Novelas completas

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Aus der Reihe: Colección Oro
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—No me molesta. Al contrario, lo considero un hombre muy respetable, de quien todos hablan bien y en el cual nadie se fija; que tiene más dinero del que puede gastar, más tiempo del que sabe cómo utilizar, y dos abrigos nuevos cada año.

—A lo que se puede agregar —exclamó Marianne— que no tiene ni empuje, ni gusto, ni espíritu. Que su mente es opaca, sus sentimientos sin calor, su voz inexpresiva.

—Ustedes predicen cuáles son sus imperfecciones de manera tan general —replicó Elinor—, y en tal medida apoyados en la fuerza de su imaginación, que los elogios que yo puedo hacer de él resultan por comparación fríos e insípidos. Lo único que puedo decir es que es un hombre equilibrado, bien educado, cultivado, de trato agradable y, así lo creo, de corazón tierno.

—Señorita Dashwood —protestó Willoughby—, ahora me está tratando con muy poca deferencia. Intenta desarmarme con razones y convencerme contra mi voluntad. Pero no servirá. Descubrirá que mi empecinamiento es tan grande como su habilidad. Tengo tres motivos irrefutables para que me desagrade el coronel Brandon: me ha amenazado con que llovería cuando yo deseaba que hiciese buen tiempo; le ha encontrado fallos a la suspensión de mi calesa, y no puedo convencerlo de que me compre la yegua castaña. Sin embargo, si en algo la compensa que le diga que, en mi opinión, su carácter es magnífico en otros aspectos, estoy dispuesto a aceptarlo. Y en pago por una confesión que no deja de darme una cierta pesadumbre, usted no puede negarme el privilegio de que él me desagrade igual que antes.

Nabab: gobernador de una provincia en la India musulmana. Mohúr moneda de oro de la antigua India británica, equivalente a quince rupias de plata.

Capítulo XI

Poco habían pensado la señora Dashwood y sus hijas, cuando llegaron a Devonshire, que al poco tiempo de ser presentadas tantos compromisos llenarían su tiempo, o que la frecuencia de las invitaciones y lo continuo de las visitas les dejarían tan pocas horas para dedicarlas a ocupaciones serias. Pero, fue lo que sucedió. Cuando Marianne se recuperó, los planes de diversiones en casa y fuera de ella que sir John había estado pensando previamente, comenzaron a materializarse. Empezaron los bailes privados en Barton Park y realizaron tantas excursiones a la costa como lo permitía un lluvioso octubre. En todos esos menesteres estaba incluido Willoughby; y el desparpajo y la familiaridad que tanta naturalidad prestaba a estas reuniones estaban calculados exactamente para dar cada vez mayor intimidad a su relación con las Dashwood; para permitirle ser testigo de las excelencias de Marianne, hacer más visible su viva admiración por ella y recibir, a través de la conducta de ella hacia él, la más plena seguridad de su cariño.

Elinor no podía sentirse sorprendida ante el apego entre los jóvenes. Tan solo deseaba que lo mostraran menos a las claras, y una o dos veces se atrevió a sugerir a Marianne la conveniencia de un cierto control sobre sí misma. Pero Marianne odiaba todo disimulo cuando la sinceridad no iba a conducir a un mal real; y empeñarse en reprimir sentimientos que no eran en sí mismos censurables le parecía no solo un esfuerzo inútil, sino también una lamentable sujeción de la razón a ideas equivocadas y ramplonas. Willoughby pensaba lo mismo; y en todo instante, el comportamiento de ambos era una perfecta ilustración de sus opiniones.

Cuando él estaba presente, ella no poseía ojos para nadie más. Todo lo que él hacía estaba perfecto. Todo lo que decía era sabio. Si sus tardes en la finca concluían con partidas de cartas, él se hacía trampas a sí mismo y al resto de los comensales para darle a ella una buena mano. Si el baile constituía la diversión de la noche, formaban pareja la mitad del tiempo; y cuando se veían obligados a separarse durante un par de piezas, se preocupaban de permanecer de pie uno junto al otro, y apenas hablaban una palabra con nadie más. Por supuesto, tal conducta los exponía a las constantes burlas de los otros, pero el ridículo no los avergonzaba y casi no parecía hacerles mella.

La señora Dashwood celebraba todos sus sentimientos con una dulzura que la privaba de todo deseo de controlar el excesivo despliegue de ellos. Para ella, tal abundancia no era sino la consecuencia natural de un intenso cariño en espíritus jóvenes y apasionados.

Esta fue la época de felicidad para Marianne. Su corazón estaba consagrado a Willoughby, y los atractivos que su compañía le conferían a su hogar actual parecían debilitar más de lo que antes había creído posible el sentimental apego a Norland que había traído consigo desde Sussex.

La felicidad de Elinor no era tan grande. Su corazón no estaba tan tranquilo ni era tan completa su satisfacción por las diversiones en que tomaban parte. No le habían procurado compañía alguna capaz de compensar lo que había dejado atrás, o de llevarla a recordar Norland con menos nostalgia. Ni lady Middleton ni la señora Jennings podían ofrecerle el tipo de conversación que le llenara, aunque la última era una conversadora infatigable y la cordialidad con que la había acogido desde un comienzo le aseguraba que gran parte de sus comentarios estuvieran dirigidos a ella. Ya le había repetido su propia historia a Elinor tres o cuatro veces; y si la memoria de Elinor hubiera estado a la altura de los medios que la señora Jennings desplegaba para acrecentarla, podría haber sabido desde los primeros momentos de su relación todos los detalles de la última enfermedad del señor Jennings y lo que le dijo a su esposa minutos antes de morir. Lady Middleton era más agradable que su madre únicamente en que no era tan habladora. Elinor necesitó observarla muy poco para darse cuenta de que su reserva era una simple tranquilidad en todos sus actos que nada tenía que ver con el buen juicio. Con su esposo y su madre era igual que con ella y su hermana; en consecuencia, la intimidad no era algo deseado ni buscado. Nunca tenía algo que decir que no hubiera dicho ya el día antes. Su insulsez era inalterable, porque incluso su ánimo permanecía siempre igual; y aunque no se oponía a las reuniones que organizaba su esposo, con la condición de que todo se desarrollara con finura y sus dos hijos mayores la acompañaran, esas ocasiones no parecían ofrecerle más placer que el que experimentaría quedándose en casa; y era tan poco lo que su presencia agregaba al placer de los demás a través de alguna participación en las conversaciones, que a veces lo único que les recordaba que estaba entre ellos eran los afanes que desplegaba alrededor de sus aburridos hijos.

Tan solo en el coronel Brandon, entre todos sus nuevos conocidos, encontró Elinor una persona merecedora de algún grado de respeto por sus capacidades, cuya amistad interesara cultivar o que pudiera constituir una compañía agradable. Con Willoughby no podía contarse. Tenía él toda su admiración y afecto, incluso como hermana; pero era un enamorado: sus deferencias pertenecían por completo a Marianne, e incluso un hombre mucho menos entusiasta que él podría haber sido en general más placentero. El coronel Brandon, para su desgracia, no había sido alentado de la misma forma a pensar solo en Marianne, y en sus conversaciones con Elinor encontró el mayor alivio a la total indiferencia de su hermana.

La compasión de Elinor por él se hizo cada día más presente, pues tenía fundamentos para sospechar que ya había conocido las miserias de un amor contrariado. Se originó esta sospecha en algunas palabras que sin proponérselo salieron de su boca una tarde en Barton Park, cuando por propia voluntad estaban sentados juntos mientras los otros bailaban. Miraba él fijamente a Marianne y, tras un silencio de algunos minutos, dijo con una casi inapreciable sonrisa:

—Su hermana, creo, no aprueba las segundas uniones.

—No —replicó Elinor—; sus opiniones son totalmente románticas.

—O más bien, según pienso, cree imposible su existencia.

—Así parece. Pero cómo se las ingenia para ello sin recordar en el carácter de su propio padre, que tuvo dos esposas, es algo que no sé. Unos pocos años más, sin embargo, sentará sus opiniones sobre la razonable base del juicio y la observación; y puede que entonces se las pueda definir y defender mejor que hoy, cuando solo ella lo hace.

—Probablemente es lo que sucederá —replicó él—; pero hay algo tan tierno en los prejuicios de una mente joven, que uno llega a sentir lástima de ver cómo ceden y les abren paso a opiniones más comunes.

—No puedo estar de acuerdo con usted en eso —dijo Elinor—. Sentimientos como los de Marianne presentan inconvenientes que ni todos los encantos del entusiasmo y la ignorancia habidos y por haber pueden redimir. Todas sus normas tienen la desafortunada inclinación a ignorar por completo los cánones sociales; y aguardo que un mejor conocimiento del ser humano sea beneficioso para ella.

Tras una corta pausa, él reanudó la conversación preguntando:

—¿No hace ninguna distinción su hermana en sus objeciones a una segunda unión? ¿Le parece igualmente descalificable en cualquier persona? ¿Por el resto de su vida deberán mantenerse igualmente indiferenciados aquellos que se han visto desilusionados en su primera elección, ya sea por la inconstancia de su objeto o la perfidia de las circunstancias?

—Le aseguro que no conozco sus principios con minuciosidad. Solo sé que jamás la he escuchado admitir ningún caso en que sea justificable una segunda unión.

—Eso —dijo él— no puede durar; pero un cambio, un cambio total en los sentimientos... No, no, no debo desearlo... porque cuando los refinamientos románticos de un espíritu joven se ven obligados a ceder, ¡cuán frecuentemente los suceden opiniones demasiado comunes y demasiado peligrosas! Hablo por experiencia. Conocí una vez a una dama que en temperamento y espíritu se parecía mucho a su hermana, que pensaba y juzgaba como ella, pero que a causa de un cambio impuesto, debido a una serie de desafortunadas circunstancias...

 

Aquí se interrumpió de súbito; pareció pensar que se había ido demasiado de la lengua, y con la expresión de su rostro generó conjeturas que de otra manera no habrían entrado en la cabeza de Elinor. La dama sacada a relucir habría pasado de largo sin despertar sospecha alguna, si él no hubiera convencido a la señorita Dashwood de que nada concerniente a ella debía salir de sus labios. Tal como sucedió, no se requirió sino el más ligero esfuerzo de la imaginación para conectar su emoción con el tierno recuerdo de un amor pasado. Elinor no fue más allá. Pero Marianne, en su lugar, no se habría contentado con tan poco. Su activa imaginación habría elaborado rápidamente toda la historia, disponiendo todo en el más tristísimo orden, el de un amor desventurado.

Capítulo XII

A la mañana siguiente, mientras Elinor y Marianne paseaban, esta última le contó algo a su hermana que, a pesar de todo lo que sabía acerca de la imprudencia y falta de juicio de Marianne, la dejó perpleja por la excéntrica manera en que testimoniaba ambas características. Marianne le dijo, con la mayor de las alegrías, que Willoughby le había regalado un caballo, uno que él mismo había criado en sus propiedades de Somersetshire, pensado exactamente para ser montado por una mujer. Sin pensar que los planes de su madre no contemplaban mantener un caballo —que, si fuera a cambiarlos, tendría que comprar otra cabalgadura para el sirviente, mantener a un mozo para que lo montara y, además, construir un establo para guardarlos—, no había vacilado en aceptar el presente y se lo había contado a su hermana en medio de un delirio total.

—Piensa enviar a su mozo de inmediato a Somersetshire para que lo traiga —añadió— y cuando llegue, cabalgaremos todos los días. Lo compartirás conmigo. Imagínate, mi querida Elinor, el placer de galopar en alguna de estas colinas.

No se mostró en absoluto deseosa de despertar de un sueño tal de felicidad para admitir todas las tristes verdades de que estaba rodeada, y durante algún tiempo rehusó someterse a ellas. En cuanto a un sirviente adicional, el gasto sería una bagatela; estaba segura de que mamá jamás lo pondría en tela de juicio, y cualquier caballo estaría bien para él; en todo caso, siempre podría conseguir uno en la finca; y en lo referente al establo, bastaría con cualquier cobertizo. Elinor se atrevió entonces a dudar de lo apropiado de recibir tal presente de un hombre al que conocían tan poco, o al menos desde hacía tan poco tiempo. Esto fue demasiado.

—Estás equivocada, Elinor —dijo furiosa— al pensar que sé poco de Willoughby. Es cierto que no lo he conocido durante mucho tiempo, pero me es más cercano que ninguna otra criatura del mundo, excepto tú y mamá. No es el tiempo ni la ocasión los que determinan la intimidad: es solo el modo de ser, la disposición de las personas. Siete años podrían no ser suficientes para que dos seres se conocieran bien, y siete días bastan para otros. Me sentiría culpable de una mayor falta a las convenciones si aceptara un caballo de mi hermano que recibiéndolo de Willoughby. A John lo conozco muy poco, aunque hayamos vivido juntos durante años; pero respecto de Willoughby, hace tiempo que me he formado una opinión.

Elinor pensó que era más inteligente no seguir tocando el punto. Conocía el temperamento de su hermana. Oponérsele en un tema tan delicado solo serviría para que se apegara más a su propia opinión. Pero un llamado al afecto por su madre, hacerle ver los inconvenientes que debería sobrellevar una madre tan comprensiva si (como probablemente ocurriría) aprobaba este aumento de sus gastos, vencieron sin tardar a Marianne. Prometió no tentar a su madre a tan imprudente bondad con la mención de la oferta, y decir a Willoughby la siguiente vez que lo viera, que debía rechazarla.

Fue fiel a su palabra; y cuando Willoughby la visitó ese mismo día, Elinor la escuchó manifestarle en voz baja su desilusión por verse obligada a rechazar su regalo. Al mismo tiempo le explicó los motivos de este cambio, que eran de tal naturaleza como para imposibilitar toda insistencia de parte del joven. Sin embargo, la preocupación de este era muy visible, y tras expresarla con gran intensidad, añadió también en voz baja:

—Pero, Marianne, el caballo todavía es tuyo, aunque no puedas usarlo ahora. Lo tendré bajo mi cuidado solo hasta que tú lo reclames. Cuando dejes Barton para establecerte en un hogar más estable, Reina Mab2 te estará esperando.

Todo esto llegó a oídos de la señorita Dashwood, y en cada una de las palabras de Willoughby, en su manera de pronunciarlas y en su forma de dirigirse a su hermana solo por su nombre de pila, tuteándola, vio enseguida una intimidad tan definitiva, un sentido tan claro, que no podían sino constituir una evidente señal de un perfecto acuerdo entre ellos. Desde ese instante ya no dudó que estuvieran comprometidos; y tal creencia no le causó otra sorpresa que advertir de qué forma caracteres tan sinceros habían dejado que ella, o cualquiera de sus amigos, descubrieran ese compromiso solo por accidente.

Al día siguiente, Margaret le contó algo que iluminó todavía más este asunto. Willoughby había pasado la tarde anterior con ellas, y Margaret, al haberse quedado un rato en la salita con él y Marianne, había tenido oportunidad de hacer algunas observaciones que, con cara de gran importancia, comunicó a su hermana mayor cuando estuvieron a solas.

—¡Ay, Elinor! —exclamó—. Tengo un enorme secreto que contarte sobre Marianne. Estoy segura de que muy pronto se casará con el señor Willoughby.

—Has repetido lo mismo —replicó Elinor— casi todos los días desde la primera vez que se vieron en la colina de la iglesia; y creo que no llevaban una semana de conocerse cuando ya estabas segura de que Marianne llevaba el retrato de él alrededor del cuello; pero resultó que tan solo era la miniatura de nuestro tío abuelo.

—Pero esto es algo de verdad distinto. Estoy segura de que se casarán muy pronto, porque él tiene un rizo de su pelo.

—Ten cuidado, Margaret. Puede que solo sea el pelo de un tío abuelo de él.

—Pero, Elinor, de verdad es de Marianne. Estoy casi segura de que lo es, porque lo vi cuando se lo cortaba. Anoche después del té, cuando tú y mamá marchasteis del salón, estaban cuchicheando y hablando entre ellos muy deprisa, y parecía que él le estaba rogando algo, y ahí él tomó las tijeras de ella y le cortó un mechón de pelo largo, porque tenía todo el cabello suelto a la espalda; y él lo besó, y lo envolvió en un pedazo de papel blanco y lo guardó en su cartera.

Elinor no pudo menos que dar crédito a todos estas minucias, expresadas con tal autoridad; también se sentía inclinada a hacerlo, porque la circunstancia relatada concordaba perfectamente con lo que ella misma había escuchado y visto.

No siempre Margaret mostraba su perspicacia de forma tan contundente para su hermana. Cuando una tarde, en Barton Park, la señora Jennings comenzó a asediarla para que le diera el nombre del joven por quien Elinor tenía especial preferencia, circunstancia que desde hacía tiempo carcomía lentamente su curiosidad, Margaret contestó mirando a su hermana y diciendo:

—No debo decirlo, ¿verdad, Elinor?

Esto, desde luego, hizo reír a todo el mundo, y Elinor intentó reír también. Pero el esfuerzo le fue doloroso. Estaba convencida de que Margaret pensaba en una persona cuyo nombre ella no iba a aguantar con cortesía y que se transformara en broma habitual de la señora Jennings.

Marianne simpatizó muy sinceramente con su hermana, pero hizo más mal que bien a la causa al ponerse muy colorada y decir a Margaret, en tono de enfado:

—Recuerda que no importa cuáles sean tus elucubraciones, no tienes derecho a repetirlas.

—Nunca he supuesto nada sobre ello —respondió Margaret—, fuiste tú misma quien me lo dijo.

Esto aumentó aún más el regocijo de la concurrencia, que comenzó a presionar sin parar a Margaret para que dijera algo más.

—¡Ah! Se lo ruego, señorita Margaret, explíquelo todo —dijo la señora Jennings—. ¿Cómo se llama el caballero?

—No debo confesarlo, señora. Pero lo sé muy bien; y sé dónde se encuentra él también.

—Sí, sí, podemos adivinar dónde está: en su propia casa en Norland, con toda seguridad. Deduzco que es clérigo, allá en la parroquia.

—No, no es eso. No tiene ninguna profesión.

—Margaret —dijo Marianne, enérgicamente—, sabes bien que todo esto es invención tuya, y que no existe tal persona.

—Bien, entonces, ha muerto hace poco, Marianne, porque estoy segura de que este hombre existió, y su nombre comienza con F.

Elinor sintió en ese momento enorme gratitud hacia lady Middleton al escucharla comentar que “había llovido mucho”, aunque pensaba que la interrupción se debía menos a una atención hacia ella que al profundo desagrado de su señoría frente a la falta de elegancia de las bromas que encantaban a su esposo y a su madre. Sin embargo, la idea iniciada por ella fue enseguida recogida por el coronel Brandon, siempre atento a los sentimientos de los demás; y así, mucho hablaron ambos sobre el asunto de la lluvia. Willoughby abrió el piano y le pidió a Marianne que interpretara; de esta manera, entre las variadas iniciativas de diferentes personas para acabar con el tema, este pasó al olvido. Pero a Elinor no le fue igualmente fácil reponerse del estado de zozobra a que la había llevado.

Esa tarde se organizó una salida para ir al día siguiente a conocer un lugar muy apacible, distante unas doce millas de Barton y propiedad de un cuñado del coronel Brandon, sin cuya presencia no podía ser visitado dado que el dueño, que se encontraba en el extranjero, había dejado estrictas órdenes al respecto. Dijeron que el sitio era de gran hermosura, y sir John, cuyos elogios fueron particularmente grandes, podía ser considerado un juez adecuado, porque al menos dos veces cada verano durante los últimos diez años había organizado excursiones para visitarlo. Había allí una abundante cantidad de agua; un paseo en barca iba a constituir gran parte de la diversión en la mañana; se llevarían provisiones frías, solo se emplearían carruajes abiertos, y todo se llevaría a cabo a la manera normal de una clara excursión de esparcimiento.

Para unos pocos entre los excursionistas parecía una empresa algo temeraria, considerando la época del año y que había llovido durante la última quincena. Elinor persuadió a la señora Dashwood, que ya estaba constipada, de que se quedara en casa.

Reina Mab: Nombre de ser fantástico en Romeo y Julieta (Acto I, iv); en traducción de Pablo Neruda, “partera de las hadas ... / pequeñita como piedra de ágata / que brilla en el meñique de un obispo, / tiran su coche atómicos caballos / que la pasean sobre las narices / de los que están durmiendo...” Noche a noche hace soñar a cada persona con lo que es su más profundo deseo.