Null Island

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Aus der Reihe: Candaya Narrativa #63
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Mientras espero a que llegue pienso en qué voy a escribir. No hablo de este preciso momento sino de ahora en adelante. Se trata de una pregunta que indaga no tanto el próximo movimiento sino la naturaleza del propio juego. Sobre personas (me respondo a mí mismo) pero, sobre todo, sobre las cosas. Se trata de ecología, de respeto por toda esa materia que nos rodea. Ya nos preocupamos bastante por las personas y los animales, pero qué ocurre con las cosas. Las acumulamos en estantes de súper y grandes almacenes como presos alineados frente a los barrotes de su celda. Las usamos como si fueran personas y las arrojamos a la basura. No es justo. No es democrático. Por qué limitarse a las personas cuando uno puede narrar el mundo en toda su multiplicidad. Este mundo no será justo ni democrático mientras no liberemos a las cosas del yugo que nosotros mismos les imponemos. Es preciso ponerlas frente a nosotros y meditar sobre ellas, revelar el potencial que esconden en su interior.

Miro a mi alrededor, indago en la soledad del salón en busca de comprensión por parte de los objetos que me rodean. La encuentro en la mesita nazarí, en el cenicero colmado de colillas y en la diminuta telaraña del cielo raso. Corre entre nosotros una solidaria corriente de contingencia y al mismo tiempo de gozo por la existencia, de ridiculez ante la ingente dimensión de las estrellas. Nuestros vacíos se asoman a su abismo en una perfecta reciprocidad. Aprecio el deseo de cada uno de ellos de ser otro, de estar a punto de serlo. Si no mudan es por vergüenza y por respeto a la domesticidad que acordamos hace tiempo. Como yo con esa máscara de Hombre Lobo. La rescataré de un almacén de Amazon y la haré sentir importante, la encarnaré en un cuento, en esto que cuento.

La materia es energía, de acuerdo, pero también poesía. Es cuestión de saber usar la herramienta adecuada.

Entonces recuerdo que Lobo es precisamente el heterónimo que usa Cortázar (y que adopta su compañera de viaje y esposa Carol Dunlop) para referirse a sí mismo durante el viaje que les llevó a lo largo de la autopista París-Marsella, y que tuvo lugar del 23 de mayo al 23 de junio de 1982. Recorrido que fue plasmado a cuatro manos en las páginas de ese libro absolutamente singular que es Los autonautas de la cosmopista.

El mundial de fútbol en España transcurrió del 13 de junio al 12 de julio de 1982. Ni Julio Cortázar ni Carol Dunlop mencionan una sola palabra en relación al fútbol en su libro. El 20 de junio España vence a Yugoslavia por 2 a 1. Yo estaba cenando en la terraza de mi casa, rodeado de jazmines y nísperos, celebrando el gol de Juanito mientras Julio y Carol hacían el amor en su autocaravana aparcada en un paradero de Murieres, cerca de Avignon. El hecho de saber lo que hacíamos en ese preciso momento, Carol, Julio y yo, hace que me sienta más cerca de ellos, que nuestros destinos intersequen de alguna manera, como si Julio y Carol fuesen unos parientes lejanos y excéntricos cuya historia reaparece periódicamente en las reuniones familiares.

Sentarse a escribir es algo así como concertar una cita con uno mismo, para contarse usando la propia máscara o la de un repertorio más o menos extenso. Puede resultar paradójico eso de darse cita frente al teclado, mirarse en la pantalla como en un espejo deformante. Pero a veces uno queda consigo mismo y comparece otro, y entonces es cuando la cosa se pone interesante y una chispa venida de no se sabe dónde acude a las yemas de los dedos.

Las cosas están continuamente aconteciendo. No son, actúan. Mantienen un diálogo hecho de colores, de energía y texturas. El guión carece de restricciones, salvo las que impone el propio escenario. Están la actriz (blancura relumbrante) taza de café, la actriz (lección de geometría) mesita nazarí, el actor (adicción fototrópica) poto, el actor (enterrador de alientos) cenicero, el actor (Aleph anonadante) PC, el actor (mansa chaladura) lector… Estoy unido a cada una de ellas por diferentes grados de afecto. Guardo por todas idéntico respeto. Me gusta pensar que yo formo parte del espectáculo, que no representan su papel para mí sino que soy parte de la escena. Y el papel que me ha tocado en suerte es el de acompañarlas durante el tiempo que dure mi vida, testimoniar su mudanza. Antes de marcharme espero haber dejado algo en ellas. Las cosas (la gran mayoría de ellas, al menos) nos sobrevivirán. Ellas forman parte de nuestro legado. Son nuestras herederas. En las cosas se cifra el paraíso donde salvarnos o el infierno al que seremos condenados.

LICANTROPÍA

Recién ahora recuerdo el sueño de anoche. Fue un sueño etimológico. Alguien me explicaba el origen de la palabra gallo (el pescado, no el ave). Según mi informante onírico, todo viene de los antiguos censos medievales. A veces los siervos estaban obligados por enfiteusis a entregar un gallo (el ave) mensualmente al señor a cambio de trabajar su tierra. En las zonas costeras, sin embargo, era más fácil para algunos siervos disponer de ciertos peces que de animales de corral para dar satisfacción al censo impuesto por su señor. De ahí que muchos señores toleraran e incluso aprobaran con gusto la sustitución del animal de corral por el marino. Y así, por elemental metáfora trófica, los señores empezaron a reclamar ‘el gallo’ (pescado) a sus siervos dedicados a la pesca. Y de ahí en adelante.

Consigno mis sueños a pesar de que soy consciente de ese lugar común según el cual los sueños carecen de todo interés narrativo. Incluso en la narrativa cotidiana, sin pretensiones literarias. Yo opino distinto. Los sueños son la baliza, la estación meteorológica que aporta los datos a partir de los cuales se puede predecir ese sistema caótico que es el imaginario colectivo.

Imagino una web donde cualquier ser humano pudiese transcribir sus sueños. Cada día el Big Data crecería alimentado por millones y millones de sueños procedentes de todos los lugares del planeta. Los analistas estudiarían los datos, tratando de extraer patrones reconocibles, los miedos y deseos que mueven el mundo, usando las armas de la estadística y la poesía. Esa web acabaría siendo muy importante, la más importante, de hecho; mucho más que Facebook o Twitter.

Escribir bien no tiene mérito. Escribir bien es un asunto estadístico. Hay un porcentaje de la población dotado para escribir (más o menos el mismo porcentaje que el que hace puzles o malabares o tiene una enfermedad rara), y punto. El canto del mirlo es hermoso, pero nadie lo soporta demasiado tiempo sin caer en el aburrimiento. Lo extraordinario sería que un pájaro que no está especialmente dotado para el canto sintiese la necesidad de inventarse uno, con sus ritmos, sus cadencias, su trémolo, sus modos de seducción, sus estrategias para desorientar a los depredadores. Un ave así haría enrojecer de envidia al más virtuoso de los ruiseñores.

La escritura no es en mi caso instintiva, como tampoco lo fue la afición al tabaco. No escribí nada hasta los veinte años. Empecé a fumar y a escribir a esa edad porque pensé que ambas acciones podrían suponer una especie de llave mágica para abandonar el callejón sin salida en el que preveía que podía convertirse mi vida. La literatura y el tabaco son por tanto vicios adquiridos. Como todo aquello que depende de la cultura y no del instinto, pienso que podría dejarlos a ambos, incluso simultáneamente, del mismo modo en el que llegaron, siempre que pudiera superar el síndrome de abstinencia. Me pregunto cuál de ambos síndromes sería mayor, si el de la literatura o el del tabaco. Ambas, la escritura y el tabaco, constituyen una adicción y, como tal, pueden manejar nuestra voluntad con un ímpetu todavía más incoercible que el que emana del código genético.

La impotencia es solo una cara de la moneda, la imposibilidad de satisfacer a la persona que se ama. Pero hay otra cara, tanto o más inquietante, y es la incapacidad de darse satisfacción a uno mismo. ¿Acabaría convirtiéndose –me pregunto– el orgasmo en un recuerdo más, candidato al olvido? Tarda uno años en encontrar el camino del orgasmo, en aislarlo, en dotarlo de intensidad, en convertirlo en un elemento puro desprovisto de azar y de confusión. Con el transcurrir del tiempo aprendemos a buscarlo, ejecutamos los pasos de un ritual, una mecánica que creemos infalible; seguimos un rastro que no sabemos si es un largo ascenso o un costoso descenso, en persecución de algo precioso agazapado en las entrañas, una maravilla que dura apenas lo que tarda en escurrirse un puñado de arena de entre las manos.

El timbre me saca de mis pensamientos. Probablemente sea el mensajero. Abro la puerta y, en efecto, ahí está, con el paquete entre las manos. Amazon es la encarnación del mal. Al igual que el mal, es rápido, omnipresente e imposible de derrotar. Abro la caja de cartón. Es mi máscara. Me la pongo frente al espejo. Tenemos un aspecto espeluznante. Juntos formamos una combinación explosiva. Regresamos, mi máscara y yo, junto al teclado. Aullamos y siento cómo a mi alrededor se estremecen la telaraña, la mesa nazarí y el cenicero. Sé lo que piensan. Si yo puedo ser otra cosa entonces ellos también, parecen decir. Traman la mudanza de sus actos. La mesa acrecienta su brillo respondiendo a la luz que penetra por los ventanales. La telaraña siente deseos de ser arpa. La ceniza ya no es una masa indistinta de polvo sino un acúmulo de polillas desecadas. Mis pulmones custodian el polvo de sus alas.

Poco a poco las cosas se remansan. Me deshago de la máscara para ver cómo los objetos sestean a mi alrededor, emitiendo pulsos de ondas, cifrando un mensaje imperceptible, como mudas chicharras bajo la solana.

Aunque no son solo los objetos. En realidad las emociones pueden ser tan objetivas como las cosas que nos rodean. Consiste en colocarse al otro lado de la piel y contemplar desde allí el paisaje de nuestros sentimientos, el germen del que brotan nuestros (aunque tal vez resulte inadecuado llamarlos nuestros, del mismo modo en el que no son nuestros los árboles, ni los pájaros, ni los edificios que asoman al otro lado de la ventana) pensamientos.

 

Si busco al protagonista de la historia de mi vida, entonces no veo sino una sucesión inconexa de cosas y de personas. La historia de mi vida es absolutamente democrática y por tanto, supongo, deja de poder considerarse como una historia sino que más bien es un cajón de sastre (una frase hecha que, por cierto, carece en lo que a mí concierne de referente –nunca en mi vida intimé con un sastre hasta el punto de que me mostrara su cajón–, aunque supongo que debe ser así, que la imagen que resume la historia de mi vida debe ser algo que quede excluido de la propia historia, pues de otro modo esa imagen estaría dotada de un protagonismo inmerecido o al menos tan merecido como el resto de seres que habían transitado por ella, y todo ello haría de mi vida una paradoja en la que lo definido entraba dentro de la definición, menudo lío) donde todos los objetos en ella contenidos están dotados del mismo valor, como una de esas tiendas de chinos donde uno puede hacerse indistintamente con cualquier mercadería usando la misma moneda. Es una historia, por tanto, desprovista de acontecimientos, y es posible que los demás, aquellas personas de las que me rodeo, algo intuyan y que me guarden por tanto un prevenido rencor pues a nadie le gusta que le equiparen con un jarrón o una hoja de roble. Pero ese resquemor carece desde cualquier punto de vista de fundamento en el momento en el que yo, el narrador de mi existencia, doto de un desmesurado interés a ese jarrón o a esa hoja. El problema radica más bien en las personas y en su instinto de superioridad en relación al resto de seres (y esto incluye a las personas que no son ellos mismos), pero ese es su problema, no el mío, ni el del jarrón ni el de la hoja; y si algún asombro motiva este modo de ver las cosas es el de asistir a un acto de verdadera democracia. Pues la democracia, como todos los absolutos, asusta. A todo el mundo le apetece formar parte de ese minuto de gloria que uno se llevaría gustosamente al otro mundo y, en efecto, todos lo tuvieron, ese minuto. Lo que pasa es que ese minuto deberán compartirlo con la taza de café que llevaban en la mano o los pendientes o el vestido (ah, aquel vestido), pues en realidad ellos tampoco resultaban los exclusivos protagonistas de la escena y a veces era su voz o su torpeza o su fama (sí, a veces me dejaba encandilar por el oropel), pero de igual modo me dejaba embaucar por la insignificancia y la nadería y la frivolidad más absolutas y todo con una falta supina de criterio o más bien dejándome llevar por el único criterio de que todo en este mundo podía resultar igualmente maravilloso y desde luego excepcional, y cuando se es un auténtico demócrata con los seres, entonces uno puede dormir tranquilo. Así la insignificancia no deja de ser el polvo que levanta el jinete de la épica, la mosca posada en la pistola que aparece en escena y que nadie dispara. Tras mi conciencia se agazapa un cineasta, un documentalista franciscano especializado en la minucia que piensa que el encuadre y la producción lo son todo a la hora de lograr la gloria poética.

Una vez vi a una gaviota atacando a un dron. Fue en la playa de Benidorm.

Por la noche lo intentamos de nuevo, hacer el amor. Con idéntico resultado. No hablamos del tema. Tal vez ambos intuyamos (mejor dicho, confiamos) que se trata de algo pasajero, como un esguince o un grano en la mejilla. No aclares que oscurece, dicen que dicen los argentinos, esos doctorados en psicología. Luego le enseño mi máscara de Hombre Lobo. Le digo que con esa máscara me convertiré en el mejor escritor del mundo. Que la literatura es un bosque encantado y que yo he decidido desempeñar el papel de Lobo. Me cito a mí mismo y le digo que con ella me merendaré a las caperucitas de la poesía y a los cerditos de la novela. Marta se ríe sobre la cama. Me coloco la máscara y me abalanzo sobre su cuerpo desnudo. La masturbo con mis garras y escucho sus gemidos con mis orejas de lobo. Lamo su clítoris con mi palpitante lengua de lobo. Cuando llega el momento aullamos al unísono.

El aullido es una grieta del lenguaje donde caben todas las palabras. O por donde huyen despavoridas.

Tumbado de espaldas acaricio mi miembro inerte y descubro una protuberancia en la base del pene. Un garbanzo bajo la piel, la inquietante señal de una metamorfosis.

REDUNDANCIAS

Al día siguiente decido pedir cita con el urólogo. Parece fácil, pero pronto empiezo a darme cuenta de que la urología es una ciencia compleja; que el pene, ese ser proteico y polifuncional exige condignas especialidades, a cual más bizantina. Existen los urólogos, pero también los urólogos andrólogos, y yo, al parecer, tengo necesidad de lo segundo. Tras media hora de indagaciones y malentendidos, consigo una cita con un verdadero urólogo andrólogo. Una redundancia esdrújula que lo convierte en un ser casi mitológico.

Me preparo un café, una manera de procrastinar como cualquier otra. Llamo a Bruno. Necesito hablar con alguien de mi problema y Bruno es el amigo idóneo. Quedamos en vernos por la noche.

Me encuentro con un montón de tiempo sin saber muy bien qué hacer con él. Me coloco la máscara de Hombre Lobo a modo de exorcismo. Los rituales son importantes. La repetición y la redundancia es la manera que tienen las cosas de revestirse de un sentido. Su balbuceo. Qué es el mar acaso sino la insistencia de la ola. Es una buena idea, válida para un aforismo pero también para un poema. Abro mi archivo de poesía y esbozo un poema a modo de tentativa:

Se repite el mar en la ola como

todo aquello que quiere decirnos algo

Millones de años de redundancia

desgastando rocas, pieles y castillos

de arena, y todavía

no hallamos su significado.

Hay cosas que ocurren una única vez en la vida (una aventura amorosa, un viaje…) y que, por tanto, a diferencia de lo que se repite, aportan a la memoria un material insuficiente. Algunas admiten la categoría de accidente y por nada del mundo desearíamos volver a revivirlas. Sin embargo hay otras cuya excepcionalidad resulta dolorosa por el placer que recibimos y cuyo carácter irrepetible nos golpea como el nevermore del cuervo de Poe. La memoria trata de rastrear, cava como un arqueólogo enloquecido en busca del resto deseado, sin ser consciente del todo de que aquello que busca ya penetró en las capas más profundas del olvido, que la experiencia ya solo puede figurarse usando los materiales de la ficción.

Podríamos catalogar, de hecho, los sucesos de nuestra vida en sucesos que se repiten (con leves diferencias) y sucesos que solo ocurren una vez. Hay verbos rotundos y definitivos como nacer o morir que no admiten segundas partes. Los sueños y la mayoría de nuestras lecturas resultan irrepetibles. Al igual que algunos amores. Lo que no se repite pareciera condenado al olvido pero, al mismo tiempo, es el material idóneo del que se abastece la ficción.

Me doy cuenta de que los dos párrafos anteriores repiten su final y que en esa repetición encuentran precisamente su sentido.

Imagino la historia de un hombre de una sensibilidad enfermiza en lo referente a la memoria. Ese hombre experimenta una melancolía infinita al rememorar escenas de su pasado en compañía de personas que ya no están, personas cuya amistad o cuyo amor se extinguió. Cree ese hombre que si consiguiera regresar a esos lugares donde fue dichoso en compañía de los nuevos amigos o los nuevos amores conseguiría mitigar ese dolor, como si la memoria pudiese reescribirse o, al menos, adecuar su naturaleza a la de un palimpsesto. Así se dedica a viajar por todos aquellos lugares que forman parte de su pasado. Se aloja en los mismos hoteles y apartamentos. Come en los mismos restaurantes. Visita los mismos museos. Posa en un fotomatón con la pose desconcertada de sus dieciocho años con la intención de confundir a aquel otro de su pasado y arrebatarle la soberanía estéril de su juventud. Solo cambian los amigos y amantes que le acompañan en su extraño periplo. Trata de vivir intensamente el presente y, a veces, lo consigue. Sin embargo ni siquiera en esos raros momentos logra eclipsar por completo el recuerdo. Más bien ocurre lo contrario: las impresiones del presente remueven el pasado, avivándolo. Es –piensa– como si a la actualidad le brotase una sombra para teñirla de ridículo, como si cada gesto interpretase la parodia de una intensidad ya extinguida. ¿Acaso regiría para la experiencia –se preguntaría ese hombre– una ley similar a la de la termodinámica? ¿Amenazaba a la experiencia un declive semejante al que afectaba al cuerpo físico? ¿Era imposible sentir como la vez primera? ¿Se acartonaban de consuno la piel, los sentidos y la memoria? ¿Y si no fuera así? No había que descartar la hipótesis de que la ausencia fuese en realidad un efecto de postproducción de la película del yo, un filtro que la hacía parecer más interesante, más emocionante y, desde luego, más lacrimógena. Pero, y esta era en definitiva la pregunta crucial, ¿era posible extirpar ese filtro o más bien venía incrustado en el código genético como las instrucciones para que nos creciesen dos ojos y dos manos con un pulgar oponible? ¿Era necesariamente la película de su vida, de todas las vidas, una historia condenada a la melancolía?

Como solo. Luego me echo una siesta. El de la última noche fue un sueño inquieto, de los que no procuran verdadero descanso. Me tumbo en el sofá con Muerte de un apicultor entre las manos. La novela me gusta pero aun así el sueño me doblega antes de acabar la lectura de la página.

Sueño con un camino en medio del bosque. La sensación que me envuelve es apacible. Cantan invisibles los pájaros mientras camino entre los árboles. El sonido de los pájaros es reemplazado por el entrechocar de las hojas de los árboles, o tal vez sea agua. Ambos ruidos se confunden, como si los árboles hubiesen decidido en algún momento de la evolución del planeta imitar el canto de las aguas, o quizás fuera a la inversa. La naturaleza tiende a deleitarnos por medio de una red de analogías de las que es posible extraer un puñado de leyes y, sobre todo, de belleza. El sendero se estrecha y ahora camino entre rocas. Atisbo sin embargo el final del recorrido que, en efecto, desemboca en una impresionante cascada. El fragor del agua es tan intenso que se confunde con el ruido blanco. Miro la cortina de agua como miraría una pantalla de televisión a la espera de que regrese la señal. Poco a poco centro mi atención en el agua y, resignado a la insignificancia, dejo de esperar nada más.

Despierto con la convicción de que el significado está sobrevalorado. Esta certeza, lejos de incomodarme, me produce una enorme sensación de bienestar.

El lenguaje resulta inútil para describir los sueños. Por eso nos aburren los sueños de los demás, como asistir al esfuerzo de alguien que intenta poner en órbita un cohete usando un tirachinas. En el sueño uno es al mismo tiempo el actor, el espectador, el director, el cámara, el guionista y el escenógrafo. Y cómo contar toda esa mezcla de tareas usando la mera posición de un narrador. Imposible. El lenguaje fracasa normalmente al describir la realidad. En el caso del sueño ese fracaso es doble o quíntuple.

El de la cascada es un sueño recurrente, como las olas del mar. Es un sueño que, por tanto, quiere decirme algo.

Paso la tarde frente al teclado, tratando de atraer a unas cuantas palabras que, sin embargo, me rehúyen.

Bruno me dice que tal vez necesito probar con otras mujeres, que Marta está muy bien pero que posiblemente mi polla necesite más estimulación. He quedado con él en un bar de Malasaña aprovechando que Marta se había citado con unas amigas. Nuestros gin-tónics se vacían al unísono. Bebemos, hablamos, bebemos, hablamos, completamos un ciclo que se repite siguiendo una precisa y espontánea sincronía. Los ciclos y las repeticiones son el leitmotiv (valga la redundancia) del día. Su idea es que la polla es una especie de aparato que funciona solo a partir de cierto voltaje. Luego me pide que piense en mi polla como en un electrón atrapado en un orbital (el de la flaccidez), ansioso de recibir la suficiente energía como para pasar al siguiente (el de la erección). Bruno me obliga a imaginar mi miembro viril a través de oscuras metáforas científicas. Está claro (eso opina él) que Marta no me excita lo suficiente. Es normal, continúa, lleváis mucho tiempo juntos; os queréis pero habéis perdido tensión sexual; os conocéis demasiado bien, y para que haya atracción se necesita cierta distancia, diferencia de potencial, eso es; y lo dice como si en verdad estuviese convencido de ello y yo fuese un alumno de bachillerato que atiende las explicaciones de su profesor de física. Puede que en el fondo tenga razón. Fumo tabaco sin boquilla. Me gusta el picante y las especias. Necesito estímulos fuertes para reaccionar, para sacarme de la insensibilidad en la que a veces me adormezco. Si fuera un aparato eléctrico supongo que necesitaría una corriente de 400V. No sería un microondas sino una nevera industrial o un láser. Tal vez podríais recurrir a la lencería, prosigue Bruno, o echar mano de un juguete sexual, algo que rompa la monotonía de vuestros encuentros. O las páginas de contactos, añado yo de manera casi inconsciente, dejándome llevar por el lugar común, que es el responsable de las charlas de ascensor y de las malas novelas. Eso es. Puedo inscribirme en Ashley Madison o en Meetic. No es necesario consumar, aunque eso tampoco hay que descartarlo. A Bruno le brillan los ojos, en un claro efecto de transferencia emocional. Bruno piensa que el hecho de chatear y lanzar flechazos a mujeres que no conozco y muy probablemente indeseables será suficiente para elevar mi nivel de testosterona y recuperar la frescura y el cachondeo de los inicios. Yo no me siento con fuerzas de refutar su tesis que intuyo convencional y confusa, así que me dedico a asentir como si en realidad tuviese que meditar sobre el asunto y le invito a otra ronda como recompensa por sus esfuerzos. En realidad, insiste, no es distinto a entrar a un bar lleno de mujeres, más o menos guapas, más o menos listas. La única diferencia es que ahí todas quieren ligar, sobre todo las que tienen una lucecita verde prendida encima de la cabeza. La cosa, tal y como la cuenta Bruno, tiene su gracia. Lo cierto es que ya estuve abonado a uno de esos sitios antes de conocer a Marta, en parte por curiosidad y en parte para documentarme si en algún momento tenía que hablar del tema en alguna de mis novelas. Recuerdo las estériles sesiones de chat y los mensajes de preciosidades anglosajonas o eslavas, en realidad programas virtuales, robots diseñados para satisfacer nuestra infantil fantasía de hombres seductores. Éramos 31 millones de hombres en una dura competición para atraer a 5,5 millones de mujeres, de las cuales solo 12.000 eran reales. Intentaba contactar con mujeres muy jóvenes que se burlaban (con toda lógica) de mis pretensiones, y puedo decir que llegué a tomarle el gusto a aquel papel de cuarentón patético despreciado (no mames, huevón) por procaces bellezas de veinte años. El patetismo es un rasgo del carácter asequible para cualquiera. Le cuento todo eso a Bruno y sonríe y me dice que pasaba lo mismo en los scouts. El qué, indago. La desproporción de chicos y chicas, responde. Y nos reímos con ganas.

 

Tras agotar la tercera ronda me despido de Bruno. La noche es fría pero aun así decido regresar dando un paseo para despejarme. Cruzo la plaza de Callao, dejándome bombardear por los luminosos que anuncian obras de teatro y zapatillas deportivas y compañías eléctricas. Llego hasta Sol y paso junto a la inscripción del kilómetro cero, el monumento más abstracto de la Capital. Subo por Carretas hasta Jacinto Benavente, luego Tirso de Molina… Caminar por la ciudad es enhebrar plazas. Finalmente llego a casa. Marta no ha regresado todavía. Aprovecho para sentarme frente al ordenador y echar un vistazo al correo. Ignoro la publicidad y me detengo en uno de los mensajes que lleva como asunto Invitación I Congreso de Literatura Duques de Soria. Abro el mensaje. Como el propio asunto anticipa, se trata de una invitación a participar en el primer congreso Duques de Soria que tendrá lugar en dicha ciudad dentro de un par de meses, en concreto durante la segunda semana de abril. Se me anima a hablar de mi obra en el contexto de la literatura actual en España. El tema me resulta interesante y los honorarios son más que aceptables. Además, nunca he estado en Soria y creo que este congreso puede resultar una oportunidad inmejorable para conocer la ciudad y, de paso, para dar a conocer mi propia obra, en particular mi hipótesis sobre la prescindencia de los personajes (acabo de bautizarla así). ¿Es que no conoce la obra de Georges Perec? Adivino la intervención capciosa de algún miembro del público. Precisamente porque la conozco reivindico su herencia, respondería. ¿Acaso la historia de las marinas que son enviadas desde Australia a Francia, convertidas en puzle y (una vez recompuestas sus piezas) devueltas por procesos químicos a su naturaleza original de cuadros, y remitidas de nuevo al pintor de cuyas manos salieron, no es tanto o más emocionante que esa otra historia de muerte y resurrección que es la de Madeleine en Vértigo? La conferencia llevaría por título Tomar partido por las cosas, un homenaje más que evidente a la poesía de Francis Ponge. Y así, fabulando un coloquio con una audiencia imaginaria, dejo pasar el tiempo hasta que oigo abrirse la puerta de casa. Debe de ser Marta. En efecto, Marta hace su aparición en el salón. Nos besamos. Nuestro alientos viciados de alcohol se entremezclan y confunden. Me ofrezco a prepararle algo de cena pero ella me dice que ya ha cenado, que si no me he dado cuenta de la hora que es. Miro mi reloj y compruebo que son casi las doce. Espero que me diga algo, de dónde viene, con quién ha quedado. Normalmente solemos comentar nuestros encuentros con los amigos con la única condición de que el otro esté sobrio, y hoy ambos lo estamos. Pero hoy se pierde en el baño para quitarse los restos de maquillaje. Aprovecho para entrar a la cocina y prepararme un sándwich. Cuando sale, cubierta con su camiseta de dormir, le doy un beso y ella responde con frialdad. La abrazo e intento dar más intensidad a mis besos pero ella se limita a escabullirse y decirme que está cansada. Ni siquiera me concede la oportunidad de un nuevo fracaso. Tal vez quiera ahorrarse una nueva escena de patetismo. Y es entonces, cuando la veo desaparecer en la habitación, cuando siento miedo por vez primera. Marta está siendo muy paciente conmigo. No me presiona. Se muestra comprensiva, pero sé que sufre tanto o más que yo por esta circunstancia. Pese a todo, me asalta el temor ante la mera posibilidad de que la paciencia de Marta tenga un límite. Ella es todavía una mujer joven y bella. Tal vez en este momento esté en la cama masturbándose, pensando en otro hombre. El miedo deja de ser abstracto. Siento cómo se acumula hasta conformar un objeto palpable, duro como una piedra, dispuesto a hacerme daño. Regreso a mi puesto frente al ordenador y entro en la carpeta de spam, ese inconsciente de la mensajería. El spam es el lumpenproletariat de la comunicación, incapaz de acceder al club selecto de la bandeja de correo. Hurgar en el spam y rescatar un mensaje es equiparable a un acto de caridad para con los más pobres. Junto a los mensajes de publicidad, de phishing y de exsoldados de la guerra de Irak que piden un número de cuenta para compartir su botín de guerra conmigo, encuentro el consabido anuncio de venta de Viagra. Hasta hace solo unas semanas aquellos mensajes me parecían venidos de un mundo sórdido y ajeno. Ahora me permito abrir el mensaje para averiguar las condiciones y el precio. Sé que la Viagra no es una solución a mi problema, pero sí, tal vez, un paliativo que me permitiría disfrutar de cierto simulacro de normalidad. Estoy a punto de pagar a alguien en la India para que me envíe una caja de Viagra seguramente adulterada. Al final resisto la tentación. Después abro el archivo de texto y lo miro como quien mira un paisaje a través de la ventanilla del tren, sin ganas de detenerme a contemplarlo. No obstante se hace necesario armarlo, llenarlo de árboles y nubes y vacas, muchísimas vacas. No conviene olvidar que se escribe –en parte– para los lectores y que, por tanto, conviene echar mano de la prosa circunstancial. El color de pelo. El estampado de las alfombras. La uniformidad militar del corte de césped. La luz del porche que alguien deja encendida y que despierta el instinto suicida de las polillas.

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