Novelas completas

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Aus der Reihe: Colección Oro
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Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía irse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo dio a conocer.

La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth solo estaba aguardando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en una invitación para que permaneciese en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y enviaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para que le mandaran ropa.

Para evitar que la propiedad pasase a otras familias, solo ciertas personas (normalmente, como aquí, varones) podían heredar dicha propiedad. Si a las hijas se les permitía heredar, la propiedad pasaría a las familias de sus maridos o a parientes más lejanos que ellas mismas podían nombrar a su voluntad en caso de permanecer solteras. Pero si el propietario había establecido que los herederos fuesen varones, y no tenía hijos, como en el caso del señor Bennet, las hijas resultaban perjudicadas, puesto que la propiedad pasaba a manos del heredero varón más próximo, que en esta circunstancia resultaba ser un pariente lejano, el señor Collins.

Hasta que las guerras del siglo XX demostraron que el color rojo convertía a los soldados británicos en un blanco fácil para el enemigo, las casacas rojas formaban parte del uniforme de muchos regimientos. En tiempos de paz el colorido de estas casacas hacía que los hombres resultasen particularmente atractivos para las chicas.

Capítulo VIII

A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis y media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Esta no pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que le formularon y en las cuales tuvo la satisfacción de comprobar el interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces cuánto lo lamentaban, lo horrible que resultaba tener un mal resfriado y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya no se ocuparon más del asunto. Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante, volvió a despertar en Elizabeth el rechazo que en principio había sentido por ellas.

Lo cierto es que, era a Bingley al único del grupo que ella veía con simpatía. Su preocupación por Jane era palpable, y las atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que se sintiese como una entrometida, que era como los demás la valoraban. Solo él parecía darse cuenta de su presencia. La señorita Bingley estaba pasmada con el señor Darcy; su hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst, que estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre perezoso que no vivía más que para comer, beber y jugar a las cartas. Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando acabó la cena, Elizabeth volvió sin descanso junto a Jane. Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a criticarla. Sus modales eran, en efecto, grosero, una mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni belleza. La señora Hurst pensaba lo mismo y añadió:

—En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una magnífica caminante. Nunca olvidaré cómo apareció esta mañana. Sin duda parecía medio salvaje.

—Ciertamente, Louisa. Cuando la vi, casi no pude frenarme. ¡Qué falta de juicio venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había de que corriese por los campos solo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo presentaba los cabellos, tan despeinados, tan desaliñados!

—Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro. Y el abrigo que se había puesto para taparlas, desde luego, no le servía para nada.

—Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa —dijo Bingley—, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto magnífico al entrar en el salón esta mañana. Casi no percibí que llevaba las faldas sucias.

—Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy —dijo la señorita Bingley—; y creo que no le agradaría que su hermana ofreciese parecido espectáculo.

—Desde luego.

—¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, con el barro hasta los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué querría demostrar? Para mí, eso demuestra una execrable independencia y orgullo, y una indiferencia por el decoro propio de la gente del campo.

—Lo que demuestra es un estimable cariño por su hermana —dijo Bingley.

—Creo, señor Darcy —observó la señorita Bingley en un susurro—, que esta aventura habrá afectado bastante la admiración que sentía usted por sus hermosos ojos.

—De ningún modo —respondió Darcy—; con el ejercicio se le pusieron todavía más brillantes.

A esta intervención siguió un breve silencio, y la señora Hurst volvió.

—Le tengo gran afecto a Jane Bennet, es en verdad una muchacha encantadora, y desearía con todo mi corazón que tuviese mucha suerte. Pero con semejantes padres y con parientes de tan poco brillo, creo que no va a tener muchas ocasiones.

—¿Verdad que te he oído decir que su tío es abogado en Meryton?

—Sí, y tiene otro que vive en algún lugar cerca de Cheapside.11

—¡Magnífico! —añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a carcajadas.

—Aunque todo Cheapside estuviese lleno de tíos suyos —exclamó Bingley—, no por ello serían las Bennet menos atractivas.

—Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con hombres que representen algo en el mundo —respondió Darcy.

Bingley no realizó ningún comentario a esta observación de Darcy. Pero sus hermanas asintieron encantadas, y estuvieron un rato chanceándose a costa de los plebeyos parientes de su querida amiga.

Sin embargo, en un acto de renovada generosidad, al salir del comedor pasaron al cuarto de la enferma y se sentaron con ella hasta que las llamaron para el café. Jane se encontraba todavía muy indispuesta, y Elizabeth no la dejaría hasta más tarde, cuando se quedó tranquila al ver que estaba dormida, y entonces le pareció que debía ir abajo, aunque no tuviese ningunas ganas. Al entrar en el salón los encontró a todos jugando al loo12, y enseguida la invitaron a que les acompañase. Pero ella, temiendo que estuviesen jugando grandes cantidades, no aceptó, y, utilizando a su hermana como excusa, dijo que se entretendría con un libro durante el poco tiempo que podría permanecer abajo. El señor Hurst la miró con perplejidad.

—¿Prefieres leer a jugar? —le dijo—. Es muy raro.

—La señorita Elizabeth Bennet —manifestó la señorita Bingley— odia las cartas. Es una gran lectora y no encuentra placer en nada más.

—No merezco ni ese elogio ni esa censura —exclamó Elizabeth—. No soy una lectora empedernida y encuentro placer en muchas cosas.

—Como, por ejemplo, en cuidar a su hermana —intervino Bingley—, y espero que ese placer crezca cuando la vea completamente curada.

Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una mesa donde había varios libros. Él se ofreció enseguida para traer otros, todos los que hubiese en su biblioteca.

—Desearía que mi colección fuese mayor para beneficio suyo y para mi propio prestigio; pero soy un hombre negligente, y aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que pueda llegar a leer.

Elizabeth le aseguró que con los que había en la habitación tenía bastante.

—Es raro —atajó la señorita Bingley— que mi padre haya reunido una colección de libros tan pequeña. ¡Qué magnífica biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!

—Ha de ser buena —respondió—; es obra de muchas generaciones.

—Y además usted la ha aumentado en gran manera; siempre está comprando libros.

—No puedo entender que se descuide la biblioteca de una familia en los tiempos que corren.

—¡Descuidar! Estoy segura de que usted no descuida nada que se refiera a acrecentar la belleza de esa noble estancia. Charles, cuando construyas tu casa, me conformaría con que fuese la mitad de bonita que Pemberley.

—Ojalá pueda.

—Pero yo te aconsejaría que adquirieses el terreno cerca de Pemberley y que lo tomases como modelo. No hay condado más bonito en Inglaterra que Derbyshire.

—Ya lo creo que lo haría. Y adquiriría el propio Pemberley si Darcy lo vendiera.

—Me refiero a posibilidades, Charles.

—Sin tapujos, Caroline, preferiría adquirir Pemberley comprándolo que remendándolo.

Elizabeth estaba demasiado pendiente de lo que ocurría para poder prestar la menor atención a su libro; no tardó en abandonarlo, se acercó a la mesa de juego y se colocó entre Bingley y su hermana mayor para observar la partida.

—¿Ha crecido la señorita Darcy desde la primavera? —preguntó la señorita Bingley—. ¿Será ya tan alta como yo?

—Creo que sí. Ahora será de la estatura de la señorita Elizabeth Bennet, o la pasará.

—¡Qué ganas tengo de volver a verla! Jamás he conocido a nadie que me agrade tanto. ¡Qué figura, qué modales y qué talento para su edad! Toca el piano de una forma sublime.

—Me sorprende —dijo Bingley— que las jóvenes tengan tanta paciencia para asimilar tanto, y lleguen a ser tan perfectas como lo son todas.

—¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿de qué vas?

—Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas de malla. No conozco a ninguna que no sepa hacer todas estas cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera vez sin que se me dijera que era perfecta.

 

—Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones —dijo Darcy— tiene mucho de auténtica. El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son otros que hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto mucho de darte la razón en lo que se refiere a tu aprecio de las damas en general. De todas las que he conocido, no puedo vanagloriarme de conocer más que a una media docena que sean totalmente perfectas.

—Ni yo, es verdad —dijo la señorita Bingley.

—Entonces —observó Elizabeth— debe ser que su concepto de la mujer perfecta es muy exigente.

—Sí, es muy exigente.

—¡Oh, ciertamente! —exclamó su fiel compañera—. Nadie puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en mucho lo que se encuentra por regla general. Una mujer debe tener un conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un algo singular en su aire y manera de andar, en el timbre de su voz, en su amabilidad y modo de expresarse; pues de lo contrario solo merecería el calificativo más que a medias.

—Debe poseer todo esto —añadió Darcy—, y a ello hay que añadir algo más implícito en el desarrollo de su inteligencia por medio de abundantes lecturas.

—No me asombra ahora que conozca únicamente a seis mujeres perfectas. Lo que me extraña es que conozca a alguna.

—¿Tan estricta es usted con su propio sexo que duda de que esto sea posible?

—Yo jamás he visto una mujer con este perfil. Jamás he visto tanta capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia juntas como usted las define.

La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la injusticia de su tácita duda, afirmando que conocían muchas mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el señor Hurst las llamó las hizo callar quejándose con amargura de que no prestasen atención al juego. Como la conversación parecía haber finalizado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.

—Elizabeth —dijo la señorita Bingley cuando la puerta se hubo cerrado tras ella— es una de esas muchachas que tratan de hacerse queridas por el sexo opuesto desacreditando al suyo propio; no diré que no dé resultado con muchos hombres, pero en mi opinión es un truco rastrero, una mala artimaña.

—Indudablemente —respondió Darcy, a quien iba dirigida principalmente esta observación— hay bajeza en todas las artes que las damas a veces se rebajan a utilizar para cautivar a los hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es abominable.

La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la contestación como para seguir con el tema. Elizabeth se reunió de nuevo con ellos solo para decirles que su hermana se había agravado y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a alguien a buscar rápidamente al doctor Jones; mientras que sus hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el campo no era útil, propusieron enviar a alguien a la capital para que viniere uno de los más afamados doctores. Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se opuso a que se hiciese lo que deseaba el hermano. De forma que se acordó mandar a buscar al doctor Jones casi después del alba de la mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor. Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas se encontraban muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron cantando unos dúos, mientras Bingley no podía hallar mejor alivio a su nerviosismo que ordenar a su ama de llaves para que se prestase toda la atención necesaria y más a la enferma y a su hermana.

Cheapside: Puede entenderse como zona (side) barata (cheap), lo que provocó la burla de las hermanas Bingley.

Loo: juego de cartas en el que los jugadores debían pagar prenda cada vez que perdían.

Capítulo IX

Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo la alegría de poder transmitir una respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas que ya muy temprano venía recibiendo, a través de una sirvienta de Bingley; y también a las que más tarde recibía de las dos elegantes damas de compañía de las hermanas. A pesar de la mejoría, Elizabeth rogó que se mandase una nota a Longbourn, pues deseaba que su madre viniese a visitar a Jane para que ella misma juzgase la situación. La nota fue despachada acto seguido y la contestación a su contenido fue cumplimentada con la misma rapidez. La señora Bennet, acompañada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield poco después del desayuno de la familia.

Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señora Bennet se habría entristecido mucho; pero estuvo satisfecha al ver que la enfermedad no era de peligro inmediato, no tenía ningún deseo de que se curase pronto, ya que su convalecencia significaría marcharse de Netherfield. Por este motivo se negó a secundar la petición de su hija de que se la llevase a casa, cosa que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo, tampoco juzgó oportuna. Después de estar sentadas un rato con Jane, apareció la señorita Bingley y las invitó a pasar al comedor. La madre y las tres hijas la siguieron. Bingley las recibió y les preguntó por Jane con el deseo de que la señora Bennet no hubiese encontrado a su hija peor de lo que esperaba.

—Pues ciertamente, la he encontrado muy mal —respondió la señora Bennet—. Tan mal que no es posible llevarla a casa. El doctor Jones dice que ni pensamiento de trasladarla. Tendremos que abusar un poco más de su amabilidad.

—¡Trasladarla! —exclamó Bingley—. ¡Ni mencionarlo! Estoy seguro de que mi hermana también se opondrá a que se vaya a casa.

—Puede usted confiar, señora —repuso la señorita Bingley con fría cortesía—, en que a la señorita Bennet no le ha de faltar nada mientras esté con nosotros.

—Estoy segura —añadió— de que, a no ser por tan generosos amigos, no sé qué habría sido de ella, porque está muy malita y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor resignación del mundo, como hace siempre, porque posee el carácter más dulce que conozco. Muchas veces les manifiesto a mis otras hijas que no valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es esta, señor Bingley, y qué encantadora vista tiene a los senderos de jardín! Nunca he contemplado un lugar en todo el país comparable a Netherfield. Espero que no pensará dejarlo súbitamente, aunque lo haya alquilado por poco tiempo.

—Yo todo lo hago de pronto —respondió Bingley—. Así que si decidiese dejar Netherfield, probablemente me marcharía en cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro satisfactoriamente aquí.

—Eso es en realidad lo que yo me esperaba de usted —dijo Elizabeth.

—Comienza usted a entenderme, ¿no es así? —exclamó Bingley volviéndose hacia ella.

—¡Oh, sí! Le comprendo totalmente.

—Desearía tomarlo como un cumplido; pero me temo que el que se me conozca fácilmente es terrible.

—Es como es. Ello no significa ni mucho menos que un carácter profundo y reservado sea más o menos estimable que el suyo.

—Lizzy —exclamó su madre—, recuerda dónde estás y deja de comportarte con esa conducta intratable a la que nos tienes acostumbrados en casa.

—No sabía que se dedicase usted a estudiar el carácter de las personas —prosiguió Bingley rápido—. Debe ser un estudio apasionante.

—Sí; y los caracteres complejos son los más subyugantes de todos. Por lo menos, tienen esa ventaja.

—El campo —dijo Darcy— no puede ofrecer muchos sujetos para tal estudio. En un pueblo se mueve uno en una sociedad inmóvil y muy limitada.

—Pero la gente varía tanto, que siempre hay en ellos algo nuevo que analizar.

—Ya lo creo que sí —manifestó la señora Bennet, ofendida por la manera en la que había hablado de la gente del campo—; le aseguro que eso pasa igual en el campo que en la ciudad.

Todo el mundo se quedó perplejo. Darcy la miró un instante y luego se volvió sin decir nada. La señora Bennet pensó que había logrado una victoria aplastante sobre él y siguió triunfante:

—Por mi parte no creo que Londres tenga ninguna ventaja sobre el campo, a no ser por las tiendas y los lugares públicos. El campo es mucho más atractivo. ¿No es verdad, señor Bingley?

—Cuando estoy en el campo —contestó— no deseo marcharme, y cuando estoy en la ciudad me pasa lo mismo. Cada uno tiene sus ventajas y yo me encuentro igualmente bien en los dos sitios.

—Claro, porque usted tiene muy buen carácter. En cambio ese caballero —dijo mirando a Darcy— no parece que tenga muy buena opinión del campo.

—Mamá, estás en un error —intervino Elizabeth subiéndosele los colores por la imprudencia de su madre—, interpretas mal al señor Darcy. Él solo quería significar que en el campo no se encuentra tanta variedad de tipos como en la ciudad. Lo que debes reconocer que es verdad.

—Desde luego, querida, nadie dijo lo contrario, pero eso de que no hay mucha gente en esta vecindad, creo que hay pocas tan grandes como la nuestra. Yo he llegado a cenar con veinticuatro familias.

Nada, si no fuese su respeto por Elizabeth, podría haber hecho callar a Bingley. Su hermana fue menos delicada, y miró a Darcy con sorna muy expresiva. Elizabeth quiso decir algo para cambiar de tema y le preguntó a su madre si Charlotte Lucas había estado en Longbourn desde que ella se había marchado.

—Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué hombre tan simpático es sir William! ¿Verdad, señor Bingley? ¡Tan distinguido, tan gentil y tan sencillo! Siempre tiene una palabra amable para todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo de lo que son los buenos modales; esas personas que se creen muy importantes y jamás abren la boca, no saben lo que es cortesía.

—¿Cenó Charlotte con vosotros?

—No, se fue a casa. Creo que la necesitaban para hacer el pastel de carne. Lo que es yo, señor Bingley, siempre dispongo de ayudantes que saben hacer su trabajo. Mis hijas están educadas de otro modo. Pero cada cual que se juzgue a sí mismo. Las Lucas son muy buenas chicas, se lo aseguro. ¡Es una lástima que no sean agraciadas! No es que crea que Charlotte sea muy fea; en fin, sea como sea, es muy amiga nuestra.

—Parece una joven muy simpática —dijo Bingley.

—¡Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feúcha. La misma lady Lucas lo menciona muchas veces, y me envidia por la belleza de Jane. No me gusta ensalzar a mis propias hijas, pero la verdad es que no se encuentra con frecuencia a alguien tan guapa como Jane. Yo no puedo ser imparcial, naturalmente; pero es que lo dice todo el mundo. Cuando solo contaba con quince años, había un caballero que vivía en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que estaba tan enamorado de Jane que mi cuñada aseguraba que se declararía antes de que nos fuéramos. Pero no fue así. Quizá creyó que era demasiado joven. Aunque, le escribió unos versos, y muy hermosos que eran.

—Y así finalizó su amor —dijo Elizabeth con ansia—. Creo que ha habido muchos que lo vencieron de la misma manera. Me pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de la poesía para acabar con el amor.

—Yo siempre he pensado que la poesía es el alimento del amor —dijo Darcy.

—De un gran amor, sólido y fuerte, quizás. Todo nutre a lo que ya es fuerte de por sí. Pero si es solo una inclinación pasajera, sin ninguna base, un buen soneto la acabaría matando de inanición.

Darcy se limitó a sonreír. Siguió un silencio general que hizo temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo. La señora Bennet lo deseaba, pero no sabía qué argumentar, hasta que después de una pequeña pausa empezó a reiterar su agradecimiento al señor Bingley por su amabilidad con Jane y se disculpó por las molestias que también pudiera estar causando Lizzy. El señor Bingley fue amable en su respuesta, y obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir lo que la ocasión requería. Ella desempeñó su papel, aunque con poco desparpajo, pero la señora Bennet, quedó satisfecha y poco después pidió su carruaje. Al oír esto, la más joven de sus hijas se adelantó para decir algo. Las dos muchachitas habían estado cuchicheando durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la más joven tenía que recordarle al señor Bingley que cuando vino al campo por primera vez había prometido ofrecer un baile en Netherfield.

Lydia era fuerte, muy desarrollada para tener quince años, tenía buena figura y un carácter muy vivo. Era la favorita de su madre que por la estimación que la guardaba la había presentado en sociedad a una edad muy temprana. Era muy arrebatada y se daba mucha importancia, lo que había crecido con las atenciones que recibía de los oficiales, a lo que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían. Por lo tanto, era la más idónea para dirigirse a Bingley y recordarle su promesa; añadiendo que sería una vergüenza ante el mundo si no lo cumplía. Su respuesta a este súbito ataque fue encantadora a los oídos de la señora Bennet.

 

—Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi promesa, en cuanto su hermana esté repuesta; usted misma, si le place, podrá señalar la fecha del baile: No querrá estar bailando mientras su hermana está en cama.

Lydia se dio por satisfecha:

—¡Oh! sí, será mucho más adecuado aguardar a que Jane esté bien; y para entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile —agregó—, insistiré para que den también uno ellos. Le diré al coronel Forster que sería lamentable que no lo hiciese.

Finalmente la señora Bennet y sus hijas se marcharon, y Elizabeth volvió al instante con Jane, dejando que las dos damas y el señor Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su conducta y el de su familia. Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la censura hacia Elizabeth, a pesar del genio de la señorita Bingley al hacer chistes sobre ojos hermosos.