Novelas completas

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Capítulo XV

El señor Collins era un hombre de cortas luces, y a las deficiencias de su naturaleza no las había ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un padre zafio y avaro; y aunque fue a la universidad, solo permaneció en ella los cursos estrictamente necesarios y no adquirió ningún conocimiento auténticamente útil. La sujeción con que le había educado su padre, le había impreso, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una soberbia conseguida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a un repentino e inesperado bienestar. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto linaje de la señora y la devoción que le inspiraba por ser su patrona, unidos a una gran estima de sí mismo, a su autoridad de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de vanidad y humildad.

Puesto que ahora ya tenía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar sus planes, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan atractivas y agradables como se decía. Este era su plan de rectificación, o reparación, por heredar las propiedades del padre, objetivo que le parecía magnífico, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y desinteresado por su parte.

Su plan no varió ni un ápice al verlas. El rostro bellísimo de Jane le confirmó sus propósitos y ratificó todas sus restrictivas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así, durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una rectificación; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, lógicamente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales ánimos, la señora Bennet le realizó una advertencia sobre Jane: “En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía objetarlo; no podía contestar ni sí, ni no, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía avisarle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que solo a ella le atañía, de que quizás no tardaría en comprometerse”.

Collins solo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, realizó pronto el cambio. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata.

La señora Bennet se dio por satisfecha, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El hombre de quien el día antes no deseaba ni oír hablar, se convirtió súbitamente en el objeto de su más alto aprecio.

El proyecto de Lydia de desplazarse a Meryton continuaba. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron a acompañarla. El señor Collins iba a hacerlo a petición del señor Bennet, que tenía ganas de sacarse de encima a su pariente y tener la biblioteca solo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del desayuno y allí continuaría, aparentemente distraído con uno de los mayores folios de la colección, aunque, en realidad, hablando sin parar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le desquiciaban enormemente. La biblioteca era para él el lugar donde sabía que podía disfrutar de su tiempo libre con sosiego. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería tranquilidad por encima de todo. Así es que utilizó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien le gustaba mucho más pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue.

Y entre grandilocuentes y huecas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas, pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. A partir de entonces, las hermanas menores ya no le hicieron caso. No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente innovadora, nada podía distraerlas.

Pero la atención femenil fue pronto acaparada por un joven al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a investigar, y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron asombradas con la prestancia del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a averiguar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta suerte que, en ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la deferencia de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su atractivo. Su aspecto decía mucho en su favor, era guapo y esbelto, de trato muy amable. Hecha la presentación, el señor Wickham inició una conversación con mucho desparpajo, con la más absoluta corrección y sin pretensiones. Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo. Al distinguir a las jóvenes en el grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y se iniciaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie y Jane era el objeto principal de su conversación. En ese instante, dijo, iban de camino a Longbourn para saber de su salud; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron perplejos al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había producido el encuentro. Los dos cambiaron de color, uno se puso pálido y el otro rojo. Después de una pequeña vacilación, Wickham se llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó contestar Darcy. ¿Qué podría significar aquello? Era imposible imaginarlo, pero era también imposible no sentir un gran cosquilleo por saberlo.

Un instante después, Bingley, que pareció no haber reparado en lo sucedido, se despidió y continuó adelante con su amigo.

Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta llegar a la puerta de la casa del señor Philips, donde hicieron las correspondientes reverencias y se fueron a pesar de los continuos ruegos de Lydia para que entrasen y a pesar también de que la señora Philips abrió la ventana del vestíbulo y se asomó para secundar a grito pelado la invitación.

La señora Philips siempre estaba contenta de ver a sus sobrinas. Las dos mayores fueron singularmente bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les expresó su sorpresa por la rápida vuelta a casa, de la que nada habría sabido, puesto que no regresaron en su propio coche, de no haberse dado la casualidad de encontrarse con el criado del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía que enviar más medicinas a Netherfield porque las señoritas Bennet se habían marchado. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien dedicó toda su atención. Le acogió con la más exquisita amabilidad, a la que Collins correspondió con más miramiento todavía, disculpándose por haberse presentado en su casa sin que ella hubiese sabido con anterioridad, aunque él se sentía orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba dicha intromisión. La señora Philips se quedó agobiada con tal derroche de buenos modales. Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y preguntas concernientes al otro. La señora Philips no podía decir a sus sobrinas más de lo que ya conocían: que el señor Denny lo había traído de Londres y que iba a permanecer en la guarnición del condado con el grado de teniente. Añadió que lo había estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían llegado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos instantes no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban “unos sujetos sin brío y desagradables”. Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips, y la tía les prometió que le diría a su marido que visitase a Wickham para que lo invitase también a él, si la familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron, y la señora Philips les ofreció jugar a la lotería y tomar después una cena caliente. La perspectiva de semejantes delicias era colosal, y las chicas se fueron muy satisfechas. Collins volvió a pedir disculpas al salir, y se le aseguró que no eran necesarias.

De camino a casa, Elizabeth le contó a Jane lo ocurrido entre los dos caballeros, y aunque Jane los habría defendido de haber notado algo extraño, en este caso, al igual que su hermana, no podía explicarse tal conducta.

Collins ensalzó a la señora Bennet insistiendo en los modales y la educación de la señora Philips. Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, jamás había visto una mujer con más prestancia, pues no solo le recibió con la más extremada amabilidad, sino que, además, le incluyó en la invitación para la próxima velada, a pesar de ser totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su parentesco con ellos, sin embargo, en su vida había sido tratado con tanta deferencia.

 

Capítulo XVI

Como no se puso ningún obstáculo al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola velada durante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora prevista el coche marchó con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de los Philips, las chicas tuvieron la alegría de enterarse de que Wickham había aceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa.

Después de conocer esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo analizar todo sin obstáculos; las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal impresión, que confesó haber creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún entusiasmo primero; pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que solo la chimenea había costado ochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh.

Collins se entretuvo en describirle a la señora Philips todas las finezas de lady Catherine y de su mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humilde casa y de las mejoras que estaba realizando en ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente fiel cuya buena opinión del rector crecía por momentos con lo que él le iba explicando, y ya estaba pensando en contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones de china de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Pero por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración necesaria. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy gentiles y los mejores se encontraban entonces en la presente reunión. Pero Wickham, por su prestancia, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón oliendo a oporto.

El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de una forma tan amable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que quizá llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más triviales y más manidos, pueden resultar interesantes si se dicen con gracia.

Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas, Collins parecía naufragar en su menudencia. Para las muchachas él no significaba nada. Pero la señora Philips todavía le hacía caso de vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas.

Cuando se montaron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad para devolverle sus deferencias, y se sentó a jugar con ella al whist.

—Conozco poco este juego, ahora —le manifestó—, pero me gustaría aprenderlo mejor, debido a mi responsabilidad en la vida.

La señora Philips le agradeció su amabilidad, pero no pudo entender aquellas razones.

Wickham no jugaba al whist y fue recibido con auténtico alborozo en la otra mesa, entre Elizabeth y Lydia. Al principio pareció que había peligro de que Lydia lo absorbiese por entero, porque le gustaba hablar por los codos, pero como también era muy aficionada a la lotería, no tardó en centrar todo su interés en el juego y estaba demasiado ocupada en apostar y lanzar exclamaciones cuando tocaban los premios, para que pudiera desviar su atención en cualquier otra cosa. Como todo el mundo estaba concentrado en el juego, Wickham podía dedicar el tiempo a hablar con Elizabeth, y ella ardía en deseos de escucharle, aunque no tenía ninguna esperanza de que le descubriese lo que a ella más le gustaba saber, la historia de su relación con Darcy. Ni siquiera se atrevió a mencionar su nombre. Sin embargo, su curiosidad quedó satisfecha de un modo inesperado. Fue el propio señor Wickham el que inició el tema. Preguntó qué distancia había de Meryton a Netherfield, y después de oír la respuesta de Elizabeth y de unos segundos de vacilación, quiso saber también cuánto tiempo hacía que estaba allí el señor Darcy.

—Alrededor de un mes aproximadamente —respondió Elizabeth.

Y con el deseo de que no finalizase ahí el tema, añadió:

—Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.

—Sí —repuso Wickham—, su hacienda es meritoria, le proporciona diez mil libras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes fidedignos sobre el señor Darcy, pues he estado especialmente relacionado con su familia desde mi niñez.

Elizabeth no pudo esconder su sorpresa.

—Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como vio usted quizá, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce usted mucho al señor Darcy?

—Más de lo que desearía —contestó Elizabeth con amabilidad—. He pasado cuatro días en la misma casa que él y me parece muy descortés.

—Yo no tengo derecho a decir si es o no es descortés —continuó el señor Wickham—. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durante demasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez ponderado. Me sería imposible resultar imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan rotundamente en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.

—Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha menospreciado a todo el mundo con su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.

—No puedo esconder que lo siento —dijo Wickham después de un breve silencio—. No siento que él ni nadie sean estimados solo por sus méritos, pero con Darcy no suele ocurrir así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales, y le ven solo como él quiere que le vean.

—Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una persona pérfida.

Wickham se limitó a mover la cabeza. Después añadió:

—Me pregunto si tendría la intención de quedarse en este condado mucho tiempo.

—No tengo ni idea; pero no oí nada de que se fuera mientras estuvo en Netherfield. Espero que la presencia de Darcy no variará sus planes de continuar en la guarnición del condado.

—Claro que no. No seré yo el que me vaya por culpa del señor Darcy, y siempre me entristece verle, pero no tengo más que una causa para eludirle y puedo pregonarla delante de todo el mundo: un lamentable pesar por su mal trato y por su carácter. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el mejor de los hombres y mi mejor amigo; no puedo hablar con Darcy sin que se me parta el alma con mil felices recuerdos. Su conducta conmigo ha sido inmoral; pero confieso sinceramente que se lo perdonaría todo menos que haya frustrado las esperanzas de su padre y haya deshonrado su recuerdo.

Elizabeth encontraba que el interés iba creciendo y escuchaba con sus cinco sentidos, pero la naturaleza delicada del tema le impidió hacer más preguntas.

Wickham empezó a hablar de asuntos más generales: Meryton, la vecindad, la sociedad; y parecía sumamente contento con lo que ya sabía, hablando sobre todo de lo último con gentil pero comprensible cortesía.

—El principal acicate para mi ingreso en la guarnición del condado —continuó Wickham— fue la esperanza de estar en constante contacto con la sociedad, y gente de la buena sociedad. Sabía que era un Cuerpo muy famoso y agradable, y mi amigo Denny me tentó, además, ponderándome su actual residencia y las grandes atenciones y excelentes amistades que ha encontrado en Meryton. Confieso que siento un poco de necesidad de vida social. Soy un hombre desengañado y mi estado de ánimo no soportaría la soledad. Necesito ocupación y compañía. No era mi deseo incorporarme a la vida militar, pero las circunstancias actuales me obligaron elegirla. La Iglesia debió haber sido mi profesión; para ella me educaron y hoy estaría en posesión de un valioso rectorado si no hubiese sido por el caballero a quien estaba refiriéndome hace un instante.

—¿De veras?

—Sí; el último señor Darcy dejó estipulado que se me presentase para ocupar el mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me quería con locura. Jamás podré hacer justicia a su bondad. Deseaba dejarme bien situado, y creyó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante, fue concedido a otro.

—¡Dios mío! —exclamó Elizabeth—. ¿Pero cómo pudo pasar una cosa así? ¿Cómo pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?

—Había tanta imprecación en los términos del legado, que la ley no me hubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en tela de juicio la intención de dichos términos; pero Darcy optó por ponerlo en duda o tomarlo como una recomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos mis derechos por mis excentricidades y mala cabeza; total que o por uno o por otro, la verdad es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya tenía edad para ocuparla, y se la concedieron a otro; y no es menos cierto que yo no puedo culparme de haber hecho nada para merecer perderla. Tengo un temperamento ardiente, soy indiscreto y acaso haya manifestado mi opinión sobre Darcy algunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva sinceridad. No recuerdo ninguna otra cosa de la que se me pueda echar en cara. Pero la verdad es que somos muy diferentes y que él me odia.

—¡Es vergonzoso! Merece ser deshonrado en público.

—Un día u otro le llegará la hora, pero no seré yo quien lo haga. Mientras no pueda olvidar a su padre, nunca podré desafiarle ni denunciarlo.

Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca mientras los confesaba.

—Pero —continuó después de una pausa—, ¿cuál puede ser la causa? ¿Qué puede haberle inducido a obrar con esa vileza?

—Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hasta cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su padre sentía por mí le encolerizaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos encontrábamos, ni la preferencia que frecuentemente me otorgaba su padre.

—Recuerdo que un día, en Netherfield, se envanecía de lo implacable de sus sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de comportarse es horrible.

—No debo profundizar en este tema —repuso Wickham—; me resulta imposible ser justo con él.

Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos instantes exclamó:

—¡Tratar de esa forma al ahijado, al amigo, al mimado de su padre!

Podía haber añadido: “A un joven, además, como usted, que solo su rostro destella sobradas garantías de su generosidad”. Pero se limitó a decir:

—A un hombre que fue con toda seguridad el compañero de su niñez y con el que, según creo que usted ha explicado, le unían estrechos vínculos.

—Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendo juegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó con la profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tanta fama; pero lo abandonó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempo a administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo valoraba mucho y era su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcy reconocía con frecuencia que le debía mucho a la activa dedicación de mi padre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometió voluntariamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarle a mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me profesaba.

 

—¡Qué extraño! —exclamó Elizabeth—. ¡Qué espanto! Me sorprende que el propio orgullo del señor Darcy no le haya impulsado a ser justo con usted. Porque, aunque solo fuese por esa razón, es demasiado orgulloso para no ser honrado; y falta de honradez es como debo mencionar a lo que ha hecho con usted.

—Es curioso —respondió Wickham—, porque casi todas sus acciones han sido guiadas por el orgullo, que ha sido con frecuencia su mejor consejero. Para él, está más unido a la virtud que ningún otro sentimiento. Pero ninguno de los dos somos consecuentes; y en su conducta hacia mí, había impulsos incluso más fuertes que el orgullo.

—¿Es posible que un orgullo tan abominable como el suyo le haya impulsado en alguna ocasión a hacer algún bien?

—Sí; le ha llevado en muchas ocasiones a ser liberal y generoso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a sus colonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo, porque está muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de esta forma. El deseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era menos querido que ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de Pemberley, fue para él un poderoso acicate. Tiene también un orgullo de hermano que, junto a algo de afecto fraternal, le ha convertido en un amabilísimo y solícito custodio de la señorita Darcy, y oirá decir frecuentemente que es valorado como el más atento y mejor de los hermanos.

—¿Qué clase de muchacha es la señorita Darcy?

Wickham realizó un gesto significativo.

—Quisiera poder decir que es encantadora. Me da lástima hablar mal de un Darcy. Pero ahora se parece demasiado a su hermano, es muy orgullosa. De niña, era muy cariñosa y complaciente y me tenía un gran cariño. ¡Las horas que he pasado entreteniéndola! Pero ahora me da igual. Es una atractiva muchacha de quince o dieciséis años, creo que muy bien educada. Desde la muerte de su padre vive en Londres con una institutriz.

Tras muchos silencios y muchas tentativas de hablar de otros temas, Elizabeth no pudo soslayar regresar a lo primero, y dijo:

—Lo que me sorprende es su amistad con el señor Bingley. ¡Cómo puede el señor Bingley, que es el buen humor en persona, y es, estoy convencida, amable a más no poder, tener alguna relación con un hombre como el señor Darcy? ¿Cómo pueden congeniar? ¿Conoce usted al señor Bingley?

—No, no lo conozco.

—Es un hombre encantador, cortés, de carácter dulce. No debe saber cómo es en realidad el señor Darcy.

—Quizás no; pero el señor Darcy sabe cómo agradar cuando le es necesario. No necesita esforzarse. Puede ser una compañía de atractiva conversación si cree que le merece la pena. Entre la gente de su alcurnia es muy distinto de como es con los inferiores. El orgullo no le abandona nunca, pero con los ricos adopta una mentalidad liberal, es justo, sincero, razonable, honrado e incluso agradable, debido en parte a su fortuna y a su prestancia.

Poco después finalizó la partida de whist y los jugadores se reunieron alrededor de la otra mesa. Collins se situó entre su prima Elizabeth y la señora Philips. Esta última le hizo las preguntas que se acostumbraban sobre el resultado de la partida. No fue espectacular; había perdido todos los puntos. Pero cuando la señora Philips empezó a consolarle, Collins le aseguró con la mayor gravedad que no tenía ninguna importancia y que para él el dinero era lo de menos, suplicándole que no se angustiase por ello.

—Sé muy bien, señora —le dijo—, que cuando uno se sienta a una mesa de juego ha de someterse al azar, y por suerte no estoy en circunstancias de tener que preocuparme por cinco chelines. Seguro que hay muchos que no puedan decir lo mismo, pero gracias a lady Catherine de Bourgh estoy lejos de tener que prestar importancia a tales menudencias.

A Wickham le llamó la atención, y después de observar a Collins durante unos minutos le preguntó en voz baja a Elizabeth si su pariente era amigo de la familia de Bourgh.

—Lady Catherine de Bourgh le ha concedido hace poco una rectoría —respondió—. No sé muy bien quién los presentó, pero no hace mucho tiempo que la conoce.

—Supongo que sabe que lady Catherine de Bourgh y lady Anne Darcy eran hermanas, y que, por consiguiente, lady Catherine es tía del actual señor Darcy.

—No, ni idea; no sabía nada de la familia de lady Catherine. No tenía noción de su existencia hasta hace dos días.

—Su hija, la señorita de Bourgh, heredará una impresionante fortuna, y se comenta que ella y su primo unirán las dos haciendas.

Esta noticia hizo sonreír a Elizabeth al pensar en la pobre señorita Bingley. En vano eran, pues, todas sus atenciones, en vano e inútil todo su afecto por la hermana de Darcy y todos los elogios que de él formulaba si ya estaba destinado a otra.

—El señor Collins —dijo Elizabeth— habla muy bien de lady Catherine y de su hija; pero por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que la gratitud le coloca una venda en los ojos y que, a pesar de ser su protectora, es una mujer orgullosa y engreída.

—Creo que, en efecto, es ambas cosas, y en grado sumo —respondió Wickham—. Hace muchos años que no la veo, pero recuerdo que nunca me satisfizo y que sus modales eran autoritarios y arrogantes. Tiene fama de ser juiciosa e inteligente; pero me da la sensación de que parte de sus cualidades se derivan de su rango y su fortuna; otra parte, de su tiranía, y el resto, del orgullo de su sobrino que cree que todo el que esté relacionado con él tiene que poseer una inteligencia superior.

Elizabeth reconoció que la había retratado a la perfección, y siguieron charlando juntos hasta que la cena puso fin al juego y permitió a las otras señoras participar de las deferencias de Wickham. No se podía entablar una conversación, por el jaleo que armaban los comensales del señor Philips; pero sus modales encantaron a todo el mundo. Todo lo que decía estaba bien dicho y todo lo que hacía estaba bien hecho. Elizabeth se fue prendada de él. De vuelta a casa no podía pensar más que en el señor Wickham y en todo lo que habían hablado; pero durante todo el camino no le dieron ocasión ni de mencionar su nombre, ya que ni Lydia ni el señor Collins se callaron un instante. Lydia no paraba de referirse a la lotería, de lo que había perdido, de lo que había ganado; y Collins, con ensalzar la hospitalidad de los Philips, asegurar que no le habían importado nada sus pérdidas en el whist, enumerar todos los platos de la cena y repetir una y otra vez que temía que por su culpa sus primas fuesen apretadas, tuvo más que decir de lo que habría podido antes de que el carruaje se detuviera delante de la casa de Longbourn.