Novelas completas

Text
Aus der Reihe: Colección Oro
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

Capítulo XIII

La planeada excursión a Whitwell resultó muy diferente a la que Elinor había pensado. Se había preparado para quedar completamente mojada, cansada y asustada; pero la ocasión resultó incluso más malograda, porque ni tan solo fueron.

Hacia las diez de la mañana todos estaban reunidos en Barton Park, donde iban a desayunar. Aunque había llovido toda la noche el tiempo era bastante bueno, pues las nubes se iban dispersando por todo el cielo y el sol asomaba con alguna frecuencia. Estaban todos de excelente ánimo y buen humor, ansiosos de la oportunidad de sentirse felices, y decididos a someterse a los mayores inconvenientes y fatigas para conseguirlo.

Mientras desayunaban, llegó el correo. Entre las cartas había una para el coronel Brandon. Él la cogió, miró la dirección, su rostro mudó de color y acto seguido abandonó el cuarto.

—¿Qué le sucede a Brandon? —preguntó sir John. Nadie supo explicarlo.

—Espero que no se trate de malas noticias —dijo lady Middleton—. Tiene que ser algo extraordinario para hacer que el coronel Brandon dejara mi mesa de desayuno de súbito.

A los cinco minutos se encontraba de regreso.

—Deseo que no sean malas noticias, coronel —manifestó la señora Jennings no bien lo vio entrar en la habitación.

—En absoluto, señora, gracias.

—¿Era de Avignon? ¿Espero que no fuera para comunicarle que su hermana ha empeorado?

—No, señora. Venía de la ciudad, y es sencillamente una carta de negocios.

—Pero, ¿cómo pudo descomponerse tanto al ver la letra, si era solo una carta de negocios? Vamos, vamos, coronel; esa explicación no vale; díganos la verdad.

—Mi querida señora —dijo lady Middleton—, fíjese bien en lo que dice.

—¿Acaso es para decirle que su prima Fanny se ha casado? —continuó la señora Jennings, sin hacer caso a la recomendación de su hija.

—No, por cierto que no.

—Bien, entonces sé de quién es, coronel. Y espero que ella esté bien.

—¿A quién se refiere, señora? —preguntó él, un tanto enrojecido.

—¡Ah! Usted sabe a quién.

—Siento muy especialmente, señora —manifestó el coronel dirigiéndose a lady Middleton— haber recibido esta carta hoy, porque se trata de negocios que requieren mi inmediata presencia en la ciudad.

—¡En la ciudad! —exclamó la señora Jennings—. ¿Qué puede tener que despachar usted en la ciudad en esta época del año?

—Verme obligado a dejar una excursión tan agradable —siguió él— significa una gran pérdida para mí; pero mi mayor preocupación es que temo que mi presencia sea necesaria para que ustedes tengan acceso a Whitwell.

—¡Qué gran golpe fue este para todos!

—¿Pero no sería bastante, señor Brandon —inquirió Marianne con un cierto nerviosismo—, si usted le escribe una nota al cuidador de la casa?

El coronel negó con la cabeza.

—Debemos ir —dijo sir John—. No lo vamos a retrasar cuando estamos a punto de marchar. Usted, Brandon, tendrá que ir a la ciudad mañana, y no hay más que hablar.

—Ojalá la solución fuera tan fácil. Pero no está en mis manos retrasar mi viaje ni un solo día.

—Si nos permitiera saber qué negocio es el que lo llama —dijo la señora Jennings—, podríamos ver si se puede retrasar o no.

—No se retrasaría más de seis horas —añadió Willoughby—, si se aviniere en aplazar su viaje hasta que regresemos.

—No puedo permitirme desperdiciar siquiera una sola hora en esto.

Elinor escuchó entonces a Willoughby decirle en voz baja a Marianne:

—Algunas personas no soportan una excursión de esparcimiento. Brandon es uno. Tenía miedo de resfriarse, diría yo, e inventó esta triquiñuela para escaparse. Apostaría cincuenta guineas a que él mismo redactó la carta.

—No me cabe la menor duda —replicó Marianne.

—Cuando usted toma una decisión, Brandon —dijo sir John—, no hay forma de persuadirlo a que cambie de opinión, siempre lo he sabido. Sin embargo, espero que lo piense mejor. Recuerde que están las dos señoritas Carey, que han venido des de Newton; las tres señoritas Dashwood vinieron caminando desde su casa, y el señor Willoughby se levantó dos horas antes de lo acostumbrado, todos con el propósito de ir a Whitwell.

El coronel Brandon volvió a repetir cuánto sentía que por su causa se malograra la excursión, pero al mismo tiempo declaró que ello era ineludible.

—Y entonces, ¿cuándo estará de vuelta?

—Espero que lo veamos en Barton —agregó su señoría— tan pronto como pueda dejar la ciudad; y debemos posponer la excursión a Whitwell hasta su regreso.

—Es usted muy atenta. Pero tengo tan poca certeza respecto de cuándo podré hacerlo, que no me atrevo a comprometerme a ello.

—¡Oh! Él tiene que volver, y lo hará —exclamó sir John—. Si no está de regreso a fines de semana, iré a buscarlo.

—Sí, hágalo, sir John —exclamó la señora Jennings—, y así quizá pueda descubrir de qué se trata su negocio.

—No quiero entrometerme en los asuntos de otro hombre; me imagino que es algo que lo deshonra...

Avisaron en ese momento que estaban listos los caballos del coronel Brandon.

—No pensará ir a la ciudad a caballo, ¿verdad? —añadió sir John.

—No, solo hasta Honiton. Allí cogeré la posta.

—Bien, como está decidido a irse, le deseo buen viaje. Pero habría sido mejor que cambiara de opinión.

—Le aseguro que no está en mi poder hacerlo.

Se despidió entonces de todo el grupo.

—¿Hay alguna posibilidad de verla a usted y a sus hermanas en la ciudad este invierno, señorita Dashwood?

—Temo que de ninguna manera.

—Entonces debo decirle adiós por más tiempo del que deseara.

Frente a Marianne solo inclinó la cabeza, sin proferir palabra.

—Vamos, coronel —insistió la señora Jennings—, antes de irse, díganos a qué va.

El coronel le deseó los buenos días y, acompañado de sir John, abandonó la habitación.

Las quejas y lamentaciones que hasta entonces la buena educación había reprimido, ahora estallaron de forma generalizada; y todos convivieron una y otra vez en lo enojoso que era sentirse así de desairado.

—Puedo adivinar, sin embargo, qué negocio es ese —dijo la señora Jennings con gran contento.

—¿De verdad, señora? —dijeron casi al unísono.

—Sí, estoy segura de que se trata de la señorita Williams.

—¿Y quién es la señorita Williams? —preguntó Marianne.

—¡Cómo! ¿No sabe usted quién es la señorita Williams? Estoy segura de que tiene que haberla oído nombrar antes. Es pariente del coronel, querida; una pariente muy próxima. No diremos cuán próxima, por temor a escandalizar a las jovencitas. —Después, bajando la voz un tanto, le dijo a Elinor—: Es su hija natural.

—¡No puede ser!

—¡Oh, sí! Y se le parece como una gota de agua a otra. Me atrevería a decir que el coronel habrá testado a su favor.

Al volver, sir John se unió con gran entusiasmo al lamento general por tan desafortunado incidente; sin embargo, concluyó observando que como estaban todos juntos, debían hacer algo que los alegrara; y tras algunas consultas acordaron que aunque solo podían encontrar felicidad en Whitwell, podrían procurarse una aceptable tranquilidad de espíritu dando un paseo por el campo. Trajeron entonces los carruajes; el de Willoughby fue el primero, y nunca se vio más contenta Marianne que cuando se acomodó en él. Willoughby condujo muy deprisa a través de la finca, y muy pronto se habían perdido de vista; y nada más se supo de ellos hasta su regreso, lo que no ocurrió sino después de que todos los demás habían llegado. Ambos parecían entusiasmados con su paseo, pero dijeron solo en términos generales que no habían salido de los caminos, en tanto los otros habían ido hacia las colinas.

Se acordó que al atardecer habría un baile y que todos deberían estar muy contentos durante todo el día. Otros miembros de la familia Carey llegaron a cenar, y tuvieron el placer de juntarse casi veinte a la mesa, lo que sir John observó muy alegre. Willoughby ocupó su lugar habitual entre las dos señoritas Dashwood mayores. La señora Jennings se sentó a la derecha de Elinor; y no llevaban mucho allí cuando se cruzó por detrás de la joven y de Willoughby y dijo a Marianne, en voz lo bastante alta para que ambos escucharan:

—Los he descubierto, a pesar de todas sus patrañas. Sé dónde pasaron la mañana.

Marianne enrojeció, y replicó con voz nerviosa:

—¿Dónde, si me hace el favor?

—¿Acaso no sabía usted —dijo Willoughby— que habíamos salido en mi calesa?

—Sí, sí, señor “Descaro”, eso lo sé bien, y estaba decidida a descubrir dónde habían estado.

—Espero que le guste su casa, señorita Marianne. Es muy grande, ya lo sé, y cuando venga a visitarla, espero que la haya amueblado de nuevo, porque le hacía mucha falta la última vez que estuve ahí hace seis años.

Marianne se dio la vuelta en un estado de gran excitación. La señora Jennings rio de buena gana; y Elinor descubrió que en su insistencia por saber dónde habían estado, llegó a hacer que su propia sirvienta interrogara al mozo del señor Willoughby, y que por esa vía supo que habían ido a Allenham y pasado un buen rato paseando por el jardín y recorriendo la finca.

A Elinor se le hacía difícil creer que ello fuera cierto, ya que parecía tan improbable que Willoughby propusiera, o Marianne aceptara, entrar en la casa mientras la señora Smith, a quien Marianne jamás había sido presentada, se encontrara allí.

Tan pronto salieron del comedor, Elinor le preguntó sobre lo sucedido; y su sorpresa fue grande al descubrir que cada una de las circunstancias que había relatado la señora Jennings era completamente verdadera. Marianne se mostró bastante furiosa con su hermana por haberlo puesto en duda.

 

—¿Por qué habías de pensar, Elinor, que no fuimos allá o que no vimos la casa? ¿Acaso no es eso lo que frecuentemente has querido hacer tú misma?

—Sí, Marianne, pero yo no iría mientras la señora Smith estuviera allí, y sin otra compañía que el señor Willoughby.

—El señor Willoughby, sin embargo, es la única persona que puede tener derecho a mostrar esa casa; y como fue en un carruaje descubierto, era imposible tener otro acompañante. Nunca he pasado una mañana tan feliz en toda mi vida.

—Temo —respondió Elinor— que lo feliz de una ocupación no es siempre prueba de su corrección.

—Al contrario, nada puede ser una prueba más segura de ello, Elinor; pues si lo que hice hubiera sido de alguna manera incorrecto, lo habría estado sintiendo todo el tiempo, porque siempre sabemos cuando actuamos mal, y con tal convicción no podría haber sido feliz.

—Pero, mi querida Marianne, como esto ya te ha expuesto a algunas observaciones bastante inoportunas, ¿no comienzas a poner en duda ahora la discreción de tu conducta?

—Si las observaciones inoportunas de la señora Jennings van a ser prueba de la incorrección de una conducta, todos nos encontramos en falta en cada uno de los momentos de nuestra vida. No valoro sus censuras más de lo que valoraría sus elogios. No tengo conciencia de haber hecho nada malo al pasear por los jardines de la señora Smith o visitar su casa. Algún día serán del señor Willoughby, y...

—Si un día fueran a ser tuyas, Marianne, eso no justificaría como has obrado.

Marianne mudó de color ante esta insinuación, pero hasta se veía que era gratificante para ella; y tras un lapso de diez minutos de intensa meditación, se acercó nuevamente a su hermana y le dijo con bastante buen humor:

—Probablemente, Elinor, fue imprudente de mi parte ir a Allenham; pero el señor Willoughby quería muy singularmente mostrarme el lugar; y es una casa preciosa, te lo aseguro. Hay una salita extremadamente bella arriba, de un tamaño muy agradable y cómodo, que puede ser usada a lo largo de todo el año, y con muebles modernos resultaría encantadora. Está situada en una esquina, con ventanas a ambos lados. Hacia un lado, a través de un campo plantado de césped donde se juega a los bolos, tras la casa, se abre un precioso bosque en pendiente; hacia el otro, divisas la iglesia y la aldea y, más allá, esas bellas colinas escarpadas que tantas veces hemos admirado. No vi esta salita en la mejor de las condiciones, porque nada podría estar más abandonado que ese mobiliario... pero si se lo arreglara con cosas nuevas... un par de cientos de libras, dice Willoughby, la transformarían en una de las salas de verano más agradables de toda Inglaterra.

Si Elinor la hubiera podido escuchar sin interrupciones de los demás, le habría descrito cada habitación de la casa con el mismo calor.

Capítulo XIV

El rápido término de la visita del coronel Brandon a Barton Park, junto con su firmeza en ocultar las causas de tal determinación, ocuparon todas las tribulaciones de la señora Jennings durante dos o tres días, llevándola a imaginar las más diversas hipótesis. Tenía una extraordinaria capacidad de elaborar conjeturas, como debe tenerla todo aquel que se toma un interés tan vivo en las idas y venidas de cada uno de sus conocidos. Se preguntaba casi sin tregua cuál podría ser la razón de ello; estaba segura de que debían ser malas noticias, y pasó revista a todas las desgracias que podrían haber recaído sobre él, firmemente resuelta a que no se escabullera de ellas.

—Estoy segura de que debe tratarse de algo muy dramático —afirmó—. Pude percibirlo en su cara. ¡Pobre hombre! Creo que se encuentra en una mala situación. Nunca se ha sabido que sus tierras en Delaford produzcan más de dos mil libras al año, y su hermano dejó todo desgraciadamente comprometido. En verdad creo que lo han llamado por asuntos de dinero, porque, ¿qué otra cosa puede ser? Me pregunto si es así. Daría lo que fuera por saber. Quizá se trate de la señorita Williams... y, a propósito, me atrevo a afirmar que sí, porque pareció afectarle mucho cuando se la recordé. Quizás ella se encuentre enferma en la ciudad; es bastante posible, porque tengo la idea de que es de constitución enfermiza. Apostaría lo que fuera a que se trata de la señorita Williams. No es muy probable que él esté en aprietos económicos ahora, porque es un hombre muy sensato y con toda seguridad a estas alturas debe haber saneado la situación de sus propiedades. ¡Me pregunto qué podrá ser! Quizá su hermana se haya agravado en Avignon, y lo ha enviado a buscar. Su apuro en partir parece concordar con ello. Bueno, le deseo sinceramente que salga de todos sus problemas, y con una buena esposa por añadidura.

Así elucubraba la señora Jennings, así hablaba; sus opiniones cambiaban con cada nueva elucubración y todas le parecían igualmente probables en el instante en que nacían. Elinor, aunque sentía verdadero interés por el bienestar del coronel Brandon, no podía dedicar a su repentina partida todas las inquietudes que la señora Jennings exigía que sintiera; porque además de que, en su opinión, las circunstancias no llenaban tan persistentes disquisiciones o variedad de especulaciones, su perplejidad se dirigía a otro asunto. Estaba totalmente ocupada en dilucidar el extraordinario silencio de su hermana y de Willoughby respecto de aquello que debían saber que era de especial interés para todos. Como continuaba este silencio, cada día que pasaba lo hacía parecer más extraño e incompatible con el carácter de las dos. Por qué no reconocían abiertamente ante su madre y ella misma lo que, minuto a minuto, su conducta mutua declaraba haber tenido lugar, era algo que Elinor no podía pensar.

Fácilmente podía entender que el matrimonio no fuera algo que Willoughby pudiera emprender enseguida; pues aunque era independiente, no había razón alguna para creerlo rico. Sir John había calculado sus haberes en alrededor de seiscientas o setecientas libras al año, pero estos ingresos difícilmente podían estar a la altura de la posición con que vivía, y él mismo frecuentemente se quejaba de pobreza. Así y todo, Elinor no podía explicarse esta extraña clase de secreto que ellos mantenían en relación con su compromiso, secreto que en la práctica no ocultaba nada; y era tan completamente contradictorio con todas sus opiniones y conductas, que a veces le surgía la duda de si en verdad estaban comprometidos, y esta duda bastaba para impedirle hacer pregunta alguna a Marianne.

A los ojos de toda la familia, no había señal más clara del cariño que se tenían que el comportamiento de Willoughby. Distinguía a Marianne con todas las muestras de ternura que un corazón enamorado puede dar, y con las demás tenía las afectuosas atenciones de un hijo y un hermano. Parecía considerar la casa de ellas como la suya, y por ello amarla; en ella transcurrían muchas más horas de su vida que en Allenham; y si ningún compromiso general los reunía en Barton Park, el ejercicio que ocupaba sus mañanas casi con toda seguridad acababa allí, donde pasaba el resto del día junto a Marianne, y con su perro favorito a los pies de ella.

Una tarde en concreto, más o menos una semana después de que el coronel Brandon había abandonado la región, Willoughby pareció abrir su corazón más de lo corriente a los sentimientos de cariño por todos los objetos que lo rodeaban; y al mencionar la señora Dashwood sus intenciones de mejorar la casita esa primavera, se opuso con fuerza a toda alteración de un lugar que, a través del afecto que le profesaba, había llegado a considerar perfecto.

—¡Cómo! —exclamó—. Mejorar esta querida casita. No... nunca aceptaré eso. No deben agregar ni una sola piedra a sus muros, ni una pulgada a su tamaño, si tienen alguna consideración con mis sentimientos.

—No se alarme —dijo la señorita Dashwood—, no se hará nada de ese estilo, pues mi madre nunca dispondrá del dinero suficiente para intentarlo.

—Me alegro de todo corazón —exclamó el joven—. Ojalá siempre no tenga recursos si no puede utilizar sus riquezas en nada más provechoso.

—Gracias, Willoughby. Pero puede estar seguro de que ni todas las mejoras del mundo me llevarían a sacrificar los sentimientos de cariño hacia la casa que pueda tener usted, o cualquier persona a quien yo quiera. Confíe en que cualquier cantidad de dinero no utilizado que pueda quedar cuando haga mis cuentas en la primavera, preferiré dejarlo sin destino que disponer de él de forma que le cause tanto dolor. Pero, ¿en verdad siente tanto apego a este lugar como para no ver defectos en él?

—Sí —dijo él—. Para mí es limpio. No, más aún lo considero el único tipo de construcción en que puede alcanzarse la felicidad; y si yo fuera lo suficientemente rico, de inmediato derribaría Combe y lo reconstruiría según el plano exacto de esta casita.

—Con escaleras oscuras y angostas y una cocina llena de humo, supongo —comentó Elinor.

—Sí —exclamó él con el mismo tono sublime—, con todas y cada una de las cosas que tiene; en ninguna de sus comodidades o incomodidades debe notarse el más pequeño cambio. Entonces, y solo entonces, bajo tal techo, puede que quizá sea tan feliz en Combe como lo he sido en Barton.

—Creo saber —replicó Elinor— que incluso con la desventaja de mejores habitaciones y una escalera más amplia, en adelante encontrará su propia casa tan impecable como esta.

—Verdaderamente hay circunstancias —dijo Willoughby— que podrían hacérmela mucho más querida; pero este lugar siempre tendrá un sitio en mi corazón que ningún otro podrá compartir.

La señora Dashwood contempló llena de felicidad a Marianne, cuyos preciosos ojos estaban fijos de manera tan expresiva en Willoughby, que denotaban sus paliativos cuán bien lo comprendía.

—¡Cuán a menudo deseé —añadió el joven—, cuando estuve en Allenham hace un año ya, que la casita de Barton estuviese habitada! Nunca pasé por sus alrededores sin admirar su emplazamiento, y lamentando que nadie viviera en ella. ¡Cuán poco me imaginaba en ese entonces que las primeras nuevas que escucharía a la señora Smith, cuando llegara a la región, serían que la casita de Barton estaba ocupada! Y sentí un instantáneo placer e interés por ese hecho, que nada podría explicar sino una especie de premonición de la felicidad que aquí encontraría. ¿No es así como debió ocurrir, Marianne? —le dijo en voz más baja. Y después, volviendo a su tono anterior, siguió—: ¡Y todavía así, señora Dashwood, usted querría arruinar esta casa! ¡La despojaría de su sencillez con mejoras fantásticas! Y esta querida salita, en que comenzó nuestro encuentro y en la cual desde entonces hemos compartido tantas horas felices, se vería degradada a la condición de un vulgar recibidor y todos se apresurarían entonces a simplemente pasar por él, por esta habitación que hasta ese momento habría contenido en su interior más facilidades y comodidades que ningún otro aposento de las más extensas dimensiones que el mundo pudiera permitirse.

La señora Dashwood le aseguró de nuevo que no se llevaría a cabo ninguna transformación como las por él señaladas.

—Es usted una buena mujer —replicó él con expresión de gran cariño—. Su promesa me sosiega. Amplíela un poco más, y me hará feliz. Dígame que no solo su casa se mantendrá igual, sino que siempre la encontraré a usted, y a los suyos, sin cambios como su morada; y que siempre encontraré en usted ese trato afable que ha hecho tan querido para mí todo lo que le pertenece.

La promesa fue formulada pronto, y durante toda la tarde la conducta de Willoughby no dejó de transparentar tanto su afecto como su felicidad.

—¿Lo veremos mañana para cenar? —le preguntó la señora Dashwood cuando se iba—. No le pido que venga en la mañana, porque debemos ir a Barton Park a visitar a lady Middleton.

El joven se comprometió a estar allí a las cuatro de la tarde.