su empleo a consecuencia de trastornos sociopsíquicos, una dimisión, un despido. El hombre nuevo debe inventarse, (re)crearse a través de acuerdos consigo mismo y en sí mismo, encontrar los medios de acercar los dos bordes de la disyunción o de la «falla» entre exigencias en el trabajo y promesas no cumplidas: aquí ya no se trata de la «falla narcisista», sino la de la realidad ofrecida al asalariado. Aunque haya una relación estrecha entre las dos, ya que el sujeto con «falla narcisista» no puede enfrentar la «falla» o disyunción en el trabajo y se desliza hacia los trastornos sociopsíquicos ya mencionados.

Así pues, el hombre nuevo debe, para enfrentar esta disyunción entre expectativas-promesas y exigüidad del marco de acción que no le permite realizar(se), adaptar su psiquismo a esta nueva situación. Es reconocer que él mismo debe construirse como sujeto dividido, roto, fracturado, disociado y fallido. El sujeto que triunfa, que se adapta o que sobrevive frente al lean management, dispone de los recursos psíquicos para autotransformarse según las exigencias sociales del «nuevo» modelo productivo; ha modelado su yo en el transcurso de un largo aprendizaje para aceptar la disyunción, es decir, para construirse ante esta disyunción de lo social. Él no ha puesto todo de sí en el trabajo –en el sentido lacaniano del no-todo–, ha compuesto, ha mantenido oculto lo íntimo de su vida. Este modelado, este fraguado o este formateado es estructurar la disociación o la falla personales en tanto que adaptación positiva de su psiquismo a la situación (nueva) creada por el lean management. Cabe recordar que el éxito de este ajuste sólo ha sido posible porque, paradójicamente, no necesita aparecer fuerte como el «roble» para existir, él es flexible y su psiquismo ha podido ajustarse[11] a esta disyunción de lo social entre expectativas-promesas y desilusiones.

Si el hombre fordiano debía estar sometido, de forma casi unívoca, el hombre nuevo debe adaptarse a la disyunción entre promesas y realidad de los acuerdos no respetados, es decir, construirse siempre frente a esta disyunción, aproximando los bordes de su «falla narcisista» que amenaza permanentemente con volverse a abrir. En otros términos, el hombre nuevo debe reconstruirse en torno a una falla psíquica o mental homotética en la disyunción del trabajo, asegurándose de su dominio para acercar los dos bordes de esta nueva falla o de esta disociación (construir la totalidad de su yo). Su yo hará entonces «funciones de», llegará a ser el equivalente de su subjetividad porque esta no puede obstruir lo real que surge en la falla. En este sentido, el hombre nuevo debe movilizar una increíble creatividad, no solamente en el trabajo para inscribirse en los límites del marco de las metarreglas que impiden el libre curso de su creatividad, sino mucho más allá para llenar la falla que el lean management no deja de abrir ante él y en él. Puede decirse que esta disyunción entre exigencias gerenciales e imposibilidades de responder a ellas crea y mantiene una disociación des-estructurante en la personalidad de los trabajadores entre el deseo de realizarse en el trabajo y la frustración de no poder satisfacer ese deseo en virtud de la imposibilidad de alcanzar objetivos para los cuales los medios (humanos o materiales) no son asignados[12]. En este proceso des-estructurante el sujeto debe hacer que perdure su yo reajustando sus comportamientos para enfrentar las nuevas situaciones, es decir, que en ciertos casos debe re-construirse. ¿Acaso siempre es posible ya que está aquí en sentido pleno, fuerte, literal?

Para volver aceptable esta disyunción y el trabajo así disociado, dicho en otras palabras, para comprender por qué no surgen con más frecuencia «estallidos de cólera», o bien, por qué la acción colectiva se enrarece, proponemos interpretar el lugar de los juegos sociales como una vía para amortiguar las relaciones sociales y para construir la aceptabilidad de un trabajo que se ha vuelto más duro, incluso si puede ser más interesante de vez en cuando.

De la importancia del juego (social) frente al trabajo disociado

El juego no tiene mucho apremio en el presente sistema de pensa­miento del trabajo donde domina el enfoque en términos de sufrimien­to. Sin embargo, el juego no se excluye del sufrimiento en el trabajo: el juego puede ayudar a que se acepte el sufrimiento o ayudar a soportarlo, incluso intentando enmascararlo.

En ese sentido, el juego no necesariamente es sinónimo de placer como la lengua francesa, en particular, lo ha instaurado. El juego no sólo es placer, puede ser también adversidad, como por ejemplo perder en el juego de cartas. El juego debe repensarse como uno de los rostros característicos de lo social, en su ambivalencia; por otra parte, es una lástima que ningún epíteto se decline del nominativo placer, porque lúdico sólo interpreta una dimensión y divertido no tiene un gran significado en el contexto. Ahora bien, el juego social proviene también de una obligación social –¿quién puede no jugar o participar en la vida social? –, impone una conformidad con las reglas –o tantas obligaciones heterónomas– para, finalmente, procurar la satisfacción de la cooperación en el grupo, algunas veces con la ventaja de figurar en una posición destacada (el reconocimiento). Así, el juego puede bastarse a sí mismo en la situación que lo hizo nacer y en las relaciones sociales que instaura. Al no fijarse objetivos –el juego social puede parecer gratuito desde este punto de vista–, sin embargo, se acompaña de retos que justifican la participación de los jugadores; en este sentido no es tan gratuito como lo parece, porque exige el compromiso de unos y de otros para una diversidad de gratificaciones particularmente simbólicas. Así pues, el juego social es un asunto serio porque compromete una serie de retos locales estratégicos o simbólicos que hacen sentido a los participantes y que los obligan a jugar (Huizinga, 1951: 22-23: 46).

 

Hacer del juego un fenómeno social necesita volver a sus significados plurales y a la diversidad de las posibilidades que abre. Decir que hay juego, si uno se refiere en principio a la física de un cajón o de un émbolo, es reconocer que existe bastante libertad para permitir el movimiento –si no el cajón se atasca–, pero sin que esta sea demasiada, de lo contrario el cajón bloquea interfiriendo en sus correderas (las reglas). El justo juego que permite el funcionamiento del cajón se basa en un ajuste de las partes, a este ajuste se entregan los actores que participan en el juego social. No obstante, este juego sigue siendo microsocial, dentro de las metarreglas ya mencionadas, siendo ellas mismas refracción de las relaciones de producción capitalistas. Así pues, lejos de nosotros está la idea de hacer de estos juegos sociales elementos estructurantes de la vida de las empresas o de las administraciones públicas que emplean a millones de asalariados… Sin embargo, hay que hacerles justicia mostrando sus roles sociales, incluso en las estructura­ciones de los sujetos a través de la socialización que aquellos implican. El juego en la falla disminuye la potencia del súper ego, atenúa, hasta humaniza los efectos de la demanda, con tal de que no sea mandado o recuperado por el management, en cuyo caso ya no es juego. Así, el juego tiene una relación con la opacidad, la no transparencia o el secreto de buena ley –en que las reglas se definen entre pares–, ya que por definición se trata de la apariencia, pero de la apariencia con el objeto placer y la dimensión lúdica.

Uno de los mejores ejemplos de juegos sociales se desarrolla en las cadenas de montaje de automóviles. Aquí, la finalidad del juego de los obreros es poder tomar ventaja sobre el ritmo ordinario terminando su trabajo en cuatro o cinco vehículos. Esto les deja una libertad de acción durante cerca de diez minutos, ya sea para ir a mofarse de sus colegas que todavía están trabajando o ya sea para irse al vestidor antes que los demás al final de la jornada. Este periodo de tiempo libre tiene, sobre todo, un valor simbólico porque muestra las capacidades de dominio del trabajo y más que nada del tiempo del montador que puede dar un paseo a lo largo de la línea. No cualquier obrero puede tomar tal ventaja: esta depende por supuesto de su destreza, pero depende ante todo del «buen puesto» que ocupa respecto a los demás. Entonces el objetivo de otro juego consiste en hacer que se le asigne un buen puesto o arreglarse con el nivelador de tareas entre puestos para que su puesto no esté muy cargado. En este juego de segundo nivel, el montador debe establecer las mejores relaciones con los mandos intermedios y con los agentes técnicos, argumentar y convencer para que su puesto no incluya las piezas difíciles de ensamblar y no necesite el manejo de herramientas complejas o muy pesadas; por ejemplo, un apretador neumático de tornillos cuya longitud del tubo no le permita montar de nuevo la cadena. Al mismo tiempo, estas negociaciones se inscriben en el interior de las reglas: nada de compromiso con los mandos intermedios y las relaciones, que deben permanecer distantes con los agentes técnicos. Estas reglas o estos límites no pueden ser totalmente fijos y sobre todo duraderos, porque las técnicas y la organización del trabajo cambian, de ahí la instauración de un tercer nivel de juego que esta vez se refiere al establecimiento de las reglas y a sus negociaciones en el interior del grupo de montadores (Durand y Hatz­feld, 2002; Durand, 2012: 288-298; Reynaud, 1993).

Dicho en otras palabras, estos juegos sociales no se refieren exactamente al contenido del trabajo mismo porque los márgenes de ajuste son casi nulos, ya que provienen esencialmente de la oficina de los métodos. Tratan sobre el medio ambiente inmediato de trabajo, sobre la manera y las formas de implementación del trabajo. Los juegos sociales alejan a los obreros de las tareas mismas, construyendo un sentido social, no en sus actos sino en sus comportamientos en el taller. «El juego no es la vida “corriente” o “propiamente dicha”. Ofrece un pretexto para evadirse de esta con el fin de entrar en una esfera provisional de actividad con tendencia propia» (Huizinga, 1951: 26). Este sentido otorgado al juego y por el juego –y no precisamente a los movimientos de su cuerpo que trabaja– es lo que vuelve aceptables el trabajo y la condición obrera (Durand y Stewart, 1998). El poder del juego reside en el hecho de que «es primero y antes que nada una acción libre. El juego encargado ya no es juego» (Huizinga, 1951: 25).

Los juegos sociales ajustan las tareas repetitivas para volverlas soportables. Más aún, cada obrero-montador no puede no jugar: esto sería aceptar una marginalización para los demás o bien un reconocimiento de debilidades, ya que quien no juega es percibido como el que no dispone de recursos para participar en la vida social del grupo. El juego «adereza la vida, compensa las lagunas, y en este aspecto es indispensable. Indispensable para el individuo, como función biológica, e indispensable para la comunidad por el sentido que contiene, su significado, su valor expresivo, los lazos espirituales y sociales que crea, en síntesis, como función de cultura» (idem: 28). Porque el juego social participa en la construcción del grupo social, hace una mediación entre la obligación que constituye el estatus de asalariado y las condiciones inmediatas de un trabajo empobrecido por su extrema fragmentación a través de la creación de un significado de la actividad que los ademanes no poseen en ellos mismos. El juego social opera de este modo una especie de traducción de una obligación en una actividad agradable, algunas veces satisfactoria y en todo caso aceptada. De ahí la idea de Michael Burawoy de tomar en la empresa un espacio pacificado por los juegos sociales, como contrapunto de los conflictos que también tienen lugar ahí. Y precisa:

deben distinguirse dos consecuencias de este juego: primeramente, el juego enmascara las relaciones de producción para las cuales el juego fue originalmente construido; en segundo lugar, el juego genera una aceptación de las relaciones sociales de producción que definen las reglas del juego (Burawoy, 2015: 111).

Los juegos sociales jamás se refieren a las metarreglas siempre impuestas –y mucho menos a las relaciones de producción–, pero tienen lugar en el marco de las metarreglas que los actores necesariamente deben respetar. Los juegos sociales animan las relaciones sociales en el trabajo y las relaciones interindividuales al ocultar las estructuraciones dominantes como lo recuerda Michael Burawoy. En una teoría del juego social en la empresa que se desarrolla entre pares, de manera accesoria con la jerarquía y con otros servicios conexos al de la pertenencia, es posible retomar la tesis de Jean-Daniel Reynaud (1993) sobre la importancia del juego en las reglas (del juego) que da sentido al trabajo. Pero ya no se trata de concluir con una regulación conjunta entre management y ejecutantes, ya que esta tesis no jerarquiza ni los juegos mismos ni las relaciones interindividuales o las relaciones de fuerza que traspasan el trabajo cotidianamente. Para que tome sentido científicamente esta microsociología debe inscribirse en el contexto mesosocial que son la empresa o la institución pública, y más aún en el macrosocial: la lógica de acumulación del capital regido por las leyes estrictas de la financiarización de la economía. Podría parecer superfluo recordarlo, pero sin este contexto, los juegos sociales parecen totalmente etéreos, bogando en un vacío sideral, lejos de cualquier realidad social.

En organizaciones públicas o privadas, en el momento en que sean afectadas por el lean management, el teamwork (trabajo en grupo), con la movilidad forzada y permanente que lo acompaña, ha destruido los antiguos colectivos de trabajo y hace más difícil la invención de normas locales de trabajo y de reglas del juego. Al volver las resistencias más difíciles (Bouquin, 2008), el lean management también desalienta los juegos sociales: esto puede parecer, paradójicamente, como un debilitamiento del propio sistema productivo, ya que estos juegos sociales dan sentido al trabajo sirviendo de cimiento al colectivo de trabajo. Condición de un cierto orden microsocial organizado en torno a reglas, el juego social es además un asunto serio, porque afianza y acerca las dos partes del trabajo disociadas por los principios de la lean production; por un lado, las posibilidades o las promesas, y por otro, los resultados concretos del trabajo, siempre del lado de las primeras. Por eso mismo, el juego social participa en el acercamiento de los dos bordes de la «falla narcisista» en cada sujeto y refuerza ahí los equilibrios psíquicos.

Finalmente –y es afortunado para la salud mental de los asalariados– la más estricta aplicación de los principios del lean management, tal como aparecen en los manuales japoneses donde la reducción de los costos del trabajo es el principal objetivo (Ohno, 1989), no puede suprimir totalmente los márgenes de autonomía de los jugadores. Incluso si esta amplitud de los juegos se reduce, subsiste siempre, necesariamente, un espacio para que sean posibles nuevos ajustes: cualquier tentativa de instaurar una empresa total –es decir, donde todo sería íntegramente dominado– deja intersticios o pueden desarrollarse nuevos juegos sociales estableciendo nuevas reglas. Siempre hay lugar para el jue­go; para Johan Huizinga, el juego es irreductible. Si los espacios de autonomía se restringen, otros emergen en otra parte; aunque la tendencia dominante sea la limitación de estos, no podría ser absoluta. Esta es la razón por la cual los trastornos sociopsíquicos –cuya salida puede ser el suicidio– jamás han sido tan numerosos, pero al mismo tiempo muchos trabajadores –los que nosotros llamamos los «juncos» en líneas arriba– escapan a estos Troubles socio-psychiques (TSP).

Frente al mainstream del lean management, el analista que es el sociólogo no podría sucumbir con la facilidad según la cual los principios organizacionales conducen a situaciones absolutas. Implementar un paso dialéctico es a la vez reconocer los intersticios de autonomías favorables a los ajustes y, sobre todo, buscar las fuentes o las palancas de resistencia y de oposición a las tendencias dominantes a fin de que emerjan posibilidades, en general no previsibles.