Novelas completas

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Capítulo XVII

La sorpresa de la señora Dashwood al verlo duró solo un instante; la venida de Edward a Barton era, en su opinión, la cosa más lógica del mundo. Su alegría y manifestaciones de afecto sobrepasaron en mucho la perplejidad que pudo haber sentido. Recibió el joven la más gentil de las bienvenidas de parte de ella; su timidez, frialdad, introversión, no pudieron resistir tal recibimiento. Ya habían comenzado a abandonarlo antes de entrar a la casa, y el encanto del buen hacer de la señora Dashwood terminó por vencerlas. Ciertamente un hombre no podía enamorarse de ninguna de sus hijas sin hacerla a ella también partícipe de su amor; y Elinor tuvo la satisfacción de ver cómo muy pronto volvía a conducirse como en realidad era. Su aprecio hacia ellas y su interés por la felicidad de todas parecieron cobrar nueva vida y hacerse otra vez palpables. No estaba, sin embargo, en el mejor de los ánimos; alabó la casa, admiró el panorama, se mostró correcto y gentil; pero incluso así no estaba animado. Toda la familia se dio cuenta, y la señora Dashwood, atribuyéndolo a alguna falta de generosidad de su madre, se sentó a la mesa enojada contra todos los padres egoístas.

—¿Cuáles son los planes de la señora Ferrars para usted actualmente? —le preguntó tras haber terminado de cenar y una vez que se encontraron reunidos alrededor del fuego—. ¿Todavía se espera que sea un gran orador, a pesar de lo que usted pueda querer?

—No. Espero que mi madre se haya dado cuenta ya de que mis dotes para la vida pública son tan pequeñas como mi afición a ella.

—Pero, entonces, ¿cómo alcanzará la fama? Porque tiene que ser famoso para contentar a toda su familia; y sin ser, inclinado a una vida de grandes dispendios, sin interés por la gente que no conoce, sin profesión y sin tener el futuro asegurado, le puede ser difícil conseguirlo.

—Ni siquiera lo intentaré. No tengo ningún deseo de ser famoso, y tengo todas las razones imaginables para esperar en que nunca lo seré. ¡Gracias a Dios! No se me puede obligar al genio y la elocuencia.

—Carece de ambición, eso lo sé bien. Todos sus deseos son comedidos.

—Creo que tan moderados como los del resto de los mortales. Deseo, al igual que todos los demás, ser totalmente feliz; pero, al igual que todos los demás, tiene que ser a mi manera. La grandeza no me dejará satisfecho.

—¡Sería raro que lo hiciera! —exclamó Marianne—. ¿Qué tienen que ver la riqueza o la grandeza con la felicidad?

—La grandeza, muy poco —dijo Elinor—; pero la riqueza, mucho.

—¡Elinor, qué descaro! —dijo Marianne—. El dinero solo puede dar felicidad allí donde no hay ninguna otra cosa que pueda darla. Más allá de un buen pasar, no puede dar real recompensa, por lo menos en lo que se refiere al ser más reservado.

—Quizá —manifestó Elinor, con una sonrisa—, lleguemos a lo mismo. Tu buen pasar y mi riqueza son muy semejantes, pienso yo; y tal como van las cosas hoy en día, estaremos de acuerdo en que, sin ellos, faltará también todo lo necesario para la felicidad física. Tus ideas solo son más nobles que las mías. Vamos, ¿en cuánto calculas un buen pasar?

—Alrededor de mil ochocientas o dos mil libras al año; solo eso.

Elinor soltó una carcajada.

—¡Dos mil al año! ¡Mil es lo que yo llamo riqueza! Ya sospechaba yo en qué acabaríamos.

—Aún así, dos mil anuales es un ingreso muy moderado —dijo Marianne—. Una familia no puede mantenerse con menos. Y creo que no estoy siendo excéntrica en mis peticiones. Una adecuada dotación de sirvientes, un carruaje, quizá dos, y perros y caballos de caza, no se pueden mantener con menos.

Elinor sonrió otra vez al escuchar a su hermana describiendo con tanta exactitud sus futuros gastos en Combe Magna.

—¡Perros y caballos cazadores! —repitió Edward—. Pero, ¿por qué habrías de tenerlos? No todo el mundo se dedica a cazar.

Marianne se puso colorada mientras le contestaba:

—Pero la mayoría lo hace.

—¡Cómo quisiera —dijo Margaret, poniendo en marcha su fantasía— que alguien nos regalara a cada una una gran fortuna!

—¡Ah! ¡Si eso sucediera! —exclamó Marianne brillándole los ojos animada, y con las mejillas resplandecientes con la dicha de esa felicidad imaginaria.

—Supongo que todas lo anhelamos —dijo Elinor—, pese a que la riqueza no es suficiente.

—¡Ay, cielos! —exclamó Margaret—. ¡Qué feliz sería! ¡No sé qué haría con ese dinero!

Marianne parecía no abrigar ninguna duda al respecto.

—Por mi parte, yo no sabría en qué emplear una gran fortuna —dijo la señora Dashwood— si todas mis hijas fueran ricas sin mi ayuda.

—Debería comenzar con las mejoras a esta casa —observó Elinor—, y todas sus dificultades desaparecerían de golpe.

—¡Qué magníficas órdenes de compra saldrían desde esta familia a Londres —dijo Edward— si ello sucediera! ¡Qué feliz día para los libreros, los vendedores de música y las tiendas de grabados! Usted, señorita Dashwood, haría un encargo masivo para que se le enviara todo nuevo grabado de calidad; y en cuanto a Marianne, conozco su grandeza de espíritu: no habría música bastante en Londres para satisfacerla. ¡Y libros! Thomson, Cowper, Scott... los compraría todos una y otra vez; adquiriría cada copia, creo, para evitar que cayeran en manos vergonzosas de ellos; y tendría todos los libros que le pudieran enseñar a admirar un viejo árbol retorcido. ¿No es cierto, Marianne? Perdóname si he sonado algo ácido. Pero quería mostrarte que no he olvidado nuestras antiguas discusiones.

—Me gusta que me recuerden el pasado, Edward; no importa que sea triste o alegre, me gusta que me lo recuerden; y jamás me herirás hablándome de tiempos pasados. Tienes toda la razón al suponer cómo gastaría mi dinero... parte de él, al menos mi dinero de sobra, de todas maneras lo usaría para enriquecer mi colección de música y libros.

—Y la mayor parte de tu fortuna iría a pensiones anuales para los autores o sus herederos. No, Edward, haría otra cosa.

—Quizá, entonces, la donarías como un premio a la persona que escribiera la mejor defensa de tu frase favorita, esa según la cual nadie puede enamorarse más de una vez en la vida: porque supongo que no has cambiado de opinión en ese punto, ¿no es cierto?

—Ciertamente. A mi edad, las opiniones son tolerablemente sólidas. No parece probable que vaya a ver o escuchar nada que me las haga variar.

—Puede ver que Marianne sigue tan firme como siempre —dijo Elinor—; no ha cambiado en nada.

—Solo está un poco más seria que antes.

—No, Edward —dijo Marianne—, tú no tienes nada que echarme en cara. Tampoco tú estás muy alegre.

—¡Qué te hace pensar eso! —replicó el joven, con un lamento—. Pero la alegría nunca constituyó parte de mi carácter.

—Tampoco la creo parte del de Marianne —dijo Elinor—. Difícilmente negaría que es una muchacha de gran coraje; es muy sincera, muy profunda en todo lo que hace; a veces habla mucho, y siempre con gran vivacidad..., pero no es frecuente verla realmente feliz.

—Creo que tiene usted razón —replicó Edward—; y, sin embargo, siempre la he tenido por una muchacha muy despierta.

—Frecuentemente me he descubierto cometiendo esa clase de errores —dijo Elinor—, con ideas totalmente falsas sobre el carácter de alguien en algún punto u otro; imaginando a la gente mucho más alegre o seria, más ingeniosa o estúpida de lo que realmente es, y me es difícil decir la causa, o en qué se originó el engaño. A veces uno se deja guiar por lo que las personas dicen de sí mismas, y con frecuencia por lo que otros dicen de ellas, sin darse tiempo para deliberar y sacar conclusiones.

—Pero yo creía que estaba bien, Elinor —dijo Marianne— dejarse guiar juiciosamente por la opinión de otras personas. Creía que se nos daba el juicio simplemente para subordinarlo al de nuestro prójimo. Estoy segura de que esta ha sido siempre tu doctrina.

—No, Marianne, jamás. Mi doctrina nunca ha apuntado a la sujeción de la voluntad. La conducta es lo único sobre lo que he querido influir. No debes confundir el sentido de lo que digo. Me confieso culpable de haber deseado con frecuencia que trataras a nuestros conocidos en general con mayor amabilidad; pero, ¿cuándo te he aconsejado adoptar sus sentimientos o conformarte a su manera de juzgar las cosas en asuntos serios?

—Entonces no ha podido incorporar a su hermana a su plan de amabilidad general —dijo Edward a Elinor—. ¿No ha conquistado ningún terreno?

—Muy por el contrario —replicó Elinor, con una expresiva mirada a Marianne.

—Mi pensamiento —respondió él— está en todo de acuerdo con el suyo; pero me temo que mis acciones concuerdan mucho más con las de su hermana. Nunca es mi deseo molestar, pero soy tan tontamente apocado que frecuentemente parezco desatento, cuando solo me retiene mi natural timidez. A menudo he pensado que, por naturaleza, debo haber estado destinado a gustar de la gente de baja condición, ¡pues me siento tan poco cómodo entre personas de buena cuna cuando no las conozco!

—Marianne no puede escudarse en la timidez por la descortesía en que puede incurrir —dijo Elinor.

—Ella sabe demasiado claramente su propio valer para falsas interpretaciones —repuso Edward—. La timidez es solo efecto de una sensación de inferioridad en uno u otro aspecto. Si yo pudiera convencerme de que mi modo de ser es perfectamente natural y elegante, no sería apocado.

—Pero incluso así, sería reservado —dijo Marianne—, y eso es peor.

Edward se la quedó mirando sin pestañear.

—¿Reservado? ¿Soy reservado, Marianne?

—Sí, mucho.

—No te comprendo —replicó él, subiéndosele los colores—. ¡Reservado...! ¿Cómo, en qué sentido? ¿Qué debería haberles mencionado? ¿Qué es lo que crees?

 

Elinor pareció asombrada ante una respuesta tan cargada de emoción, pero intentando quitarle hierro al asunto, le manifestó:

—¿Es que acaso no conoce bastante a mi hermana para entender lo que dice? ¿No sabe acaso que ella llama reservado a todo aquel que no habla tan rápido como ella ni admira lo que ella admira, y con idéntico arrobamiento?

Edward no contestó. Retornó a él ese aire grave y meditabundo que le era tan propio, y durante un rato se mantuvo allí sentado, silencioso y sombrío.

Capítulo XVIII

Elinor contempló con gran zozobra el ánimo deprimido de su amigo. La satisfacción que le ofrecía su visita era bastante parcial, puesto que la dicha que él mismo ofrecía parecía tan imperfecta. Estaba claro que era desgraciado, y ella habría deseado que fuera igualmente evidente que todavía la distinguía por el mismo afecto que alguna vez estaba segura de haberle inspirado; pero hasta el momento parecía muy dudoso que continuara prefiriéndola, y su actitud reservada hacia ella contradecía en un momento lo que una mirada más fresca había insinuado el minuto anterior.

A la mañana siguiente las acompañó a ella y a Marianne en la mesa del desayuno antes de que las otras hubieran bajado; y Marianne, siempre ansiosa de animar, en lo que le era posible, la felicidad de ambos, pronto los dejó solos. Pero no iba todavía por la mitad de las escaleras cuando escuchó abrirse la puerta de la sala y, volviéndose, quedó perpleja al ver que también Edward salía.

—Voy al pueblo a ver mis caballos —le dijo—, ya que todavía no estás lista para desayunar; volveré muy luego.

Edward volvió con nueva admiración por la región que contemplaba; su paseo a la aldea había sido ocasión favorable para ver gran parte del valle; y la aldea misma, ubicada mucho más alto que la casa, ofrecía una visión general de todo el lugar que le había gustado grandemente. Este era un tema que aseguraba la atención de Marianne, y empezaba a describir su propia admiración por estos escenarios y a interrogarlo más en detalle sobre las cosas que lo habían impresionado de manera especial, cuando Edward la interrumpió diciendo:

—No debes preguntar mucho, Marianne; recuerda, no sé nada de lo pintoresco, y te ofenderé con mi ignorancia y falta de gusto si entramos en detalles. ¡Llamaré empinadas a las colinas que debieran ser escarpadas! Superficies inusuales y groseras, a las que debieran ser caprichosas y ásperas; y de los objetos distantes diré que están fuera de la vista, cuando solo debieran ser difuminados a través del suave cristal de la densa atmósfera. Tienes que contentarte con el tipo de admiración que honradamente puedo ofrecer. La llamo una bellísima región: las colinas son empinadas, los bosques parecen llenos de magnífica madera, y el valle se ve confortable y acogedor, con ricos pastos y varias limpias casas de granjeros desparramados aquí y allá. Corresponde exactamente a mi idea de una agradable región campestre, porque une hermosura y utilidad... y también diría que es pintoresca, porque a ti te gusta; fácilmente puedo creer que está llena de roquerías y promontorios, musgo gris y zarzales, pero todo eso se pierde conmigo. No sé nada de pintoresquismo.

—Me temo que hay demasiada verdad en eso —dijo Marianne—; pero, ¿por qué hacer alarde de ello?

—Sospecho —dijo Elinor— que para evitar caer en un tipo de afectación, Edward cae aquí en otra. Como cree que tantas personas pretenden mucho mayor admiración por las bellezas de la naturaleza de la que de verdad sienten, y le desagradan tales pretensiones, afecta mayor indiferencia ante el paisaje y menos juicio de los que realmente posee. Es exquisito y quiere tener una afectación solo de él.

—Es muy cierto —dijo Marianne— que la admiración por los paisajes naturales se ha convertido en un simple galimatías. Todos pretenden admirarse e intentan hacer descripciones con el gusto y la prestancia del primero que definió lo que era la belleza pintoresca. Detesto las ampulosidades de cualquier tipo, y en ocasiones he guardado para mí misma mis sentimientos porque no podía hallar otro lenguaje para describirlos que no fuera ese que ha sido gastado y manoseado hasta perder todo sentido y significado.

—Estoy convencido —dijo Edward— de que frente a un bellísimo panorama sinceramente sientes todo el placer que dices sentir. Pero, a cambio, tu hermana debe permitirme no sentir más del que declaro. Me gusta una hermosa vista, pero no según los principios de lo pintoresco. No me gustan los árboles contraídos, retorcidos, marchitos. Mi admiración es mucho más grande cuando son altos, rectos y están floridos. No me gustan las cabañas en ruinas, destartaladas. No soy aficionado a las ortigas o a los cardos o a los brezales. Me da mucho más gusto una acogedora casa campesina que una atalaya; y un grupo de aldeanos sanos y felices me agrada mucho más que los mejores bandidos del mundo.

Marianne miró a Edward con ojos llenos de asombro, y a su hermana con pena. Elinor se limitó a reír.

Dejaron el tema, y Marianne se mantuvo en un pensativo silencio hasta que de repente un objeto capturó su atención. Estaba sentada junto a Edward, y cuando él tomó la taza de té que le ofrecía la señora Dashwood, su mano le pasó tan cerca que no pudo dejar de observar, muy visible en uno de sus dedos, un anillo que en el centro llevaba unos cabellos entretejidos.

—Nunca vi que usaras un anillo antes, Edward —le dijo—. ¿Pertenecen a Fanny esos cabellos? Recuerdo que prometió darte algunos. Pero habría pensado que su pelo era más castaño.

Marianne había manifestado sin mayor reflexión lo que sinceramente sentía; pero cuando vio cuánto había turbado a Edward, su propio enojo ante su falta de consideración fue mayor que la molestia que él sentía. Él enrojeció claramente y, lanzando una rápida mirada a Elinor, replicó:

—Sí, es cabello de mi hermana. El engaste siempre le da un color diferente, ya sabes.

La mirada de Elinor se había cruzado con la de él, y también pareció aturdirse. De inmediato ella pensó, al igual que Marianne, que el cabello le pertenecía; la única diferencia entre ambas conclusiones era que lo que Marianne creía era un regalo dado voluntariamente por su hermana, para Elinor había sido obtenido quizá por medio de algún robo o alguna maniobra de la que ella no se había enterado. Sin embargo, no estaba de humor para considerarlo una afrenta, y mientras cambiaba de conversación pretendiendo así no haber notado lo ocurrido, en su fuero interno resolvió aprovechar de ahí en adelante toda oportunidad que se le presentara para mirar ese cabello y convencerse, más allá de toda sospecha, de que era del mismo color que el suyo.

La turbación de Edward se alargó durante algún tiempo, y terminó llevándolo a un estado de abstracción todavía más pronunciado. Estuvo especialmente serio durante toda la mañana. Marianne se reprochaba de la forma más dura por lo que había dicho; pero se habría perdonado con mayor prontitud si hubiera sabido cuán poco había ofendido a su hermana.

Antes de mediodía recibieron la visita de sir John y la señora Jennings, que habiendo sabido de la visita de un caballero a la cabaña, vinieron a cotillear de quién se trataba. Con la ayuda de su suegra, sir John no tardó en descubrir que el nombre de Ferrars comenzaba con F, y esto dejó abierta para el futuro una veta de chanzas contra la recta Elinor que únicamente porque acababa de conocer a Edward no explotaron enseguida. En el momento, tan solo las expresivas miradas que se cruzaron dieron una señal a Elinor de cuán lejos había llegado su sagacidad, a partir de las indicaciones de Margaret.

Sir John jamás llegaba a casa de las Dashwood sin invitarlas ya fuera a cenar en la finca al día siguiente, o tomar té con ellos esa misma tarde. En la ocasión actual, para distracción de su huésped a cuyo deleite se sentía obligado a contribuir, quiso comprometerlos para ambos.

—Tienen que tomar té con nosotros hoy día —les dijo—, porque estaremos completamente solos; y mañana sea como fuere deben cenar con nosotros, porque seremos un grupo bastante numeroso.

La señora Jennings reforzó lo imperativo de la situación, argumentando:

—¿Y cómo saben si no organizan un baile? Y eso sí la tentará a usted, señorita Marianne.

—¡Un baile! —protestó Marianne—. ¡No puede ser! ¿Quién va a bailar?

—¡Quién! Pues, ustedes, y los Carey y los Whitaker, con toda seguridad. ¡Cómo! ¿Acaso creía que nadie puede bailar porque una cierta persona a quien no nombraremos se ha marchado?

—Con todo el corazón —exclamó sir John— desearía que Willoughby estuviera entre nosotros otra vez.

Esto, y el rubor de Marianne, alentaron nuevas sospechas en Edward.

—¿Y quién es Willoughby? —le preguntó en voz baja a la señorita Dashwood, a cuyo lado se encontraba.

Elinor le contestó en pocas palabras. El semblante de Marianne era mucho más expresivo. Edward vio en él lo bastante para comprender no solo el significado de lo que los otros sugerían, sino también las expresiones de Marianne que antes lo habían confundido; y cuando sus visitantes se hubieron ido, enseguida se dirigió a ella y, en un susurro, le dijo:

—He estado haciendo cábalas. ¿Te digo lo que me parece adivinar?

—¿Qué quieres insinuar?

—¿Te lo digo?

—Desde luego.

—Pues bien, adivino que el señor Willoughby practica la caza.

Marianne se sintió sorprendida y turbada, pero no pudo dejar de sonreír ante tan tranquila sutileza y, tras un instante de silencio, le dijo:

—¡Ay, Edward! ¿Cómo puedes...? Pero llegará el día, espero... Estoy segura de que te gustará.

—No lo dudo —replicó él, con una cierta sorpresa ante la intensidad y calor de sus palabras; pues si no hubiera imaginado que se trataba de una broma hecha para diversión de todos sus conocidos, basada nada más que en un algo o una nada entre el señor Willoughby y ella, no se habría atrevido a mencionarlo.

Capítulo XIX

Edward permaneció una semana en la cabaña; la señora Dashwood lo urgió a que se quedara más tiempo, pero como si solo deseara mortificarse a sí mismo, pareció decidido a marchar cuando mejor lo estaba pasando entre sus amigos. Su estado de ánimo en los últimos dos o tres días, aunque todavía bastante inestable, había mejorado mucho; día a día parecía aficionarse más a la casa y a sus alrededores, nunca hablaba de irse sin acompañar de lamentos sus palabras, afirmaba que disponía de su tiempo por completo, incluso dudaba de hacia dónde se dirigiría cuando se marchara..., pero aun así debía irse. Nunca una semana había pasado tan rápido, apenas podía creer que ya se hubiera ido. Lo dijo una y otra vez; dijo también otras cosas, que indicaban el rumbo de sus sentimientos y se contradecían con sus acciones. Nada le complacía en Norland, detestaba la ciudad, pero o a Norland o a Londres debía ir. Valoraba por sobre todas las cosas la gentileza que había recibido de todas ellas y su mayor felicidad era estar en su compañía. Y todavía así debía dejarlas a fines de esa semana, a pesar de los deseos de ambas partes y sin ninguna restricción en su estancia.

Elinor echaba la culpa a la madre de Edward de todo lo que había de extraño en su manera de actuar; y era una suerte para ella que él tuviera una madre cuyo carácter le fuera conocido de forma tan imperfecta como para servirle de excusa general frente a todo lo extravagante que pudiera haber en su hijo. Sin embargo, desilusionada y enojada como estaba, y a veces disgustada con la vacilante conducta del joven hacia ella, incluso así tenía la mejor disposición general para otorgar a sus acciones las mismas sinceras concesiones y generosas calificaciones que le habían sido arrancadas con algo más de dificultad por la señora Dashwood cuando se trataba de Willoughby. Su falta de ánimo, de franqueza y de coraje, era atribuida en general a su falta de libertad y a un mejor conocimiento de las disposiciones y planes de la señora Ferrars. La brevedad de su visita, la firmeza de su propósito de irse, se originaban en el mismo atropello a sus inclinaciones, en la misma inevitable necesidad de obedecer a su madre. La antigua y ya conocida lucha entre el deber y el deseo, los padres contra los hijos, era la causa de todo. A Elinor le habría alegrado saber cuándo iban a terminar estas trabas, cuándo iba a terminar esa oposición..., cuándo iba a cambiar la señora Ferrars, dejando a su hijo en libertad para ser feliz. Pero, de tan inútiles deseos estaba obligada a volver, para encontrar alivio, a la renovación de su confianza en el afecto de Edward; al recuerdo de todas las señales de interés que sus miradas o palabras habían dejado escapar mientras estaban en Barton; y, sobre todo, a esa lisonjeadora prueba de ello que él usaba sin tregua alrededor de su dedo.

 

—Creo, Edward —manifestó la señora Dashwood mientras desayunaban la última mañana—, que serías más feliz si tuvieras una profesión que ocupara tu tiempo y les diera interés a tus planes y acciones. Ello podría no ser enteramente conveniente para tus amigos: no podrías entregarles tanto de tu tiempo. Pero —agregó con una sonrisa— te verías beneficiado en un aspecto al menos: sabrías adónde dirigirte cuando los dejas.

—De verdad le aseguro —contestó él— que he pensado mucho en esta cuestión en el mismo sentido en que usted lo hace ahora. Ha sido, es y quizá siempre será una gran desgracia para mí no haber tenido ninguna ocupación a la cual obligatoriamente dedicarme, ninguna profesión que me dé empleo o me ofrezca algo en la línea de la libertad. Pero, por desgracia, mi propia capacidad de comportarme de manera gentil, y la gentileza de mis amigos, han hecho de mí lo que soy: un ser vago, incompetente. Nunca pudimos ponernos de acuerdo en la elección de una profesión. Yo siempre preferí la iglesia, como lo sigo prefiriendo. Pero eso no era suficientemente elegante para mi familia. Ellos recomendaban una carrera militar. Eso era demasiado, demasiado elegante para mí. En cuanto al ejercicio de las leyes, le concedieron la gracia de considerarla una profesión bastante honrada; muchos jóvenes con despachos en alguna Asociación de Abogados de Londres han conseguido una muy buena llegada a los círculos más importantes, y se pasean por la ciudad conduciendo calesas muy a la moda. Pero yo no tenía ninguna afición por las leyes, ni siquiera en esta forma harto menos complicada de ellas que mi familia aprobaba. En cuanto a la marina, tenía la ventaja de ser de buen tono, pero yo ya era demasiado mayor para ingresar a ella cuando se empezó a hablar del tema; y, a la larga, como no había auténtica necesidad de que tuviera una profesión, dado que podía ser igual de garboso y dispendioso con una chaqueta roja sobre los hombros o sin ella, se terminó por decidir que el ocio era lo más ventajoso y honrado; y a los dieciocho años los jóvenes por lo general no están tan ansiosos de tener una ocupación como para resistir las invitaciones de sus amigos a no hacer nada. Ingresé, por tanto, en Oxford, y desde entonces he estado de ocioso, tal como hay que estar.

—La consecuencia de todo ello será, supongo —dijo la señora Dashwood—, ya que el no hacer nada no te ha traído ninguna felicidad, que criarás a tus hijos para que tengan tantos intereses, empleos, profesiones y quehaceres como Columella.3

—Serán criados —respondió en tono serio— para que sean tan diferentes de mí como sea posible, en sentimientos, acciones, condición, en todo.

—Vamos, vamos, todo eso no es más que producto de tu depresión, Edward. Estás de humor, y te imaginas que cualquiera que no sea como tú debe ser feliz. Pero recuerda que en algún momento todos sentirán la pena de separarse de los amigos, sin importar cuál sea su educación o estado. Toma conciencia de tu propia felicidad. No careces de nada sino de paciencia... o, para darle un nombre más atractivo, llámala esperanza. Con el tiempo tu madre te garantizará esa libertad que tanto ansías; es su deber, y muy pronto su felicidad será, deberá ser, impedir que toda tu juventud se desperdicie en el disgusto. ¡Cuánto no podrán hacer unos pocos meses!

—Creo —replicó Edward— que hará falta muchos meses para que me suceda algo bueno.

Este desánimo, aunque no pudo ser contagiado a la señora Dashwood, aumentó el dolor de todos ellos por la partida de Edward, que muy pronto tuvo lugar, y dejó una incómoda sensación especialmente en Elinor, que necesitó de tiempo y trabajo para sosegarse.

Pero como había decidido sobreponerse a ella y evitar parecer que sufría más que el resto de su familia ante la marcha del joven, no utilizó los medios tan juiciosamente empleados por Marianne en una ocasión parecida, cuando se entregó a la búsqueda del silencio, la soledad y el ocio para aumentar y hacer permanente su sufrimiento. Sus métodos eran tan diferentes como sus particulares objetivos, e igualmente adecuados a la consecución de ellos.

Apenas marchó Edward, Elinor se sentó a su mesa de dibujo, se mantuvo ocupada durante todo el día, no buscó ni evitó mencionar su nombre. Pareció prestar el mismo interés cotidiano a las preocupaciones generales de la familia, y si con esta conducta no hizo disminuir su propia tristeza, al menos evitó que aumentara de manera innecesaria, y su madre y hermanas se vieron libres de muchos esfuerzos por su causa.

Tal conducta, tan exactamente al revés a la de ella, no le parecía a Marianne más meritoria que criticable le había parecido la propia. Del problema del dominio sobre sí misma, dio cuenta con toda facilidad: si era imposible cuando los sentimientos eran fuertes, con los tranquilos no tenía ningún mérito. Que los sentimientos de su hermana eran apacibles, no osaba negarlo, aunque le avergonzaba reconocerlo; y de la fuerza de los propios tenía una prueba incontrovertible, puesto que seguía amando y respetando a esa hermana a pesar de este humillante convencimiento.

Sin rehuir a su familia o salir de la casa en voluntaria soledad para evitarla o quedarse despierta toda la noche para abandonarse a sus cavilaciones, Elinor descubrió que cada día le ofrecía tiempo suficiente para pensar en Edward, y la conducta de Edward, de todas las facetas imaginables que sus diferentes estados de ánimo en momentos distintos podían producir: con ternura, piedad, aprobación, censura y duda. Abundaban los momentos cuando, si no por la ausencia de su madre y hermanas, al menos por la naturaleza de sus ocupaciones, se imposibilitaba toda conversación entre ellas y sobrevenían todos los efectos de la soledad. Su mente volaba inevitablemente en libertad; sus pensamientos no podían encadenarse a ninguna otra cosa; y el pasado y el futuro relacionados con un tema tan trascendente no podían sino hacérsele presentes, forzar su atención y absorber su memoria, sus reflexiones, su fantasía.

De una ensoñación de esta clase a la que se había entregado mientras se encontraba sentada ante su mesa de dibujo, la despertó una mañana, poco después de la marcha de Edward, la llegada de algunas visitas. Por casualidad se encontraba sola. El ruido que la puertecilla a la entrada del jardín frente a la casa hacía al cerrarse hizo desviar su mirada hacia la ventana, y vio un gran grupo de personas acercándose a la puerta. Entre ellas estaban sir John y lady Middleton y la señora Jennings; pero había otros dos, un caballero y una dama, que le eran por completo desconocidos. Estaba sentada cerca de la ventana y tan pronto la vio sir John, dejó que el resto de la partida cumpliera con la ceremonia de golpear la puerta y, cruzando por el césped, le hizo abrir el ventanal para conversar en privado, aunque el espacio entre la puerta y la ventana era tan pequeño como para hacer casi imposible hablar en una sin ser escuchado en la otra.

—Bien —le dijo—, le hemos traído algunos desconocidos. ¿Le parecen bien?

—¡Shhh! Pueden oírlo.

—Qué importa si lo hacen. Solo son los Palmer. Puedo decirle que Charlotte es muy hermosa. Alcanzará a verla si mira hacia acá.

Como Elinor estaba segura de que la vería en un par de minutos sin tener que tomarse tal libertad, le rogó que la excusara de hacerlo.

—¿Dónde está Marianne? ¿Se ha escondido al vernos venir? Veo que su instrumento está abierto.